Por Daniel Freidemberg*
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Cuestión de trabajo,
por Daniel Freidemberg
Lo que no entiendo, lo que no alcanzo a entender, es cómo a un poeta pueden no importarle las palabras. A las palabras en sí mismas me refiero, pero también a los modos con que se las agrupa en oraciones o en asociaciones imprevistas: su densidad, su peso, su textura, el aura que las envuelve, su sabor, su temperatura, su volatilidad o contundencia, su resistencia a ser usadas como uno querría o su equivocidad o su capacidad de sorprendernos, lo que dicen sin decir o lo que puedan tener de remanido o gastado o previsible, las relaciones que puedan tener con otras palabras o con el mundo o con nuestra historia personal o social, su pertenencia a tal o cual léxico o tal o cual jerga, su abolengo, su habilidad, cuando la tienen, para irrumpir en el momento menos pensado, sus extensiones, sus suavidades, sus filos, su maleabilidad. Es como si a un pintor le diera lo mismo usar el granate que el carmesí o el magenta, o si a Buonarotti no le hubiera importado la calidad del mármol con que iba a tallar La Pietá.
Todo el mundo, por supuesto, tiene derecho a expresar por escrito lo que quiera o se le ocurra, y de la manera en que quiera hacerlo, eso no se discute, y si decide llamarlo “poema” es asunto suyo: no es de eso de lo que estoy hablando. De oficio estoy hablando, y de responsabilidad. De la responsabilidad que una persona tiene hacia el oficio al que eligió dedicarse. Cualquier oficio, rentado o no: tanto escribir poesía como programar computadoras, jugar al fútbol, ser asesor jurídico, producir conservas o conducir trenes.
Que cualquier cosa que alguien escriba sea apreciada solamente por eso, porque alguien lo escribió, no es lo que me preocupa. Sí que los propios poetas, muchos de ellos, parecen aceptar que así son y así tienen que ser las cosas: poner por escrito lo que les sale sin tener en cuenta el cómo. “Democratismo”, “sinceridad”, “realismo”, “libertad creativa”, “estar a tono con la época”, son algunos de los argumentos que se esgrimen, cuando alguien cree necesario esgrimirlos, para explicar o justificar la actitud, al margen de algunos escritos de tinte académico que recurren a argumentos más sofisticados, con citas de autoridad y vinculaciones con lo político, lo sociológico o lo psicoanalítico que aquí no voy a discutir, aunque, por lo general, la situación se acepta sin necesidad de dar razón alguna: así serían las cosas y ya está, y no es raro que concuerden con eso los encargados de distribuir distinciones y premios.
Nunca, hasta hace algunos años, se había visto entre los poetas, entre quienes se dedican a escribir poesía quiero decir, ese desinterés hacia el trabajo con la materia verbal. Podían estar bien o mal resueltos los poemas, ser pura chapucería, podían ser instrumento para alguna función extrapoética (política, por ejemplo, o comercial) o internarse en serio en la búsqueda de poeticidad, pero trabajo con las palabras había. Ya fuese un trabajo a fondo o uno convencional o una simulación de trabajo, pero había. No ahora, no en muchos casos, demasiados, tal vez no mayoritarios (o sí), pero no excepcionales. Por qué, me pregunto, el dominio de los materiales, las técnicas y los instrumentos que se espera naturalmente de un electricista, un jardinero, un médico forense, un instructor de karate, un chef de cocina o un cantante de ópera no es también esperable, exigible incluso, en un poeta[1], salvo que aceptemos que, como oficio, ya la poesía no tiene nada que dar, que su función en la cultura se agotó, nadie en realidad la estaría necesitando.
Podría ser, y sé que abundan quienes piensan exactamente eso, pero no es lo que piensan quienes se dicen “poetas”. Presten atención al trabajo con la escritura o no, ninguno deja de verse practicante de una tarea que, desde antes de Homero, sigue basando en una necesariedad específica de lo que tiene para dar la poesía su “oficio”, lo logren o no. Y no estoy refiriéndome al tipo de experiencia “poética” que puede a veces suscitar el cielo del atardecer o la cercanía del mar, sino a la producción de esos escritos que las librerías ubican en el anaquel de “poesía”, o que con ese nombre circulan por las redes.
Nada que ver con “lo correcto”, por si hace falta aclararlo, o con la fidelidad a tal o cual escuela o movimiento o academia. Me refiero a que vengo percibiendo algo que en 2019 ya advertía David Huerta cuando llamó “cualquiercosistas” a quienes “escriben cualquier cosa de cualquier modo y luego muy orondos lo presentan a la concurrencia como verso libre”. Se está volviendo cada vez menos perceptible, quiero decir, o directamente no existe, alguna diferencia entre la escritura de algunos textos presentados como “poesía” y la que se encuentra en los grupos de Whatsapp o los mensajitos personales.
Obvio que la poesía también puede echar mano a esas fuentes, así como en los sesentas supo incorporar discursos tales como el del periodismo, el de la publicidad, el de la narrativa, el de los slogans políticos, el de los manuales de instrucciones o el de la conversación de café o de entrecasa. Pero de lo que se trataba era, precisamente, de trabajar con ese material existente, aprovechar sus posibilidades como parte del proceso de elaboración poética, así como Carlos Germán Belli lo haría con las retóricas y el léxico del Siglo de Oro, o Leónidas Lamborghini con el gauchesco o Antonio Cisneros con el discurso de los cronistas de la conquista de América.
