La biología poética de Alberto Pellegatta, como una Hipótesis de felicidad

 

Por Mary B. Tolusso*

Traducción por Mario Pera

Crédito de la foto www.cover-cosediletteratura-ilpiccolo.blogautore.repubblica.it

 

 

La biología poética de Alberto Pellegatta**,

como una Hipótesis de felicidad

 

 

La nueva serie del Specchio, renovada por una gráfica refinada, clásica pero moderna, incluye a un joven poeta ya conocido por su debut con la editorial Lietocolle en el 2002, seguido de otro poemario editado por Mondadori en el 2011 y, ahora, en librerías con Ipotesi di felicità (‘Hipótesis de felicidad’), por Specchio-Mondadori, precisamente. Pellegatta es un autor del que se ha hablado, del que se está conversando, en modos diversos, de diversas perspectivas, como siempre sucede cuando un poeta viene bautizado por la más importante serie de poesía italiana. La particularidad de su voz podría ser consignada fácilmente a ciertas líneas, a ciertas escuelas, a poéticas inclinadas a un naturalismo que parece resbalar, también, en orfismo. Yo diría lo contrario.

El componente órfico, o mejor visionario, sinestético, el neologismo formal que la caracteriza, en fin, se concreta fuertemente, asume las características de aquel extrañamiento que siempre ―por cuánto muchos se olvidan de ello― debería habitar la poesía. En palabras simples, el “visionariedad” es más realista que la realidad.  Y lo es por aquella dimensión científica que, de modo bastante extraordinario, recae en la inventiva creativa. Como si Apollinaire, para explicarnos, fuera de paseo con Dawkins. Este es un punto fundamental, creo, de una poesía que si para algunos resulta difícil, no lo es en absoluto en los muchos versos «de enganche» que Pellegatta sabe insertar en el micro (y macro) texto. Tal como la ligereza estereotipada de los lugares comunes ―»la felicidad del corzo»―  deducidos e inconscientes, es una derivación lógica (también irónica) de un darwinismo de «costumbres insostenibles». Es una biología poética redonda, que elige observar al hombre desde el punto de vista del género pero, sobre todo, del gen, diría Dawkins, no sin tornarse implosiva. Porque la conciencia de ciertas imperfecciones, no quita cierta respiración al preguntarnos, no tanto cuál es nuestro lugar en el universo, sino en cuanto a cómo se puede existir de ese modo «animal» y ser hombres. Conscientes. Racionales. Para hacerlo, seguramente, es necesaria una reducción de valores o, al menos, de aquellos valores que somos propensos a dejar colapsar en la retórica.

Pero Pellegatta no cede: “si giro la cabeza te olvidado” escribe en un texto en que el protagonista está observando una foto. Y luego continua: “También en esta poesía naces y desapareces al mismo tiempo. Es por esto que nos envidian”. El talento, de cualquier modo, es el protagonista de esta composición y el talento, a mi modo de ver, es el coraje y el riesgo de sacar los andamios, frente a tanta “poetiquería”, aquello sí, de un “visionariedad” tan épica como inútil. El coraje es, siempre, fuente de envidia.  Porque las preguntas bien formuladas, dice siempre el poeta, llevan al enfriamiento de los cuerpos, la única verdad de que somos conscientes. Al medio no nos está la nada, pues son muchos en este poemario los paralelismos entre hombre/bestia, pero en medio, anoto, está el cuerpo. El cuerpo consciente del hombre, o quizás el cuerpo de aquel que, en esta época, se ha vuelto más consciente, exactamente lo que los científicos examinan como organismo pensante, pensante autónomo, el cuerpo que no conoce sueños sino instintos salvadores. ¿Y no es quizá la capacidad de salvarse algo racional? Bien lo evoca Pellegatta en “Larga carta a A. P.”, o también en “El cobra” dónde incluso el amor «Si no lo tuviera como inventado/negro y húmedo como una tumba, sería sólo amor”.

