Por Giorgio Agamben*
Traducción del italiano al español por Roberto Bernal
Crédito de la foto www.bloghemia.com
¿Qué cosa queda?,
por Giorgio Agamben
1.
“Tengo tal desconfianza en el futuro, que sólo hago planes para el pasado”. Esta frase de Flaiano ―un escritor cuyas bromas deben tomarse muy en serio― contiene una verdad sobre la que vale la pena detenernos. En efecto, el futuro, como la crisis, es hoy uno de los principales y más eficaces instrumentos de poder. Ya sea que se le visualice como un espantapájaros que se agita amenazante (empobrecimiento y catástrofes ecológicas), o como un brillante porvenir (como el desagradable progresismo), en cada caso se trata de difundir la idea de que debemos orientar nuestras acciones y pensamientos únicamente hacia el futuro. Es decir, que debemos dejar de lado el pasado porque no se puede alterar y, por tanto, resulta estéril ―o, como mucho, debemos conservarlo en un museo―; y en cuanto al presente, sólo debe interesarnos en la medida en que sirve para preparar el futuro. Nada más falso: lo único que poseemos y podemos conocer con alguna certeza, es el pasado, mientras que el presente resulta por definición difícil de entender, y el futuro, que no existe, puede ser inventado por cualquier charlatán. Desconfíen, tanto en la vida privada como en la esfera pública, de quien les ofrece un futuro: éste casi siempre está tratando de atraparlos o de engañarlos. “No permitiré jamás que la sombra del futuro”, escribió Iván Illich, “se instale sobre los conceptos por los que trato de reflexionar lo que es y lo que ha sido”. Y Benjamin observó que a través del recuerdo (que es algo completamente distinto de la memoria como archivo inmóvil) nos conducimos en realidad hacia el pasado, de alguna manera lo hacemos posible de nuevo. Sin duda Flaiano tenía razón al sugerirnos que hagamos planes sobre el pasado. Sólo una investigación arqueológica sobre el pasado puede permitirnos acceder al presente, mientras que una mirada exclusiva en el futuro nos arrebata ―también con nuestro pasado― el presente.
2.
Imaginen entrar en una farmacia y pedir un medicamento que necesitan urgentemente. ¿Qué harían si el farmacéutico les dijera que el medicamento fue fabricado hace tres meses y que ya no está disponible? Eso es exactamente lo que ocurre en la actualidad al entrar en una librería. El mercado del libro se ha convertido hoy en un absurdo, donde la circulación exige que el libro se almacene en la librería lo menos posible (a menudo no más de un mes). Como resultado de ello, el mismo editor planifica libros que deben agotar sus ventas ―si las hay― a corto plazo, con lo que renuncia a construir un catálogo que perdure en el tiempo. Por eso yo ―que también me considero un buen lector― me siento cada vez más incómodo al entrar en una librería (por supuesto, existen excepciones), donde los estantes están ocupados sólo por novedades y donde cada vez resulta más extraño que pueda encontrar la medicina (es decir, el libro) que necesito. Si los libreros y editores no se vuelven contra este sistema, en gran parte impuesto por los grandes distribuidores, no debe sorprendernos que las librerías desaparezcan. Tal como se han convertido, no podremos ni siquiera extrañarlas.
3.
Nicola Chiaromonte escribió alguna vez que la pregunta esencial cuando consideramos nuestra vida, no es lo que hemos o no logrado, sino lo que queda de ella. Qué permanece de una vida; pero también y todavía más importante: qué queda de nuestro mundo, qué queda del hombre, de la poesía, del arte, de la religión, de la política, ahora que todo a lo que estábamos acostumbrados se asocia a estas realidades tan urgentes, ¿están desapareciendo o, en todo caso, transformándose hasta volverse irreconocibles? Al entrevistador que le preguntó: “¿Qué queda para usted de la Alemania en la que nació y creció?”, Hannah Arendt respondió: “Queda la lengua”. Pero, ¿qué es un idioma como residuo, un idioma que sobrevive al mundo del que fue expresión? ¿Y qué nos queda, cuando sólo nos resta la lengua? ¿Una lengua que parece que ya no tiene nada que decir y que, sin embargo, permanece y resiste obstinadamente y de la que no podemos separarnos? Quisiera responder: es la poesía. En efecto, ¿qué es la poesía, sino lo que queda de la lengua después de que se han desactivado una a una las funciones habituales de comunicación e información? Recuerdo que Ingeborg Bachmann me dijo una vez que no era capaz de ir con el carnicero y decirle: “Deme un kilo de bistec”. No creo que signifique que el lenguaje de la poesía es un lenguaje más puro, que se encuentra más allá de la lengua que usamos con el carnicero o para otros usos cotidianos. Creo más bien que el lenguaje de la poesía es eso indestructible que sobrevive y resiste a toda manipulación y a toda corrupción, la lengua que sobrevive incluso después del uso que hacemos de ella en los SMS y en los tweets, la lengua que puede ser infinitamente destruida y que sin embargo permanece, del mismo modo como alguien escribió que el hombre es indestructible porque puede ser infinitamente aniquilado. Esta lengua que queda, este lenguaje de la poesía ―que es también, creo, el lenguaje de la filosofía― tiene que ver con lo que, en el habla, no se dice, pero llama. Quiero decir, con su nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección al nombre a través de ese elemento del habla que no conversa ni informa, que no dice nada acerca de algo, sino que nombra y llama. Un breve texto de Italo Calvino, que usó para dedicarlo a sus amigos como su “testamento espiritual”, cierra con una serie de frases cortas y casi jadeantes: “tema de la memoria ― memoria perdida ― el conservar y perder lo que se ha escapado ― lo que no se ha tenido ― lo que se tuvo con retraso ― lo que cargamos a espaldas ― lo que no nos pertenece…”. Creo que el lenguaje de la poesía, la lengua que permanece y llama, atrae precisamente a lo que se pierde. Ustedes saben que, tanto en lo personal como en lo colectivo, existen una gran cantidad de cosas que se pierden, esa acumulación de cosas efímeras, acontecimientos imperceptibles que olvidamos todos los días y que están tan extintos, que ningún archivo ni memoria podrían contenerlos. Lo que queda, esa parte de la lengua y de la vida que salvamos de la ruina, sólo cobra sentido si mantiene una relación íntima con lo perdido, si permanece de alguna manera por él mismo, si lo llamamos por su nombre y responde por su nombre. El lenguaje de la poesía, la lengua que nos queda, es apreciada y hermosa porque llama a lo que se pierde. Porque lo que se pierde es de Dios.