El presente texto fue publicado, en origen, por su autor en dos entregas de la reconocida revista venezolana Poesía (www.poesia.uc.edu.ve). Vallejo & Co. lo reproduce por la importancia de sus observaciones, en versión completa.
Por Eduardo Milán*
Crédito de la foto www.adriancuassolo.blogspot.pe
Dar salida, denso.
Un ensayo sobre poesía desde lo que se siente
Primera
Qué fue del ánimo de verbi-voco-visualidad, no sé. Tal vez no convenció a nadie. Era justa la síntesis de Joyce en su portemanteau: el poema no tenía por qué no evidenciarse VISIBLEMENTE. Notoriedad de una época ya no acuartelada que daba cartel, murales para una nueva moralidad de calle, pueblo que pasa y mira. Se notaba también la mano de Mallarmé en la necesidad de perturbar toda la física de un objeto. La época exigía, el modo de ver, el modo de producción. Tal vez naciera ahí lo que luego sería la obscenidad, este “fuera de escena” que vivimos que lucha entre reingresar a escena y permanecer fuera -no en el afuera, no a la intemperie: fuera de escena, vida a escena dislocada. ¿Un objeto que no llamara la atención sobre sí mismo? ¿Un objeto de exterioridad neutra? Ese no es nuestro mundo, el de las exterioridades y fachadas en franca y desnuda exposición aun de su propia intimidad. Ni siquiera para el poema. El mundo de la producción objetual prefiere neutralizar el sentido de un objeto, no su fisicidad que demanda la mirada. Mallarmé, cierto, no quería una forma exhibicionista. Quería una forma orgánica. Pero esa organicidad buscada va a llevar, sin duda, a una forma que llame la atención sobre sí misma, una forma exterior que deje, ahí, en el poema, precisamente de ser exterior y anule, orgánicamente, la dualidad adentro/afuera. Esta es una aventura abandonada. El abandono parece tener una convicción secreta: la neutralidad de fachada no actúa como barrera de la visión que posibilita generar el poema, esa imaginación “fuera de ahí” no se detiene ahí, amplía espacialidad, derriba muros de contención temporales y ortográficos, desdeña letras, consonantes torres, vocales locas que tenían su color. El tiempo de Joyce tiene una necesidad de ahí que es una necesidad de aquí que toda la vanguardia tiene. La transformación es en este tiempo, no en otro. Otro tiempo vivirá o no de esa plusvalía. Pero no hay producción para después en la lógica del capital: paradójico, el capital acumula a muy corto plazo, en eso puede tocarse con el arte de vanguardia. Siempre y cuando ese arte olvide su función de ser que es, justamente, la anulación de sí mismo, la autoaniquilación. El capital no se suicida. La vanguardia tampoco, se diluye en la praxis social -según Peter Burger. ¿Es posible pensar en el capital diluyéndose en la praxis social? La sola mención huele a comunismo, la página propaga un olor a barricada de una Comuna de París recién dejada atrás, una de las grandes traiciones de una clase en el poder que se prepara para un siglo de exposición -en realidad, abre con una: la Exposición Universal de 1900 en París, ese mismo “París, capital de la modernidad”. La portemanteau de Joyce cruzó mundos hasta instalarse, como emblema, en el Sao Paulo de los poetas concretos, 1950. Desde allí, desde un descentramiento paradójico -Brasil fue pionero en muchas cosas en el siglo XX, entre ellas, en lo que a dictadura militar refiere: el golpe de estado que derrocó al presidente Joao Goulart, un terrateniente progresista que se exilió en Uruguay- irradia local e internacionalmente esa poética que cincuenta años más tarde puede verse como un ave rara pero característica de una América Latina tangencial e incisiva en cuanto a su producción simbólica. Así se veía en 1950 y así se veía, también desde Brasil, en 1922, durante la Semana de Arte Moderno de Sao Paulo. Allí, entre los días de la Semana, ya estaba Oswald de Andrade, figura clave para los poetas concretos y para toda actitud artística que tome en cuenta la situación real de los países