Ese destino de tías parlantes. Luego de algunos ohmenajes a Néstor Perlongher

 

El presente texto configura un detallado análisis de la obra del reconocido poeta argentino Néstor Perlongher, y ha sido realizado por el poeta Reynaldo Jiménez. El mismo fue publicado originalmente en el blog mmmm (http://quepodriaponeraqui.blogspot.com) y forma parte del libro inédito Letra chica e intervención poética.

 

 

Por: Reynaldo Jiménez

Crédito de la foto:www.osvaldobaigorria.wordpress.com

 

 

Ese destino de tías parlantes.

Luego de algunos ohmenajes a Néstor Perlongher

 

 

La celebridad se percibe a sí misma

Y eso corrompe la Flor—

La Margarita que ha mirado atrás

Ha comprometido su capacidad—

emily dickinson[1]

 

 

sacan el jugo a la perla irregular

 

Más de un lector sabrá que la eventual y siempre discutible fama consagratoria concedida a un artista de la escritura, depende de la disposición de unos cuantos, así como de factores, quizá inmanejables, de intermediación, cuando no afán de congruencia (engrudar esa posible rareza de la obra singular con pegoteos de legitimación). Por una mano, sincera admiración, acaso deseo de esa escritura, seguimiento de una personalidad o un biografema en lo que aporta de diferencia a su contexto, genuino interés en ese cuerpo de pulsión y palabra ofrendados, y en sus alcances vibratorios. Por la otra, partes considerables de malentendido, cuando no tergiversación manipuladora, para que dicha obra encaje, refrendándolo, en un contexto dado, en desmedro de valores sensibles, materia prima de la palabra retrabajada o destrabada por ese autor en particular ahora emplazado referente donde apoyar quizá la reactualización de convenciones perceptuales, piedra de toque para su imposición mediando los siempre autonominados representantes del “pensamiento artístico” de una época y/o lugar. Parámetro realista incluido que, como cualquier entidad autosuficiente, no pasaría de una alucinación.

Semejante reducción conversora, cuando el artista de escritura ha fallecido y no está físicamente para responder a la tergiversación (no siempre astuta, a veces impaciente o banal) equivale a aplicarle ventriloquia, amuñecarlo para de inmediato hacerle decir cosas (a su persona, su obrar) que a la larga o a la muy corta emborronan lo que efectivamente dijo, encarnó. Se trata entonces de convertir esa encarnación —como tal contradictoria, plena de contrastes, inagotable a un solo vistazo— en otro monólogo-surco de transmisión unidireccional, funcional a un sistema deglutidor, allanador de irregularidades.

Ya es tal, desde hace tiempo y de manera creciente, la situación padecida por la inscripción poética de Néstor Perlongher. Una generalizada tendencia a erigirle el Personaje lo quiere situado por encima de aquélla, relegándola en todo caso al rellenado codificador, ubicado dentro del panteón, menos incómodo por negociable, de los consagrados. Consagración que no parte, insisto, de una lectura entregada a su materia sensible: ese Perlongher limado de aristas y previsto como abono de comportamientos sintáctico-referenciales ya fundacionalmente encarrilados para un supuesto “idioma de los argentinos”. Incesante hormigueo administrativo, en una sola dimensión y con el añadido de objetivos extrapoéticos que, en nombre de la concientización, culminan censurando el hecho micropolítico en sí, la propia insurgencia poética en toda su amplitud de miras, su contravención a los convencionalismos del “decir”, incluyendo la corrección bienpensante que regula los discursos-de-transgresión, hoy tópicos institucionalizados y subsidiados.

Mecanismo de endicamiento del fluir poético, cuando sintomatiza la desesperación por figurar en un mustio espectro de Letras, apersonando la silueta de Perlongher entre los figurantes más ponderados de la inteligencia local en servicio, a estas no-alturas incapaz, ya no de leer en poesía, sino de jugar con mínima gracia, según pretensión, al infringido y frigidizante reciframiento de la intensidad poética. En Perlongher ésta se da vía su específico tratamiento de la materia verbal y por ello mismo no precisa de mediaciones neohumanistas, siempre ajustables, además, a la opresión discursivo-consignista que a cada rato y como yugo significante o anteojeras al uso nostro se le pretenden adosar. Leer experiencialmente, sin pretensiones de inventario, a ver qué pasa, sin esa obsesión por incrustarle al canto la prosa de la glosa explicativa: ¿a quién se le ocurre?

A contrapelo mirado, ese antilirismo, esa recriminación no siempre soterrada a “lo que no se entiende” —proyección de una incomprensión incapaz de hacer algo con las limitaciones mentales de la época— que domina a la crítica dizque especializada, implica un purismo inverso que rechaza, no sin escandalizarse, aspectos hiperconcretos de la entonación/intuición polimorfa de quien, como Perlongher, en un mundo achatador por maña del discurso, reinsertase, hace décadas, aún, entre el rigor mortis de parloteos interpretantes y cháchara pro-socialidad, la “superada” inspiración. Tal faceta no calzadamente verbal puesto que nutriéndose también de lo informe se revierte en lo no condicionado por los regímenes a la percepción —captación sensorial, y no apenas cerebrante, de esa materia cuyo incandescer la escritura interviene, devuelve— es el movimiento acéntrico de un resplandor hasta cierto punto inefable que le acontece al lenguaje en tanto palabra encarnada. No alusiva sino respirante —con todo lo que resulta indecidible y empero prima en la respiración— que los solidificadores de la exégesis, no pudiendo en trasfondo negarla, ocluyen al prosaico contacto de su interpretancia. Ahí la información comunicante de conocimientos adquiridos, si no instrucción para el comportamiento, aniquila para sí las informalescencias, potencias pluridimensionales de lo informe. Se obtura la percatación de la “expectativa frustrada” de la inscripción poética que Leminski, cercano a Perlongher en cuanto al deseo mestizo que los anima, propone como sobresalto a ese continuo de absoluta redundancia que sería la absoluta información.[2]

