Por Roger Santiváñez
Crédito de la foto Oriette D’Angelo
Carmen Ollé en Hora Zero
y otras instantáneas del recuerdo
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A VECES —en el devenir de la vida— a uno le toca ser testigo de encuentros importantes y/o decisivos para la existencia de otras personas. Es lo que me ocurrió una buena y tranquila mañana de 1975 en la esquina del cine Colón en la plaza San Martín de Lima —a la sazón— paradero inicial del bussing y de los autos colectivos que iban a Miraflores. Me encontré —en la cola— con una pareja de poetas jóvenes. Carmen Ollé* y Enrique Verástegui. A ella la conocía apenas —como se dice— de Hola y chau, porque la había visto eventualmente en el café-restaurant-chifa Wony, lugar de reunión de poetas y artistas en la Lima de aquel entonces. Con Enrique nos conocíamos un poco más. Desde el año anterior —en una visita limeña desde mi natal Piura— tomé contacto con el autor de En los extramuros del mundo un domingo por la tarde en una mesa del mencionado Wony. Y lo había frecuentado un tanto desde mi llegada —para establecerme en Lima y seguir estudios de Literatura en San Marcos—, a fines de marzo de 1975. Verástegui trabajaba en el diario La Crónica y tras cerrar su colaboración allí, solía darse una vuelta por el Wony o por el Tívoli, bohemio local también en La Colmena frente al costado del Hotel Bolívar.
Carmen Ollé estaba trabajando igualmente en La Crónica y esa mañana que rememoro en esta página —según supe después— había aceptado una invitación de Enrique para ir a pasear juntos a Barranco. De manera que me tocó acompañarlos en el mismo colectivo hasta Miraflores, donde yo descendí del vehículo y la pareja siguió su rumbo hacia el poético distrito. El tema es que pocos días después me encuentro con Verástegui de casualidad en la puerta del Wony y, ante mi sorpresa, el poeta se me lanza encima en un alborozado abrazo mientras me decía con una sonrisa infinita en el rostro: “¡Ya estoy con ella, hermano, ya estoy con ella!”. Naturalmente me uní a su alegría: Carmen me parecía una linda y simpática chica. Además una excelente poeta ya que —por azares del destino— llegó a mis manos el original mecanografiado de una antología de la poesía peruana joven !Oh dragones, abreven! preparada, en aquellos días, por el crítico Alex Zisman y que nunca se publicó. En este documento pude disfrutar de unos poemas inéditos de Carmen Ollé.
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Del mismo modo me tocó presenciar la celebración por el matrimonio de la pareja, ocurrido un tiempo después, me parece que ya en 1976, poco antes de su viaje hacia Europa (Enrique había obtenido la preciada beca Guggenheim con votos de Octavio Paz y Vargas Llosa) pasando primero por México. Lo concreto es que en las primeras horas de aquella tarde me di una vuelta por el Wony y en la mesa delantera a la izquierda de la entrada, me encontré con un pequeño grupo en el que destacaba Jorge Pimentel —uno de los fundadores de Hora Zero— muy sonriente alzando su copa en medio de la algarabía que los tenía reunidos: Carmen y Enrique acababan de casarse en horas del mediodía. Yo, siendo un muchacho bastante tímido y menor que ellos los saludé respetuosamente, a lo que ellos me respondieron invitándome a compartir la celebración allí mismo.
Recordé un crepúsculo miraflorino en que deambulaba por la avenida Larco y el parque Kennedy cuando súbitamente me encuentro con Verástegui. ¿Qué haces? —me pregunta Enrique. Nada —le contesté. Entonces me propuso que lo acompañara a su casa, la que habitaba con Carmen al final de la avenida León Velarde en Lince ya casi en la esquina con la Salaverry. Hasta allí nos dirigimos en un taxi. Recuerdo que en el camino Jarry (como lo llamaba por su apelativo familiar) me hablaba del rigor de la poesía de Juan Ojeda. Por fin llegamos a su casa y pasamos —tras saludar a su suegra— a su cuarto en el segundo piso. Allí estaba Carmen, con quien pude conversar un poco, pero sólo un poco porque Enrique procedió a mostrarme, vivamente entusiasmado, el original mecanografiado de Monte de Goce y a leerme los intensos poemas del extraordinario libro que había compuesto en Cañete dos años antes. Sentados sobre la cama, Carmen nos observaba complacida. Eran —sin duda— una pareja feliz de poetas jóvenes.
