Poemas de «Como quien dice adiós a lo perdido», de Ramón Cote

La presente, es una breve selección de poemas del poemario Como quien dice adiós a lo perdido, publicado este 2014) por el colombiano Ramón Cote Baraibar.

 

 Por: Ramón Cote Baraibar

 

 

 

LOS OJOS SUICIDAS                                              

 

                                                Un salto y sería la muerte

                                                Carlos Drummond de Andrade

 

Un balcón con vistas a cualquier

parte, un inocente cuchillo

guardado en el cajón de la cocina,

una plácida almohada de plumas,

una avenida por donde pasan

carros a gran velocidad

y buses de vez en cuando.

 

O también

el fuego de la estufa,

el amplio ventanal de un cuarto piso,

esa corbata verde que cuelga al fondo

del armario, una vacía botella de cerveza,

una medicina con fecha de vencimiento

caducada.

 

Es suficiente un mínimo desajuste,

un mal día, la noticia de una enfermedad

terminal, un adiós definitivo, unas cuentas

imposibles de pagar,

para que todo lo que nos rodea

cambie de signo y nos señale

su parte oscura, nos muestre su porción peligrosa,

para que veamos el revés del ángel,

en su caída, para que a nuestro alrededor

todo se convierta en una invitación al exterminio.

 

Unas tijeras, un par de cordones,

un interruptor, un cilindro de gas,

una bolsa plástica del supermercado,

un martillo.

Y así sucesivamente.

 

La lista es interminable

para los ojos suicidas.

 

 

 

MIS CONTEMPORÁNEOS (O CRISIS DE IDENTIDAD TARDÍA)

 

 

Mirando la cara de mis contemporáneos

me extraña que yo aún no tenga

la cara de mis contemporáneos.

Me explico: cuando los veo en las fotografías

que aparecen en los periódicos o en las revistas

veo en ellos ya una resolución facial,

una contextura ósea, un aplomo, un cráneo definido,

pero cuando me miro no me veo así de ajustado,

de propicio, de sereno y seguro como los tiempos mandan.

 

Pero al parecer este nunca va a ser mi caso

pues inevitablemente siempre salgo en las fotografías

con cara de perro perdido en una autopista,

con cara de decir adiós a lo perdido,

con cara de turista extraviado en Madrás,

con cara de llamarme Patricio, Bonifacio, Agustín,

Benigno, Arturo, Carlos Mario, Ismael, si no os importa.

Nunca como mis contemporáneos.

 

Envidio que sus fotos se repitan y se vean

iguales o parecidos a la edad y oficio que tienen. Yo solo veo

en mí lo que no es de mí. Es más, para ahondar en el error

no me reconozco ni a los veinte ni a los treinta ni a los cuarenta,

porque solo advierto el extravío, la carencia

o la equivocación y todos los que aparecen allí,

sobre ese pedazo de papel esmaltado, son tan distintos

que parece que se las hubieran tomado

a otra persona, a un desconocido, a Nadie.

 

Sé que todos se aproximan a los cincuenta y ya es hora,

me digo, de adquirir cierta rotundidad o estremecimiento,

pero no lo veo en mí fácilmente. Algo se me oculta

en el que me dice que soy. Siempre me hace falta la foto

definitiva en la que al fin pueda decirme a mí mismo

que ese soy yo, uno de mis contemporáneos,

pero tal parece que existe una conspiración

para que eso no suceda. Una fotografía, una máscara

al menos, por favor. Y pensar que ni siquiera

he podido a lo largo de estos años hacerme un retrato

con mis propias palabras pues estas, al revelarlas,

siempre salen borrosas. Eso nunca les pasa

a mis contemporáneos.

 

 

 

LA CIUDAD DE LOS PUENTES AMARILLOS

 

 

Cuando llegas a tu casa por la noche

tienes por costumbre buscar esas monedas

que se han ido acumulando al fondo de los bolsillos

para armar con ellas mínimas torres

o altas columnas, según el día.

Quien desde la ventana de enfrente te vea

podría decir que pareces un mendigo

o un vulgar avaro que reúne con codicia

sus posesiones, aunque este no sea tu caso

y aunque a primera vista lo parezca.

 

Pero esas monedas de distintos tamaños y variadas

denominaciones son restos, gastados

testimonios que entregas y recibes diariamente,

y sin que tú mismo lo sepas alguien los va anotando

en su enorme libro de contabilidad,

para saber exactamente el precio que pagas

por cruzar esa ciudad de los puentes amarillos.

 

 

 

CUÁNDO DECIDÍ QUE ÉSTA FUERA MI CIUDAD

 

                                                 A Luis García Montero
                                               
                                                             Nada nos quedará si perdemos nuestras ruinas

                                                                         Zgniew Herbert

 

Cuándo decidí que ésta fuera mi ciudad

ahora que cae una tormenta en la última semana

de septiembre, y que la niebla avanza

como un ejército sonámbulo desde los cerros

borrándolo todo, con la intención de someterla

al olvido, a la desaparición total,

al amargo exterminio de la memoria.

 

Uno se va enamorando con resignación de sus montes

y de su milagrosa luz metálica de un martes a mediodía,

y poco a poco se comprende que su desorden y sus basuras,

sus escombros en las calles y sus diarias demoliciones

se van pareciendo al propio corazón.

 

Cuánto nos parecemos a las ciudades que amamos

y cuánto nos vamos pareciendo a las ciudades que perdimos,

pero también cuánto nos consuela descubrir en ciertos momentos

que el mundo con todas sus ciudades

está siempre en el sitio donde estamos nosotros.