Irrita que gran parte de este acompañamiento crítico, supuestamente favorable, sea ejercido en nombre de mucho de lo que Perlongher combatiera, aunque ello ocurra, notamos, en todos los órdenes de una experiencia cotidiana sometida a la machacante neomoral de los progresismos y/o populismos en boga, subespecies, civilizatoriamente hablando, del humanismo antropocéntrico, adverso, o cuando menos ajeno, aunque se afirme lo contrario, a las poéticas no-occidentales. Y lo que en este caso no se ha comprendido por formación académica, por estructuración formativa, es que la poesía nestoriana no responde a esas categorías nocionales de raigambre unívocamente occidental. Su pasión de sensualidad desborda, hasta negarlos, los ahíncos de catalogación, lo hiposensual metódico.

 

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El poeta Néstor Perlongher
Crédito de la foto: ©Luis Bravo, Buenos Aires-Argentina, 1989.

 

El reciclado intelectivo de las poéticas de sensualidad mestiza, por cierto con fines extrapoéticos —entronización de carreras literarias, por ejemplo— encausa el obturado perceptual de aquella ampliación de la conciencia-y-más-acá que constituyera la urgencia aborigen del poema nestoriano, sin lo cual sólo resta el patetismo de las apropiaciones teorizantes respecto de una práctica sensorial, cultivo de inteligencias físicas que persisten ignoradas cuando no directamente abolidas con fines y objetivos tarde o temprano gananciales. Ello liga con una posible contraposición a esbozar, que marcaría la necesaria recordación de una distancia: entre la vocación poética y la profesoralidad literata, algo así como dos universos en donde sólo el primero abarca, casi compasivamente, al segundo, mientras que en el otro sentido del diagrama el ejercicio del ansia de dominio, de conversión de la letra viva en redundancia, pierde o aniquila en realidad a la materia.

La poesía es matéricamente escurridiza al engrudo “conceptual” que apresurado en pos de toda suerte de antipurezas conformales se extravía, puramente, de los “efectos poéticos” que pretende descifrar. En ninguna otra parte que en los fueros consensuados de la unidimensionalidad se apronta el aplique del prejuicio a la poesía. O se la descarta porque “no se entiende”, salida fácil, o se la lee demasiado rápido (se la produce en serie: cortito y para abajo) por eludir las evidencias materializantes de un ritmo o, mejor aun, de un ritmar sin precedentes. Se descuida que ese ritmar haya surgido por necesariedad aboliendo las servidumbres de toda intención ajena a esa afinación ampliadora de la escucha que, en otros momentos y lugares, execrados u omitidos por los dictámenes del lugar común conocido como Actualidad, diera en llamarse canto, incantación (“poder preternatural”, alega un concurrido diccionario) que Perlongher recupera entre tanta represión de las inestabilidades sensoriales del sentido.

Se premastican los juicios (sobre todo los prejuicios supuestamente favorables a un mejor legitimar, quizá los más arduos de reconocer y analizar) por sobre la obra poética de un Perlongher, hasta conseguir esa especie de papilla pegajosa de la falsa coherencia con la que lo único que se termina legitimando, tal si ése fuese el objetivo principal allende astucias y torpezas, sería una serie de proyecciones enunciativas que, en vez de estimularla, por asimilar esa obra a sus flirteos canónicos, interrumpen, ahuyentan, anulan la experiencia poética de lectura. Material temático ultrapasado por los filtros pedestres de la profilaxis-consagración: mapeo contenidista que a su vez permitiría gestionar o conseguir alguna cosa, mejoramiento de posición estratégica en un campo profesionalizado, neta situación laboral, culto prestigio o guiño contracultural.

Distintos exégetas de Perlongher coinciden en la voluntad de trazarle —mediante una sarta de saetas-enunciaciones interpretantes que evitan a ojos vista el contacto crudo con esa lengua peligrosa que habilita su poesía— el retrato definitivo. Por la silueta lo demarcan fingiendo, en más de un caso, abarcarlo: figura socializable, a expensas del enigma de una experiencia singular en vocación de poesía como pocas, hay que decirlo, adonde inmiscuirse facilongos en la toma postural, bajo el disfraz objetivo pero falaz del intérprete simultáneo, traduciéndola al discurseo sin escucharla más cantar. ¿Se perora para ya no escuchar el canto porque éste deviene insoportable a los oídos rutinizados por la redundancia y la descripción del Sujeto con sus predicados? Flojo doblaje, sin embargo, porque oblitera la voz original, insuflándole códigos inequívocamente funcionalistas de apropiación, incorporación a los relatos (y a las filas, pues cierto espíritu de cuerpo academizante ello deschava) de la Santa Intención, sus aggiornadas convenciones.