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Por los años de 1978-79 tuve una memorable comunicación epistolar con Verástegui, Lima-Barcelona y después Lima-París. Eran los días en que yo militaba en el grupo La Sagrada Familia aún cuando había ciertas contradicciones con Hora Zero que se acababa de reunificar en 1977, recuerdo que Enrique —en sus misivas— me proponía trabajar por la unidad de ambos colectivos. En una de sus cartas por fin me anuncio que volvía al Perú junto a Carmen y a su pequeña hija Vanessa. Ya corría el año 1980. Así fue como —devueltos a la casona de Lince— yo visitaba a la pareja y mientras los esperaba en la sala, muchas veces me ponía a jugar con Vanessa quien tendría tres o cuatro años de edad. A la niña le encantaban los avioncitos que yo creaba para ella con hojas de papel y los hacíamos volar entre el vestíbulo y la escalera, celebrando con su risa cada aterrizaje forzoso de los frágiles aeroplanos.
En ese 1980, a partir de mayo, comencé a ver a Verástegui casi todos los días pues ambos trabajábamos en la misma oficina de Inactuales en El diario de Marka. Yo andaba en un Volkswagen —obsequio de mi padre cuando me trasladé a San Marcos— de modo que con frecuencia veía a la pareja cuando llevaba a Enrique a su casa. Me hacía pasar para invitarme un té o una limonada y allí departía con mis dos admirados poetas. A la sazón, ambos asistían eventualmente a las reuniones de La unión libre, un intento de Frente Cultural —de inspiración marxista— impulsado por un sector de La Sagrada Familia tras su disolución ocurrida en abril de 1979 y por HZ-2da Fase (como era denominado en aquellos días de agitación) más los poetas dispersos del Wony, artistas del Taller Huayco, la célula de cultura del POMR y otros involucrados. Como era de esperarse, la olla de grillos que en realidad era La unión libre sucumbió después de casi un año de negociaciones improductivas en el departamento del gordo Pepe Benavides en La Colmena y en el hotel La Casona, de Miguel Burga en el jirón Moquegua.
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En diciembre de 1980 la poeta Dalmacia Ruíz Rosas —mi compañera de aquellos años envolventes— y quien redacta este testimonio fuimos convocados por Jorge Pimentel a compartir unos cuba-libres y un suculento salame a su departamento, sito en Miraflores en Paseo de la República. En dicho cónclave el cofundador de Hora Zero nos invitó, con toda la amable seriedad del caso, a integrarnos al Movimiento que él lideraba. No fue una sorpresa debido a que, en las extenuantes e inútiles sesiones de La unión libre, Pimentel ya nos había ido expresando su deseo. Aceptamos de buena gana: Yo admiraba a Hora Zero desde mi adolescencia piurana, cuando lo había descubierto al salir del colegio —en marzo de 1973— a través de la antología de la generación del 70 Estos 13 de JM Oviedo, encontrada en uno de los anaqueles de la librería Studium de mi ciudad natal. Así fue cómo pude militar (como me gusta decir a mí) en Hora Zero junto a Carmen Ollé, quien también constituía —por entonces— una novísima integrante de dicha agrupación.