“Trabajar”, dije. Cuando, en la entrevista de 2019, Huerta reclamaba a los poetas una “responsabilidad ética y política”, a esa responsabilidad la ubicaba en el trabajo con la materia verbal. Que seguirán surgiendo poetas con ganas o necesidad de asumirla no tengo dudas, puedo apostar a eso (hay, creo, en la producción de poeticidad, una necesidad básica humana que siempre, en cualquier época, se las arregla para aflorar), lo que no sé es hasta dónde pasarán a ser poco más que una excepción, una anomalía, incluso entre los propios poetas, si por tal se entiende a quien tiene por profesión la escritura de textos caratulados como “poemas”. Ahí está la cuestión: desde su origen, por su propia razón de ser, la poesía, toda la poesía, fue algo así como una excepción en el conjunto de los discursos circulantes, y más aun desde el estallido de la “poesía moderna”, con Baudelaire y Rimbaud. Esto es: algo bien diferente de lo que Paul Valéry llamaba “el lenguaje útil, el que me sirve para expresar mis deseos, mis opiniones, mi mandato”, que “se desvanece apenas es comprendido.”
Parece ser, en el actual estado de las cosas, que la propia poesía, o gran parte de lo que llaman “poesía”, ha renunciado a ser algo distinto del resto de discursos sociales, que por primera vez le basta con el “lenguaje útil”, fácilmente olvidable, sin presencia propia, sin otra función que expresar deseos, opiniones, mandatos, confesiones, declaraciones, informes. Es ahora dentro del campo de la escritura de poemas donde quedó derogada, aun cuando no faltan ejemplos intermedios o mixtos, la diferencia o incompatibilidad entre el lenguaje “útil” y aquel que apunta a producir poeticidad, es decir “algo distinto”, algo que, al “decir”, haga algo más que decir y ponga a las palabras en primer plano, válidas por sí mismas o realidades por sí mismas, como ocurre con las rondas infantiles, los cantitos de cancha o las oraciones religiosas.
Aunque sólo fuera por sujetarse a estructuras métricas o al uso de la rima, el de la poesía siempre fue “otro modo” de hacer algo con el lenguaje. Que el “saber hacer” que reclama ese “otro modo”, así haya sido espontáneo o intuitivo muchas veces, no sea hoy tenido en cuenta, implica que un consenso lo admite, seguramente más tácito que implícito. Conspiranoico o ideologista, si quieren, no puedo no vincularlo a un estado civilizatorio para el que no encuentro otro nombre que el de “neoliberal”, basado en la disolución de valores compartidos y en lo que Cornelius Castoriadis llama “el avance de la insignificancia”. No es, sin embargo, o no particularmente, porque le supongamos alguna eficacia político-cultural o para ponernos del lado de “los buenos” contra “los malos”, que algunos o muchos seguimos y seguiremos insistiendo en concebir al oficio de poeta como eso precisamente, un oficio, una responsabilidad en el trabajo que nos toca, de la manera en que cada uno pueda llevarlo a cabo, sino porque lo sentimos necesario, ante todo para uno mismo pero no solamente, confiados en que alguien habrá que sepa valorar la apuesta. Motivos para suponerlo hay muchos, están a la vista. Que quienes se sienten a gusto con el “cualquiercosismo” lo hagan, por qué no, y hasta puede uno encontrar en esos productos algo interesante o curioso, por el motivo que fuere, pero no esperen que les dé más importancia que la que doy a un simple acto de expresión, a una declaración o a la información que alguien ofrece sobre sus cuestiones personales, y mucho menos que les reconozca un status de igualdad con la poesía que apunta a algo más.
Ni vanguardias ni elite: saber, porque la realidad se encarga una y otra vez de probarlo, que hay necesidades humanas que, por más que el panorama indique abrumadoramente lo contrario, no hay manera de eliminar: persisten, resurgen, son, como se dice, “inmatables”. Y, aunque así no fuera, en algún momento de la vida uno ya sabe que no puede hacer más que lo que de veras le toca hacer. No importa si es Dios o el destino o su visión del mundo o la simple experiencia de vivir lo que lo lleva a uno a asumir ese rumbo, sin garantía alguna, de la mejor manera que pueda.
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[1] “A menudo la gente cree que las comparaciones con la industria denigran a los autores. ¿Pero acaso un verdadero autor no debe ser también un fabricante? ¿No debe dedicar toda su vida a la empresa de dar a una materia literaria unas formas que, en un sentido más elevado, tienen su finalidad y su utilidad? ¡Cuán deseable sería que algunos ineptos tuvieran aunque fuera un ápice del celo y la escrupulosidad a las que apenas prestamos atención en el uso de las herramientas más comunes!”, Frederic Schlegel.
*(Resistencia-Argentina, 1945). Poeta, ensayista y crítico literario. Desde 1966 reside en Buenos Aires (Argentina). En 1986 integró el grupo fundador de la publicación trimestral Diario de Poesía, de cuyo Consejo de Dirección formó parte hasta su desvinculación, en 2005. Obtuvo el Premio La Rosa de Cobre (2014) que la Biblioteca Nacional de la Argentina otorga a la trayectoria poética. Ha publicado en poesía Blues del que vuelve solo a casa (1973), Diario en la crisis (1986), Lo espeso real (1996), La sonatita que haga fondo al caos (1998), Cantos en la mañana vil (2001), Noviembre (2006), En la resaca (2007-2021), Sonidos de una fiesta ajena (2012), Abril (2016), Días después del diluvio (2018), Diario en la crisis (2020), Un hilo naranja (2021) y Esa materia que se fuga (2022); en ensayo y crítica La poesía del 50 (1981), La palabra a prueba (1993) y Cómo se escribe un poema (en coautoría con Edgardo Russo, 1994).