latinoamericanos del momento y su relación con el intercambio de producción en el mercado internacional. Cierto. La condición geopolítica ha variado. Oswald de Andrade distinguía nítidamente entre países coloniales y países metropolitanos en la línea dialéctica imperialismo/neocolonia muy cara a Franz Fannon y luego en la posición ideológica de movimientos emancipadores sesentistas latinoamericanos como el caso de Cuba y ciertos -no todos- movimientos guerrilleros de este continente. Hoy la situación de un imperio decadente -peligrosamente decadente en la medida en que conserva su poderío militar al margen de su poderío económico mermado- es un lugar, aunque muy importante, en el reordenamiento mundial global. Hablar de “antropofagia cultural” en medio de un modelo general de circulación de toda clase de productos, también simbólicos, parece fuera de sentido. Pero se podría discutir la legitimidad real de esa circulación, su democracia del deseo más que de la realidad, el valor real de los productos intervenidos por el impulso mediático radicalmente discriminatorio. La globalización “benéfica” para los países latinoamericanos es más una posibilidad que está por verse que una realidad visible. El alcance político de la visión de Oswald de Andrade en 1928, cuando la redacción del “Manifiesto antropofágico”, ya iba más allá de una consideración de lucha social para tocar el ámbito entero de la cultura. El concepto clave era y es “antropofagia cultural”. Oswald de Andrade ve claro el hándicap cultural latinoamericano -y en especial brasileño en relación incluso al resto de América Latina-, su obligado carácter subalterno, menor de edad para cualquier intento de Sentido que trascienda la dimensión artesanal y folclórica frente al paradigma ordenador metropolitano (europeo en aquel momento) . Da un salto histórico: propone la necesidad de una “devoración” de los productos simbólicos y de una “digestión” local que permita proponer variables productivas en el mercado internacional con igual valor que los productos metropolitanos. El desafío de reelaboración de ese bolo alimenticio es enorme. Es el desafío que toman los poetas concretos de Sao Paulo. Lo cierto, más allá del repaso, es que el poema es un objeto de discutible visibilidad. En todo caso, hay un contento en quedarse con una virtualidad visible, con la dimensión que genera visible a partir de un parto imaginal.
Estoy escribiendo sobre los poetas concretos de Sao Paulo, Brasil y llaman por teléfono. Una voz masculina pregunta: “¿Está María Elena Ruiz?”. No hay ninguna persona con ese nombre en mi casa. Pero mi madre era brasileña y se llamaba Elena. Eso se puede saber. También se puede saber que fui amigo de uno de los poetas concretos, Haroldo de Campos. Y que admiro a Augusto de Campos y al recientemente fallecido Décio Pignatari. Conocí a Haroldo de Campos en 1976, le había mandado desde Uruguay un libro publicado por mí el año anterior, Estación estaciones. Haroldo de Campos me contestó con gentileza y un discreto interés. Decidí ir a verlo personalmente a Sao Paulo. Desde ahí conozco a su hermano Augusto y a Décio. Volví a ver a Haroldo de Campos en México en 1982 o 1983, no recuerdo con exactitud. El quería ir a Palenque, a las ruinas. Sabía que Palenque era una experiencia fuera de lo común. Me invitó. Fuimos. Ocurrió algo excepcional. Haroldo y yo bajamos a la tumba de Pacal El Grande y mientras estábamos parados frente a su lápida, del lado de acá de las rejas que separan al turista de la lápida, Haroldo tuvo una especie de epifanía. No me dijo “tengo una epifanía, Milán”. Haroldo era capaz de hacerlo, tenía suficiente grandeza como para compartir una falta de pudor. Y si una epifanía no acaba con ese sentimiento entre heredado de un manual de cortesía eficaz y un algo falso prurito de corrección frente al otro, no sé para qué sirve. “Palenque” es un nombre de origen catalán, que viene de palens que “significa “fortificación”, entre