En efecto, Carmen —si bien exhibía su firma en los manifiestos Contragolpe al viento, documento de la reunificación horazeriana de 1977, así como en Mensaje desde afuera de HZ-Internacional lanzado en París y Mensaje desde adentro ambos circa 1978 y 79— en realidad había circunscrito su participación exactamente a eso: firmar solidariamente junto a su compañero Enrique Verástegui los pronunciamientos del Grupo. En cambio, ya en Lima en 1981 —con la agitación que desencadenamos organizando el Recital Mayor del mes de febrero en un canchón al lado de un bar del jirón Moquegua—Carmen Ollé se unió activa y entusiastamente a las reuniones previas aportando su valiosa opinión en todos los planos en que nos motivaba la discusión interna. Recuerdo que sus ideas brillaban por una radical modernidad presentada con suave y elegante dicción, pero enfática tajancia.
Me tocó encargarme de la edición de la plaquette Antología terrestre que HZ editó para el Recital Mayor. Carmen nos entregó un magnifico poema cuya primera línea reza “Morir es un acontecimiento social” que constituye una lúcida exploración por los contornos sociales que rodean la desaparición de una persona. En cierto modo, el texto guarda relación con los presupuestos poéticos de HZ y también con el tono de su primer y celebrado libro Noches de Adrenalina, publicado en 1980 bajo el sello Cuadernos del Hipocampo del inolvidable profesor y amigo Luis Fernando Vidal. Carmen Ollé se colocó —como se dice— en la cresta de la ola con dicha obra. Sin duda, fue el trabajo de poesía más avanzado en cuanto a lenguaje y por su propuesta ideológica de aquel conspicuo principio de la década de los 80s. La fresca y desenfadada dicción de nuestra poeta, y la revelación de sus temas que por vez primera se tocaban con toda claridad en la poesía peruana, pusieron a Noches de Adrenalina a la vanguardia del género en el ámbito latinoamericano. Una mujer hablaba con valentía, inteligencia y brillantez sobre la dimensión sexual de la persona humana, así como enfrentaba al Orden Establecido de los Pater Familiae con lúcida radicalidad e ironía implacable. El Sistema burgués-patriarcal, la religión opresora, la hipocresía de la gran farsa social del mundo y los Estados; quedan hechos añicos ante la cosmovisión olleiana —heredera personal de un pensamiento que vendría de París, mayo 1968— y todo expresado con mordaz y sincera audacia no exenta de la natural gracia femenina: “He vuelto a despertar en Lima a ser una mujer que va/ midiendo su talle en las vitrinas como muchas preocupada/ por el vaivén de su culo transparente./ Lima es una ciudad como yo una utopía de mujer.”
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Pasó el tiempo. El mundo da vueltas. Vino y se fue la experiencia Kloaka. En el verano de 1984 asistí al matrimonio de Rosina Valcárcel en la Municipalidad de La Victoria. Me encontré con Carmen en las escaleras del edificio. Tuvo una hermosa palabra para mí en momentos en que yo enfrentaba una situación poco grata por un desamor consumado. Y me aseguró que en un poema mío aparecido en esos días en la revista Hueso Húmero, ella había sentido una resonancia de En los extramuros del mundo de Enrique Verástegui. Eso me dio gusto y salimos al sol de la Plaza Manco Cápac para irnos a la fiesta de celebración nupcial. En noviembre de 1985 coincidí con ella en el aeropuerto: ambos viajábamos invitados por la Casa de las Américas al Segundo Encuentro de intelectuales por la soberanía de los pueblos de nuestra América en La Habana. Éramos los dos únicos poetas de la delegación peruana, de modo que la pasamos juntos buena parte de la cita cubana. Fuimos —el primer día— a la Fortaleza colonial El Morro y durante los tres días del congreso degustamos algunos daiquiris en la terraza más fresca del Hotel Riviera, donde nos alojábamos, sobre unos arrecifes contra los que se estrellaban las azules y cuasi violentas olas del mar Caribe.
Posteriormente —fan como siempre me he preciado de ser de su obra— me acerqué a La Noche de Barranco donde Carmen presentó su libro Todo orgullo humea la noche y al final cuando me acerqué a saludarla, ella me sorprende obsequiándome un ejemplar dedicado que rezaba: “Al poeta de las flores eléctricas”. Hasta el día de hoy guardo esa página en la membrana más clara de mi corazón. Igualmente visité el local del Centro Flora Tristán la noche feliz en que Ollé lanzó su texto de prosa poética narrativa ¿Por qué hacen tanto ruido?, con brillante discurso de Antonio Cornejo Polar.
