Por Leonardo Ledesma Watson
Créditos de las fotos: archivo del autor
Trabajo interno:
Radiografía de un futbolista que nunca debutó en Primera
Uno
Todos los futbolistas exitosos se parecen, pero los fracasados lo son cada uno a su manera. Hay carreras que se aplauden de pie y están llenas de fotografías y documentales; otras, menos glamorosas y con tintes que remiten a lo local en vez de a lo global, sobrevuelan sólo el imaginario de quienes rehúyen a la mezquindad. Ambas, la del máximo genio que trascendió los criterios autoritarios de la historia, o la del humilde tipo que logró sacar a su familia de un destino miserable, atravesaron una rutina en busca de la gloria y de un legado, pero para ciertos efectos, tanto el genio como el ser terrenal, podrían cruzarse en una calle, mirarse, identificarse, olerse incluso y, finalmente, decir o pensar, este me entiende porque él y yo hacemos lo mismo. Si cualquiera de los dos se cruzase con un periodista o, peor, conmigo, habría quizá una mirada de soslayo, una distancia natural entre personas, una brecha invisible entre quienes lo lograron, al menos un ratito, y quienes no.
Además de profanar ligeramente a Tolstoi para un inicio un tanto efectista pero no por ello menos cierto, voy a hacer un ejercicio con ciertas prerrogativas: si bien esto no es una crónica, ni una memoria corta o un ensayo formalísimo, es quizá todo aquello a la vez. Y aunque estoy empezando a explicar un texto que debería explicarse por sí mismo sin ningún tipo de consideraciones o directrices, lo creo necesario para, primero, determinar que la frase inicial, que incluye al éxito y al fracaso, responde a conceptos más o menos consensuados en las mentes ya no sólo de los aficionados, prensa, entrenadores, dirigentes o jugadores, sino de cualquier ser humano criado bajo un sistema de pensamiento principalmente occidental que abarca desde la posguerra del siglo pasado hasta el presente.
El fútbol es, dice Jorge Valdano, un territorio emocional en el que cabe todo, por ejemplo, las ganas de escribirle a tu amigo ―con quien compartiste camerino en una de las selecciones juveniles de tu país― para que te entrene a pesar de que en ese momento en que se lo comunicas el alcohol está haciendo efecto. No, que no se me malentienda, soy un padre de familia responsable, trabajador y empático, un ciudadano común que de niño tenía el mismo sueño de casi todos los otros niños pero que al final debió cambiarlo por otro para poder comer y sentirse en paz, que se sigue juntando con sus grupos de amigos de toda la vida, y se emborracha y come en exceso de cuando en vez para sentir que la vida vale la pena y que no se arrepiente de casi nada. Sí, de casi.

Dos
Era realmente un placer ver que la pelota se colgaba en un ángulo después de haber pasado entre las cabezas del segundo y el tercero de la barrera. Un episodio sublime y maravilloso del que, incluso, podría haber emanado un misterio casi inexplicable. A veces sueño que hago goles de tiro libre. No importa dónde, sólo sé que el balón agarra la curva hacia adentro como dios manda. Ha sido una idea recurrente y persistente la de mandarla a guardar en cualquier unión de líneas que diesen noventa grados: cuando entraba en la iglesia y de fondo me quedaba observando la sacristía, o ya de grande al cruzar los umbrales de un edificio tugurizado donde iba a juntarme con otros como yo después de robarle la billetera a un hombre preferentemente gordo para que no nos pudieses corretear.
