Por Alexis Iparraguirre
Crédito de la foto (izq.) Ed. PEISA /
(der.) Ed. Hipocampo
La madurez de dos poetas principales
Mariela Dreyfus
Arúspice rascacielos. Poesía Selecta (2021)
Debemos el prólogo y la selección de Arúspice rascacielos, antología poética de Mariela Dreyfus, a José Luis Rico. En su texto introductorio, Rico define la poesía de Dreyfus con una frase ejemplar: “esa literatura se asemeja al deslizamiento angustiado por un terraplén”. Algo malo ocurrió, entiende Rico que dice Dreyfus, y el poema es el malestar de perder un punto fijo de estabilidad y moverse en declive.
En alguno de sus extremos, el deslizamiento es una caída con hálito luciferino: es una constatación de expulsión de la vida, de remisión al reino del deterioro, no exenta de valentía y desafío. Hay un poema, por ejemplo, en el que se baja las escaleras de un hotelucho, muy joven, y se deja la habitación en la que se ha sido eróticamente feliz con el amante. El texto, que se titula “Post Coitum” (22), ocurre en un escenario decadente, el de los amores de paso pero, aun así, lo que sigue aún resulta cuesta abajo: afuera, aunque Dreyfus apenas si lo alude, se percibe la intensa maldad de la ciudad.
Entonces, “deslizarse”, si seguimos a Rico, es pasar de la intensidad de la vida de los sentidos a su anulación y, finalmente, a la oscuridad. Es una trayectoria que va desde la vida intensa y exultante a la privación y la nulificación. En Dreyfus, si cabe precisarlo, es principalmente el del buen semblante, el de la buena salud, de pronto frente a una amenaza y también a la visión de una amenaza. Por eso, hay un poema ambientado en la cama de un hospital en Placer fantasma, el poemario de 1993, en el que una mujer enferma, quizás la poeta Leonora Carrington, dice: “Y te entrego un secreto:/ mis secreciones sigilosas fluyen/ de la salud al mal” (“Todo saben que vivo, que respiro” 30). Que sea una afirmación luciferina, es decir, la enunciación del propio mal casi como un orgullo, no deja de una constatación indicio del que muere y su profecía sobre la propia muerte. Y, luego, casi veinte años después, en 2010, Dreyfus escribe el poema “Instantánea” en su poemario Morir es un arte. Arte es aquí, entre otras cosas, el movimiento del cuerpo que se deshace de las señales de la vida y anuncia con ello su final:
este nudo que es suyo esta obstrucción mamá/ y su colapso en plena vena/ un retorcerse suave un grito de dolor siempre discreto/ siempre mamá callada sin quejarse/ tan en su sitio aún tan solitaria en la ambulancia el suero la emergencia/ mamá y las toxinas los narcóticos/el innombrable opio la morfina (68).
Aquí, de nuevo, el cuerpo, esta vez el de la madre a través de una fotografía, es el signo retrospectivo del movimiento hacia último precipicio que conlleva vivir.
Arúspice rascacielos cubre así 35 años y 6 libros de la poesía de Mariela Dreyfus, pero no solo lo hace para que constatemos el locuaz lenguaje del cuerpo —y del cuerpo femenino en particular— que señala su malestar, aunque también su esperanza, mientras se desplaza de modo poco confortable por el espectro doloroso del declive de la salud y de la vida: la pareja, el hospital, Lima, Nueva York, la progenie. Porque la poesía de Dreyfus no es el inventario de los cuerpos muertos acumulados en la trastienda de la existencia o sus baldíos, sino su lectura de los signos que los cuerpos hacen al moverse afirmando que vivir y morir es un imperio de transmutaciones; es decir, un proceso definido por la perseverancia de los cambios para vivir y no por la inmovilidad de la muerte.
Existe, pues, una imagen poderosa en el título elegido por Dreyfus, Arúspice rascacielos, para encabezar su antología de 35 años de actividad poética. Porque el aurúspice es, en la antigua Roma, el sacerdote que predecía el futuro por medio de la observación del aspecto de las entrañas de los animales sacrificados. Hacía un examen de la vida en el seno mismo de la muerte, porque eran entrañas aún calientes y aún movedizas. Era, por ello, un interrogador sobre las peripecias de la carne en las entrañas de la muerte porque le teme para los hombres. Pero no lo hace solo para confirmar su imperio una y otra vez, sino para distinguir por contraste, por oposición, por obra de algún signo del cuerpo que ausculta, que hay un curso en la vida de la carne que consigue una plenitud, que consigue escalar en dirección opuesta al deterioro hasta alcanzar a rascar la entrada a las puertas del cielo, como pareciera que hacen los edificios más altos de Nueva York. Así, el arúspice busca en el movimiento de los cuerpos la palabra que hace que la carne pueda seguir en su vida, que pueda acariciar su plenitud: que el desplazamiento del cuerpo exalte la fuerza sensorial de la vida.