Olemos ahí la mecánica nunca celeste sino túrbida de (nada menos) la mentalidad en funciones, que la crítica poética, en su continua “consagración de la mirada”,[3] institucionaliza a como dé lugar y sin preocuparse por aquello que exceda el ombligo. Mentalidad imperante que halla ventrílocuos voluntarios por doquier, soldadesca del gremio letrado reclutada sobre todo entre los entendidos, grandes y chicos, en el desciframiento ingenieril de cuánta fiebre letánica, de la más ínfima irregularidad. Inflar el muñecón del Personaje Público para abolir en el guiño la rotatoria de danzas del sentido que la poesía, sustancia que la lengua dimana, pone a circular, recircula, sin el absorbente sintético del dictamen de la mentalidad, sin representar a nadie —sobre todo a ningún Nosotros, vera entelequia demagógica, en tanto preexistente a las singularidades— ni verse por nadie definitivamente representada, ni siquiera un protagonista recortado para el nuevo inventario de las Letras Con Documento Nacional de Identidad. Contra ese inventario, que presupone la cesación de la lectura en cuanto experiencia intransferible y fuera de catálogo, la fijación del poema mediante el aniquilamiento de sus potencias parapensantes, prointuitivas, me consta, Néstor Perlongher, como pocos, puso el cuerpo, se expuso, encaró.

Leña segura para el fuego ideológico que impone coherencias donde hay derivas o prestación de autoridad (o contrautoridad) que prestigie, vía la sola formulación del tipo “marca”,[4] a aquellos detentadores que mejor disimulen una falta (suturada) de fisura, una aparencia de completitud en su parcial certeza interpretante. En otras palabras: le meten prosa, y no siempre de la más interesante, a lo que se procuró en tanto pregnancia en el canto; acentúan lo antilírico en tanto cliché conveniente a las prebendas de una actualidad acomodable, en el fondo irrisoria, cuando la poesía de Perlongher, como él mismo lo ha aclarado, es netamente lírica. Sólo que, y he aquí un quid que los antedichos suelen evadir, se trataría de una lírica que metamorfosea las ilusiones —según propia precisión— de detentación de cualquier yo (o Nosotros) coherentizado, impartido en devaneos de opinología.

Esa práctica pluridimensional, que volatiliza los bloques identitarios, o los hace cimbrar, es lo que intentan, en vano, hacer desaparecer, quienes cierran el libro creyendo que así clausuran el tercer oído y el poema se queda quieto y sólo a su antojo de especialistas disponible. Su autoengaño no implica dejarnos embaucar así nomás. Es por todos conocida la parábola del traje invisible del emperador, vigente en cuanto a esta confiscada capacidad de percatación de lo real por detrás del Real en una sola dimensión del que dan cuenta las sintaxis más empobrecedoras, sobre todo si investidas de la linearidad descriptivo-trivializante del realismo.[5]

 

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Lo que quizá no se quiera percibir en todo aquello es que las supuestas transparencias naturalistas u objetivistas del realismo, dado que son artimañas con base ideológica, autoconfesa o no, es decir otros artificios sólo que no declarados y que se pretende hacer pasar como naturalidad o cotidianeidad, y aun entre aquellos bienintencionados pero que “son hablados” por su circunstancia, promulgan un caduco artificio de retención u oclusión dimensional cuya fuerza retórica —por lo esforzado e impositivo, se le nota— no disimula ni oculta, en fin, la turbulencia, irresuelta por contenida, del bulto. Hablamos de un tipo de represión por sistema discriminatorio a las obras de escritura, cuya aplicación habituadora es legión: si Perlongher parece tan aceptado por la fábrica nocional, ello se debe al poder de cierto tipo de alabanza y demás dispositivos de “incorporación positiva”.

Annie Le Brun:

Desde el punto de vista sensible, hasta se trata de una contaminación luminosa de otra manera más peligrosa, porque amenaza directamente todo lo que hay de oscuro en la libertad. Y sobre todo porque esta contaminación luminosa que aspira a la iluminación total implica una objetivación de todas las zonas de sombra, que sólo puede llevarnos a confundir realidad y positividad. (…) Hace ya algún tiempo que la mayoría se creyó lo bastante segura para tratar de domesticar a irreductibles como Lautréamont, Sade, Rimbaud o Artaud… hasta el punto de que no hay intelectual un poco de moda que no intentara hacer su interpretación de racionalizador patentado. Son incontables las tesis universitarias rebosantes de falsedad pretensiosa que estos ejemplos suscitaron hasta hacer evidente —la modernidad textual y la modernidad informática entrecruzando sus efectos— que esta racionalización se ha vuelto el instrumento de enajenación más eficaz de nuestros tiempos.[6]

 

Tentativas, que quisiéramos fallidas, de desecamiento, mediante la sujeción referencial a la socialidad, según los realismos de aplicación nocional, de esa perla irregular de la poética nestoriana, entre otras: variación y resistencia ante la aplanadora discursiva de la unidimensión con licencia, cuyo obrar —lo poético— convendría no definir, a fin de no acotarle, una vez percibidos, los recursos concretísimos, si bien inexplicables, de su potencia sensibilizadora.

Perlongher:

Lo que sería el realismo practica una ilusión, supone que lo que uno escribe es la realidad; y es despótico, dice de la manera codificada. Mientras que en el barroco siempre hay una idea de simulación. No habría una idea de representación sino de dar una forma que no es representativa de aquello que está en movimiento. Es artificial, no guarda correlación con lo supuesto real, además, no se sabe qué es lo real. El barroco no practica la copia de la identidad del modelo sino un simulacro que simula las formas exteriores pero subvierte la identidad.

(…) nunca nos permitimos ser tan lúdicos, tan locos y tan frívolos como el barroco caribeño o cubano, por eso inventé esa boutade del “neobarroso” para instaurar la irrisión en un campo demasiado solemnizado y que corre el riesgo de solemnizarse aun más porque estamos cercados por la crítica.

