Lecturas sobre el presente V: “El papel de tapiz amarillo”, por Arturo Borra

 

Por Arturo Borra*

Crédito de la foto (izq.) www.amazingwomeninhistory.com /

 (der.) Ed.Siglo XXI

 

 

 

Lecturas sobre el presente V:

“El papel de tapiz amarillo”

 

 

-I-

 

Entre los textos más decisivos en la década de los 70 sobre el feminismo en EEUU, el relato “El papel de tapiz amarillo”[1] de Charlotte Perkins Gilman –publicado por primera vez en 1892- ocupa un lugar prominente. Si a menudo este relato fue y sigue siendo presentado como una obra maestra del género de terror -tal como hizo en su momento Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura[2]-, la propia participación de la autora dentro de las luchas políticas y sociales orientadas tanto por el socialismo como por el feminismo han contribuido de forma creciente a reinterpretarlo en una clave diferenciada de género.

¿Por qué regresar a este texto, entonces, considerando que ya constituye un clásico dentro de ciertas corrientes del feminismo? A mi entender, en tanto punto de condensación, permite retornar a ciertos debates sobre diferentes versiones feministas e introducir, si cabe, algunas modulaciones críticas ligadas a una perspectiva decolonial.

Para sintetizar el argumento del relato. Se trata de un «matrimonio corriente» (John y nuestra protagonista) que se desplazan a una antigua mansión para descansar y permitir la “recuperación” de la mujer, sumida en una “depresión nerviosa pasajera” (sic) o una “ligera tendencia al histerismo” (sic). Si por su parte el marido se niega a reconocerle rango objetivo a su “enfermedad” –minimizándola de forma periódica-, otros “médicos de prestigio” (sic) le plantean a la protagonista una terapia similar, prohibiéndole cualquier tipo de trabajo (Perkins Gilman, op. cit.): “Personalmente disiento de sus ideas. Personalmente creo que un trabajo agradable, interesante y variado, me sentaría bien”. Se trata pues de atenerse a una “cura de descanso” -impuesta desde la autoridad médica, a pesar del disenso de la implicada- que excluye a la mujer de toda forma de actividad, incluyendo la actividad artística.

Al interdicto del trabajo (y no digamos ya de uno que sea “agradable, interesante y variado”) se suma el interdicto de pensar en la propia condición. El correlato de la inactividad prescrita (salvando la escritura secreta de la protagonista que, como una terapia contraindicada e irritante, le produce sin embargo un marcado alivio) es la culpabilidad provocada por su marido. El conflicto –y la forma autoritaria y unilateral de gestionarlo mediante una imposición- queda velado por la enfermedad.

A la propia dificultad de no hacer nada se le suma una dificultad de otra índole: la extrañeza que produce la vieja casa colonial.

«Tengo entendido que hubo problemas legales, una cuestión de herederos y coherederos; el caso es que lleva años vacía.

Me temo que eso da al traste con lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.

Hasta se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que notaba era corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire!

A veces me enfado con John sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso seguro. Yo creo que es por mi problema de nervios».

 

La cuestión no se reduce, entonces, al estatuto de la salud mental de la esposa que el discurso médico le asigna; también se plantea la firme negativa del esposo a concederle credibilidad al relato de la esposa, así como la exigencia tácita en restablecer el “control” presuntamente perdido. El problema se remonta de la falta de escucha al dirigismo autoritario: “Me ha preparado un horario con indicaciones para cada hora del día. John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una mezquina y una desagradecida por no valorarlo más”.

La sospecha que se cierne sobre el esposo es clara, aun si su mujer lo exonera: “Es muy atento, muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir”. La atención y el cariño mal disimulan el ejercicio de un poder opresivo por parte de su cónyuge, al punto de pautarle –y con ello repetir la lógica de la dominación- las actividades “legítimas” a su esposa. Lo que no resulta menos grave: el propio lugar de estancia le quita a nuestra protagonista el deseo de escribir.

«Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir.

Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide explayarme todo lo que quiera, como no sea la falta de fuerzas.

John se pasa el día fuera, y hasta hay noches en que tiene casos graves y se queda.

(…)

Aunque estos problemas de nervios son lo más deprimente que hay.

John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay «motivo» para sufrir, y con eso le basta».