Flashback
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Esta historia comienza en realidad en la populosa avenida Abancay de Lima, a mediados de los sesentas. En 1966 más exactamente, cuando Carmen Ollé y su amiga íntima Esther Castañeda visitaban diariamente la Biblioteca Nacional. En aquellos días ellas ya componían sus primeros versos y se dejaban encimar por Juan Ojeda, quien les espetaba: “Veo la locura en sus ojos”. En esa época nuestra poeta aún no conocía a los “hippies horazerianos”, como los ha llamado, pero ya sabía deambular por las calles de la ciudad a la espera de cierta sorpresa y se sentía profundamente impactada por la estela de Rimbaud, el muchacho de Charleville; de quien afirma: “no deja de atraernos, de la misma manera que lo hacen todos los vagabundos. Irse, marcharse, perderse en lo ajeno y en la lejanía acaso se parezca a la fascinación que ejerce sobre nosotros la muerte, el llamado de lo oscuro, la provocación del deseo hacia lo oculto o el viaje del vampiro, que ennoblece nuestros corazones viajeros y los vuelve extraños a la rutina, a lo sedentario, a la molicie, a la gordura”.
La historia prosigue —como ya hemos apuntado— en Europa. Concretamente en la calle Obispo Sivilla de Barcelona. Hasta allí llegaba al piso en que Carmen vivía con el horazeriano Enrique Verástegui y el infrarrealista Roberto Bolaño en el invierno de 1977 para despotricar de Octavio Paz, lo que generó una discusión y posterior rompimiento entre ambos poetas. Pero diez años antes, en 1967, Carmen vivió en Deggendorf, pequeño pueblo de campesinos en Baviera, sur de Alemania. De esa experiencia la poeta recuerda: “En Deggendorf me sentía libre, aunque paranoica. Obsesionada por los nazis, le temía a mi profesor de alemán, por algo se llamaba Wolf, ‘lobo’ en su idioma”. Y luego: “En la orilla de un oleaginoso lago, Wolf había intentado desvirgarme con tanta torpeza que pude guardarme para una segunda ocasión en nuestra Lima aburrida y fea”. Esa segunda ocasión está graficada en Noches de Adrenalina: “Despierto y me levanto de un viejo catre/…/ he venido del brazo de mi compañero de clase por un solo motivo” y después: “en el sucio y pobre/ HOTEL ASTUR yo experimenté el tan ansiado orgasmo/ simultáneo/ no dejé de ser virgen entre aires bucólicos o bosquecillos/ de pinos/ dejé de tener himen como de tener amígdalas en una operación/ de dos horas”. Poco romántica experiencia que la poeta sabe transformar en poesía.
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Un aire de melancolía sentimos al leer estas frases de Carmen Ollé: “De nada sirvió que les contara que después de casada y ya con una niña de seis meses, habíamos partido al extranjero con otras ilusiones: mi esposo era un destacadísimo escritor y soñaba con publicar en las mejores editoriales europeas. En efecto, ganó varios premios, pero las editoriales europeas se hicieron de la vista gorda y los vientos no soplaron a nuestro favor, salvo los de la bahía de Mahón donde nos confinamos para ver pasar los yates y barcos de los poderosos”. Esto quizá guarda relación con otra sentencia importante del universo olleiano: “Así es la vida, una se muere por algo todo el tiempo y cuando lo tiene a mano lo arroja al olvido”.