(…) cuidado con el yo en poesía, uno tiene que jugar a ser muchos en múltiples lugares y la poesía permite hacerlo, es como restaurar el aura, un encantamiento del mundo, y allí se escapa una sensualidad que va más allá de la sexualidad.

(…) en los poemas donde ya no hay una referencialidad histórica sino interna, se crea un campo de inmanencia.[7]

 

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la marca del vampiro en el cogote

 

En todo caso se siente que a Perlongher, restringido, como recién dijera, a marca, y marcado por ende por toda suerte de demarcaciones aduaneras e impuestas comarcas (¡lengua poética recuperada para la Gran Lengua Nacional!), se lo prefiere usado, no de primera mano y en lectura apasionada. Y abusándolo con proyecciones y cohortes de imputaciones actualizadoras de la contracorrección comportamental (Perlongher progre, militante trotsko o, en el súmmum de la caricatura semántica, según se ha enunciado por ahí, “puto peronista”) se cocina a puertas supuestamente abiertas el ahínco de tornarlo cada vez más familiar, racionalizando su insumisión, embutiéndola en el catálogo de guiños de lo retro-domesticable. Amansar el gen de insurrección que poéticamente lo caracteriza, implica, a lo sumo, convertirlo, como si tal cosa, en uno más de ese impostado Nosotros (o sea: Ellos). Quiero asentar aquí mi rechazo a las manipulaciones trivializadoras que hacen de Perlongher una cifra de engorde para ese adocenado elenco estable de la inteligencia poética local, prejuicio cohesivo a la hora de reafirmar una indemostrable precondición nacional en las reelaboraciones cantantes de la lengua, que vemos reciclarse también a través de tales manejos reduccionistas.

Pero Perlongher no fue ni será uno-de-Nosotros. El poeta es un alien y ningún intento de normatizarlo aplacará la potencia cuestionadora de su obrar, que escapa —la sintaxis disloca la sierpe del fraseo, de sílaba en sílaba cambia de lugar— a los efluvios más o menos inventariables de su persona o mascarilla social. Y esto, que no funge de soporte a la construcción del escritor representativo, es lo que se soslaya con eufemismos o aun vehemencias improcedentes a la hora de pelar intensidad.

Perlongher en vida llamó la atención de sus coevos, apreciado o denostado de entrada por sus primeros lectores o detractores, cuántos no importa, y no es cierto, como se ha sugerido por ahí, que fuera ignorado su escribir o pasaran desapercibidas sus valientes intervenciones, cuyo núcleo de calor, vale decirlo, siempre fue la poesía, modo de tratar el lenguaje y desde ahí modo de estar en el mundo. Y no, según se pretende desde la exégesis de atribuida sagacidad, la síntesis de costurón a los apurones (y sin mayores lecturas de la obra más acá de someras impresiones de simpatía por el personaje) o la parálisis acarreada por la entronización, dispositivos de neoetiqueta y paraprotocolo, que él refrendara con su poesía y en sus declaraciones: la construcción de una carrera literaria (al menos no con el gravamen institucionalizador que tanto se le acredita) que sostuviera o cargara con el peso del mundo entendido como misión contestataria del escritor, desprendiendo de allí alguna ilación opinable acerca de aquél, achicándolo, de cohecho, hasta dejarlo en mera socialidad. La sociedad, una vez más, a la cual el autor estaría obligado a asociarse, en tanto marco delimitante a la experiencia singular. Perlongher, como artista que es, sobrevoló la cultura y lo hizo con la gracia funambulesca de quien va inventando su propia práctica, sin hacer los tácticos deberes ni hacerle los honores a ningún Deber Ser del Escritor. Esa imposición rinde las imposturas que pretenden rellenar, hoy día, el interespacio abierto por la poesía nestoriana, y esto, claro está, trapasa las dos o tres consignas-de-época, los esloganes del habitué.

Asistimos a la incesante ocupación de los preocupados por situar la presencia del poeta creador de lenguaje, embutirlo en la frecuencia modulada de la socialidad: conformar al socius haciendo socius del poeta y que su obrar deba transigir a la fuerza para alimento de la mentalidad. Les resulta a todas luces intolerable la sola posibilidad de lo que (otra vez) Leminski llamara el inutensilio. Que, en definitiva, el poeta en sí no sirva, que pueda, al fin, no servir, ni cumplir función ni hacerse funcional a un sistema empeñado en establecer coordenadas y límites estrictos de lectura (y de aura), sin incorporación de la resbaladiza intuición que da consistencia al desaprender, implícito en la experiencia poética. La cual, en sí, es un derecho del espíritu carnal.

Llega un momento en que el lenguaje se torna tan cristalizado que no se dice nada más. No puede pasar nada más, ninguna fuerza, ninguna intensidad, ninguna expresividad por el lenguaje. Gilles Deleuze dice que los signos pueden funcionar como una máquina de sobrecodificación. O sea: se tendría un lenguaje tan codificado, tan organizado, que acabaría funcionando de una manera castradora. Todos esos experimentos con el lenguaje, al contrario, intentan devolver a la lengua la expresión de su carácter de máquina de mutacion. Y hacer pasar otros sentidos, otras intensidades, otras sensaciones. ¿Entendés por qué no podemos sujetarnos a ese tipo de dictadura de la lengua? Además, todos los estilos cuando llegan a un estado dictatorial se tornan horribles. Con el borgismo está sucediendo eso. Borges fue extraordinario en cuanto tal. Cuando todo el país escribe a la manera de Borges, no se dice nada más.[8]

