4 alambres para púas, por Luis Fernando Chueca

 

Por Luis Fernando Chueca*

Crédito de la foto (izq.) Ed. Esdrújula /

(der.) Archivo de El Comercio

 

 

4 Alambres para púas,

por Luis Fernando Chueca

                                                                       

 

“Cualquier día una mano nos detiene”. Así comienza un poema de Un buen día, el primer libro (1978), de Carlos López Degregori. En él, entre varios textos de los que el poeta se siente ya lejano y hasta ajeno, hay algunos pocos, como este, que conservan para él un “misterio especial” en el que reconoce su voz y que empiezan a dar cuenta de lo intempestivo que constituye uno de los pilares de su escritura. Lo intempestivo, ha dicho Giorgio Agamben partiendo de Nietzsche, es un aspecto central de lo contemporáneo, una identificación anómala con el propio momento; una discronía: “Pertenece en verdad a su tiempo, es en verdad contemporáneo, aquel que no coincide a la perfección con este ni se adecua a sus pretensiones, y entonces, en ese sentido, es inactual. […] La contemporaneidad es, pues, una relación singular con el propio tiempo, que adhiere a este y, a la vez, toma su distancia; más exactamente, es esa relación con el tiempo que adhiere a este a través de un desfase y un anacronismo” (“¿Qué es lo contemporáneo?” en el libro Desnudez). Ese desajuste, añade, permite una mirada más aguda del tiempo que se vive. Esa “mano [que] nos detiene” –que podríamos vincular con la poesía o sus efectos, con cierto pasmo o reverberación otra que nos descoloca de algún modo– altera la relación del sujeto con su entorno y entonces –leemos más abajo– “ya no habrá más tiempo / para terminar con el café / regresar del trabajo contando nuestras llaves / o amar a una mujer / un cortaplumas”.

La posibilidad de reconocer tal desacompasamiento es constante en la poesía de López Degregori: “A qué sonará una voz que nadie oyó durante años”; “Riesgo de extraviarme en el jardín / pasada la medianoche / Quedarme / Convertir esta fiesta en unos dedos / Y no es mañana ni hoy”; “Hoy la lluvia anunció que estoy enfermo. / A las seis se desplomaron las paredes / y el taxi / que abordo diariamente / y me arrastra por calles imposibles al trabajo / no pudo evitar el negro corredor” leemos en distintos momentos al respecto. Por ello quizá el sujeto hablante de los poemas recorre casi obsesivamente tiempos diversos, nebulosos y extrañados, en los que no es posible establecer cronologías terminantes o definitivas, pero que evidencian casi siempre cierta sensación de lo postrimero, de agotamientos y finales, y desde la imposible comodidad que provocan, desde esa fisura hallada o avivada, mira, ausculta e indaga. En “Cualquier día una mano”, la mano detiene al hablante y lo convence o lo conmina a seguirlo por espacios que no conducen a ningún destino claro, aunque quizá (“Es posible” anota el último verso) “nos estranguló y borró todas las huellas”. Acercarse a la poesía de Carlos López Degregori o a cualquiera de las 99 púas de esta muestra implica, pues, persistir en los desacomodos y en los riesgos consiguientes. Desde sus primeros poemas, su escritura habla desde un lugar que implica la inadecuación, el asombro, lo siniestro o lo desfigurado. No un espacio definido. Nunca un tiempo cerrado porque todo tiempo abarca muchos tiempos o muchos modos de mirarlos.