otras cosas”. Esto dice Wikipedia, la enciclopedia libre. También dice que el lugar fue bautizado en 1567 por Fray Pedro Lorenzo de la Nada. Lo que no dice Wikipedia es que Haroldo de Campos, Décio Pignatari y Augusto de Campos defendieron, como nadie en este siglo, la creación de un poema “de la nada” (“ex nihilo”) de estricta raigambre mallarmeana. Verdad que los poetas concretos no fueron los únicos poetas latinoamericanos atraídos por la creación “de la nada”. Vicente Huidobro y Octavio Paz lo estuvieron. Huidobro en Altazor, poema emblemático de la primera vanguardia latinoamericana escrito a lo largo de 1920, un poema que, para Huidobro, debería empezar y terminar ahí mismo -la mismidad es una característica del desarrollo de la creación ex nihilo en la medida en que el afuera queda absuelto como lugar de referencia obligada. El poema “ex nihilo” interioriza el mundo, separa el mundo del mundo, lo hace entidad autorreferencial. Formular: ahí mismo viene de la nada. Paz en Blanco, escrito a fines de 1966, un homenaje a la vanguardia con un dejo paródico que Paz intenta conjurar. El tiempo resiste a los conjuros de la destreza cuando se trata de la forma. Parece no haber verdad en el destiempo. El carácter artificial prima y bordonea. Incluso en la insistencia de ese principio de poema:
el comienzo
el cimiento
la simiente
latente
la palabra en la punta de la lengua…
Bien marcada esa dualidad metafórico real de la poesía de Paz que alterna como condición de identidad, el poema no puede evitar caer en su propio principio. Lo que comienza comienza ahí, sin antecedentes. Modo ejemplar de negar historia, modo ejemplar de negar historia poética. Un deseo de individuación parece recorrer el poema ex nihilo. Un sueño, en realidad, que tiene como modelo en el último tramo de la modernidad, el post-ilustrado, al objeto industrial. Por paradoja -la gran condición de existencia del arte moderno- el poema toma como modelo al objeto industrial para separarse del mundo. Formular: al aislamiento -a la soledad- por la industria. Pero ni Vicente Huidobro ni Octavio Paz logran a ciencia cierta entrar en la lógica de la creación “ex nihilo”: no logran desprenderse de la tentación mimética que es la gran barrera que debe sortear toda propuesta de esta índole. Tanto Huidobro como Paz eligen el camino de la fragmentación. Pero esa fragmentación se debe a una percepción del mundo más que a una necesidad interior de la forma. A esa necesidad interior de la forma de relacionarse de manera particular, al margen de la imagen de los objetos del mundo, sean naturales o artificiales, llamo forma orgánica. Los poetas concretos consiguieron eso en su producción de los años cincuenta y sesenta. La visita a Palenque de Haroldo de Campos tenía algo de cosa de principios, en un decir lezamiano para no decir origen. Ese secreto re entronque con la nada, el poeta ex nihilo en el lugar del bautismo De la Nada, era eso: un secreto haroldiano. Inocente de ese secreto, escribí un poema “Memoria para Haroldo” publicado en Por momentos la palabra entera (2005). Haroldo cuenta la experiencia en su ensayo “De uma cosmopoesía” publicado en Poesía Sempre en 2001. Mantiene el secreto. Un último dato: cuando acabamos de remontar la cuesta de escaleras de la tumba de Pacal el Grande, entre el calor y la humedad que hacía resbalar en cada peldaño, fuimos a dar a una palapa a pocos metros de la salida. Nos sentamos y tembló. Haroldo y yo nos miramos como preguntando qué habría pasado abajo frente a la lápida de Pacal. Mi poema está dedicado a Marcos Canteli, uno de los últimos poetas que conozco que contrae un compromiso de escritura autoabastecida. A Décio Pignatari lo volví a ver en México en 1985. Lo llevé a Teotihuacán. Subió la Pirámide del Sol. Pero lo esperé abajo. Y otra cosa: ¿cómo sabía la voz que preguntó por teléfono por una Elena que yo estaba escribiendo sobre el país de mi madre, Brasil, Haroldo de Campos y la nada?