 

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Notable es que los mentados exégetas, quién sabe autorizados entre sí, pasando de largo las advertencias del propio Perlongher ante las posibles cristalizaciones del lenguaje, como en cualquier ámbito tribunalicio emperrado en evitar el mínimo roce con los polivalores que harían a una justicia poética —lo más hondo de la onda—, se alineen dentro del registro de una legitimación tópico-temática —hay, efectivamente, cadáveres, y nos rodean y abruman— aunque finjan algún dominio sobre la materia poética —lo cual en cualquier caso sería poco creíble: la poesía, damas y caballeros, ¿qué será?— con mayor o menor gracia o capacidad de simpatía —algunos, hay que decirlo, francamente antipáticos, dada la fingida certeza o el merodeo desmedulado— insistan, desde un ángulo u otro, siempre mustio el ring, en tijeretear el enigma informulable de una singularidad creadora, como la implicada en la rarísima aparición de un poeta, además confiadamente barroco.[9] Singularidad que la institución literaria no sólo no esperaba sino que vino a trastornarle los mapas, y entonces qué hacer con eso si no relevarlo para integrarlo, adecuarlo al mapeo preceptivo de la epocal circunstancia.

Parecieran sentirse impelidos a traducir, para quienes padecemos tal exceso de importancia interpretante cada vez que alguno de estos comentaristas abre la boca, realza al dedillo su baba nocional, aun en el bostezo, insistiendo en explicarnos de qué va, y sobre todo hacia dónde va, la presencia Perlongher, en aras de un balance que no se balancea, ni hace bailar una ínfima partícula de enigma, porque a todo le hallan, si no fundamento, utilidad. Meneo de cabeza de una sensatez de cancerbero —capaz de perorar, desde distintas bocas de expendio significante, acerca de drogas, transgresiones, evoluciones estilísticas, prácticas corporales, sexos y cadáveres, disponiéndolo todo en un solo balancín— que al lado de la extática nestoriana, a todas luces está de más.

Se avalan o abalanzan prepotencias discursivas,[10] cuando menos superfluas en cuanto gesto ungido de saber, que si desde aquí se rechazan, junto con todas las letras al pie y guiños sectoriales con que se las promueve, es por necesidad de mejor respirar. Evidencia palmaria, por otro lado, desde la polidimensión que alienta el cuerpo latiente de la poética, porque esto es vital, de que con tanta verba, incluso en sus momentos más amiguistas, no sólo no resucitan al fiambre contracultural que afirman invocar sino que, por no entregarse, Ellos, a su reverberación creativa —esa falta de creatividad abrumadora del engolado— le echan condimento al barro. Paja verbosa y nada brava cuya autorreferencialidad general no afianza otra cosa, más acá de la innegable variedad en la calidad de las intervenciones, que lo que uno de los supuestos “herederos de”, participante del banquete de los restos durante unas “Jornadas Perlongher”,[11] ha resumido, con descarada franqueza, como la necesidad o la voluntad de “construir a Perlongher”.

Cuánta engolosinada arrogancia en la pretensión descifradora. Demasiado rápido y tanto, como era pavlovianamente de esperar ante la implantación de La Agenda —la que remite una vez más a presupuestos colectivos e importancias personales— para acto seguido volver, los más de qué mayorías, a arremeter, redundancia adormecedora, que a los propios usuarios adormece en la mesa familiera de supuestos “herederos”, con el brevete, corporativo ya, de neobarroso, sin pestañear siquiera frente a la opción de meter más barro —pero para no tocar fondo, tal el dispositivo de suplantación y retención energética que el cliché no logra esconder— mediante el neoatributo honorífico de una demasiado cacareada plebeyez estándar. Plebeyez producida, premiada —desde la ensalzada Generación 90— y mejor comportada, serial de transgresiones de anteayer ahora remozadas para contribuir, con algunas demostraciones públicas del aprecio más postizo, al confinamiento autómata del poeta en la habitual unidimensión de esa argentinidad teleológica que —aparte los esfuerzos e impostaciones por imponer el mito de semejante esencia, que calificaría a las obras poniéndolas en línea fordiana de producción— en forma unánime, no se ratifica. Mientras, para Perlongher, el poeta

(…) parte de lo molecular y quizá llega a los mitos, lo que no debe hacer es partir de los mitos porque ya están marmorizados. En la poesía pueden aparecer elementos que se presten para ser analizados desde el mito o el psicoanálisis pero sólo son descubiertos sometiendo el poema a una violentación de su complejidad y su multiplicidad heterogénea.[12]

 

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Por debajo de tanto amarrocar experiencia de lo desconocido, o sea poética, obliterando el ingrediente informalescente —nada menos que el elemento conductor de la intensidad— queda pendiente el hecho de intrínseca rareza, incluso excentricidad, de una inscripción inquietante porque celebratoria de la materia (verbal), que, es obvio, sigue incomodando y por eso no puede sino ser admitida desde la etiqueta que preanuncia, tranquiliza y —por supuesto— avisa del “contenido”. El remanido recurso a la acostumbrada contraseña del término neobarroso, que el propio Perlongher declaró boutade —esto es, no como precondición contrajerárquica premasticada ante un, por cierto, cada vez más deslucido neobarroco— ubicaría su micropunto de aparición en vivo durante la entrevista con Milán y podría asignársele, en cierta medida, modesta aptitud epifánica, siempre y cuando no se vea resignado a la reiteración enunciativa, donde ya no se siente lo que se manosea, en cuyo trajín de mera afirmación se ha venido desangelando. Ante la (entonces no típica) pregunta “¿aceptarías la denominación de neobarroco?” responde, luego de un rato (y aquí levita el momento de la boutade):

