Hernando Téllez, cuentista, crítico literario, traductor, periodista, ensayista y ávido lector de la Colombia a mediados del siglo XX, no es solo una gloria del pasado sino un intelectual comprometido con su tiempo al que se debe emular en el presente.
Por: Lina Alonso Castillo
Crédito de la foto: www.labloga.blogspot.com
En las huestes invisibles de Hernando Téllez
“Somos poética y somos crítica”
Alfonso Reyes
De la prensa a la prosa
Cuando ciertos vocablos parecen despojados de su más íntimo sentido, y su obviedad se adelgaza por la sobrecarga desmesurada de relativos, alzamos la memoria como quien iza una bandera en estación de caos para evocar aquellos que, desde la palabra, despoblaron la certeza, la moral y la política de su cómoda convención.
Así, recordamos a Hernando Téllez Sierra (1908-1966), el mismo quien en uno de sus más brillantes ensayos hablaba de la “paz equívoca y amenazante” en tiempos de treguas aparentes entre ideologías que, como muchas cosas en el país de los lotófagos, tienden a cambiar su nombre pero no su sórdida contradicción.
Como la mayoría de los intelectuales en el siglo XX la prensa fue el sitio de su iniciación en la literatura ante los fenómenos que intervenían en el panorama cultural y social colombiano.
Nacido en Bogotá en 1908, Téllez comenzó como muchos de sus contemporáneos de “Los Nuevos” (Alberto Lleras Camargo, Jorge Zalamea, Luis Tejada o Baldomero Sanín Cano) como columnista, colaborando con Germán Arciniegas en la revista Universidad, luego con Eduardo Santos en El Tiempo, como subdirector de El Liberal y como director de la revista Semana.
Desde allí comenzaría a alternar el trabajo intelectual con los deberes diplomáticos: cónsul en Marsella y luego senador de la República.
No obstante, sus viajes de trabajo no fueron el llano recorrido con objetivo del retorno, sino el periplo de oscilar entre las ideas y los sistemas que por el camino iban llegando para confrontarle con sus propias convicciones o para refutarle sus primeros referentes, lo que hizo que poco a poco fuera afianzando sus contradicciones y sus propuestas dialécticas.
El cuestionador
Ante todo, Hernando Téllez fue un incansable cuestionador de las labores intelectuales en relación a las jerarquías que suponen los mecanismos de acción de lo estético en la realidad, y de los rangos sociales que disparan diversas concepciones del arte sin atinar.
Como anotaba en su artículo “La eficacia social de la literatura”, el mecanismo de propaganda o panfleto que algunas sociedades buscaban atribuirle a la literatura era lo que hacía que la calidad de las producciones escritas disminuyera.
De igual manera, en uno de sus cortos ensayos llamado “Notas sobre la conciencia burguesa”, asegura que el escritor burgués (lugar donde paradójicamente se ubica) cifra la estandarización de los valores y los juicios respecto a la obra de arte.
Todo esto se contrasta con la forma en que el valor de la literatura se ha destinado para un uso privado y convencionalmente cercado, donde la obra sea solo una representación de los intereses extra estéticos de un colectivo.
Lo poético/político en su crítica literaria
Como él mismo anotaba haciendo referencia a Mallarmé, sus textos no apuntaban a la revolución poética pero sí a la estética, y como periodista, testigo de la actualidad y la vigente historia del país, ejercía la escritura, algo que falta en la crítica literaria actual.
Llegó a ser emisario estratégico de una incipiente crítica de la Violencia, brazo vertiginoso de la modernización y del progreso en el país; hizo entender cómo el fiero recrudecimiento de las contiendas ideológicas, dicromáticas y bipolares de la historia nacional abría surcos de errores y vagas repeticiones que se podían abordar desde la misma literatura.
Sabía que la literatura no podía aplazar o evaporar la agonía de una civilización, sino que debía hacerla perecer en el lenguaje. Escribir para él era “nadar contra la corriente”, esa expresión personal que tomaba para aclarar que la resistencia del arte estaba en constante pugna con la inacabada realidad que rasgaba la calma de Colombia.
Téllez, como recordaba su amigo Baldomero Sanín Cano, al igual que Emile Faguet o George Brand, vio la oportunidad de intervenir en tiempos de grave expectativa en la escena intelectual y política en el equilibrio justo, con el juicio constante y preciso.