La de Pellegatta es una palabra que exhibe el propio origen en la materia. Una escritura que se carga de conflictos y procede por suspensiones. Ya lo había demostrado con Mattinata larga, su ópera prima. Ya entonces nos hallamos frente a versos que no tenían intención de pasar pacíficamente frente a los ojos de quienes se acercan. Un recorrido que se ha intensificado en L’ombra della salute.  Porque, sin duda, al centro encontramos al hombre, pero sujeto a pasajes inéditos, a un desarrollo que, antes del hombre, también examina su “paisaje”, el contexto de Espacio y Tiempo. De este modo, y a pesar de que nos sumerja en un llano o en panoramas lacustres, o en lo específico de una calle o de un barrio, los enfoques no aparecen como pretextos u ocasiones de “contracción” física para llegar a una expansión hecha de «Girándulas de gas en el vacío cóncavo/ que contiene todo”. Expansión y contracción.  Una arquitectura universal que corresponde a la arquitectura de un paisaje mínimo y del hombre mismo. Un mecanismo “esférico”, aquel del cosmos, sin embargo “cuántico” y “frágil”. Perfecto pero finito. Al mismo modo en que “el hombre tiene dentro más agua que alma”. Casi un contrapunto en versos al teorema de la encarnación del universo del físico Roger Penrose, tanto para contradecir eso que se piensa a menudo con arrebato de la poesía, sellándola en el capítulo de la metafísica. El cuadro ahora se desarrolla en Ipotesi di felicità (‘Hipótesis de felicidad’). El lenguaje se vuelve un flujo sustentado por una construcción muy personal, de un montaje esmerado, una “precisa expresión de las cosas” resuelta en movimientos circulares en dónde cada elemento en el fondo es una falta. O dónde también los gestos, los sentimientos y los estados cotidianos de los objetos, padecen la rescritura de un código científico. También la acción más ordinaria, regular, común está eficazmente sometida a un vestido espacial hecho de satélites, mapas, masas, corrientes, derivadas, flujos eléctricos, metales, agujeros negros. Y cuerpos de polvo, «Eras todo el diámetro del flujo/ litros y litros de cosa enamorada», escribió el poeta en algún pasado capítulo denominado “Discordancias”.

Por lo tanto, también el «fin» encuentra su diámetro exacto en una de las pruebas más bonitas del autor (“La carnicería, al ángulo, tiene su vitrina obscena”). Un movimiento que continúa y con coherencia desarrolla la poética de una “salud” que es epifanía visionaria bien firme en la razón. No hay ningún cinismo y tampoco un vislumbre de nihilismo, porque quizá también es ahora de acabar de sellar, de este modo, la relación frontal entre el hombre y el mundo, el coraje que, de hecho, nos vuelve más fuertes en este tipo de conciencia. Un tipo de conciencia visible sólo en la palabra ―escrita―  otro tema desarrollado dentro de un metapoética bien plantada sobre códigos realistas: el lenguaje se hace, no se indica, el lenguaje de Pellegatta se inventa en la concreción de los cuadros. Basta leer “Giacomo o de la infancia”. O “Vitrubio”. O incluso “Anábasis o Doctrina de la imperfección”. U otro verso en un poema sin título dónde “Eso que tiene: un diapasón en el sueño nervioso», en fin: no tiene nada. Si no el ritmo. Por el cual, querido lector, si logras introducirte en el perfecto informe de la “Multiplicación de las chimeneas, o dónde acompañar al lector”, sin algún miedo o temor: “Sácate la chaqueta para entrar en este poema/ estamos aquí solo por el italiano y tendremos aviones suficientes”.

