A modo de homenaje por su estupendo legado literario en poesía, pero además en cuento, dramaturgia, novela, ensayo, crónica, astrología y gastronomía, Vallejo & Co. presenta 5 poemas de Rofolfo Hinostroza, quien hoy cumple 75 años.
Por Rodolfo Hinostroza
Selección de Mario Pera
Crédito de la foto Jaime Cabrera/ Peru21
Celebrando sus 75 años:
5 poemas de Rodolfo Hinostroza
Del infante difunto
La llamada de mi padre, alta como un penacho de plumas
y al tacto como la pringamosa de aquellos baños…
¿Recuerdas?
Las aguas ferrosas que calentaban tu cuerpo tenían
colores,
de serpiente plana, y la tierra se había descosido en sus
espacios,
y llevábamos nuestra infancia como un estandarte
sin sombras, entre paraísos de yeso, y ángeles larvados
y la tía apócrifa.
De ella digo, ¿qué digo?, que en sus ojos ardían
mis espadas de estaño y que se había fugado
cuando las hogueras carcomían la noche de San Juan.
Se me había advertido, se me había repetido: «Octavio,
Octavio,
una gran ola salió del río cuando tú nacías. Nos salvamos
porque las campanas sonaron a muerto
y la familia había cavilado toda esa madrugada.
Trepamos a los cerros
y durante todo un día vimos morir al pueblo.
El Huascarán
nos miraba y entonces fue que sentimos esa blancura
imperdonable».
(Nosotros tres habíamos enterrado ceremoniosamente,
en un rincón del patio, bajo la gotera,
al canario muerto entre las trenzas de mi hermana.
Las campanas del ángelus nos doblaban las rodillas
y de la muerte sabíamos que era una bella palabra.
Sí,
porque mirábamos a los púlpitos de arcilla achacosa
en donde dormitaban ángeles bonachones, y nosotros sabíamos
llevar el domingo en los hombros, como una prenda nueva.)
No volverás a aquello, ni hallarás ese patio cuadrado
con una fecha dibujada en piedras negras. Los países se encogen
como esa tía abuela que olía a alcanfor,
y los hierros de las capitales inundan esos claros espacios
donde tu corazón anclaba, como un canto rodado.
No sentirás
los pasos de tu padre midiendo las estancias
donde los retratos negreaban, como párpados muertos.
No volverás
¿Recuerdas ahora?
¿Ahora recuerdas?:
«Júrame que no dirás a nadie
que esa lechecita que tienen los mayores
entra al estómago, y después dicen que nace el hijo.
Como a la Asunción, ¿te acuerdas de su barriga?
No lo digas a nadie».
Y nosotros espiábamos, porque en el pórtico de esa casa
que olía a jazmines, las hermanas Cárdenas besaban,
y se hacían besar por los soldados.
Entonces los sudores repentinos desleían las sábanas de lino,
y yo había creído en los cuentos de la india desdentada
que vendía yerbas contra el mal de ojos, y cuando vi
esa mano huesuda en el terrado, bajo ese cielo rojo,
ella rió y lloró, cubriéndome de besos.
¡Oh, los sueños, los sueños que tomaban la forma de cestos de mimbre
donde un Niño Dios nadaba entre dos aguas!
Yo no conocía el mar
y todo era sólido al tacto, como aquella familia
que se había procreado entre cerros y estrellas
en tiempos tan lejanos como la lengua que hablaban los sirvientes.
Pedro Granados me cargaba conmovido:
Sus más jóvenes hijos eran muertos en un aluvión de piedra y lodo
y yo había oído que en ciertos días perdía la memoria.
Oh, y la hermosa caligrafía de tu madre, y sus manos que dibujaban
catedrales de barro cocido, y los prohibidos baúles de cuero,
donde los libros se agitaban como peces asustados.
De qué se llora, di de qué se llora
cuando se tiene padres sólidos, y la saliva invade la boca,
y se ha recibido una vieja cuchara de plata,
y se pasea, a la luz de la luna, por un bosque de cedros
conteniendo las ganas de orinar. De qué se llora entonces
cuando en las tardes de yodo hemos prendido velas
a los Santos Patronos, cuando nada ha caído, salvo, tal vez,
el nido de ese pájaro en un charco. De qué se llora
cuando los días se cierran como un aro y El Mundo
es una palabra que salta y produce escozor en nuestras lenguas?
