JUAN DOMINGO ARGÜELLES. FINAL DE DILUVIO
POESÍA HIPERIÓN, 2013
Por: Carlos Alcorta
Crédito de la foto: Izq. http://www.casadellibro.com/
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Der. http://www.lajornadamichoacan.com.mx/2012/10/07/
los-lectores-ya-no-se-dejan-impresionar-por-los-discursos-domingo-arguelles/
El poeta mexicano Juan Domingo Argüelles (Chetumal, 1958) no es un desconocido para el lector fuera de sus fronteras, porque la editorial Renacimiento publicó en 2009 una antología de su obra bajo el título La travesía: Antología ultramarina (1982-2007), un breve, pero significativo recuento de su extensa obra poética escrita a lo largo de 25 años, suficiente, en todo caso, para percibir la importancia de un autor que goza de una gran reconocimiento en su país, pero que, hasta ese momento, era prácticamente ignorado en España, al menos en lo que se refiere a su quehacer poético. En otra de sus pasiones, la que tiene que ver con la difusión del libro y con la promoción de la lectura, ha tenido más fortuna editorial entre nosotros gracias sobre todo a la editorial Fórcola, donde ha publicado títulos como Si quieres… lee. Contra la obligación de leer y otras utopías lectoras (2009) o Escritura y melancolía. Un viaje a la depresión (2010), de entre los muchos que el autor ha dedicado a esta esfera del saber.
Su labor ensayística, sin embargo, abarca otras disciplinas más relacionadas con su trabajo como poeta, la crítica literaria, poética en concreto, dentro de la cual ha publicado libros como Diálogo con la poesía de Efraín Bartolomé (1997), Dos siglos de poesía mexicana: Del siglo XIX al fin del milenio (2001) o la más reciente Antología general de la poesía mexicana: De la época prehispánica hasta nuestros días (2012). La excelencia en el ejercicio de estas actividades literarias se ha visto recompensada con alguno de los premios más importantes de su país, como son Premio Nacional de Poesía Efraín Huerta (1987), el Premio de Ensayo Ramón López Velarde 1988), el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen (1992) o el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (1995). Esta larga enumeración de publicaciones y de méritos no tiene más propósito que contextualizar la figura de Juan Domingo Argüelles y el libro objeto de este comentario, Final de diluvio, que, según opinión del prologuista, el también magnífico poeta Eloy Sánchez Rosillo, tal vez sea «el mejor de sus libros, el que de manera más acendrada y madura nos muestra su poesía. Una poesía nítida y llena de naturalidad, honda y emocionada que no se enreda nunca en los habituales galimatías, abstracciones e insustancialidades con las que frecuentemente pretenden darnos gatos por liebres tantos pretendidos poetas y editores desaprensivos».
Es, sin embargo, Final de diluvio un libro heterogéneo tanto por su amplitud como por su arquitectura interior. Dividido en cinco partes, cada una de ellas posee un hilo conductor que sólo de manera tangencial se relaciona con las otras. La primera de ellas, «Cuaderno del asombro», un asombro que proviene de contemplar el mundo tras lo que suponemos un periodo aciago, tras un diluvio, por eso ahora «Todo se transfigura poco a poco,/ incluso las palabras,// que nacen nuevamente/ para poder nombrar// lo que se va». La evocación de la infancia como territorio virginal, no contaminado aún por las dañinas emanaciones de la conciencia, se realiza con una nostalgia difícil de mitigar: «El oro se ha perdido y no lo restituyen las palabras», unas palabras insuficientes para describir esa sensación de desamparo, de desubicación que aflora cuando se mira hacia atrás y se comprueba la inexorabilidad del tiempo: «Lo que recuerda el hombre al final de su edad/ es sólo aquel tesoro de lo que ya no es:/ la inocencia arrasada que, si fuera posible,/ sería, solamente, a lo que pediría regresar». Escribe Juan Domingo Argüelles una poesía muy apegada a las circunstancias, muy del día a día, como si se tratara de un diario, obligado acaso por la necesidad de dejar constancia casi notarial de lo vivido, en la que no faltan amigos o personajes de su propia familia, figuras que conforman la existencia del poeta y son el antídoto perfecto contra el olvido.
