Por Daniela Johannes*
Crédito de la foto ©Revista Candela – Kenia Cano
Morivivencias: balas y flores en un mismo corazón
Sin ser caribeña ni caribeñista, me acerco a esta revista desde el sur continental —desde una orilla andina, no insular— imaginando que una ola brava del Pacífico pudiera encontrar sosiego al tocar las marejadas más cálidas de otras costas. Candela en voz alta para alguien de la escarcha y la cordillera entibia hasta la lengua. Encanta con el humo fantasmal de lo húmedo a quien aún no ha sudado hacia adentro en un manglar. Al abrir esta Candela, algo se abre también en mí —no para derrumbar, sino para desbordar— como en Nicolás Guillén:
—¡Tun, tun!
—¿Quién es?
—Una rosa y un clavel…
—¡Abre la muralla!
Ese llamado, que el grupo musical Quilapayún tradujo al canto popular chileno en un gesto nuestramericanista, me sopla al oído un conjuro que acompaña mi lectura: abrir como acto ritual, fecundo, no violento; abrir como gesto de hospitalidad poética, estética, espiritual, herbaria, comunitaria. Eilyn Lombard y Jamila Medina Ríos abren el número también por invocación, a Elegguá, quien abre (o no) los caminos, orisha del umbral, del cruce y del movimiento, situando la revista en una poética liminar de resabios sobrevivientes de lo afrocaribeño y lo ancestral. Elegguá nos recuerda que todo comienzo genuino pasa por la encrucijada, que sólo desde el margen se habilita el cruce del umbral. Su presencia aquí deshace el cerco epistémico y simbólico de lo colonial, que ha allanado geografías y saberes, lenguas, pelos y cuerpos. Desde esa apertura, Candela no propone una curaduría neutral, sino una insurgencia poética, lúdica y ecosimbiótica que encarna el conocimiento en el afecto y lo disemina a través de sus correveidiles, que, como dicen sus editoras, “van siempre de cabeza” (6). En esta figura —voz que corre, cuerpo que transmite—desarticula la linealidad y la normatividad del saber, abriendo caminos a otras formas de circulación: la polifonía comunitaria invocada a través de “Areítos, cartas, mandamientos, conjuros, canción de cuna, acción de gracias: ‘elévanos’, ‘sánanos” (61); la confidencia susurrada, como aquella que observa Ruiz Montes en su lectura de Jamaica Kincaid: entre niñas que aprenden sobre sí mismas “palpándose, tocándose entre sí” (13), en un gesto de autoconocimiento compartido; el vehículo oracular del sueño, como Alma Karla Sandoval enuncia en forma de augurio de una alteración:
El sueño cambia los paisajes del mundo,
es una nave de pólvora en el cielo.
La tarde nos quiere tragar.
Ven y evítalo. (70)
Así, el saber ya no se impone como verdad única, sino que se desliza, vibra en lo relacional.
La revista se instala en este mismo cruce, entre la memoria decolonial, la disidencia poética y las formas insurgentes de habitar el Caribe y sus extensiones. Como la planta que da nombre al número, la revista se abre y se retrae frente al contacto: un gesto simultáneo de sensibilidad y resistencia que no sólo celebra la creación literaria y artística, sino que la alumbra desde una ética y estética de la reparación. Este número, Moriviví, cual mimosa púdica, reacciona al tacto recogiéndose sin romperse. Hay aquí un gesto de afectividad táctil entre los textos de esta curaduría, una membrana común no-vertical, sino lateral, rizomática, porosa. Leo una estrategia vegetal como forma de preservación, como sugeriría Saidyia Hartman (1997, 2019), en que el cuerpo atravesado por la violencia histórica aprende a replegarse no como huida, sino más bien como forma de resistencia cuando la vida misma ha sido puesta en entredicho. Morir y vivir se rozan en los cuerpos racializados, feminizados, disidentes, que desbordan las taxonomías del archivo colonial. En cambio, este número se configura como un archivo vivo de escrituras translocales, afrocaribeñas, queer, decoloniales, ecofeministas, profundamente experimentales.

Una potente entrada a esta constelación afectiva y política se da desde la crítica literaria que propone Laura Ruiz Montes (10-18). En ella se traza un desplazamiento radical: la experiencia de la niñez caribeña deja de ser concebida únicamente como un territorio de represión para devenir en infancia política, tejida a través del cuerpo lúdico y deseante, pues confronta las lógicas de la colonialidad del poder y del género, que históricamente han disciplinado los cuerpos de las niñas negras. Más adelante, esta lectura encuentra resonancia en el poema de Tanya Shirley, a su vez en respuesta a Kereina Chang Fatt, que podría leerse como la expansión de esa noción de sororidad infantil, llevándola al plano de la contención transgeneracional de una herida primigenia, en un acto de movilizar los cuerpos marcados desde el inicio por la violencia:
Las niñas se deslizan dentro de nosotras–
para hablar de violaciones
y cuerdas
balas, machetes, piedras
y golpes–
albergamos su descosido progresivo (127).
Así como mujeres albergan niñas, entre textos que se albergan mutuamente se activa una esporulidad textual, una dinámica de resistencia en la que un texto sangra y suda en los poros del siguiente, produciendo una red de contención que no pretende suturar, sino sostener colectivamente lo que se desborda. El cuerpo-revista se levanta como corpus dolido a la vez que deseante mediante estos bordados, sin necesariamente tener que cerrar heridas, sino permitiendo la respiración de una en otra. Para citar nuevamente a Ruiz Montes, “una réplica tras otra, en un libro y en otro, unas tras otras variaciones, para que nadie olvide” (11).