Recuerdas, exiliado por tu brutal sonambulismo, recuerdas
las alcantarillas de tu ciudad que nutrieron al río de oro,
¿Recuerdas el abrevadero, junto a la alameda de los muertos
marcada con enormes piedras blancas como el llanto de un dios,
donde se encontraban los talismanes y los palos torcidos
que inundaban de majestad tu frente?
(Seres, nombres de seres.
Deslumbramiento de monos habladores bajo el cielo feriado,
tambores de piel de chivo alejando cosas y cosas de bronce
hacia las capitales escarlata, mientras mi madre,
partícipe de mi sueño, aguardaba por unas bellas frutas que yo había visto
en el mercado, al fondo, junto a las ollas pintadas.)
De este destino diré hoy que lo vi crecer
como el arco de yeso de la casa, cuando mi sombra huía
como una llama muerta. Y del llanto que pendió
de los dedos monótonos, digo que puede ser ternísimo
cuando se tiene una espada de lata
y las estrellas llegan a abrevar sus distancias
en la mirada parda.
Porque yo recuerdo
que tuve todo eso, y que vi reposar a un burro blanco
en el sol de Enero y que oí comentar a los mayores
las noticias de cierta lejana guerra. Y el movimiento del caballo
y ese rey perezoso me retuvieron horas y horas
en el perfume de la media mañana
esperando la brillante jugada de mi padre.
Nudo borromeo |
Un hombre vaga durante numerosos años fuera de su patria, estrechamente vigilado por Poseidón, y solo. Aristóteles |
Y ahora remontas rué Vavin subiendo a Montparnasse Sept. ’80. |
Imitación de Propercio |
(fragmento) |
I Oh César, oh demiurgo, II Los imbéciles han renunciado al Poder: yo Cantaré a la risa III Oh César, van llegando tus panfletos: |
Los huesos de mi padre
Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre?
Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal,
sus falangetas, su astrágalo,
su vómer, sus clavículas?
No se habrán confundido
en la Fosa Común
con los de un vagabundo
de esos que abundan en las calles de Lima,
y mueren sin un grito? Cómo voy a confiar
en que sean éstos los huesos de mi querido padre,
don Octavio, Tachito,
si en la Fosa Común donde lo echaron
puede ocurrirle cualquier cosa
a los huesos de uno?
Su hermano, tío Reynaldo había jurado
encontrar a mi padre, y recorrió toda esta Lima a pie
durante un año, para hallar a mi padre, el poeta,
que se había perdido en la ciudad,
como suele ocurrirles a los ancianos y a los locos.
Todos los días salía, después del desayuno,
a buscar al hermano mayor,
a aquel poeta provinciano,
talentoso, desgraciado y perdido
por los barrios de Lima. Llevaba
una vieja foto de mi padre, amarillenta,
donde aparecía con su pelo ya blanco,
sus ojillos brillantes de inteligencia, sus mejillas fláccidas
labradas por años de inútiles batallas
contra lo que él llamaba su destino adverso
cuando se hallaba de un ánimo blasfemo,
dispuesto a enrostrarle a un Dios
en el que no creía,
sus continuos fracasos.
La boca grande, elocuente.
La frente alta y despejada. Con un terno marrón, creo,
a rayitas. Esa imagen debió corresponder
a una época feliz, tal vez la de Huaraz,
cuando estábamos todos juntos, mi hermana
mi madre y yo, mucho antes
del divorcio.
Reynaldo la mostraba
a la gente, los interrogaba venciendo
su enorme timidez: «¿Ha visto a este hombre?»
indesmayablemente a pie,
tío de a pie como un remoto soldado de una guerra perdida,
raso, humilde, cumplido,
indagando en los parques, en los hospitales,
en las estaciones de autobús,
en los mercados,
pues quería encontrarlo,
esa era la misión que se había impuesto
antes que la muerte se lo lleve.