 

 

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(Nota en su idioma original, italiano)

 

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La biologia poetica di Alberto Pellegatta,

come un’Ipotesi di felicità

 

 

La nuova serie dello Specchio, rinnovata da una grafica raffinata, classica ma moderna, include un giovane poeta già conosciuto per il suo esordio con Lietocolle nel 2002, seguito da un’altra raccolta edita da Mondadori nel 2011 e ora in libreria con Ipotesi di felicità, Specchio-Mondadori appunto. Pellegatta è autore di cui si è parlato, di cui si sta chiacchierando, in vari modi, da diverse prospettive, come sempre accade quando un poeta viene battezzato dalla più importante collana in versi italiana. La particolarità della sua voce potrebbe essere consegnata facilmente a certe linee, a certe scuole, a poetiche inclini a un naturalismo che pare scivolare (anche) in orfismo. Io direi il contrario.

La componente orfica, o meglio visionaria, sinestetica, il neologismo formale che la caratterizza insomma, diviene fortemente concreto, assume le caratteristiche di quello straniamento che sempre ­– per quanto in molti se ne dimentichino – dovrebbe abitare la poesia. In parole semplici, la visionarietà è più realista della realtà. E lo è per quella dimensione scientifica che, in modo piuttosto straordinario, si declina nell’inventiva creativa. Come se Apollinaire, tanto per spiegarci, andasse a spasso con Dawkins. Questo è un punto fondamentale, credo, di una poesia che se per alcuni risulta ostica, non lo è affatto nei tanti versi “d’aggancio” che Pellegatta sa inserire nel micro (e macro) testo. Così come la leggerezza stereotipata dei luoghi comuni  – “la felicità del capriolo” –  scontati e inconsapevoli, è una logica derivazione (anche ironica) di un darwinismo da “abitudini insostenibili”. È una biologia poetica a tutto tondo, che sceglie di osservare l’uomo dal punto di vista del genere, ma soprattutto del gene, direbbe Dawkins, non senza divenire implosiva. Perché la consapevolezza di certe incompletezze, non toglie certo respiro al chiederci, non tanto quale sia il nostro posto nell’universo, quanto a come si possa esistere a questo modo “animale” ed essere uomini. Consapevoli. Razionali. Per farlo, di sicuro, è necessaria una riduzione di valori, o almeno di quei valori che siamo inclini a far collassare in retorica.

Ma Pellegatta non cede: “se giro la testa ti dimentico” scrive in un testo in cui il protagonista sta osservando una foto. E poi continua: “Anche in questa poesia nasci e sparisci allo stesso tempo. È per questo che ci invidiano”. Il talento, in qualche modo, è il protagonista di questo componimento, e il talento, a mio modo di vedere, è il coraggio e il rischio di togliere le impalcature, a fronte di tanto poetichese, quello sì, di una visionarietà tanto epica quanto inutile. Il coraggio, è sempre fonte di invidia. Perché le domande ben formulate, dice sempre il poeta, portano al raffreddamento dei corpi, l’unica verità di cui siamo coscienti. In mezzo non ci sta il nulla, per quanto siano molti in questa raccolta i parallelismi tra uomo/bestia, ma in mezzo, appunto, ci sta il corpo. Il corpo consapevole dell’uomo, o forse il corpo di cui, in quest’epoca, è diventato più consapevole, esattamente quello che gli scienziati esaminano quale organismo pensante, autonomamente pensante, il corpo che non conosce sogni, ma istinti salvifici. E non è forse la capacità di salvarsi qualcosa di razionale? Lo evoca bene Pellegatta in Lunga lettera a A. P., oppure ne Il cobra dove pure l’amore “Se non l’avessi inventato/nero e umido come una tomba, sarebbe solo amore”.

