Por Roger Santiváñez
Crédito de la foto (izq.) Facebook de la poeta /
(der.) RIL Editores-Ærea
Apuntes iniciales sobre RIP (Rest in Plastic) (2019),
de Azahara Palomeque*
Entiendo que ha habido una explosión o que algo se ha descompuesto en Esquirlas —como se titula la serie que abre este libro de Azahara Palomeque (El Sur, 1986)—. Tenemos diez de ellas sucesivamente numeradas. Hay una “encía de mapa” es decir, esa parte anatómica de la boca que podría guiarnos hacia alguna o ninguna parte. Pero esta “no alcanza/ la noche ni los soplidos”. Desde aquí ya estamos notificados del muy particular lenguaje de la poeta. Su tremenda imaginación ha de llevarnos por los vertederos más insólitos e inesperados de la expresión poética. Pero luego parece que podemos entender un poco mejor de qué se trata: “Somos años en la búsqueda,/ con el vello crespuscular aún naciente”. Llevamos tiempo buscando el sentido de vivir desde los primeros días de la pubertad. Y luego: “pedimos/ la parte tierna/ que dolemos”; en la ternura hay dolor por supuesto, y cierra el poema así: “la boca/ enrejada depende/ de la voluntad del otro”. No hablamos, no se puede hablar, tampoco se podría comer digamos, pero dependemos de los demás. Es impajaritable estar relacionados con los otros humanos que nos rodean.
En el poema II de estas Esquirlas ya notamos los viajes y el exilio: “Me he deshecho y abierto por cada ciudad” y aparece una palabra clave ripios que sin duda tiene que ver con esquirlas, es decir, lo que queda, el detritus, lo sobrante. Entonces leemos: “soy/ de los ripios una máscara azul/ de la sobrevivencia”. Esto está claro: engañamos, hacemos lo que se puede, impostamos para poder aguantar la vida, por más que sea azul —el hermoso color de la poesía— usamos una máscara para representar nuestro papel cotidiano en el gran teatro del mundo. En este trance comprendemos que estamos cercados por el lenguaje y nuestro único camino de liberación es el deseo. Hay una suerte de fuerza utópica que nos impele a seguir, encontrar el resquicio por donde la poesía habrá de salvarnos: “Dame el mástil/ del último alfiler/ en la última nieve/ que nos guíe”.
Al parecer nuestro sitio es privado y está privado. No podemos hallar las puertas ni las ventanas; entonces debemos insurreccionarnos —La insurrección solitaria como dice Martínez Rivas—, porque no cedemos ante la presión del Sistema, ya sea poético o político. Eso es lo que está en juego en la poesía de Azahara Palomeque: “Que nos divida/ la ciudad en dos carnes clausuradas, seremos/ humedal, apenas/ virutas de guerra”. La suerte está echada. Una actitud profundamente crítica alumbra estos versos. Negación y síntesis serían las dos principales armas del talento de nuestra autora. Su enfrentamiento es frontal contra el capitalismo. Descansa en plástico, se nos ha advertido desde el título. Terminaremos sepultados bajo el famoso material moderno. La dictadura suavecita que se nos impone —ya que no hay, en general, un fascismo desembozado clásico diríamos— es un regodeo fáctico y cotidiano con el poder y desde el poder. Ante todo esto insurge el lenguaje de Palomeque, con su tremenda rareza y su inequívoca y singular originalidad: “Tengo soldados abogando por la instancia final/ y trasladando mi cuerpo/ al lugar correcto de la tierra./ Sus manos suenan al virus de la flor/ o a un manojo de llaves.”
Prosigo mi intento de lectura e interpretación (porque enfatizo que ésta no es una poesía de fácil acceso debido a su rica imaginería verbal) entrando al mundo cotidiano que nos presenta. Hay una suerte de resonancia de otra cosa en su arquitectura tensada que nos produce sensaciones frecuentemente conflictuadas, las cuales nos dejan en la incertidumbre de las posibilidades abiertas: “Los días, como tazas sucias en los umbrales, matices/ de estación. Por tu cuello./ a veces caminan/ las horas de mi deshonra”. Incertidumbre que se define por negación: “Estoy vacante/ de identidades”. Porque éste (el de la identidad) no sólo es un problema clásico de índole metafísica en la poesía, sino que aquí adquiere una significación crítica de la situación actual en el mundo contemporáneo: las identidades no interesan —como las nacionalidades— todos somos humanos, parece sostener la poeta. Y quizá la gran salida del amor —en tanto liberación personal— es nuestro único camino para la plenitud. Azahara Palomeque sabe situarla en el cuerpo: “en el espacio blanco de los senos,/ los músculos efímeros,/ el corazón henchido/ de los ojos que me vencieron la última vez”. Diríamos que el combate amoroso puede permitirnos transformar la alienante realidad que nos rodea y nos oprime transportándonos a posibles paraísos de utopía: “y el mapa tiene otro color en la sombra, y la sombra / otra llanura”.