Hace muchos años, en alguna conversación seguramente frívola como toda conversación de jovencitos, le mencioné a uno de mis amigos algo que ahora, a la distancia que nos separa, no resulta tan sosa: no es lo mismo hacer las divisiones menores en el Arsenal que en la U o Alianza Lima. Y si bien en aquel tiempo tal afirmación podría haberse entendido como excusa, dado que yo estaba del lado de las fuerzas básicas -me gusta esa etiqueta completamente mexicana-, caigo en la cuenta de que fue esa manera tan ingenua como bienintencionada en la que se asomaba cierta conciencia de clase. Hoy, sin ningún tipo de miramientos, sigo sosteniendo lo mismo, aunque quizá por otras razones. A pesar de haber nacido en un suburbio o en un barrio de migrantes senegaleses, indios y nigerianos de clase media baja de Londres, sigues en Londres. Aunque en este caso la predisposición a una vida difícil emparente e identifique a los futuros futbolistas tanto de este como de ese lado del Atlántico -deseos de escalar socialmente que, en cristiano, se traduce en comprarle una casa a tu mamá, vestir ropa cara y salir con alguna modelo periódicamente- la estructura social en la que se desarrollan y la presencia de instituciones sólidas, cambia todo el panorama para formar jugadores y ciudadanos. En el Perú, en las clases media baja o que con las justas superaban el umbral de pobreza estadístico, de donde proveníamos la mayoría de futbolistas jóvenes, teníamos que ver por nosotros mismos en temas alimenticios, psicológicos, emocionales e incluso de transporte, pues nuestro centro de alto rendimiento quedaba a treinta kilómetros al Sur de Lima y, salvo por un bus con pasajeros limitados que salía de Breña, cada uno era responsable de cómo llegar y cómo irse. Más allá de los esfuerzos loables de algunos entrenadores, preparadores físicos y padres de familia para preservar nuestras psiquis lo más interesadas por el juego y nuestras almas alejadas de cualquier pecado social, cuando terminábamos de entrenar y volvíamos a casa, a nuestros barrios -aunque muy particular en su esencia, cada barrio es muy similar a otro en sus códigos- éramos engullidos por esa máxima rousseuana de la corrupción del entorno.
Cita a una canción de rap española (Chico problemático – Nach)
El niño quiso conocer y nadie supo responder,
el niño no encontró el cariño que él creía merecer,
Así comenzó a crecer y a desobedecer,
a aparecer frente a su almohada ebrio a cada amanecer,
El chico es mediocre al parecer y no destaca,
qué hacer, si cada vez más a menudo saca sus dientes y ataca,
si ya no es un chico tranquilo,
anda demasiado rápido en el filo y pende de un hilo muy fino.
La sorpresa deja de ser tal al enterarte de que quien te robó la cartera es un chico con formación semiprofesional y podría ser ese que, en el futuro, meta el gol de la clasificación. Ya lo dijo uno de los mejores enganches de la historia de este país, Julio César Uribe: “Si yo no hubiese sido un futbolista, de seguro sería un delincuente”.
¿Y a mí qué me pasó? Tiré algunas piedras y quizá fui cómplice de ciertas cosas de las que no me enorgullezco, pero jamás fui un ladrón o un abusivo. Lo que sí fui es un chico solitario a pesar de los muchos amigos, a merced de los prejuicios y cierto tufillo de racismo que combatía con esa alocución anglosajona de mi segundo apellido que tan poco combinaba con mi color de piel. Con eso, a pesar de que pueda parecer poco, sacaba cierta ventaja y podía ejercer el privilegio de decidir. Decidí, claro, querer ser un tipo normal y entregarme a un hedonismo cándido como el de andar con mis amigos, zambullirme en eso que me dijeron se llamaba “cultura” (otro término bastante debatible) y empezar a escribir.

Tres
Imagina que eres un caballo de carreras. Ahora, imagina que te comportas como te han dicho que se comportan los caballos: sumiso y a su vez poderoso, con el vigor propio de alguien joven y con la inconsciencia de no saber que tienes un precio. Te dicen, además, que debes estar en perfecta condición física y mental, que siempre debes ir al frente, comer lo necesario, no salir con gente mala, encerrarte antes de un acontecimiento trascendente para, al final, recibir aplausos o la mirada desdeñosa de un ser humano casi siempre hombre, casi siempre blanco. Tienes que ser fiel a esa idea, calzarte no con herraduras sino con zapatillas hechas por cuatro niños de Bangladesh y salir a inventar algo a un rectángulo verde. Cuando se te viene todo este mejunje a la cabeza, es el inicio del fin y aunque tu esencia siga allí, ya no eres tú. Y de pronto, la frase: mejor agarra los libros. Luego, el siguiente paso: estudiar, ir a la universidad o a donde puedas y asumir todo lo que ello implica.