Quella di Pellegatta è una parola che esibisce la propria origine nella materia. Una scrittura che si carica di conflitti e procede per sospensioni. Ce l’aveva già dimostrato con Mattinata larga, il suo libro d’esordio. Già allora eravamo di fronte a versi che non avevano intenzione di passare pacificamente agli occhi di chi vi si accosta. Un percorso che si è intensificato ne L’ombra della salute. Perché indubbiamente al centro troviamo l’uomo, ma soggetto a passaggi inediti, a uno sviluppo che, prima dell’uomo, esamina anche il suo “paesaggio”, il contesto di Spazio e Tempo. In questo modo, e nonostante ci immerga in una pianura o in panorami lacustri, o nello specifico di una via o di un quartiere, le inquadrature non ci appaiono che come pretesti, occasioni di “contrazione” fisica per giungere a un’espansione fatta di “Girandole di gas nel vuoto concavo/ che ci contiene tutti”. Espansione e contrazione. Un’architettura universale che corrisponde all’architettura di un paesaggio minimale e dell’uomo stesso. Un meccanismo “sferico”, quello del cosmo, eppure “quantico” e “fragile”. Perfetto ma finito. Allo stesso modo in cui “l’uomo ha più acqua che anima dentro”. Quasi un contrappunto in versi al teorema dell’incarnazione dell’universo del fisico Roger Penrose, tanto per contraddire ciò che spesso si pensa avventatamente della poesia, bollandola nel capitolo della metafisica. Il quadro si sviluppa ora in Ipotesi di felicità. Il linguaggio diviene un flusso sorretto da una costruzione personalissima, da un montaggio accurato, una “precisa espressione delle cose” risolto in movimenti circolari dove ogni elemento in fondo è una mancanza. O dove anche i gesti, i sentimenti e gli stati quotidiani degli oggetti, subiscono la riscrittura di un codice scientifico. Anche l’azione più ordinaria, regolare, comune è soggetta efficacemente a una veste spaziale fatta di satelliti, mappe, masse, correnti, derivate, flussi elettrici, metalli, buchi neri. E corpi pulviscolari, “Eri tutto il diametro del flusso/ litri e litri di roba innamorata”, scriveva il poeta in qualche passato capitolo denominato “Discordanze”.

Quindi anche la “fine” trova il suo diametro esatto in una delle prove più belle dell’autore (“La macelleria all’angolo ha la sua vetrina sconcia”). Un movimento che prosegue e sviluppa coerentemente la poetica di una “salute” che è epifania visionaria ben salda nella ragione. Non c’è alcun cinismo e neppure un barlume di nichilismo, perché forse è anche ora di finirla di bollare a questo modo la relazione frontale tra l’uomo e il mondo, il coraggio che, di fatto, ci rende più forti in questo tipo di consapevolezza. Un tipo di coscienza visibile solo nella parola – scritta – altro tema sviluppato all’interno di una metapoetica ben piantata su codici realisti: il linguaggio si fa, non si indica, il linguaggio di Pellegatta si inventa nella concretezza dei quadri. Basta leggere Giacomo o dell’infanzia. O Vetruvio. O ancora  Anabasi o Dottrina dell’imperfezione. O un altro verso in una poesia senza titolo dove “Ciò che tiene: un diaposon nel sogno nervoso”, insomma: non tiene nulla. Se non il ritmo. Per cui, caro lettore, se riesci a immetterti nel perfetto resoconto della Moltiplicazione dei comignoli, o dove accompagnare il lettore, senza alcuna paura, timore: “Togliti la giacca per entrare in questa poesia/siamo qui solo per l’italiano e avremo aerei sufficienti”.

 

 

*Vive entre Trieste y Milán (Italia). Escribe para la sección cultural del diario Il Piccolo y para otros medios. Ha ganado los Premios Pasolini (2004) y Fogazzaro (2012). En 2013 editó el volumen dedicado a Trieste de la colección “Grandes escritores del Noreste”. Actualmente, es redactora del Nuovo Quadernario di Poesia de Maurizio Cucchi. Algunos de sus poemas han sido publicados en Nuovi Argomenti y Almanacco dello Specchio. Ha publicado algunos poemarios como L’inverso ritrovato (2003), Il freddo e il crudele (2012) y la novela L’Imbalsamatrice (2010).

 

 

 

**(Milán-Italia,  1978). Poeta. Ganador de la primera edición del Premio Cetonaverde. Ha publicado en poesía Mattinata larga (2003), L’ombra della salute (2011) e Ipotesi di felicità (2017).