Pero la muerte se llevó primero a tío Reynaldo
de un cáncer al estómago,
sin saber que mi padre lo había precedido en el último rumbo,
y no fue sino mucho más tarde que mi hermana
al fin encontró a mi padre
en una Fosa Común del cementerio de Miraflores
donde sus huesos misteriosamente habían venido a dar
porque nadie había reclamado su cadáver.
La muerte
que con callado pie todo lo iguala
lo había sorprendido en un asilo municipal
donde llevan a los locos que vagan por las calles de Lima
y había muerto, enloquecido y solo,
él, Octavio, Tachito, el poeta, el hermano mayor
que había nacido en cuna de oro.
Siempre pensé que moriría rodeado
como Maese Manrique
de sus hijos, hermanos y criados
reconciliado con su terco destino
y cesaría la angustia
la loca angustia que desorbitaba sus ojos
porque no quería morir como un fracasado
y su muerte le cerraría para siempre
las puertas de La Gloria.
No reposó un instante en vida
acechando a la suerte en todos los caminos,
en todos los concursos,
esperando un cambio del destino
un premio, algo definitivo
que sacase su nombre del anonimato
y le diese la paz. Ya no soñaba con el Premio Nobel,
si no con la publicación de sus poemas
que eran profundamente hermosos
y cada día más bellos
cuanto más desgraciada era su vida.
Se sentía en deuda
con nosotros sus hijos,
y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban
hasta hacerlo sangrar
como un patriarca loco que ha perdido
el paraíso inadvertidamente
por una mala mano en el tresillo
un mal consejo, o una debilidad de temple
inconfesable.
Entonces quería estar solo, huía
de la familia, se confundía
en Lima entre los vagabundos, le aterraba
y le atraía como un destino escrito
la mendicidad al final del camino. No aceptaba
el rol que todos querían para él:
el del abuelo sabio y respetado
que mora y aconseja en el hogar de su hija: prefirió
seguir en la batalla hasta el final,
irse a la calle
esperando un milagro.
Sus despojos
fueron a dar a la Fosa Común,
hasta que el proceso
de putrefacción termine, en cosa de tres años
y sus huesos, mondos, nos fueron entregados
en una caja de zapatos, con una etiqueta identificatoria.
Ahora reposan en el Cementerio el Ángel
en una de esas fúnebres bibliotecas de huesos
a pocos bloques de donde mi madre duerme su sueño eterno.
La muerte, piadosamente,
ha acercado los huesos de dos seres que la vida separó,
y sus nombres han vuelto a aproximarse
en el silencio de este Camposanto
como cuando se vieron por primera vez
y se amaron.
En ocasiones
mi hermana y yo llevamos flores,
a un sepulcro y el otro,
y todavía sufrimos por su amor desgraciado,
que sin embargo dio maravillosos frutos.
Con una camioneta llena de chicos soñolientos…
Con una camioneta llena de chicos soñolientos
Regresamos a Lima la tarde del Domingo
Cuando la luz declina y en retrovisor
Se desdibujan pueblos polvorientos
Encallados como paquebotes en el desierto humeante
Y de pronto avistamos el mar enrojecido
Mis hijos se despiertan balbucientes, nos tocan sus manitas temblorosas
Y la felicidad, salvajemente, nos roza con sus alas
Dó están ahora, amigo mío,
Los crepúsculos metafísicamente atormentados de París
Dó mi psicoanalista
Que hurgaba con un palito mis llagas purulentas
Hasta hacerlas sangrar rojos fantasmas
Dó las mujeres espléndidas y locas
Que apasionadamente disputaban
Mis despojos de poeta perdido entre dos siglos
Desamparado y cínico
Se han hundido en la bruma de los días
Las ocasiones desaprovechadas
Los viajes minuciosamente desolados
Los poemas que no fueron escritos
Las reconciliaciones perdidas para siempre
Las ambiciones que no fueron colmadas
Los hijos abortados sin un grito
El pasado me asalta sin un ruido
Desde el fondo del Misterio Inmenso e Insondable
Y sin melancolía se queda atrás tirado
Entre dos luces de la carretera
Que avanza sin detenerse
Así como crecen mis hijos implacablemente
Y mi vida se llena de sentido
Mientras regreso a Lima la tarde del Domingo
Con un puñado de niños soñolientos,
Quemados por el sol, sucios de arena,
Con huellas de divinidad en las narices…