«Vuelta a la página» se titula la segunda sección. El poema del mismo título del que transcribo algunos versos resume la intención general estos poemas. «Darle la vuelta a la página./ Eso es lo que conviene para empezar de nuevo./ Por si no leíste la página que pasas,/ entonces volverás cada vez a lo mismo». La constatación del fugit irreparabili tempus da lugar a que esa nostalgia que advertía en la primera sección adquiera aquí un tono más dramático, como en el poema titulado «Pasado»: Pasado el pasado,/ el presente fue lo que fue:/ impalpable alegría que no vivimos/ por pensar en la historia que ya pasó». Pero cómo puede restañar el poeta las heridas de este transcurrir inclemente. Si algún arma posee para enfrentarse a tal villanía, esta es la palabra, la frágil palabra de mármol o de espuma. «Puentes de la palabra», clara alusión a Octavio Paz, se titula la tercera sección, compuesta por poemas a modo de homenajes a distintos poetas, poetas cuyas palabras son los puentes de los que el autor se vale para atravesar el río de las emociones, para significarlas y apropiarse de ellas. Además de Paz, pasan por estas páginas Efraín Huerta, Sabines, Rubén Bonifaz Nuño o Anaïs Nin, por ejemplo.
Llegamos así a la cuarta y más breve sección del libro, la titulada «Sólo el dolor es real», sección que comienza con estos versos del poema «Plegaria»: «Que el dolor y la desolación/ no hagan sombrío el poema». Y es que no es fácil sustraerse a los efectos de una desgracia o de una enfermedad y que ésta no manche el poema. El deseo, la súplica podríamos decir, está orientado a apreciar los momentos de dicha, de plenitud en contraste con los días sombríos, con la pena o la humillación que sufre a veces el cuerpo dolorido. Nada es blanco o negro, todo posee innumerables matices, depende siempre del puesto de observación. En cualquier caso, la sabiduría del poeta le hace ser consciente de que «en la oscuridad está también la luz».
Después de este interregno trágico uno pudiera pensar que el libro hubiera llegado a su final, porque el resto sólo podría ser silencio, pero no es éste el caso. Una extensa quinta sección titulada «Y todo lo demás es literatura», que contiene para quien esto escribe algunos de los más emocionantes poemas del libro, sirve de magnífico colofón. Es posible que sea la sección con menos unidad del todo el libro, pero presumo que no existe otra posibilidad cuando no se quiere dejar ningún cabo suelto y la reflexión subyacente a cada poema exige una última vuelta de tuerca. Aunque no falten los versos en los que se cuestiona la utilidad de la poesía para calmar la sed, para saciar el hambre o para aplacar el sufrimiento («Un poema nada puede contra la enfermedad»), persiste una intensa confianza en la palabra como cauterio, como bálsamo, como reflejan estos emocionantes versos que uno no puede más que suscribir: «No vivo por la poesía./ Ni siquiera podría decir que vivo para ella./ Pero, a veces, sólo gracias a ella puedo vivir». Uno de los últimos poemas del libro, el titulado «Carta a Javier Sicilia» es, sin lugar a dudas, el más estremecedor del libro (aquellos que conozcan la tragedia en la que se ha visto inmerso el poeta Javier Sicilia podrán comprender mejor el alcance del poema) y, a pesar de ello, no deja de traslucir cierta esperanza, esperanza necesaria para seguir viviendo. Con unos versos de este poema, que a mi modo de ver actúan como alegato, como declaración de principios tanto morales como estéticos, quiero finalizar el comentario de Final de diluvio, un libro del que resaltaría, además de su rigor formal, la serena forma de conmover al lector con unos poemas que sugieren mucho más de lo que muestran en la superficie de la página: «Es tanto ya el estruendo de la violencia/ que nos ha ensordecido. Ya ni la poesía puede salvarnos./ La poesía no sirve, no detiene a los bárbaros,/ no impide la injusticia, no atenaza la mano criminal,/ no detiene las balas. Sólo sirve —y eso es todo— para soñar». ¡Casi nada!