Segunda
Hablo de una pérdida de complejidad, de una caída en la superficie como si fuera profundidad, de la evidencia. Pedir un trabajo orgánico, correspondiente con las relaciones dinámicas del entramado significante a un poema implica una interrelación. ¿Por qué se cedió a la antigua neutralidad de fachada? No es el comienzo de una serenidad de creación, la reducción fónica y verbal del poema. Si se viera esta realidad como un despegue de la imagen objetual, de un desentendimiento del modelo productivo artificial se entendería una avanzada política en el poema respecto de su antigua posición formalmente autista, la de la pre-vanguardia. Pero después que uno se preguntó por la visibilidad exterior del poema -no por la imagen creada-, por esa afueridad en la forma del poema, es difícil olvidarlo. Aunque no haga carteles, aunque no haga letrismo, aunque no haga murales, difícil olvidar la pregunta. Hay que pensar tal vez en la desmesura que significa el querer activas todas las caras del poema, sus caras de adentro -contracaras que le dieron identidad si a lírica uno se refiere-, sus caras de afuera. El proyecto de forma orgánica es un proyecto abandonado. La utopía es un proyecto abandonado. ¿Pero es la utopía un proyecto o un deseo? ¿O es un proyecto que olvidó su ser deseo? En el momento en que se olvida la actitud inicial que provoca la marcha de toda una dinámica el gesto avanza pervertido en su sentido. La historia del arte es sensible en estas modalidades del olvido. Sin apartarme de la vanguardia: la vanguardia olvidó. Olvidó que era una alianza entre actitud ante el arte y realización. Ese olvido actúa de dos maneras, una negativa y otra positiva. Si la vanguardia siguiera fiel a los postulados ortodoxos que le dieron nacimiento a principios de siglo XX -su deseo de diluir el arte en la praxis social- no podría haber sido recuperada después de finalizado su estricto ciclo histórico, cerca de 1930. La vanguardia, es claro, no es una sola ni el movimiento un solo movimiento. Hay vanguardias. Hay movimientos. Hay, incluso, cuñas metidas en la vanguardia que permiten la dilatación de su existencia consumada. El devenir museo de la calle, la calle museografiada, es una posibilidad que la vanguardia le debe al surrealismo, una poética del exceso de una hibris: la suma de imagen y sentido. Hay una sobresaturación de ambos en el surrealismo. Esa imagen que entrega el surrealismo de lo que el arte es, ese sentido que entrega el surrealismo de lo que el arte necesita no caben en la calle. Necesitan una institución que los ampare. Entonces ingresan. El museo se vuelve La Casa de los Excesos. No hay dudas para mí que la vanguardia se museizó de la mano del movimiento surrealista. Una casa que permite todo exceso, ¿no es una casa que los neutraliza? El museo se vuelve La Casa que Neutraliza Excesos. Es preciso una cuña clavada en la actitud hasta vaciarla, cuña diluyente de la actitud pero afirmada en su magnificencia -extraída de la propia actitud- para que se haga posible una recuperación de lo, en principio, destinado a desaparecer -en la medida en que se convierte en otra cosa, praxis social revolucionaria, por ejemplo. No hubo revolución, hubo afianzamiento del capitalismo luego de la Segunda Guerra mundial. En ese contexto de la post-guerra la poesía concreta brasileña recupera algunos parámetros de la primera vanguardia. Pero no es la primera vanguardia. Hay una demanda de poema estrictamente riguroso, un rigor ausente de los intentos programáticos de las primeras vanguardias. Tal vez lo estricto en la demanda del tipo poema buscado se deba a la actitud ausente. La vanguardia concreta es inclusiva de sí misma, quiere el poema de la fase tecnológica de punta del capitalismo. El poema concreto quiere actuar, integrarse socialmente. La poesía concreta quiere objetos de arte, no autoinmolación. El neobarroco rioplatense -neobarroso según Néstor Perlongher- actúa de una manera similar con su aparición sudamericana en la década de los años ochenta. Hay un rescate formal de ciertas vanguardias, incluida la concreta, un cierto barroco proveniente de Lezama Lima -que también vehicula surrealismo, un surrealismo muy cubano como hay un barroco muy cubano, dependientes ambos de la physis, de la naturaleza que impregna la geografía isleña y luego continental teorizados por Lezama-, un cierto post-vanguardismo de carácter interiorista extraído del último Oliverio Girondo, el de En la masmédula (1954), todo sumado a lo que no podía faltar en este caso, los fragmentos de pensamiento colocados en punto de subversión de una cierta filosofía, en primer lugar la de Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia II de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1980). Tampoco hubo revolución en esta vanguardia con carácter de emergencia, en cuanto a gravedad del asunto. Hubo aborto. Pero por disposición ajena al cuerpo en trance de parir -si es que esto fue así de claro, así de nítido, si es que hubo esa inminencia de nacimiento que parece asegurar toda respuesta en una planicie sin huecos ni altibajos. Pero hubo sí, parto impedido o no, políticas de exterminio de la oposición en las dictaduras chilena, uruguaya y argentina. El poema de Néstor Perlongher, “Cadáveres” del libro Alambres (1987) cifra esta problemática con una contundencia fuera de lo común. Perlongher logra un grado alto de imprevisibilidad. Mezcla niveles de lenguaje que actúan en todo el campo social, recorre la historia argentina y latinoamericana, usa los íconos culturales y políticos de una época inmediata (“en tu divina presencia, Comandante/ hay cadáveres”: alusión acotada pero fuertemente popular de la figura de Ernesto Che Guevara en la interpretación de la canción del compositor cubano Carlos Puebla). Hay de todo en “Cadáveres”, sobre todo una sobreabundancia de existencia por mención de ese ritornello, “Hay cadáveres”, pero ninguno descrito. Se trata de nombrar la desaparición. Un poema paradójico en su despliegue. En esa coexistencia de lenguajes que el poema explora se recorre el gusto argentino y la hipocresía social de manera hipersexualizada. Todo está sexualizado como forma de un equilibrio perdido de antemano con eso que se nombra y no está, el cadáver. El poema de Perlongher es de una ética ejemplar, dice la muerte, no puede decir otra cosa. En medio de un humor que recuerda ciertos relatos de Severo Sarduy -otro ícono formal del neobarroco rioplatense- Perlongher hace su ajuste de cuentas con una sociedad hipócrita y violenta. En el poema de Perlongher hay de todo, menos transformación posible. De nuevo, el neobarroco rioplatense -neobarroso según Perlongher- cuenta con la ausencia de la actitud transformadora. No es propiciatorio, es post-suceso. El post-scriptum del post-actum. Parecería centrado en la seguridad de lo que no va -no puede ya- ocurrir. Mirada en retrospectiva, otra vez la vanguardia olvidó algo: su necesidad disolutiva. Si la vanguardia no sobrevive por olvido no sé cómo sobrevive. Claro, no es propiamente la vanguardia lo que juega como si de vanguardia se tratara. Es el montaje de una estructura que recuerda formalmente lo que la vanguardia olvidó como actitud. La forma en el lugar de un sentido más allá de sí misma. Si no hubiera sobrevenido algo conjuntivo, de entramado diferente, de profunda realidad cuestionadora de un orden conceptual que parece que siempre está por morir -barroco que muere porque no muere- se diría que está por despuntar otro horizonte surrealista. Si es que el surrealismo -en su sueño para-lógico- alguna vez nos abandonó.
Tercera
Todo coexiste. No sin cierto contento. Sólo para algunos todavía hay lugar para la discusión, para la problematización de este tiempo del arte, un arte que -según Hegel y las vanguardias- debió morir por inoperante según el primero y, según las segundas, por necesidad de socialización última y completa. Las artes plásticas se cuestionan todavía su propio sentido. No veo por ningún lado que la poesía, ni la latinoamericana ni la europea ni la norteamericana, que es hasta donde llego, se cuestionen su estar ahí, la impertinencia o pertinencia de su lugar. Esa cuestión para la literatura parece pertenecer a una época ya pasada. Cuando uno pone a debate el problema de las vanguardias todavía se escucha algo, hay susurros, se rumorea, se conversa al oído. Pero las conclusiones sobre la imposibilidad de un presente artístico-estético conflictivo resultan aterradoras. Parecería que no hay más necesidad de problemas, que se saturó el cupo. Cuando el oso está en peligro, cuando los polos, cuando gran parte de la humanidad que integra la fuerza laboral de la primera potencia económica retrocede por necesidad -¿un poco más que un plato de arroz tres veces al día es una metáfora excesiva para señalar las condiciones generales del trabajo en China?