Cercaba con procaz sentido crítico a los enemigos públicos o privados, ya fuera en la esfera pública, donde permanecía la recusada demostración de la ignominia que seguía las decisiones de los mandatarios, o la anquilosada conciencia privada que mantenía su fuero entre tensiones fuera de su tiempo.
Sus ensayos literarios perdían el límite entre lo puramente textual y lo social como evidencia de una patria con orgullosa pretensión de ruina.
Sus cuentos, su diario, sus bagatelas sobre la infancia, la vejez, el amor o la soledad, llegaban a ser una especie de poética atenta a los movimientos del país, una poética que proponía la defensa de la deslumbrante “nada literaria”.
De la Violencia a la escritura
No se sabe si hablar de la época de la Violencia en Colombia sea tratar con una vaga periodización constante (afición de algunos historiadores) como la exhibición de un fantasma, o sea enunciar el sino trágico de un país que se sume en la constante vorágine de sus caídas.
Para la literatura colombiana de inicio y mitad del siglo XX, nombres como el de Luis Tejada, Jorge Zalamea o el de Hernando Téllez aparecen como vigías o faros ante el panorama que discurría entre las sucesivas masacres, guerras civiles y convulsiones sociales en las que se debatía el país.
De igual forma, socavar las estrechas grutas que hacían los estamentos de una sociedad acostumbrada al crimen, a la guerra y al silencio, no era cuestión demiúrgica o ficcional: era la tarea de resistir el abandono a unos valores momificados, estacionados en ciegas parroquias provincianas, que era el país y todas sus partes en ese momento, incluyendo la gramática, institución con la que Téllez discutió en más de una vez.
No obstante, su escritura, sus temas, personajes y problemas, permanecen vigentes aun si no se hable de liberales y conservadores; la actualidad de sus cuentos o sus ensayos aparece entre nosotros con la lucidez propia de aquellos que logran registrar con fidelidad de escribano la pesada carga de sus visiones.
Sus textos se entienden como noticia del desencuentro: Téllez hermana al asesino y el revolucionario, al campesino y al alcalde, al amante y al soldado, al escritor y al político; se confunden en sus líneas el horror y la ironía que ungen las situaciones que parte de lo inacabado del hombre en tiempos de guerra, y, lo que es más complejo, lo insospechado del mismo en reacción ante la paz.
En sus textos el lector no puede distinguir (como en uno de sus cuentos cuando hablaba de una “muerte que andaba ahora por toda la comarca con uniforme del gobierno, unas veces, y otras sin uniforme”) la mano que siembra la ruina de la que cultiva el campo.
Analizar el sino trágico que oscurecía la faz de los campos y los conatos de metrópoli colombianos le llevó, sin gruesos sofismas o vastas demostraciones enciclopédicas, a convertirse en el cronista de la insaciable Violencia, ya fuera desde sus ensayos o sus cuentos.
El trozo de mundo que encerraba en cada uno de sus escritos es la muestra de una escritura que no se contentaba con encerrar una cuantiosa suma de nombres y obras literarias como desabrido recuerdo erudito, sino como intachables testigos del continuo derrumbe al que se sometía la arquitectura de su país, del mundo.
Por eso, en uno de sus textos expone el desasosiego de ver a “las albaceas testamentarias que hacen de sibilas en el arte” señala a los intelectuales para decirles: ¡Han fracasado!
Es decir, le oprimía ver cómo sus obras o la literatura en general eran objeto de aduladores y usureros en el arte, cuando en realidad la idea era tejer las tapices de la barbarie y la crueldad que azotaba el territorio y las ideas nacionales y darlos a la luz.
¿Escritura contra la barbarie?
De la escritura habría de retornar luego a la vida diplomática, para entender que no se podía cambiar nada con denunciar la Violencia en sus textos, sino que el privilegio de la anarquía espiritual que supone escribir era un reto para el olvido, una batalla de sombras donde la victoria merecía la luz de la historia y el recuerdo, una contienda donde todo arte nacía del diálogo del conflicto entre el hombre con el mundo y el hombre con él mismo.
Proponer que el sustento de una obra está unido a sus condiciones históricas, sin necesidad de hacer sociología con la literatura fue un legado nos deja el escritor bogotano para no obviar la relación que siempre existirá entre el arte y lo simbólico que nace de ella con la sociedad, ya sea con la música popular, la política, la arquitectura o la cultura en general.
Este es un legado que nos plantea la cuestión del papel del escritor en momentos como este, en que un país necesita volver a su historia no para recordarla pero sí para transformarla.