Un problema persistente para aquellos que no quieren dejar el sueño de ser un futbolista: ¿cómo puedo insistir en la realidad de la derrota, para los demás y para mí mismo? Entre los dieciocho y veinte años, si juegas fútbol, te crees viejo. Algunos te dicen que no, pero la vida y las estadísticas te estallan en la cara y te dicen que Michael Owen bailó al ratón Ayala a los veinte, Pelé fue campeón a los diecisiete y Cubillas debutó a los quince. Sabes que no eres ninguno, pero te criaron para competir. Cuando te quedas atrás, te resientes, te deprimes. Renuncias.
Lo curioso es que cuando creces, te das cuenta de que estabas más cerca de una pubertad tardía que de una adultez incrustada, de que ha pasado el tiempo y que el paradigma de la juventud levantó la valla. Hoy, en el Perú, un jugador de veinte años como Piero Quispe es tratado por la prensa y sus colegas -algunos- como un alumno de primaria y Christian Cueva recién llegó a despojarse del diminutivo -Cuevita- a los treinta años, aunque Juan Carlos Oblitas haya insistido desde antes. La infantilización es directamente proporcional a una sociedad que no te deja crecer pero tampoco te deja errar. Acá incluso cuando dices que tienes treinta y cinco y eres escritor, periodista o lo que sea que implique usar un poco la cabeza te dicen jovencito, cuando a esa edad mi vieja andaba empastillada, depresiva y esperando su divorcio mientras yo me las tenía que ver. Nos compramos una mentira porque la crítica generacional, más que apuntar a situaciones sistémicas como la falta de un régimen laboral decente, se cimenta sobre el ojalá no se nos muera la planta o el gato meón.
Eres un hombre grande. Estás de pie. O sentado. Se te observa desde cerca, como en el plano medio de la escena de una película mientras suena una canción, tal vez de The Clash o de La Sonora Ponceña, dependiendo el filme. El montaje se presta para revisar los posibles escenarios futuros. Una versión latinoamericana de Mr. Nobody pero sin la muerte a dos pasos. Cambian los personajes. Tú ya no eres tú. Ahora es otro chico que quería lo mismo que tú y no pudo. Tú estás en una oficina, con una camisa manga corta con el cuello cuarteado y amarillo. El chico está de pie frente a una freidora. Otro chico, un tercero, delante de una combi; otro, más panzón y con restos de cocaína encima de la comisura, mira directo a cámara, pero sus ojos están detrás de las gafas oscuras. El plano vuelve a ti. Estás de frente a la cámara. Al lado, una foto en la que aparecen todos los que acaban de atravesar la escena. Se abrazan. Están uniformados, felices, jóvenes, limpios, con los chimpunes en las manos y las espinillas en las mejillas. Todo era más simple y quizá mejor. Antes, lo que pudieron ser. Hoy, lo que son.
CUATRO
En el verano de 2001 mi papá me llevó a Campo Mar, en el kilómetro 30 de la Panamericana Sur, en Lurín, para entrenar por primera vez con la categoría de los nacidos en 1988 de Universitario de Deportes. Un par de meses antes, en diciembre, yo había sido elegido el mejor defensa de la Copa Aelu luego de haber jugado para la academia del Touring Club del Perú, y tanto la U como Alianza Lima, equipo del que soy hincha, me habían invitado a formar parte de sus divisiones menores. Cada vez que cuento esta historia, me refiero a mi yo de menos de trece años como un niño apacible y tranquilo, pero con la suficiente autonomía y rebeldía como para tomar la decisión de irme a jugar al clásico rival. Ante la demanda de razones, la respuesta siempre fue tan eficiente como realista: “porque quiero hacerme por mí mismo”.
Más allá de una posición pantomímica, la cual no era el caso, yo había crecido en una familia directamente relacionada con la institución blanquiazul pues mi tío, hermano de mi madre e hijo de mi abuela, Johnny Watson Navarro, formó parte del plantel aliancista que falleció trágicamente aquel 8 de diciembre de 1987 en el mar de Ventanilla luego de que el avión Fokker se estrellase y fuese engullido por las olas. Con excepción del piloto, todos los tripulantes, entre jugadores, cuerpo técnico, hinchas, árbitros y asistentes, murieron y enlutaron a todo el país.