-a la realidad de un capitalismo pre-fordista sin ninguna garantía, cuando la banca internacional con el apoyo estatal hacen polvo cualquier intento de estado de bienestar y toda seguridad está vista como pretérita en buena hora de ese tiempo -no hay retiro salvo hacia la tumba del sistema actual-, una poesía en problemas a algunos parece una estupidez. En todo caso podrían enumerarse los problemas de la poesía pero sin ponerla en ningún límite. El problema de la forma poética -y la poesía moderna se entendió por la forma o no se entendió- es como la frase de Simón Rodríguez: “O inventamos o erramos”. Se refería a nuestras sociedades de incipiente independencia en su relación con los modelos sociales de los que se desprendieron. Este asesor de Bolívar tenía las cosas tan claras como Oswald de Andrade tres cuartos de siglo después. Algunos integrantes del arte de principios de siglo XX -el insobornable histórico Vicente Huidobro parece ser a todas luces una excepción- otros que actúan en la segunda mitad -el insobornable histórico Carlos Martínez Rivas parece ser otra excepción- dan la figura de una rareza que hace de equilibrista en el circo. Sus obras son hechos consumados. A partir de la década de los setenta no aparecen soluciones pero se clarifican los problemas, pese a los mismos poetas que parecen querer más poesía y menos pensamiento. El pensamiento en relación a la poesía parece producto de una crisis decimonónica que toca la costa del XX -Holderlin, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Rilke- y hasta ahí. Ningún problema planteado por alguno de esos poetas fue resuelto. Fueron sustituidos por otros. O por un vértigo desproblematizante, el de la pura acción. Pero hay actos que construyen complejidades. Y un día de los primeros años del siglo XX la aparición en otro lugar de un WC puede no terminar con la eternidad pero sí suspender la línea de flotación que separa la cosa de arte de la cosa común. Y se cae la carpa sobre el equilibrista. Pero Duchamp es un artista plástico. La plástica fue la avanzada perceptivo-formal de la modernidad. En América Latina y su poesía quien más se parece a Duchamp es Nicanor Parra. En cuanto a la actitud frente al arte considerado tabla de salvación de las conciencias desdichadas que provenían, con ese nombre y bajo ese amparo, de la clase llamada burguesía que se niega a existir. Muerte del arte -al menos como consuelo del burgués. El esfuerzo de Nicanor Parra para devolver la poesía al lenguaje común que habla el hombre común fue una jugada maestra contra la poesía como consolación. No sé si el hombre común fue sobrevalorado por Parra o la necesidad del arte -ahora ya no como consolación, como figura de acompañamiento, lo que no es lo mismo sino que es peor: en la necesidad de consolación hay, por lo menos, un drama, fuera de juego la posibilidad de tragedia- revalorada. Pero el lugar del lenguaje no parece tener la importancia social del lugar de los objetos. El lenguaje es contagioso, el objeto caro. Uno se adquiere sin querer, el otro da trabajo incluso para darse cuenta de la imposibilidad de tenerlo. Siempre que se habla de esto hay, me parece, el temor -en mí al menos con regularidad- de estar hablando de algo que ya sucedió. ¿Será esa figura de reiteración la que pone en fuga a la conciencia? O es la conciencia que se niega a la necesidad de cuestión porque sabe que debajo de ella yace una ausencia. Hay un temor inconsciente de que el amplio espacio que ocupa el arte -plástica, poesía, música tal vez, cine no sé: el concepto de Jacques Ranciére de “fábulas contrariadas” como clave del cine tal vez lo preserve de la crisis general del arte o quizás el cine en su contradicción es el arte que preserva al arte de cualquier crisis, de manera que: todo arte que quiera sobrevivir deberá ser contradictorio, contrapuesto, opuesto a sí mismo, contrariado- sea en realidad la cobertura -la covertura- de una ausencia, o sea: la sobrepoblación de productos estético-simbólicos sirve para un ocultamiento. Si esto es así, la sobreproducción simbólica está en posición de un re-cubrimiento. Ese re-cubrimiento no creo que se dirija a ampliar creencias o a multiplicar la fe. Ese recubrimiento estaría tapando nada. En este caso las verdades de Holderlin, de Baudelaire, de Rimbaud o Mallarmé no fueron ni superadas por situaciones más graves ni perdieron vigencia: fueron sepultadas. Que la multiplicación de los objetos pueda tapar una verdad o simplemente hacerla caduca como formulación de valor ya está hablando de otro ser humano que consume los mismos productos que el necesitado de verdad. En ese caso ni la risa aliviaría nuestra inestabilidad como sobrevivientes de un mundo que ya no está a golpes de producción simbólica -en los dos sentidos: como presencia que permite tolerar una ausencia, o sea, como metáfora, o como responsabilidad directa en la desaparición. El ya sucedió de esta problemática cuando toca la conciencia sitúa el problema en ese lugar espectral del arte mismo, lo sitúa en un ya sucedido que insiste en llamar a la puerta. Siempre que se habla de poesía hay una puerta cerca, sin que eso implique una salida probable. Una puerta, al menos para que en ella golpee el espectro. Puerta prismática para las subdivisiones del golpe espectral.
