Por Julio Más Alcaraz*
Crédito de la foto (izq.) Eolas Eds. /
(der.) www.balaperdidaeditorial.com
Sobre La belleza de llevar un niño en los brazos (2024),
de Pilar Martín Gila**
Hay libros que avanzan con la determinación de una estructura cerrada, y otros que se despliegan en un territorio más incierto, donde la poesía, la memoria y la reflexión se entretejen sin jerarquías. La belleza de llevar un niño en los brazos (2024) escrito por Pilar Martín Gila, pertenece a esta última categoría: un libro que no se define por un género sino por un estado de búsqueda, por la persistencia de un temblor.
El libro se divide en tres partes que remiten a tres libros que Martín Gila ha publicado y que conforman una trilogía: Ordet, Otro año del mundo y La cerillera. La primera parte, Ordet y Abraham es ya un aviso: el título nombra dos modos extremos de entrega, dos relatos donde la fe se confunde con la locura y la palabra puede ser redención o condena. Ordet, la película de Dreyer, con su belleza ascética y su milagro final pronunciado como una revelación desnuda; y Abraham, que camina hacia el sacrificio sin cuestionar la voz que lo ordena. Entre ambas figuras, la poeta construye un tejido que fluctúa entre lo filosófico y lo sensorial, entre la observación de Kierkegaard y el ritmo de una escritura que no se deja domesticar por el pensamiento.
Ordet y Abraham contiene lo abstracto y lo íntimo. Hay momentos en los que el lenguaje adopta un tono de ensayo poético, cercano a los fragmentos meditativos de María Zambrano o Edmond Jabès, en donde la palabra busca rozar lo sagrado sin aferrarse a ninguna certeza. En otras páginas aparece la memoria en su estado más vulnerable: el recuerdo de una infancia en la que los milagros parecían exigir un intercambio y la soledad era la condición del prodigio.

El gesto autobiográfico no se crea desde la confesión, sino desde el despojamiento: “De pronto el insomnio no se distinguía del sueño”. La voz que recuerda no es la de quien reconstruye el pasado con nostalgia, sino la de quien lo interroga como si el tiempo aún no estuviera cerrado. No es casual que en esta sección aparezcan también algunos poemas, como si pensamiento y palabra fueran dos formas de la misma respiración.
El estilo de Martín Gila es sobrio, afilado, aforístico a veces, sin adornos innecesarios. No hay énfasis sentimentales ni voluntad de subrayar. La sintaxis es limpia, pero tiene la musicalidad de quien es poeta y entiende que el ritmo no es un añadido, sino la arquitectura misma del sentido. Su escritura recuerda a veces a Maillard en su capacidad para sostener la reflexión sin perder el hilo del poema, o a Anne Carson en la manera en que lo filosófico y lo lírico se cruzan sin diluirse: “El silencio es una palabra ocupando todo. El silencio es lo real”.
La belleza de esta primera parte radica en su negativa a resolver el misterio. No se trata de encontrar respuestas, sino de explorar lo que queda en la penumbra: la palabra que titubea, la sombra de lo que se dice y lo que se calla, la posibilidad de que el milagro y el sacrificio sean, en realidad, la misma cosa.
Si en la primera parte la palabra se mueve entre la fe y el vacío, en esta segunda sección, El ogro de Goethe y el ogro de Tournier, la autora nos sitúa en otro umbral: el de la violencia como estructura del relato, el mito como una forma de revelación.
El punto de partida es Der Erlkönig, la balada de Goethe en la que un niño es arrebatado por un ogro mientras su padre cabalga en la noche. La lectura de Martín Gila no es un mero análisis literario, sino un ejercicio de transmutación: el poema se descompone, se superpone a su propia historia de origen, se funde con los ecos de El rey de los alisos de Michel Tournier. Así, la imagen del ogro —ese ser que roba niños, que los transporta de un mundo a otro— se convierte en un motivo que atraviesa la escritura, un reflejo distorsionado de miedo y deseo.
En Goethe el ogro es una sombra que avanza entre el viento y los troncos negros del bosque. En el caso de Tournier, el ogro tiene un rostro más humano, más temible precisamente por su cercanía. Martín Gila explora esta transición con una prosa que no busca explicar, sino sugerir: la figura del ogro no es un personaje, sino una atmósfera, una latencia en el aire. Como en el cine de Dreyer, aquí el terror no está en lo que se dice, sino en lo que se deja fuera del encuadre: “Entonces tal vez los adultos hacen la guerra para preservar el juego de la infancia”.
Pero la fuerza de esta sección no está solo en la lectura de los mitos, sino en como la autora los deja vibrar junto a lo autobiográfico. De pronto, el texto se vuelve íntimo: la memoria de la infancia irrumpe en la narración, aparece el recuerdo de un gorrión caído del nido, de una planta que resiste en su fragilidad, de una espera que se vuelve destino. Son fragmentos de vida que, lejos de resolver la simbología del ogro, la multiplican: ¿no es también la infancia una manera de ser llevado, de estar siempre en los brazos de otro, en la frontera entre el cuidado y la pérdida?
El estilo de Martín Gila sigue aquí la misma línea de la primera parte: una prosa contenida, precisa, donde la sintaxis parece ajustada al ritmo de la respiración. Hay un uso del silencio que recuerda a escritores como Pascal Quignard o incluso Peter Handke en su vertiente más fragmentaria; el lenguaje se va cerrando sobre sí mismo, dejando que la elipsis construya la emoción. La poesía aparece de forma natural, insertada en la prosa como un latido oculto.
El ogro de Goethe y el ogro de Tournier habla del poder del mito y su inscripción en el cuerpo. Lo que queda en estas páginas es una sensación de desamparo y de belleza a partes iguales: “A través del padre, el caballo lleva al niño hacia el ogro. Es tan hermoso llevar un niño en los brazos”. Como si, después de todo, el ogro nunca dejara de llevarnos.