En la poesía de Mariela Dreyfus esos signos se aprecian con mayor fuerza cuando se corresponden con la escritura sobre de la casa de los abuelos de la infancia, sobre los nacimientos, sobre la contemplación de los hijos e, incluso, en la perdurabilidad de los afectos por los muertos. Centralmente, en la comprensión cabal de que la entraña por excelencia es el vientre materno: un espacio de perpetuos movimientos y trasmutaciones, que lo mismo destina a la vida para el deterioro que, al mismo tiempo, le exige más experiencia de vida de los sentidos. Es decir, que deslizarse con malestar es también hacer que la vida exultante ocurra.
Arúspice rascacielos es una expresión justa para la labor poética de observar el movimiento de los cuerpos con consideración a la muerte, pero reteniendo de ella la vida, cuidándola, anunciando sus signos de perdurabilidad, la plenitud sensorial con que va investida y un excelente ejemplo del tipo de trabajo literario que ha efectuado toda su vida Mariela Dreyfus.
Roger Santiváñez
Santa Rosa de Lima (2021)
Hay una frase, casi un sonsonete y también un leit motiv, de uno de los personajes de Oswaldo Reynoso, narrador peruano de culto en Latinoamérica, que acaso si puede hacer justicia al trabajo poético de Roger Santiváñez: “llegar hasta las últimas consecuencias de una vida intensa”. Difícilmente cabe encontrarse un poeta cuya obra presente tanta variedad de intereses, tanta curiosidad por pulsar nuevos registros de la lengua y del vocabulario, una que se sume sucesivamente a nuevas empresas poéticas con tanto entusiasmo, completa conciencia y entusiasmo creativo en los últimos treinta años. En Santiváñez ha habido, desde muy joven, la voluntad de transitar por todas las intensidades del presente de la poesía y por todos los extremos a los que ella lo condujo.
Léase sino su poemario Symbol, de 1991: “escucha mi casete y luego tócame/ prepara un toque suenan tus cavidades/ se abre el mar arde la mixtura de tu nombre/ qué linda se te veía con tu blanco imaginario”. Y, luego, en 2021, escribe en su nuevo libro Santa Rosa de Lima:
Con ella nacían muchas rosas/ Alfombrando los cerros aledaños/ En el césped -Virgen abrasada-/ Placía disfrutar del firmamento/ Confundida entre el día & la noche/ Desplumaba palomas en los tiempos/ De guerra / Hasta que el vuelo de un/ Pájaro la prende & entonces alcanza/El risco más peinado.
Santiváñez se mueve así del coloquialismo engañosamente descuidado a la versificación de pátina aurisecular, o del erotismo lumpen y urbano al amor cortés de tópicos pastoriles, prácticas poéticas que suponen diferencias irreconciliables en concepción, pero entre las que Santiváñez tendió redes analógicas, conexiones de pies versales, conciliaciones de sensibilidad y color: armonías improbables. Como los simbolistas franceses que forman parte de su panteón personal, es una poesía para recorrer mediante la equiparación y diseminación de ritmos, los más remotos territorios del lenguaje y del arte de extremo a extremo; una que quiere probar que hay una secreta unidad que compete quizás a todas las músicas verbales.
Ello también lo ilustra la variedad de su trayectoria poética: adolescente poeta de sentimientos, luego poeta subterráneo y de vanguardia, líder del movimiento cultural Kloaka, poeta maldito, poeta místico y poeta de lo divino, uno de los meditados cultores por instinto de la estética del neobarroso, y poeta del lenguaje, en la acepción de language, como se conoce a esa poesía en inglés que procede a partir de la conmoción de su sonoridad.
Esa multiplicación de estéticas y maneras de trabajar el verso se han ido estratificando con los años en los poemas de Santiváñez, que consiguen formular para ellos un cauce común y no pocas veces virtuoso. Sus poemas, antes que expresión de muchos estilos, se revelan como expresión de una común e hipnótica forma de pensar cuya base es la destreza para navegar consistentemente por el dilatado espectro de los ritmos versales en español. En Santiváñez, un verso escrito nunca es solo un verso escrito; es la experiencia de los encabalgamientos que frenan el fraseo, de las aliteraciones que la licúan con una melodía vivaz que los acelera, de rimas en seguidilla que nos recuerdan que la musicalidad es un artificio y también campanillas de cristal, de que bajo el eco de sus galerías cabe que convivan eufónicamente las palabras comunes o las vulgares promiscuamente “arrejuntadas” con las más eruditas. Los versos de Roger son máquinas para que el pensamiento recuerde que los versos son dispositivos musicales de alta fidelidad y con ecualización compleja. En la poesía de Roger siempre el lenguaje es el asombro de una respiración viva que sentimos en la boca y en el pensamiento.
Ello favorece, por supuesto, el minucioso desarreglo (o arreglo) de los sentidos del que lee la poesía de Santiváñez, quien, fiel al poeta francés Paul Verlaine, emplea sus virtudes compositivas para hacer sensibles sus “imágenes alucinantes”, sus recorridos por cuadros de pureza y santidad lo mismo surrealistas que alegóricos. Se trata de un imaginario en beatífico delirium tremens, con algo de himno eclesial y de onirismo barroco, una concatenación de imágenes lo mismo maravillosas que simbólicas, las que son tan recurrentes y, por lo mismo, perfeccionadas en el trabajo Santiváñez, como lo es la adecuada gradación de los decibeles de sus melodías versales.