Cuarta
Una apariencia de libertad recorre la poesía. Habrá que ver si es una apariencia real o fingida, fuga o concreción, libertad conquistada. Si esto último es cierto, ¿ante qué se conquistó esa libertad? La libertad no se regala ni se negocia. De modo que tuvo que ser arrancada. ¿Al imperativo clásico ortodoxo? ¿A los mandamientos de rigor de la vanguardia? Los nexos con el pasado están rotos en relación a todo reclamo, aunque este reclamo sea el deber de la libertad. ¿Puede negarse uno a la libertad? ¿Qué es eso que aparece como libertad en la poesía y motiva estas preguntas? Si libertad es mayor posibilidad espacio-temporal de movimiento y no necesariamente mayor capacidad, se trata de una libertad. La poesía latinoamericana -y la española va hacia ahí- recuperó áreas de significación, repobló territorios abandonados por una vanguardia convertida en doxa y luego, negada ésta, por un neoclasicismo imperativo que la sucede. Un neoclasicismo tan peculiar que parece contradecir esa orientación estética. Se trata de una recuperación de espacios de dicción apoyados en la entera posibilidad de decir. Decirlo todo y su posibilidad parecen la consigna poética del último tramo de la poesía del siglo XX y de este comienzo de XXI en lengua castellana. El antiguo yo poético románticamente explotado como cualquier prostituta que veía Baudelaire fue paradójicamente controlado por una exploración formal de yo ausente o subyacente: la exploración lingüística del último Mallarmé. Hay una vocación “objetivista” que luego será determinante “objetualista” en la deriva poética del XIX al XX que no deja mentir. Pero mientras una restringe al yo y reduce esencialmente las posibilidades de decirlo todo -una restricción semántica en beneficio de la materialidad significante-, la otra amplía esas posibilidades colocando al yo lírico no sólo como verdadero titular del asunto poético -regresan los asuntos, las autobiografías completas o recortadas están a la orden del tiempo- sino que detrás de su peripecia entra el efecto de una totalidad de experiencia con todos sus arreos y sus utensilios de existir. El antiguo yo romántico era una figura más del poema comparado con el regreso de un yo poético dominante característico de esto que algunos llaman neoclasicismo. Si bien Baudelaire escapa a la restricción semántica -es el encargado de ampliarla en el sentido de completar lo dicho- lo hace excepcionalmente. Se ha reiterado una y otra vez la contradicción poética de Baudelaire, un visionario de la modernidad futura y de la importancia de cierto arte -el pictórico, en efecto-, de ciertos temperamentos, el flaneur, el decadente, el perdido, la parte maldita de una sociedad que olía mal por todas partes. Olía mal y olía a mal. La explotación humana resultante del capitalismo industrial es una mancha que tal vez sea recuperada ahora, de la mano de una tendencia retro-formal en el arte. Salvo que aquella explotación contraía la promesa de una revolución. La de ahora no contrae responsabilidades, por el momento, más que con el presente de la sobrevivencia. Esta explotación actual, de un cinismo y una crueldad insólitos en la medida en que se dan por la cara, sin sobrentendidos ni malentendidos, está precedida de Auschwitz y Gulag, Sabra y Chatila, Guantánamo y los que vengan viniendo, como diría vallejianamente Joaquín Pasos. Esta inhumanidad contrajo compromisos con la explosión y/o el sometimiento: esos parecen ser, más que los augurios, las certezas.