 

El poeta Carlos López Degregori
El poeta Carlos López Degregori

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En un texto escrito en 1994 a manera de poética y con ocasión de la publicación de Lejos de todas partes, la muestra que recogía su poesía reunida hasta ese momento, López Degregori afirmaba que la poesía es “el gran espejo –a veces cruel y despiadado– que recoge lo que somos y lo que quisiéramos ser”. Por esos mismos momentos, en una entrevista con Jaime Urco, añadía la imagen de “bajar a sótanos, a cuevas, a recintos que están cerrados pero deben abrirse” para explicar el oficio, o más bien su oficio, de poeta. Pero abrir dichos recintos no implica hacer evidente lo que esconden ni mostrarlo de modo prístino o transparente, en gran medida porque no es posible saberlo, sino solo vislumbrarlo o imaginarlo a partir de algunos fragmentos, imágenes, recortes o retazos que emergen de esa experiencia indagatoria. Solo queda, entonces, percibir esos movimientos, ruidos, ecos o sombras proyectados en ese universo que expresa, de ese modo oscurecido, las “grandes conmociones interiores” de las que también habla el poeta al comentar acerca de su poesía.

Hace poco precisaba, en un sentido semejante, que sus poemas ofrecen aquello que apenas se alcanza a percibir a través de un vidrio opaco, o como sonidos enturbiados oídos con la oreja pegada a una pared. Murmullos, susurros, zumbidos, voces que algo dicen, aunque nunca sepamos claramente lo que es. Lo incognoscible que no deja de ser revelador, pues pulsa las cuerdas de lo fundamental, que es a la vez lo incierto, hecho de abismos y mutaciones y, por ello, inquietante y desestabilizador. Leamos algunos fragmentos que sugieren lo antedicho: “Derecho a esconder / y quede aquí escondido lo importante”; “y acudan rostros lenguas animales / no se atrevan a venir / acudan / en una sola sombra / un solo viento verdadero”; “desenterrador, grité / búscame una joya // Una joya vacía, repetí / una joya marchita / una joya que gira”; “Vivo hace años aquí / guardo el agua / y los cuerpos / desenterrador / cirujano / fontanero / me jugué el todo / por el todo: / el camino que conducía a la fuente”. La poesía se ve entonces como un trabajo constante de desentierro o desencierro. De sacar a flote capas escondidas. Hurgar en las zonas de misterio. Jalar hilos sin saber hasta dónde llegarán. Es en esos recorridos en que aparecen lo extraño, lo informe o lo deforme. “Mi oficio hollar tinieblas” dice otro de sus versos que sugiere que lo oscuro de que habla no corresponde solo a referencias o simbologías (por las que se asoman desdoblamientos, repeticiones y multiplicaciones, máscaras, disfraces; lo extraño y lo perverso; enfermedades, torturas y castigos; el mal, las obsesiones), sino también el lenguaje que expresa todo ello.

 

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Desde sus primeras entregas, Carlos López Degregori ha pensado su poesía cercana en cierto modo al simbolismo y a sus posibilidades de sugerencia. Sin variar los sentidos de fondo de esta percepción, me gusta abordarla más bien desde el concepto que Walter Benjamin ofrece de alegoría. En contra de las teorías clásicas y románticas que entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX oponían el símbolo a la alegoría calificando a esta última como una relación convencional que busca una imagen nítida para un significado preestablecido, mientras el símbolo aparecía como una encarnación verdadera de la poesía en tanto que se acercaba a la contemplación de lo general a partir de lo particular, Benjamin destacó la presencia en la alegoría de “lo fragmentario, desordenado y acumulado de los aposentos de mago o de los laboratorios de la alquimia”. Además, habló de los significantes alegóricos como “forma de expresión” en la que “cada personaje, cada cosa y cada situación puede significar cualquier otra”. Todo ello, que implica ambigüedades y una multiplicidad de sentidos que deben reconocerse como rasgos fundamentales de la escritura alegórica, lleva a descartar la idea de la alegoría como operación mecánica y, alejarla, a la vez, de las totalidades orgánicas propias del símbolo, en las que se observa una correspondencia plena y armónica entre significantes y significados. La alegoría se convirtió así en referencia fundamental de la estética contemporánea. En la poesía de López Degregori es posible reconocer estas dinámicas en la continua presencia de los dobles, las contraposiciones, las negaciones, las repeticiones; en las voces diversas, los disfraces y las máscaras; en los pasadizos entre tiempos varios y la constante marca del paso del tiempo como agotamiento, ruina o deterioro; en las figuras que aluden a castigos, heridas, cicatrices o dolor; en las espesuras de los bosques, en la presencia de lo animal y lo fantasmático. Todo ello, que emerge como siniestro, permite configurar un universo de –como señalaba Eduardo Chirinos– continuidades, persistencias y obsesiones constantes que componen un único y gran proyecto creativo que es a la vez una obra de transfiguraciones –o transmutaciones, como las llama el poeta– de esos mismos y constantes elementos. Se desestabilizan de ese modo los intentos de asir reduccionistamente sus sentidos fundamentales, pues siempre todo se desliza siempre más allá, abriendo nuevas líneas y sonidos; ofreciendo otras sombras y otras reverberaciones.