 

La casa antigua se convierte en jaula. Confinada a merodear dentro de ella, no sólo aparece la claustrofobia ante un espacio cerrado, sino el abandono conyugal, la depresión nerviosa, la negación del sufrimiento interpretado como estado inmotivado, la reducción de la mujer a una carga para el esposo que, una vez más, decide soberanamente sobre la vida del otro.

El rechazo de la autonomía de la esposa se produce en nombre de su bienestar. No es preciso poner en cuestión la “sinceridad” de este paternalismo; lo que cuenta es que se trata de una de sus formas específicas. La alienación resultante, antes que enfermedad individual, se produce como heteronomía: la imposibilidad de darse una ley propia y, por tanto, de tomar decisiones por cuenta y riesgo propio. Incapacitada por la mirada del Otro y negada por el ejercicio de un poder represivo, la damnificada ni siquiera puede ejercer su maternidad, relevada de los cuidados del niño por parte de la asistenta Jenni.

Lo que no deja de resultar más humillante: la propia referencia perturbadora al tapiz amarillo de la pared de la habitación donde descansa la protagonista es reducida por su esposo a una mera “fantasía” de una mujer “enferma de nervios”. El mismo deseo de desplazamiento –salir del dormitorio actual- queda confinado al capricho individual. A pesar del lento habituamiento de la protagonista a la habitación, John trae a su hermana Jeane: “Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!” (op.cit.). En efecto, «enfermedad» y «escritura» no sólo quedan soldados en el discurso médico del esposo, usado para legitimar su autoridad, sino también en la “perfecta ama de casa” que realiza sus labores domésticas de manera entusiasta. La escritura no sólo encarna la interrupción del criterio de salud del cónyuge, sino también la exclusión de la perfección doméstica, en tanto excedente que desestructura la buena marcha de las cosas.

La claustrofobia (y el efecto de aislamiento) de la protagonista se hace cada vez más nítida. No cesa de llorar ocultándose para evitar nuevas preocupaciones, mientras observa el tapiz multiforme y variable: “Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer”. Lo que resulta horripilante, pues, es la propia figura secundaria de la mujer y el temor que comienza a provocarle el propio John.

La condición enigmática del papel de pared se transforma en voluntad creciente de desvelarlo. Incluso para la protagonista es la causa misma de su mejora progresiva: “Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas. Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha”. Más adelante, añade:

«Por fin he hecho un verdadero hallazgo.

A fuerza de mirarlo cada noche, cuando cambia tanto, he acabado por descubrir la solución.

El dibujo principal se mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás!

A veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo hay una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo sacude todo».

 

El propio color sugiere no sólo una cierta decoloración existencial, sino un espacio de encierro detrás del cual una mujer (o varias) se revuelve. No hay demasiado margen de duda: la mujer quisiera salir del empapelado, emanciparse, pero la asfixia resulta más poderosa. Incluso si saliera de día, la opresión sigue siendo la pauta. Sólo la intervención de la protagonista puede ayudar a cambiar esa situación; sin su fuerza, la otra mujer seguiría atrapada. De ahí la labor cooperativa que atañe como forma de salida a este encierro en el empapelado. En un giro sorprendente, sin embargo, es la misma protagonista quien habría salido del empapelado: “Me gustaría saber si salen todas del papel, como yo”. Sólo resta arrancar el papel para que ni John ni Jeane puedan volver a encerrar a la otra mujer que ella misma encarna.

En suma, el relato puede describirse como la historia de una liberación específica, no sólo con respecto al marido –y lo que representa en términos de dominación masculina- sino también contra otras congéneres que reproducen determinadas prácticas opresivas de género. Dentro de esa opresión, como  he señalado, hay que referirse a la exclusión del «orden del discurso». La protagonista es llamada a callar –incluso si, como agente, se rebela tanto mediante el dispositivo de la escritura como a través del acto de ruptura que supone arrancar el empapelado amarillo-. La mujer, pues, no se limita a ser un mero apéndice del esposo, reputado profesional que desde esa posición de poder inhabilita a su cónyuge en dos dimensiones al menos: como trabajadora -a partir de la privación expresa de todo tipo de trabajo- y como sujeto comunicativo –a partir del llamado persistente a desistir de todo diálogo y, en última instancia, de todo discurso autónomo-. Desde esta perspectiva interna, se plantea así una instancia de emancipación posible, ligada a la protagonista como agente, capaz de intervenir sobre sus propias condiciones de existencia.