Esta noción de bordar la herida se expande en Moriviví a través de una recurrencia ritual que estructura el número entero. Si lo relacional actúa como hilo, lo ritual es la forma que actualiza y remata la costura. En la sección poética ya lo advierte la nota editorial al anunciar “de un verdezunzún brotó esta siembra: poesía para ‘brindar’” (60): el brindis como acto ceremonial y ofrenda, que manifiesta el brote. Nicole Delgado retoma, en un conjuro energético:
Ceremonia
todo se despierta
todo se repite
Soy
me atrevo a ser (tal vez)
más animal
dentro de mí (82)
e inscribe una lectura cíclica del cuerpo como sensor de la tierra que lo habita y sistema simbólico donde se cifra la resiliencia de los ciclos y la reproducción del deseo, y que oye los ritmos del origen si acerca “el cuerpo a la tierra, el mundo lento baila (con ella)” (82).
Lo ritual se reactualiza en otras múltiples textualidades. Por ejemplo, los versos de Kenia Cano: “La palabra desde el laurel abre y cierra sus alas iniciando una plegaria: danaus chrysippus/ catocala nupta/ Levana” (65)— suenan a conjuro, a invocación en lenguas que vibran desde lo vegetal y lo animado. En otro poema, Cano reafirma esta dimensión ofrendaria, al escribir que “la palabra ofrece al cielo lo que recibe de la tierra” (84), siendo la palabra ritual un canal por donde circula la ofrenda ancestral. Esta espiral de evocaciones alcanza también los versos de Javier Alvarado: “todos desertamos de esa oscuridad/ que ya viene, que ya se fue y que llama a nuestros rituales con voz ronca/ como una llama de sangre que incuba las parcelas” (114). El temblor de la voz ritual hace retumbar múltiples temporalidades, desafiando la linealidad progresista. Con su “llama de sangre” se expende un calor germinativo, en resonancia con los ciclos naturales: que algo arda para que otra raíz crezca. En Moriviví, una palabra sembrada al tocar otra palabra, otra piel, otra historia, germina de nuevo.

Alzadas estas plegarias, este número despliega un entramado de hechizos que revisten a Candela de elementos misceláneos pero certeros: crítica literaria, poesía botánica, traducciones, guiños visuales decoloniales a todo su largo, reseñas híbridas, partitura que sonoriza al cuerpo migrante, e incluso un playlist de referencias que disuelve la rigidez de los géneros discursivos. Esta dispersión formal lejos de ser caprichosa responde a su lógica afectiva de circulación de saberes, que pulsan desde el cuerpo, desde la tierra, desde la memoria. Cada registro abre una grieta en las formas establecidas para dejar pasar lo inasible. En sintonía con esta apertura, uno de los aportes más singulares de esta edición es su apuesta translingüística: menciones y textos en español, inglés afrocaribeño, lenguas originarias, ayitiano, papiamento y portugués afrodescendiente trazan una cartografía poética que se extiende desde Trinidad, Haití, Aruba, Curaçao, República Dominicana, Puerto Rico y Cuba, pasando por Colombia y México, hasta Nueva York, España y Brasil. Son lenguas que se escuchan, interactúan y se afectan entre sí, conformando un paisaje sonoro donde la coexistencia se sostiene en la fricción y el intercambio, más que en la homogeneidad.

Candela Moriviví encarna un verdadero “artivismo revisteril,” en palabras de sus editoras (7), o activerdismo que transforma la edición en un herbolario literario de cuido colectivo, autodefensa cultural y práctica anticolonial. El propio Creole, con Jhak Valcourt, se descoloniza detrás de un penacho de cacto, buscando refugio en “labios de las abuelas, bajo los mangos, los naranjos, los caneleros” (20). En el abrigo de la botánica íntima y ancestral sana lo herido de la historia. De la jardinera de Violeta Parra respondo a la ofrenda Candelaria con “la clavelina roja de mi pasión” y he de encontrar “remedio para mis penas” en este verdezunzún: con Mariamatilde Rodríguez, la savia, gotas que cicatrizan residuos del espanto, el guarumo que calma el ardor del hambre; con Michelle Ricardo, la ceiba, testigo cortical de luchas; con Soleida Ríos, una palma sola soñando viene a acompañar a kan-kan, palma chilena que no se deja cotizar por el capitalismo; con Ramos-Jordán, el maguey que sutura el tiempo agotado de sus ausencias; con Ruth Llana, flor morada de las glicinas que propicia un estallido en la lengua; con Mara Pastor el liquen como encarnación de revoluciones esporúleas. Candela/Moriviví se abre no para derribar la muralla, sino para hacerla porosa; para permitir el paso de lo disidente, lo sobreviviente, lo queer, lo postuhumano. “Al mirto y la yerbabuena: abre la muralla.” Abre al archivo ritual y a la memoria encarnada. “Y al sable del coronel… —¡Cierra la muralla!”.
Obras citadas
Candela: Moriviví, no. 5, 2025, https://www.candelareview.com.
Guillén, Nicolás. “La muralla.” Poeticous, https://www.poeticous.com/guillen/la-muralla?locale=es. Accedido el 7 de mayo de 2025.
Hartman, Saidiya V. Wayward Lives, Beautiful Experiments: Intimate Histories of Riotous Black Girls, Troublesome Women, and Queer Radicals. W.W. Norton & Company, 2019.
—. Scenes of Subjection: Terror, Slavery, and Self-Making in Nineteenth Century America. Oxford University Press, 1997.
Quilapayún. “La muralla.” Quilapayún en Chile, EMI, 1989. Spotify, https://open.spotify.com/track/7xTdDHBepVRqP9BqobHI75?si=d39d4aa8de8849f1.
*Doctora. Se desempeña como Profesora Asociada de West Chester University (EE.UU.).