Sobre el tema de su generación —y su accionar como militante de Hora Zero (que hemos comentado líneas arriba)— es pertinente destacar esta opinión suya acerca de un hippie marihuanero con quien: “estaba en un balneario del sur haciendo el amor”, nos dice: “Aquel hippie se decía poeta y como los poetas de entonces era un barbón medio místico. Andaba con el diario del Che siempre bajo el brazo, caminaba sobre las olas pensando en las imágenes que le habían legado Eliot, Pound y Ginsberg, olvidado ya de Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé. El librito rojo de Mao Tse Tung era también la Biblia de los que creían, como él, en las cien rosas de la revolución cultural. Estos autores definieron el destino, entre trágico y aventurero, de la generación del 70”.
Y sobre la llamada Revolución velasquista —contexto socio-político de dicha generación—, Ollé escribe: “Para entonces el general Velasco Alvarado ya había expropiado las haciendas y muchos latifundistas se ahorcaron en los baños de sus departamentos de Miraflores, San Isidro, o de la avenida Salaverry.” Sin duda, la transformación que se operó en la sociedad peruana, la cual quebró el espinazo de la oligarquía tuvo una resonancia palpable en la poética del 70 y de Hora Zero, incluyendo la que subyace —de todos modos— en la cuidada dicción de Carmen Ollé en su Noches de Adrenalina: “Margarita Elsa Sira se perdían en la Avenida Venezuela/ y colocaban carteles en la noche sobre paredes musgosas./ De día interrumpían las clases de metafísica con rabia/ y aplaudíamos esos cabellos sudoroso y negros sobre/ la espalda”. Igualmente, el poema “DAMAS AL DOMINO, Vals o minué (una escena)” inserto hacia la mitad de Noches de Adrenalina podría decirse se enmarca, aunque siempre con un toque muy persona, en los presupuestos de la Poesía Integral Ars Poetica de Hora Zero básicamente expuesta por Juan Ramírez Ruiz en su libro Un par de vueltas por la Realidad.
Sin embargo, la posición de Ollé es autocrítica. Afirma: “El tiempo es un lector extraño y no ha pasado en vano. La gente se mofa de los poetas de mi generación.” Más adelante reflexiona sobre el destino: “O las cosas van por otro camino o yo sigo en el desierto, con la cara cubierta como los beduinos, impulsada por el simún y llego siempre a la misma casa a encontrar el mismo rostro ante el espejo, que va dejando de parecerse a mí, hasta que pierda definitivamente el rastro”. Para agregar inmediatamente: “Y sin rastro, los poetas de mi generación están perdidos. Si acaso las revistas o los periódicos se ocupan de los poetas del 70 es sólo para burlarse de su fracaso”. Pero luego aclara: “En realidad el fracaso es sólo un accidente, no existe como tal”.
Epílogo
Interesante posición la de nuestra autora. Siempre en el difícil equilibrio de una lucidez a toda prueba y dejándonos —a nosotros sus lectores— la abierta posibilidad de definir una opción personal. Actualmente Carmen Ollé es una de las voces más importantes de la poesía en lengua española a ambas orillas del Atlántico. Podemos vaticinar que su obra quedará, ya está quedando, inscrita para siempre en el horizonte infinito de la poesía. Para componer este artículo han sido mis fuentes dos de sus títulos: Retrato de una mujer sin familia ante una copa [Peisa, Lima 2007] y el histórico Noches de Adrenalina [Libros de Tierra Firme, Buenos Aires 1994] así como los intrincados recovecos de mis recuerdos, porque como escribe Carmen Ollé: “Escribir es buscarse en la sonrisa de la fotografía/ la memoria es la figura inmóvil en el álbum color/ almenda”. Así sea.
[Orillas del río Cooper, diciembre 2020]
*(Lima-Perú, 1947). Poeta, narradora y crítica literaria. Fue Miembro del Movimiento poético Hora Zero. En la actualidad, se desempeña como conductora de talleres de escritura creativa en el Centro de Estudios Literarios Antonio Cornejo Polar. Obtuvo el Premio Casa de la Literatura Peruana (2015). Ha publicado Noches de adrenalina (1981), Aproximación a la Generación del 50 (1983), Todo orgullo humea la noche (1988), ¿Por qué hacen tanto ruido? (1992), Las dos caras del deseo (1994), entre otros.