(…) en el caso del Río de la Plata, yo lo llamaría “neobarroso”, porque hay como una especie de ilusión de profundidad, que los escritores rioplatenses siempre estamos como debiéndole a eso, al producto de la “tos del tango”. O de esa especie de ilusión universalista, cosmogónica, como que cualquier argentino que habla de algo tiene que hablar de toda una Teoría del Universo. Hay una especie de problema con la profundidad (…) porque los argentinos tienen una especie de resistencia a la superficie. Tal vez sería interesante pensar todo eso como una especie de “operaciones de superficie”. Una de las pocas cosas en común que hay en todos estos estilos es que existe esa superficie brillosa. Al leer ves algo que eriza lo laminado, lo platinado (…) lo trasplatino.[13]

 

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El poeta Néstor Perlongher
Crédito de la foto: ©Luis Bravo, Buenos Aires-Argentina, 1989.

 

Persisten los empecinados en indicarnos cómo (desde dónde) leer, como si la poesía fuese cuestión de dominio y dirección y evolución bajo programa, por ende manipulable, alfareros de barrosidad virtual, la cual, además, si en un sentido u otro no enchastrase, no podría ser. Por esta perspectiva en funciones el tipo de especialista que aquí se detecta constituye avatar light del censor, cuyo fundado buen gusto invertido consistirá, todavía, en el pulido y repujado eufemístico de consignas y asignaciones administrativas de un sentido a fijar cual preexistencia. No seremos tan ingenuos como para no catar en ello las estrategias de sostén de un pequeño mercado, feria de ilusiones con trastienda si se declara por aduana, para que continúe rindiendo.

Quienes suelen enarbolar, con mayor o menor astucia, el latiguillo neobarroso (o sus deformaciones vergonzantes, en son de burla: neoberraco, etc.) como supuesto antídoto al veneno mayestático de un neobarroco (que tampoco vamos a defender) asociado, según la binaria cerebración del caso, a una detestada aristocracia (del espíritu, encima), le adosan empero elocuente silenciador a esa tos del tango o ilusión de profundidad, a los que siguen abotonados: la etiqueta instala otra solemnidad. Si la broma nestoriana inicial implicaba, en espontáneo surgimiento inventivo, una salida al paso del momento en un reportaje, para no enredarse en los protocolos majestuosos de cualquier atisbo o sospecha de una escuela neobarroca a estatuir, la reducción del chiste en membrete implica, flor de chasco, congelar la sonrisa. Llenarse la boca con esa mueca corta, atajo en recta, la curva de las afinidades barroquíes, la espiralada insinuación de las poéticas no-occidentalizantes.

Estilemas de lama y limo para barajar una ilusión de mensurabilidad sobre el poema, insinúan a su modo que la poesía puede configurar magnitudes y premisas propias de un preexistente: el ítem neobarroso —ante el horror vacui— dentro del reducto Poesía Argentina, y por no oír más lejos. De ahí el valor agregado que parece henchir a los ordenadores del panorama literal, adonde incrustan el cuerpo extraño de la poesía nestoriana, aunque desde aquí no se vean sino aturdidas comparsas de divulgadores. Preceptivas acondicionadas al último grito gris de cátedra, menosprecio siquiera solapado a la inspiración y, por supuesto, desconocimiento práctico de la desnudez requerida por el procesar creativo, en aras de un rellenado teorizante con prótesis de jergas, lúmpenes de minuet, transgresiones con pauta de salón de clases. Incluso el materialismo que tanto se podría llegar a argüir, en tales ámbitos mentales no hace carne, no cunde en la aceptación de la radical desmentida molecular —a las sobrevaloraciones identitarias, por ejemplo— que proporciona, en cualquier caso, “la materialidad rítmica del lenguaje”.[14]

¿Se creerá acaso que traducir ideológicamente a Perlongher, reducirlo a una agenda tan circunstancial como virtual, hacer pasar su obra poética por la picadora de carne intelectual de la mera enunciación de propósitos “actualizadores”, permitirá captar algo así como la hilacha primordial de una experiencia que no ha ocurrido necesariamente en lo datable? Hablar por boca de ganso, gansar perlóngheres que sólo caben en sus cacúmenes, no dirá un ápice de Perlongher, mucho menos de lo que a los lectores podría llegar a ocurrirnos releyéndolo (hasta borrar la marca), aunque no sea óbice para lucimientos del habitué de los homenajes o de la oportunista de turno, sin faltar a la vampirización, sin eufemismos, de una obra que es un obrar.

Para contradecir tanta insistencia en oficializarlo, ponerlo en el molde, a disposición de sus generales glosadores y demás acosadores que pretenden hablar por él —camarilla de viudeces que se codean y acodan el falso redondeo de unas mesas, porque ya lo tienen fichado le niegan capacidad de nueva suscitación y asombro de lectura por fuera del cliché-cadáveres-neobarroso-militante de esto o de lo otro— ahí está, bastante cerca del manifiesto, esa quincena arracimada de entrevistas que se le hicieran,[15] así como sus colaboraciones ensayístico-traductoriles en todo tipo de impreso que le diese cabida: desde Persona a Speed, desde El Porteño a Último reino, desde Xul a Babel, desde la revista-libro universitaria pasando por el diario de circulación masiva hasta el fanzine en fotocopias abrochado con un clip y pocos ejemplares. Es decir que no sólo fue sujeto de entrevistas, donde se le requiriera por su praxis poética, donde rara vez soltara el caudal de cualidad respiratoria de su asociar pensando. Néstor Perlongher realizó a voluntad, cada vez que se la hicieron posible, una acción: la palabra necesaria transformada en acción verbal. Esa otra actualización expande incluso un pathos, una dialéctica que dramatiza y desdramatiza. Seguir esos textos permite apreciar cómo Perlongher encarna su propio oscilar, lejos y a pesar de los cazadores de autógrafos, consignas o cabezas.