 

Observo desde la ventana del autobús las avenidas

inundadas este domingo ausente

y funeral, y con los zapatos y las medias empapadas

pienso en Luis a quien acabo de despedir en el hotel

Tequendama y que en pocas horas partirá a su país,

ya en el inicio de un otoño idéntico,

a la ciudad que también fuera mía

donde a finales de septiembre aún se puede escuchar,

como un dulce augurio que anticipa el naufragio,

el canto de las cigarras escapadas del verano

que se esconden entre los árboles del parque de Olavide.

 

Pero aquí estoy, sin sol a la vista,

en medio de lo que a la fuerza y por amor

y por costumbre elegí como mío,

sin más remedio que esperar

a que quizás en una calle cualquiera

aparezcan súbitamente todas las derrotas por venir,

y surjan a la vuelta de la esquina

todos los milagros aplazados.

 

 

 

PANTEÓN PAGANO

 

                                                El catálogo melancólico de la memoria

                                                                   Juan Luis Panero

 

Es serena y sagrada la lenta caída del sol

cuando el atardecer del verano detiene el tiempo

y su luz dorada acaricia como un ciego la superficie

de todas las cosas que están a su alcance,

reconociéndolas como suyas,

amándolas más que nunca con sus hábiles manos

de orfebre, livianas y puras, demorándose en ellas

como si fueran la más hermosa de sus filigranas.

 

El ejército rojo del sol final va incendiando los límites

de toda la ciudad. Los muros de ladrillo antes solitarios

y anónimos, los altos edificios de cemento gris

y las inválidas cabinas telefónicas,

parecen por su fulgor acumulado monumentos que el verano eleva

a la altura de los templos, a la contundencia

metálica de lo eterno, como si todas las calles al atardecer

con sus rejas y vitrales y terrazas

se convirtieran en un enorme panteón pagano.

 

En la noche y a la distancia

la memoria y su tinta solitaria realizan

el catálogo melancólico de sus ruinas doradas,

desenterrando bajo los días lo suyo de los veranos,

los dioses que también fueron suyos,

en la más desolada y ardiente de las profanaciones.

 

De la inútil reclamación por sus pertenencias

sólo queda un resto de polvo de oro entre las uñas

y por el aire un fugitivo perfume de magnolias.

 

 

  

FUTBOLISTAS EN LA PLAYA                           

 

A mi hija Alejandra

A esa hora final de la tarde

una docena de jóvenes jugaban

 

un partido de fútbol frente a la playa del hotel.

Mientras el sol se hundía cada vez más

 

en el mar, sobre la orilla corrían

a toda velocidad persiguiendo a gritos

 

el balón y levantando entre sus pies descalzos

una multitud de nubes de arena teñidas,

 

traspasadas por una luz completamente roja,

como si toda la playa ardiera bajo sus plantas,

 

como si se hubiera declarado un incendio

en medio de esta orilla al sur del Caribe.

Los jugadores, desfiguradas sus sombras sobre las dunas,

ignoraban que en ese mismo instante

 

mi hija y yo los mirábamos desde una terraza,

siendo testigos de esa tarde irrepetible

 

cuando vimos entre las brasas, entre los últimos rayos

de luz rasante de ese atardecer, en la arena

 

de fuego fugaz, el momento en el que esta parte del mundo

se convirtió en un lugar habitado

 

por una docena de dioses sin camisa que nos señalaban

que aquí en la tierra también era posible hallar el paraíso.

 

 

 

TEMPLO PORTÁTIL    

 

A Fabio Morábito

 

Si quieres hacer tuya cualquier esquina

acerca a la ventana más próxima un asiento

para detener el desorden de las horas.

 

Si ya escogiste ese preciso lugar de la casa

donde habitas, entonces enciende una vieja lámpara

que ilumine el perímetro de tu nuevo territorio.

 

De esa manera no será necesario que disimules

tu condición errante cambiando los muebles de sitio

o llenando las mesas con fotos familiares.

 

Pronto descubrirás la necesidad de estar allí,

inmóvil, rodeado de fugacidad y permanencia

en tu península con su faro solitario.

 

Sea cual sea el lugar donde te encuentres

sabrás que cada noche tienes una cita

en ese reducido espacio que amplía sus fronteras.

 

No habrá palacio que lo iguale

ni monumento de mármol que lo imite:

este será tu palacio y tu monumento.

 

Pasarás las semanas sucesivas sabiendo

que ya cuentas para el resto de tu vida

con un lugar que solo a tí te pertenece.

 

Basta elegir una esquina cualquiera, una mínima

ventana, un asiento y una vieja lámpara

para que viajes por el mundo y puedas repetir

 

tu ritual nocturno en tu templo portátil

acompañado por tus dioses domésticos. Así nunca

te sentirás extraño en ninguna parte de la tierra.

 

 

 

LAS MUERTES     

 

 

A los dieciséis años

uno de mis mejores amigos del colegio

se pegó un tiro en la cabeza

por una decepción amorosa.

 

A los treinta y nueve

mi más admirado profesor de literatura

murió de hipotermia en un río,

por salvar a su perro que se ahogaba

bajo una engañosa capa de hielo.

 

A los cuarenta y cuatro

un poeta norteamericano que acababa

de conocer desapareció para siempre

en una remota isla al sur del Japón

por ver de cerca la boca de un volcán.

 

Muchos dirán con sangre fría

que la impaciencia del primero,

la extrema confianza del segundo

o el imprudente proceder

del tercero, fueron la causa determinante,

como si su explicación pudiera alterar

los resultados.

 

A lo largo de la vida

uno va acumulando muertes

y se empieza a pensar sin quererlo

en cuál de esas será la suya,

si será por amor, Sergio, por lealtad,

Eduardo, o por valentía,

Craig.

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