 

Presentación en Madrid - España del poemario acompañado de Marta Ortíz Canseco
Presentación en Madrid – España del poemario acompañado de Marta Ortíz Canseco

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Lejos de todas partes. Como anoté, en 1994 apareció el volumen con este título que reunía casi toda la poesía publicada de Carlos López Degregori, más dos breves conjuntos inéditos. El libro, desde su clave desrrealizadora y su simbología, mostraba un filón poco transitado en la poesía peruana de las últimas décadas del siglo XX, y más, si nos ubicamos entre fines de los setenta e inicios de los noventa, el tiempo que recorre ese volumen. Carlos López había construido un lugar insular y hasta extraño en la poesía peruana, decididamente lejano de los caminos hegemónicos transitados esos años, y así era como iba siendo leído por entonces. Si bien estuvo vinculado orgánicamente con La Sagrada Familia, aunque por un lapso quizá no mayor de un mes (Un buen día apareció con el sello editorial del colectivo), es clara la distancia. Desde mediados de los noventa, luego de la aparición de Lejos de todas partes, quizá por la consagración de lo diverso emergida como clave creativa en el desarrollo de la poesía peruana a finales del siglo, la poesía de López Degregori ha visto modificadas ciertas coordenadas de su posición en el campo poético, aunque no sus claves de escritura. Es decir, ya no es leído como un cuerpo extraño en el concierto de la poesía peruana, como un autor de culto por ajeno, sino por la configuración de un universo inquietante y coherente que es hoy, sin duda, una de las poéticas más interesantes entre las surgidas en las últimas décadas del XX. Pero más allá de estas nuevas condiciones de lectura –que no dejan de ser consagratorias–, el título elegido, que el poeta afirma que podría ser el que recibiera la reunión de toda su obra, sigue dando cabal daba cuenta de ese lugar anómalo, ya no por ser una pieza extraña frente al desarrollo mayoritario y hegemónico de lo conversacional, sino por el rigor y la coherencia, por la desrrealización y por la posibilidad de provocar lecturas que anudan las grandes conmociones interiores del sujeto, con las de la sociedad o las de la humanidad en general en diversos momentos. Llegados a un tiempo de incertidumbres en que múltiples amenazas se asientan sobre el destino de lo humano, la poesía de Carlos López Degregori, su condición intempestiva, su desacomodo radical frente a significados fijos o transparentes, sigue siendo una experiencia de descubrimientos e iluminaciones. No de un sentido único, sino de la multiplicidad de trazos que la recorren, las grietas que abren y la condición de suspenso en que coloca a sus lectores, que no sabemos dónde, cuándo, cómo y por qué vemos lo que vemos, pero que siempre quedamos conmocionados por esos ruidos extraños tras la pared que nos dicen algo de nosotros. Algo a la vez oculto e inocultable de nosotros mismos.

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1965). Poeta, docente universitario y ensayista. Literato y magíster por la Universidad Católica de Perú y doctor por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Ha publicado en poesía Rincones (anatomía del tormento) (1991), Animales de la casa (1996), Ritos funerarios (1998), Contemplación de los cuerpos (2005), entre otros.