Doble constatación entonces: si por una parte, la condición de restablecimiento de la “armonía familiar” queda condicionada al (re)pliegue femenino al orden encarnado por el marido (donde su brillante carrera se paga con el sombrío mundo al que queda confinada la mujer), por otra parte, semejante orden sexista, lejos de constituir una fatalidad, es susceptible de constituirse en un blanco sobre el cual intervenir mediante estrategias y prácticas que pueden devenir revolucionarias. Dentro de esa práctica, la escritura constituye uno de los recursos estratégicos más relevantes: permite desafiar la razón patriarcal desde aquello que ésta expulsa, esto es, lo que no encaja con sus parámetros autoritarios de orden.

Por lo dicho, el relato se desplaza del género del terror al terror del género, esto es, a la institución de un orden (hetero)patriarcal donde la desigualdad de género queda asegurada bajo la forma de una armonía familiar que ocluye las potencialidades femeninas, minimizando sus aportaciones simbólicas a la vez que anulando sus posibilidades productivas. Mediante una escenificación que no es explícitamente feminista, la autora cuestiona un régimen de dominación masculina que trata a las mujeres como subalternas, cuando no las descalifica mediante el recurso a la enfermedad mental. Ante la cosificación que sufre la protagonista, sin embargo, se abren distintas posibilidades de respuesta, incluyendo la posibilidad de un acto de ruptura. La contingencia de la acción abre camino a una emancipación necesaria.

 

YellowWallpaperCover

-II-

 

No hay ninguna razón, sin embargo, para detener el análisis en esta crítica global al patriarcado. Lo más evidente que habría que señalar son las prerrogativas socioeconómicas del matrimonio. El traslado temporal a una mansión y la posibilidad de la protagonista de efectuar una “cura de descanso” tienen como condición de existencia el trabajo profesional de su esposo y, en particular, una remuneración económica suficientemente alta como para hacer factible una distribución del trabajo de este tipo. Semejante posición de clase reenvía a una situación privilegiada de unas minorías sociales que pueden seguir sosteniendo unos roles de género tradicionales en medio de un sistema económico que perpetúa las asimetrías de clase, arrojando al mercado laboral a millones de mujeres como forma de afrontar condiciones de vida precarias, sin siquiera plantearse como factible la posibilidad de un “trabajo agradable, interesante y variado”[3]. Como matrimonio burgués, la posición de la protagonista mantiene unos privilegios que buena parte de las mujeres pertenecientes a las clases populares carecen[4].

En segundo lugar, aunque no hay referencias específicas a la identidad étnica de los personajes, hay indicios suficientes para suponer que la historia afecta a un matrimonio blanco. Dado el contexto histórico estadounidense en las postrimerías del siglo XIX, marcado tanto por el racismo social como institucional, es claro que el acceso a los estudios superiores ha estado reservado prioritariamente a los varones blancos. Que el marido de la protagonista sea un “reputado médico” ya es indicativo no sólo de su procedencia de clase sino también de su identidad étnica. La propia deslocalización del sujeto, en este caso, opera bajo la forma de un modelo matrimonial descontextualizado, como si la pertenencia étnica no supusiera ya privilegios específicos con respecto a mujeres localizadas en otros espacios y pertenecientes a otras etnias bajo un régimen colonial.

Así, no cabe descartar que el énfasis exclusivo de Perkins Gilman sobre la lógica patriarcal dificulte el reconocimiento de ciertos beneficios de los que goza la protagonista. En un plano económico, deben mencionarse entre otros i) el hecho de contar con un amplio período vacacional –a diferencia de la mayoría de mujeres racializadas, incluyendo las emigradas, que apenas pueden disfrutar de su ocio por su particular exposición a la sobreexplotación laboral-; ii) el hecho de disponer de una empleada de hogar que sustituye a la protagonista en cualquier labor doméstica, liberando –al menos potencialmente- un tiempo susceptible de utilizarse en alguna forma de ocio creativo; iii) el hecho de que la esposa disponga de apoyos familiares (a diferencia de muchas mujeres, especialmente cuando son madres monoparentales) para tratar su enfermedad; y v) el hecho de que la esposa no tenga ninguna preocupación relacionada a la misma supervivencia.