En las dos partes anteriores Martín Gila explora la fe y el mito como fuerzas que modelan la existencia. En el caso de La cerillera y Gudrun Ensslin, la poeta introduce una fisura aún más radical: ¿qué ocurre cuando la infancia, en lugar de ser rescatada o consumida por el sacrificio, se transforma en el núcleo de una rebelión?
El libro alcanza aquí su punto de máxima tensión conceptual. La autora parte de Das Mädchen mit den Schwefelhölzern, la ópera de Helmut Lachenmann basada en el cuento de Andersen, y la enlaza con la figura de Gudrun Ensslin, fundadora de la Fracción del Ejército Rojo (RAF). En un movimiento que desmantela la distancia entre ficción e historia, Martín Gila plantea la hipótesis inquietante: ¿qué habría sido de la cerillera si no hubiera muerto de frío? ¿Quién habría llegado a ser?
El libro nos obliga a mirar la violencia no como un hecho externo, sino como una respuesta. Lachenmann ya había interpretado el personaje de la cerillera como un grito contra la injusticia, una existencia entre la pureza y la revuelta. Martín Gila lleva este razonamiento más allá y propone a Ensslin como la encarnación de ese “después” que Andersen nunca escribió: una niña que sobrevive y que, en su adultez, elige el fuego no como símbolo de redención sino de destrucción.
Aquí el estilo se vuelve más áspero, más tenso, el lenguaje mismo afectado por el dilema que plantea. A la prosa, que en las partes anteriores tenía una cadencia serena, se unen ráfagas de poesía con versos que funcionan como detonaciones. Hay fragmentos de una extraña precisión política, en los que la autora se pregunta por el vínculo entre la justicia y la violencia, entre la música y el acto revolucionario: “Y si no te entregas a tu odio, tu salida será la búsqueda sin retórica de la justicia… la acción como única vía de la palabra”. En este punto, el libro recuerda a los textos de Jean Genet sobre los Panteras Negras o a la meditación de Peter Weiss en Estética de la resistencia: la fascinación por la insurrección es inseparable del horror que produce.
La estructura híbrida del libro alcanza aquí su máxima expresión. La narración salta del análisis musical a la historia personal, del comentario filosófico al recuerdo autobiográfico. En una de las escenas más impactantes, la narradora revive el instante en que, siendo niña, presenció una explosión. El ruido, el humo, la confusión: el tiempo suspendido antes de comprender que lo que ha desaparecido es una manera de habitar el mundo.

La última parte es, en definitiva, la más incómoda y también la más lúcida: “Con qué sueña la violencia. Puede que con que alguien la propague, sueña con expandirse no como tal sino como relato, como canto, la épica es lo que busca”. No hay respuestas fáciles en estas páginas, ni condena ni celebración. Solo la constatación de que la infancia y la violencia no están separadas por un abismo, sino por una línea difusa que, en ciertos momentos de la historia, se vuelve imposible de distinguir.
Martín Gila cierra el libro con una imagen que condensa todo su recorrido: el tiempo deshilachado, la calle aún temblando bajo la detonación, una oración rota en el aire. No hay consuelo, pero permanece, al menos, la certeza de que escuchar desde dentro es lo único que nos queda.
La belleza de llevar un niño en los brazos es un libro que no se deja atrapar por las estructuras ni las categorías. Su escritura, a la vez lúcida y estremecida, original y hermosa, articula un espacio donde el mito, la infancia, la violencia y la palabra se cruzan sin buscar resolución. Pilar Martín Gila escribe sin dogmas, sin estridencias, con la conciencia de que, a veces, solo el temblor sostiene lo verdadero. Este libro ofrece un terreno fértil para pensar lo sagrado y lo político, lo íntimo y lo colectivo. Lo que deja no es una conclusión, sino una forma de pensamiento rigurosa y sensible que permanece abierta, tensa, luminosa.
*(Alicante-España, 1970). Poeta, cineasta y traductor. Licenciado en Ciencias Económicas y Master of Arts in Filmmaking por la London Film School (Reino Unido). Ha publicado en poesía Cría del ser humano (2005), El niño que bebió agua de brújula (2011), Ritual del laberinto (2021); en traducción El juramento de la pista de frontón y Vive o muere (2010) de Anne Sexton, además de la antología de poesía norteamericana La diferencia entre Pepsi y Coca-Cola. Como cineasta, ha escrito y dirigido diversas piezas audiovisuales y ha obtenido numerosos premios, siendo comisionado como director por la National Gallery.
**(Segovia-España). Poeta, crítica y ensayista. Filósofa por la Universidad Complutense de Madrid (España) y filóloga por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (España). Se ha desempeñado como crítica de poesía en diversos medios periodísticos. En su interés por el vínculo entre poesía y música, ha colaborado con el compositor Sergio Blardony y la improvisadora Chefa Alonso. Ha publicado en poesía Para no morir ahora (2004), Demonios y leyes (2010), Ordet (2013), Otro año del mundo (2014), La cerillera (2018), La triste figura de las batallas (antología personal de su poesía), Emparedada (monólogo en libro-cd en coautoría con Sergio Blardony) y La belleza de llevar un niño en los brazos (2024).