Esta conciencia del amor —y así de la existencia— sufre constantes cortes a lo largo de los 54 textos que conforman el poemario. Cortes que también se grafican en la plasmación misma de su original fraseo, por ejemplo: “Me he acostumbrado a morir un pequeño aliento cada día”. Es decir, no “en un pequeño aliento” sino que ella “muere un pequeño aliento” como si lo matara o lo hiciera fallecer o mejor: que ella es ese aliento que muere cotidianamente, en cada respiración diríamos. Y la respiración es ritmo —según sabemos desde los tiempos sagrados de Allen Ginsberg— entonces dicho aliento es lo que sostiene la cadencia que Azahara Palomeque imprime a su prosodia: “escaparate de grúas marchitas, manera como se abrazan/ las excavadoras/ que rezan al plástico” aludiendo al desbarajuste ecológico del mundo; y en un tono más personal: “abrir el sexo en cascada, que sea la boca culpable de un tiempo,/ a punto/ de una enfermedad que empareja/ los muros y los vientres”. No parece haber salida a la devastación ni a la dolencia de nuestra época. Porque el orden tal como está organizado no nos conduce a ningún buen puerto. Esto queda claro —a mi juicio— en el poema titulado significativamente “Autoridad” y que se presenta como una nítida crítica al Sistema: “no puedo/ con la flecha que nos repite/ con la autoridad más exangüe/ del sinsentido”. Se raya bien Azahara, pero es verdad que a veces ya estamos hartos, desesperados con quienes nos gobiernan en este opresivo y enfermo Orden Establecido.
El poema entonces es un espacio para resistir. Y también un llamado a la reivindicación humana. Leamos: “pájaro/ desnudo, exilio que se habitúa ,/ manoplas en descomposición/ me descubren América”. La poeta nombra lo innombrable, menciona el lugar de su exilio en un acto de combate contra la misma palabra que escribe. Y en esta dirección trabaja un lenguaje pleno de fónica reverberación y rítmica aliteración, como en este poema que se titula —justamente— “Urdimbres”, la filigrana es notable: “lombrices/ hombres sobre los hombros/ del tiempo/ van en lodo a la lumbre tan umbral,/ al hambre”. La crítica que entraña esta poesía es rotunda, y no se detiene ante la experimentación verbal, sino que avanza en ella y alcanza niveles de elevada abstracción, con un interno movimiento psíquico que se abre a la infinita posibilidad de sentido: “Todo consistía en dejar la presa para el sueño y transformarse/ en la presa. El cálculo/ sin grumos. La manera tenue de aprovechar/ lo que todavía,/ pero todavía ya guarda la eterna postura”.
Vivimos —sobrevivimos, mejor— en un mundo saturado de un enunciado dominante que sólo busca perpetuar el poder del Capital y mantener en la alienación total a los individuos. El Sistema pretende imponernos un discurso general y globalizado, como una sola y férrea unidad sin fisuras; de allí que la poesía —en los tiempos actuales— se yerga como una defensa de lo humano y una de sus características sea el presentar fragmentos, producto de fisuras —digámoslo así. En torno a esto, el trabajo de Azahara Palomeque parece tener una fuerte conciencia de la situación: significaría una reivindicación de lo personal, proyectando pedazos de lenguaje asidos a la experiencia sensorial en son de combate: “alguien/ no me autoriza a hablar como vergel,/ a hilvanar el estiércol de la boca/ como si por él discurrieran/ nuestras ansias/ infantiles de muerte”. Y más claramente: “yo filtro, yo cabalgo la mano de estar/ por estos intersticios herejes”. Podríamos decir que esta poesía se entronca con llamada tradición de la ruptura —codificada, entre otros por Octavio Paz— que se habría iniciado en los heroicos tiempos de la Vanguardia, nuestra poeta asimila esa energía que nos impulsa hacia más allá, hacia otro sitio [La verdadera vida está en otra parte —Rimbaud dixit—], esto se percibe en la insoslayable dinámica de los poemas que conforman RIP (Rest in Plastic) en un tremendo movimiento que se dirige hacia la vida, aunque ella esté o se vislumbre en otra parte: no en este opresivo Sistema que padecemos.
Queremos salir de esto, de la opresión que soportamos, actuamos contra el lenguaje —aunque él nos envuelva— así como contra creencias ancestrales aunque ellas nos sigan aprisionando: “Nadie cree/ hoy en los dioses, pero los dioses/ colectan masa de nuestros tobillos, continúan su juego/ en los raíles oxidados del tiempo”. En suma, estamos ante un notable libro de poesía crítica —como quiso Eliot debía ser la poesía moderna—. Palomeque cumple por todo lo alto su objetivo de hacernos confrontar con nosotros mismos, aunque —en las páginas finales de su libro— hallemos “Esperanza”, poema que nos entrega la posibilidad no negada se sentir ese altruismo. Leamos cómo lo expresa la poeta, con su muy particular estilo y tono: “La esperanza, esa vieja estima de postales con dirección ilegible, o llenar la espiral con un crujido de hojas que imagina nuestros pies; hoy/ es uno de esos días en que agradezco, despojándome a mi manera animal del azúcar, sacándome los clavos”. Hay que sacarse los clavos entonces (o sea, todo lo que te duele, te molesta o te sojuzga) no sólo para disfrutar de esta nueva poesía del lenguaje (como me gusta a mí denominarla), sino para decir con Azahara: “Pero vale/ un día cada cierto tiempo el desapego hacia el mundo, lamerse las pezuñas/ sin necesidad de ajena aprobación”. Eso se llama libertad, el más precioso don que nos posee y por el que debemos luchar cada minuto de nuestra vida.
[Orillas del río Cooper, sur de New Jersey,
enero 2020]