De forma ambigua, por tanto, el sujeto protagónico de la historia es tanto un sujeto generizado como un sujeto deslocalizado. No hay referencias explícitas a su posición de clase y a su identidad étnica (aunque sí resulte clara su orientación e identidad sexual). Con ello, se borra el hecho de que un matrimonio burgués, heterosexual, blanco y occidental no es, sin más, un modelo representativo de las diferentes opresiones sistémicas (incluyendo las de género). No hay lugar para el maniqueísmo: aun si perpetúa la opresión de género, semejante modelo matrimonial goza, comparativamente, de otros privilegios.

La cuestión del patriarcado, así, plantea específicas modulaciones según el sujeto de género del que se trate: sus violencias variarán según se trate de una mujer pobre, negra, musulmana, lesbiana, oriunda de países periféricos, etc. La omisión sin más de estas otras dimensiones constitutivas del sujeto en su complejidad terminan pasando factura a cierto feminismo que en su análisis de género excluye la cuestión no sólo del capitalismo sino también de la «colonialidad»[5]. El análisis general de la mujer funciona como un obstáculo epistemológico que impide aproximarse a la realidad de diferentes posiciones e identidades femeninas subalternas en el contexto de la modernidad colonial.

 

Charlotte Perkins Gilman
Charlotte Perkins Gilman

-III-

 

¿Por qué insistir en otras dimensiones de la desigualdad? Un feminismo que omite otros vectores que no sea el propio «género» –como la etnia, la clase, la orientación sexual o la edad- es un feminismo ciego a las propias jerarquías y subordinaciones dentro del género-. En su reduccionismo, desconoce asimismo las modalidades diferenciadas del patriarcado dentro de un sistema-mundo no sólo capitalista sino también colonial. Del mismo modo que el euromarxismo ha tendido a desconocer tanto al «género» como a la «etnia»[6], el riesgo análogo de este tipo de feminismo es desconocer por su parte la clase y la etnia. Una de las consecuencias políticas más directas de esta posición teórica que sustancializa el género hasta constituirlo en un principio excluyente de inteligibilidad no es otro que la recaída en una «política de identidad» que cierra el paso a cualquier sujeto colectivo que no coincida con la propia posición generizada. Dicho de otro modo: no da lugar a una política articulatoria que permita incluir y rebasar la lógica separadora de un sistema de opresiones históricamente cambiante. Con ello, impide una práctica de alianzas estratégicas con otros grupos minorizados, comenzando por los movimientos anticapitalistas, altermundistas, decoloniales y, en general, disidentes, que podrían nuclearse en torno a un proyecto emancipatorio común.

El señalamiento tiene una relevancia política manifiesta. Antes que promover luchas sociales interseccionales, estructuradas sobre la base de diversas reivindicaciones y demandas colectivas, la injusticia del género termina encubriendo otras formas de injusticia, convirtiéndose en una forma de desconocimiento de colectivos que padecen, de forma diferencial, los efectos de las múltiples formas de violencia sistémica. Lo que no es menos relevante: al trazar una frontera entre un “nosotros”/”ellos” generizado, la posición de este feminismo se desentiende de las luchas de otros colectivos no menos afectados por esta dinámica de desigualdad (como es el caso de parados, inmigrados, precarios, etc.). En su devenir, no sólo pierde su espíritu revolucionario, sino que se convierte en un ocultamiento de los privilegios de las mujeres blancas europeas y estadounidenses.

No necesitamos, por lo demás, “(…) imaginar a la productora subalterna como una víctima absoluta”[7]. Las identidades femeninas del llamado “Tercer Mundo”[8] siguen siendo heterogéneas y cabe pensarlas en su vínculo con específicas condiciones económicas, políticas y culturales. Como señala Chandra Mohanty, también en algunas versiones del feminismo se plantea un «etnocentrismo latente» (incluso manifiesto cuando se trata de mujeres musulmanas), no sólo porque tiende a construir una categoría monolítica de la “mujer media” en las periferias, sino también porque reafirma la tendencia a “(…) evaluar y juzgar las vidas de estas Otras mujeres conforme un patrón que tomaba las vidas de las mujeres de clase media de Occidente como norma, como «referente implícito»”[9].