Cuando nací me iba a llamar Johnny, pero mi padre se opuso, aunque no por falta de sensibilidad empática sino para preservar la tradición de su lado, ya que tanto él como mi abuelo, mi bisabuelo, e incluso un tío y un primo, nos llamamos Leonardo. Al no adoptar el nombre, fueron otras las tradiciones que se me impusieron y que luego terminé haciendo aspectos identitarios. Otro dato, no menor: mi casa quedaba en la Unidad Vecinal de Matute, a unas cuadras del estadio, y allí crecí y viví por los próximos treinta años.
Desde que tuve uso de razón estuve vestido de blanco y azul. Cuando tuve mayor claridad de todo lo que me rodeaba, fui al estadio por primera vez, en 1995, a ver un partido entre Alianza y San Agustín. De la mano de mi papá y en compañía de uno de mis mejores amigos, a quien hasta hoy frecuento, asistimos al enamoramiento primigenio de un niño por su equipo. Luego no paré más. Mi tía, una rubia muy diferente a mí, pero con las pulsiones expresadas en las venas de su rostro, se encargó de que bebiese mucho más de esa aparente sinrazón del fanatismo, a tal punto de que no nos perdíamos los juegos de local. Mi tía, ojo, hermana de mi padre, que nada tenía que ver con el parentesco sanguíneo de los Watson a quienes, tanto en el barrio como en el club, ya se le conocía como deudos de un mártir futbolístico y familia casi ilustre de la historia reciente de Alianza Lima, también se sorprendió cuando elegí vestirme de crema y jugar para el clásico rival. Ante tal avalancha de sucesos en los que desarrollé mi crecimiento, no podía evitar pensar, contaminado ya por ese hedor al que yo llamo especulación protoprejuiciosa, que si decidía seguir mi sueño de convertirme en futbolista, y si quería hacerlo en un lugar cobijado por quienes me respaldarían independientemente de mi talento, no podría ser libre y me expondría a la sospecha y al recelo de quienes, a veces con mucha justicia, juzgan al “hijo de”. En este caso, al “sobrino de”. En un país como el Perú, permítanse dudar. Por eso me fui al otro lado, sellando mi decisión con pequeñas salpicaduras de una conciencia social que ya se empezaba a despertar.
Así pasé cinco maravillosos años formando parte del equipo principal de los infantiles y luego los juveniles de Universitario. Un hecho que me permitió incluso marcarle goles al equipo que llevo en el corazón y la sangre.
Eso, claro, ya es parte de otra historia.
Breve colofón
Decía Ribeyro en sus Prosas apátridas que el arte del relato se basa en tener una sensibilidad para percibir las significaciones de las cosas, y que si un tipo calvo entra un bar y yo lo digo así tal cual se me presenta ante los ojos, estoy haciendo una observación pueril. No podría estar más de acuerdo teniendo en cuenta de que, luego, continúa y afirma que esa misma expresión podríamos sustituirla por algo así como “Todas las calvicies son desgraciadas, pero hay calvicies que inspiran una profunda lástima. Son las calvicies obtenidas sin gloria, fruto de la rutina y no del placer, como la del hombre que bebía ayer cerveza en el Violín Gitano. Al verlo, yo me decía: ¡En qué dependencia pública habrá perdido este cristiano sus cabellos!”. Aunque aún no pierdo los míos, sino todo lo contrario pues cultivo una cabellera frondosa y prominente, no puedo negar que ahora soy yo el hombre del bar, que trabaja no en una dependencia sino en una empresa con un horario fijo, un sueldo que le permite darle de comer a su hija y que ve por la televisión los partidos en los que alguna vez soñó estar. Y eso, por supuesto, está bien.
*(Perú). Escritor y periodista. Edita noticias y escribe crónicas y críticas cinematográficas en el Diario El Comercio (Perú). En 2014 Obtuvo el Premio Ten en cuento (2014 – La Victoria), con el relato “El fantasma de la Remington”. Ha publicado en cuentos El demonio camuflado en el asfalto (2019, en coautoría con J.J. Maldonado) y Barrio laberinto” (2021). En la actualidad, trabaja en su primera novela.