A Perlongher no se le encuentra un solo poema sensato. No buscó ser apto para todo público ni pasto del humanismo en su vertiente demofágica, en cuanto entiendo aquí la noción de público divorciada del lector, singular que no hace masa. Si la crítica de ambiente cerrado que padecemos no devuelve a la sed de la lectura es porque trabaja para la preceptiva, la cual incapacita, torpor de las capacidades intuitivas, para la experiencia poética, que ocurre justo ahí donde no se la podría esperar: donde los protagonistas se disuelven en devenires imprevisibles a la sensatez o, más bien, a su parodia involuntaria.

 

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“No quiero ser un poeta sólido, quiero ser fluido”, me dijo una vez, cuando conversábamos precisamente acerca de los monopolizadores de la poesía segura, nacional, allá en los tempranos años ochenta, algunos de cuyos mascarones continúan apoltronados o se han visto reemplazados por antiguos aliados poéticos, cada vez más deslucidos dado el engorde y lo broncíneo que han mordido. Perlongher no estaba, muy al contrario, en ese debate preliminar de las identidades —que si soy esto o aquello, que si aquello entonces esto no— sino que retornaba, intermitencia de parpadeo de pájaro en su inscripción, a esa conmoción del devenir irregular que no sólo no regula ni regulariza las alteridades poéticas del escribir transleyendo sino que imanta la mutante y polimorfa otredad de una cualidad de inmanencia que es presencial. Auténtica, si se quiere. Y sutil, como la crudeza. Con lo cual todo ohmenaje (en realidad, a las mutuas importancias de los ohmenajeadores) que se le pringue y con el que pretenderíase rebobinarlo, en su caso no podría ser, bovinamente, más exasperante.

Por eso es que no podemos obviar el hecho de que Perlongher habla de inspiración, cree en ella. Es uno de los removedores del estancamiento a que se había destinado la vivencia inspirada. No porque se propusiera revolverle el caldo a las formalidades desde un abordaje técnico-teórico superador: porque fluye inspiradamente, su poesía resulta inspiradora. No será un detalle menor esa insistencia en la profesión de fe, la inclinación devocional sobre la página, la inducción extática, alejadas o ajenas al control verbal —represión sintáctico-semántica fijada por meros pactos funcionales de lectura interpretante— de los licenciados con consenso.

Insistencia en las ancestralidades, en medio del campo minado de los determinismos tajantes de una mentalidad que generaliza sin cultivar el matiz, que el poeta recupera y despliega en tanto irremisible maniera. Casi a manera de contestación anticipada a los árbitros de los “efectos poéticos de Perlongher”, ante el comentario, durante el curso de otra entrevista: “Hablaste antes también de la inspiración (…) la idea de inspiración sufrió en las últimas décadas ataques fuertes de la crítica, que la hacían aparecer como un anacronismo”, aquél había dejado por sentado:

Pero, ¿cómo decirlo?, ¿cómo decirlo? Es un estado, y es un estado físico, porque hay un estado de emoción particular en el que se escribe. Yo en este momento estoy trabajando el tema del éxtasis, y veo que para los griegos lo poético era una forma de trance. (…) creo que en el estado de creación poética hay algo parecido a la posesión. Es una especie de no-yo, es otro que escribe, o por lo menos uno se pone en una disposición para que aparezca algo que no sea exactamente una expresión del yo, ¿no? Como un torrente en el que se mezcla todo. Pero se mezcla todo al servicio del propio flujo. Esa es la diferencia con otro discurso: en la poesía habría una especie de inmanencia, es un discurso que vale por el efecto poético, que es difícil de definir, que tiene algo de inefable, de luminoso. Entonces, los referentes ajenos, o ajenos en principio, están al servicio de ese efecto.[16]

 

Falacia de lesa superficialidad cuando no se tolera la perturbación de las superficies no regulables por el escrutinio y las administraciones del sentido. Falacia del encarrilamiento conductista porque fija devenires por decreto. Falacia en las declaraciones de micropolítica y aun de liberación mientras des-sensualizan a la poética, privándola de su irregularidad vibratoria.

O mejor dicho, en palabras de Néstor Perlongher:

Aun sin que ello implique totalmente el desconocimiento de su calidad esencial de vates inspirados, la escena del espectáculo contemporáneo reserva a los poetas sobrevivientes un destino parlante. El poeta hace versos que no se entienden. Ello porque instalan el recurso mágico de su resonancia en otro estado de conciencia, en un estado de conciencia cercano al trance en el que se envuelve el que escribe, en el que el que escribe aspira a envolver al que lee, en el que se envuelve (de últimas) el que lee.

Hacer partir de esa base sensacional la arquitectura fundamental del proyecto poético, implica criticar el destino de tías parlantes que se reserva a los poetas actualmente. No se le entiende (como poeta), entonces se le invita a hablar sobre la poesía. Sucede que el discurso sobre la poesía, campo infestado y saturado por la crítica universitaria, no se parece en lo esencial al modo de fluir de la palabra poética en su gracia lúdica y revelada. En el discurso se habla de otra cosa. El acto de creación poética devela en cambio cierta cualidad estética inmanente de la palabra en el resplandor de su belleza. Un engolamiento dulzón en la garganta embriagada.