En vez de construir un referente implícito como pauta universal de la opresión de género, tal como ocurre con nuestra protagonista, se trata más bien de pensar en las identidades de género como construcciones sobredeterminadas. Antes que reforzar una política binaria que esencializa las identidades (de género en este caso), quizás el propósito teórico que debemos afrontar sea pensar en específicos regímenes patriarcales que se articulan tanto al capitalismo como al colonialismo. Puede que en esa articulación teórica podamos comprender no sólo cómo ciertos sujetos masculinos oprimen a sus cónyuges en nombre de un paternalismo autoritario sino también cómo ciertos sujetos de clase, con relativa independencia al género, oprimen a otras clases en nombre del bienestar colectivo o cómo ciertos sujetos nacionales oprimen a otras ciudadanías en nombre de una presunta superioridad étnica.

En la actual encrucijada del pensamiento crítico, resulta imprescindible reflexionar sobre un horizonte de articulación de nuestras luchas políticas centrales, especialmente, si lo que pretendemos transformar no es meramente nuestra posición dentro de un régimen global de poder, sino el propio régimen de poder, atravesado por múltiples desigualdades estructurales. Puede que la historia del feminismo del siglo XXI se escriba a partir de su articulación con aquellos grupos y movimientos sociales que también aspiran a arrancar el tapiz amarillo que nos encierra en las coordenadas de las opresiones presentes.

 

 

 

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[1] Recupero aquí la traducción de Jofre Homedes Beutnagel (Lumen, 2001), en versión electrónica http://www.lamaquinadeltiempo.com/prosas/perkins01.html.

[2] Lovecraft, Howard Phillips (2010): El horror sobrenatural en la literatura, y otros escritos teóricos y autobiográficos, edición de Juan Antonio Molina Foix, Valdemar, Madrid.

[3] El acceso al mundo del empleo por parte de las mujeres no supone la interrupción de la desigualdad sino que instaura otra diferente. El desplazamiento tendencial del trabajo reproductivo al trabajo productivo por parte de muchas mujeres de las clases populares y medias, especialmente a partir de mediados del siglo XX, no supone en absoluto una liberación, no sólo porque de forma regular dichas mujeres siguen realizando gran parte del trabajo doméstico y de cuidado de personas (duplicando o triplicando su jornada laboral), sino porque el acceso y permanencia en el ámbito del empleo sigue marcado por múltiples formas de discriminación: techo de cristal, brechas salariales y contractuales, falta de conciliación y oportunidades menguadas, etc. Semejantes discriminaciones forman parte de un proceso de subordinación social que afecta asimismo a otros grupos, comenzando por los trabajadores inmigrantes, desplazados o asilados.

[4] Tiene razón Butler cuando cuestiona la excesiva generalización del concepto de «patriarcado», perdiendo de vista los contextos culturales diferentes en los que la opresión de género se produce y las modalidades específicas que adquiere según esos contextos (Butler, Judith [2011]: El género en disputa, Paidós, Madrid, pág. 49 y sig.).

[5] Para una crítica a la «colonialidad», cf. Castro Gómez, Santiago y Grosfoguel, Ramón [eds.] (2007): El giro decolonial: reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Siglo del Hombre editores, Bogotá.

[6] Cf. Young Robert (2008): “Nuevo recorrido por (las) Mitologías Blancas”, en VVAA (2008): Estudios postcoloniales. Ensayos fundamentales, Traficantes de sueños, Madrid.

[7] Puwar Nirmal (2008): “Poses y construcciones melodramáticas”, pág. 250, en VVAA (2008): Estudios postcoloniales. Ensayos fundamentales, Traficantes de sueños, Madrid.

[8] Al respecto, remito a la crítica de Escobar, Arturo (2007): La invención del Tercer Mundo. Construcción y deconstrucción del desarrollo, El perro y la rana, Caracas.

[9] Citado en Puwar Nirmal, op.cit., pág. 245.

 

 

 

 

*(Argentina, 1972). Licenciado en comunicación social por la UNER y doctor en estudios interdisciplinarios de la comunicación por la Universidad de Valencia. Ha publicado el libro de prosa Anotaciones en el margen (2008; 2014), las plaquettes Cielo partido (2009), La vigilia del deseo (2013) y Esplendor saqueado (2015) y los poemarios Umbrales del naufragio (2010), Figuras de la asfixia. El libro de los otros (2012; 2014), Para trazar lo (im)posible (2013) y todo tanto (2016). En versión digital, ha publicado Figuras de la asfixia (2015) y, también, todo tanto (2016). Dirige el blog www.arturoborra.blogspot.com