El libro que publica este año, Santa Rosa de Lima, persiste, persiste en esa instalación de melodías y visiones simbolistas y barrocas de Santiváñez, pero con el añadido de una fluidez que las hace lucir con la gracia de una segunda naturaleza, lo que solo se consigue con un ejercicio poético muy depurado. Son 31 silvas, forma estrófica del Siglo de Oro español, que refieren en su totalidad el canto y elogio a la vida de la primera santa peruana del siglo XVI, la santa Rosa de Santa María, de nombre seglar Isabel Flores de Oliva, que fue terciaria dominica, es decir, monja doméstica, que nunca hizo vida de clausura, y que fue modelo de virtud y castidad para sus vecinos y todos los habitantes de la ciudad de Lima, la que, según documentación eclesiástica, tuvo visiones divinas, efectuó muchos milagros y murió bastante joven, producto de su vida de privaciones y de la mortificación que ejercía con un silicio sobre sus carnes.
Luego de su muerte, entre los poetas de la corte virreinal se hizo tradición escribir poesía para elogiar y encomiar sus virtudes santas de grado heroico. En ella, Rosa no solo figuraba como heroína de la religión, técnicamente una santa, sino también como prueba de la providencial presencia del Estado español en América y de Lima como ciudad española que materializaba la eficacia del orden divino y la fe que profesaba la monarquía hispánica. Así, en poemas épicos virreinales, como Armas antárticas de Juan de Miramontes Zuázola (comienzo del siglo XVII) y Vida de Santa Rosa de Lima de Luis Antonio de Oviedo y Herrera, conde de la Granja, de 1711, la biografía de Isabel no solo competía a sus virtudes y a sus padecimientos piadosos en la ciudad de Lima del siglo XVI.
Para los poetas cortesanos su existencia y acción estaba prefigurada desde la creación del mundo, desde el episodio del Jardín del Edén y la desobediencia de Adán. Y cada uno de los milagros de Santa Rosa en Lima constituía un triunfo objetivo del orden divino al punto que despertaba las iras y las maldiciones de los diablos del infierno. Por ello, cuando existió, en la historia humana, la amenaza de que los piratas holandeses vistos frente al puerto del Callao atacaran la ciudad de Lima, la joven Santa no solo los hizo retroceder con sus rezos, sino que, en el plano de lo divino, se correspondió con un combate cuerpo a cuerpo de Rosa contra las hordas diabólicas que habían salido de las llamas del tártaro para impedir que rezara. El elogio de vida de Santa Rosa era, pues, el de la de vida cívica española instalada en Lima también, que estaba orientada a santificar a los súbditos del rey y que verificaba en los hechos los beneficios de la alianza entre la corona y la religión católica. Y, como si no bastase en alucinación esta tradición limeña de elogio cívico y alucinado de la santa, el poemario Santa Rosa de Lima se añade a ella revoltosa y sonoramente más desvarío.
En el poemario Santa Rosa de Lima ni la pureza, ni la santidad de Rosa ni su carácter de ideal político están en juego. Pero es una pureza que encuentra su mayor virtud en el erotismo, y una santidad que no proviene de Dios sino de la intensidad de su entrega a un deseo prolífico que el poema trata con el recogimiento que mereciera el culto a la mayor divinidad. Como el de los poetas cortesano, contiene un proyecto político, distinto y nuevo, del que la santa de sensualidad purísima es también suma y símbolo: es una magia, una armonía, una milagrería que cubre con su manto ya no solo a la conservadora Lima de los virreyes de Castilla, sino sus ahora barrios marginales, como el del Rímac, y el de un país de muchas lenguas y muchas pieles y colores.
Santiváñez, en Santa Rosa de Lima, la vuelve una santa que habla la lengua de sus devotos españoles, pero también la de sus fieles de las minorizadas y aún coloridas y combativas naciones indígenas. Con esa inmensa caridad que proviene de su deseo prolífico, Isabel salta sobre los Andes y la meseta del Collao como jovencita gigante y virtuosa y —me atrevo a decir— divinamente excitada, y practica la política alucinada de la libertad y de la pureza del jolgorio de los sentidos que le ha inventado Roger Santiváñez. Fascinado por su virtud desde que la conoce por azar y para siempre en un día de sus juventudes, el poeta solo será su amante testigo, lo que queda establecido por los primeros versos de un poemario que también es una exploración apasionada de las posibilidades de componer un canto épico sobre la famosa santa como síntesis de peruanidad en nuestros días:
En el recreo de huertas & jardines/ Creció Rosa atravesada por la fecunda/ Idea del deseo & cuando -ya adolescente-/ Yo la vi / al verla se quedaron suspendidos/ Mis ojos descansando en su candor.