¿Cómo considerar entonces esta incitación académica al discurso de los poetas sobre la poesía, disolviendo la radicalidad de la experimentación en la lengua, en la genuflexión de la traducción racional? La legitimidad de esa traducción se ve en veremos.

Justamente el aparato de la crítica universitaria funciona como una máquina de sobrecodificación del dispositivo de expresión poética, codificando la radicalidad del misterio oracular en un sentido interpretable y sobre todo traducible a la jerga vernacular del ramo.

Cabe preguntarse entonces hasta qué punto el discurso sobre la poesía al que los eventos culturales obligan, no es una manera de domesticar (de domeñar, diría Osvaldo Lamborghini) la áspera refulgencia del verbo imantado. Dejo registrada mi queja contra esa doblegación genuflexa de la inspiración por la música de cátedra.

Tal reversión implica una batalla en el orden del estilo.[17]

 

 

 

 


[1] Citado por Michael Ryan en “La vocación según Dickinson”, trad. de María del Carmen Navarrete, Crítica #87, mayo-junio de 2001, Puebla, México.

[2] “Quince puntos en las íes”, ensayo de Paulo Leminski, incorporado a Catatau, trad. de RJ, Descierto Editorial, Buenos Aires, 2014.

[3] Otra expresión de Gastón Fernández.

[4] Triste influencia de la publicidad, que tantos escritores han adoptado como la cosa más natural del mundo, haciendo de sus patronímicos un patrón de identidad mercantil, garantía en consignación. Se puede entender la compartida necesidad de sobrevivencia y por tanto de hacer de la escritura un trabajo remunerado, lo que cuesta aceptar es la escritura de fabricación reconocible por un público cautivo de su propio deseo de verse reflejado en lo conocido, que el hecho gestual de la marca legitima. Además piénsese que toda marca es delimitación, justo al revés de la aventura que sería escribir (y leer) en lengua. “Siempre a lo desconocido”, pedía José María Eguren, refraseando a Baudelaire & Cía.

[5] El realismo, invención de la burguesía, describe dentro del marco, trabaja para el retrato o la foto de un Real, el cual se asume preexistente a la experiencia de los incontables singulares. Cuando al realismo se le adosa la pretensión antilírica, esto es, el supuesto de agotamiento del canto a través de la anulación de los recursos ancestrales de la poesía, queda esa prosaica entonación obsedida por los tics del habla, que cunde con distintos alcances en la llamada poesía latinoamericana desde hace décadas, donde la coloquialidad montante de una descriptiva achica y en cierto modo desmerece las posibilidades sensitivas y percatantes de la experiencia verbal. El poema no refleja porque no es un añadido ni menos aun un comentario a la realidad recortable de un real: es realidad que antes no se sabía, por ende, en su propia escala y situación, modificante. No puedo sino insistir en el valor —poético— de esa desmentida.

[6] Annie Le Brun, Del exceso de realidad, Fondo de Cultura Económica, México, 2004, traducción de Fabienne Bradu, pp. 30-31.

[7] Fragmentos de “El susurro del poema”, entrevista de 1989 a Néstor Perlongher por Susana Villalba, incluida en Papeles insumisos, compilación de Adrián Cangi y Reynaldo Jiménez, Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2004, pp. 329-330.

[8] “La lengua como máquina de mutación”, entrevista a NP de 1993 por Ademir Assunção, en Papeles insumisos, trad. RJ, pp. 341-342.

[9] Para horror de los puristas del término, que reaccionan, todavía, citando al barroco histórico, como si fuese una desprolijidad total esa aplicación nominal a fenómenos imprevistos, o, al revés, los detractores eternos de la voluta, la curva y el ornamento, machacando aquel sonsonete del horror vacui,  cuando no el asco declarado al menor indicio manierista, perdiendo de vista el ingrediente no-occidental barroquí. Y al decir no-occidental referimos a la incógnita no esencialmente rellenable de un continente facetado, múltiple de potencias aún a la espera, muy anteriores a cualquier definición. Tanta solemnidad no sólo aburre, francamente achata el menor indicio de lucidez lúdica.

[10] “Cada época tiene sus matones. Ahora son lacanianos o filosóficos o poetas del consenso.” Hugo Savino, en “Un retrato”, incluido en Visiones de Sánchez, La Comarca Libros, Buenos Aires, 2014, pág. 48.

[11] Asequibles en internet, con el argumento de “poner a Perlongher en la agenda política de hoy”.

[12] Idem nota 7.

[13] “El neobarroco rioplatense”, entrevista de Eduardo Milán de 1986, reproducida en Papeles insumisos, pp. 280-281.

[14] Néstor Sánchez, citado por Hugo Savino, idem nota 10.

[15] Cif. Papeles insumisos. La primera edición de este libro, que también incluye poemas, narraciones y ensayos dispersos, así como la correspondencia con Sara Torres y testimonios de diversos compañeros de camino, está agotada, sin visos por el momento de reeditarse. Lo cual no deja de ser inexplicable, dado su evidente interés.

[16] “El barroco cuerpo a tierra”, entrevista de 1992 por Daniel Samoilovich y Daniel Freidemberg, reproducida en Papeles insumisos.

[17] “Poesía y éxtasis”, en Prosa plebeya, sel. y pról. Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria, Colihue, 1997. Reproducida en tsé-tsé #7/8, 2000, Buenos Aires.

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