Vallejo & Co. reproduce la presente nota publicada por su autor sobre la lírica de Alejandro Romualdo. La misma fue publicada originalmente por su autor en la revista Lucerna (IV) N° 7, en junio, 2015. La versión que sigue a continuación, ha sido debidamente ampliada y corregida por su autor para este homenaje.
Por Alex Morillo Sotomayor*
Crédito de la foto Salamanca al día (RTV)
Al pie de la palabra: la postura metapoética
de Alejandro Romualdo
Al pie de la palabra, creo y hablo.
Y lucho y canto, al pie de la esperanza.
Alejandro Romualdo
La dimensión ideológica de la poesía de Alejandro Romualdo (Trujillo, 1926-Lima, 2008) necesita ser reconocida desde nuevas interpretaciones. Con etiquetas como «poeta social», la crítica ha querido explicar una propuesta estética en función de la postura política del autor, y con eso dedujo que esta escritura poética se reducía a una plataforma ―básicamente temática― para algún tipo de militancia[1]. En este ensayo me propongo repensar el alcance de lo ideológico en dicha escritura, planteándola desde un punto de vista totalmente diferente a través de lo que, desde mi apreciación, se constituye en uno de los valores máximos de la obra del integrante de la generación del cincuenta: me refiero a la incursión en el lenguaje desde una conciencia metapoética que aborda críticamente una serie de factores convertidos en los blancos de la representación, tales como la palabra; los actos de la escritura, la lectura y el decir; las materializaciones de la subjetividad lírica y del receptor; y la misma noción de poesía. Para decirlo de otra manera, quiero proponer otro tipo de realización ideológica para la poesía en cuestión, una que le dicta a Romualdo jugarse el lenguaje apostando su reinvención cognitiva y comunicativa en el centro mismo del ejercicio poético.
Cuando la poesía de Romualdo refiere, por ejemplo, su propio acto de escritura, lo hace para extrañar primero y restituir después el alcance comunicativo del lenguaje. Si la escritura es usualmente la constatación del aterrizaje de la significación sobre las palabras, escribir sobre la escritura es una manera de escenificar en el poema el vértigo del descenso, vale decir, la sensación de una significación precipitándose pero sin haber llegado, de modo que la autorreferencia del acto muestra a las palabras como la consistencia de una expectativa de sentido. Esta expectativa, antes que resolverse, desestabiliza nuestra cómoda posición en el lenguaje, llevándonos al desmontaje de nuestras construcciones simbólicas para revitalizarlas desde una no posición: un no control, una no aprehensión del sentido, lo que sin duda es también una manera subversiva de construir sentidos. Romualdo crea el efecto de un no lugar en el lugar removido del lenguaje, gracias a la intervención de una escritura poética que se desdobla. Esa sensación de no estar, y por lo tanto de no poseer y no disponer del sentido que las palabras buscan concentrar en sus formas, es la experiencia de significación deconstructiva que nos lleva a reconfigurar todo tipo de instrumentalidad de la expresión verbal y recolocarnos como los dinamizadores de una realidad sígnica que nos colectiviza[2].
En la poesía de Romualdo encontramos también una orientación clave que toma de referencia el acto del decir: las enunciaciones marcadas y objetivadas en el dominio de lo poético permiten, como en el caso de la escritura desdoblada, repensar lo que se conoce y lo que se comunica a través de las palabras. Esto ocurre cuando la representación se pone al servicio de una lógica autorreferencial que las vuelve visibles desde los niveles más diversos y tensivos de la significación. A lo que hay que sumar la fuerza de una oralidad que busca revitalizarlas. Lo que encuentra el lector, en consecuencia, es un escenario donde el lenguaje no es el estado último o consagrado de una operación sugerente con los sentidos, sino más bien la operatividad misma luchando por un momento de exposición en la superficie del poema. Lo que obtiene este lector en la poesía es un material extralimitado y subvertido debido a la incursión de una significación que objetiva al lenguaje, de modo que antes de experimentar un empleo de este, la sensación es que se está frente a él, fuera de él, cerca de él. Es una situación que lo obliga a construir la posición de un aparente no-lenguaje, precisamente para romper la mimetización, el adosamiento, la compactación, que lo ata a la materia verbal. Esta posición de no-lenguaje supone reconocer el desapego en cuestión como una nueva experiencia de lenguaje que lo lleva a intervenir la conciencia instrumental desde los recursos más transgresores de la ficcionalización poética. Cuando hablo de una nueva experiencia me refiero a que el recurso de la oralidad, activado por el autoseñalamiento del decir, cumple con la estrategia de explorar el lado más vulnerable del lenguaje, donde es realización sencilla y concreta para el hombre, con el fin de aprovechar el potencial creativo de esta realización y lograr para el lector un aprendizaje o, si se quiere, una nueva perspectiva de lenguaje que le permita estar, como indica un verso de Romualdo, «al pie de la palabra»[3].
Especifico un poco más de qué modo las objetivaciones del decir se ponen al servicio de una conciencia metapoética. La operatividad del lenguaje está señalada y potencializada en los múltiples grados del devenir enunciativo: decires concentrados en formulaciones corpóreas extrayendo de sí corporalidades lingüísticas, palabras. Son formulaciones corpóreas en la medida de que son dimensiones perceptibles y contrastables que se desglosan en los conocidos niveles de la primera, segunda y tercera persona, y en combinatorias de singularidades y pluralidades. Y el valor de estas marcas para el ejercicio metapoético me recuerda una problemática ya conocida en los estudios literarios respecto a la legitimación de la naturaleza ficcional de la expresión poética. La categoría «sujeto lírico» (lyrisches Ich) que plantea Dominique Combe puede ser útil para esclarecer dicha problemática. Combe sostiene que, en términos generales, toda expresión denominada lírica da cuenta de la subjetividad o la orientación introspectiva de una voz que enuncia en el poema. Y para calcular el peso de dicha subjetividad contrapone dos paradigmas: por un lado, el paradigma romántico, donde se asumía que el poema se «transparentaba» para dejar apreciar el mundo interior del yo creador-pragmático. Bajo este horizonte, el acto poético se circunscribía aún al orden de lo mimético, registrando la dimensión afectiva de la experiencia vital del autor, volviendo sospechoso su estatuto ficcional. Y por otro lado, el paradigma posromántico, a partir del cual el yo poético fue asumido como una representación que trasciende la dimensión subjetivo-empírica, rompiendo la ligazón mimética, y la dimensión subjetivo-íntima, dejándose apreciar en su despliegue «transpersonal», «ensanchándose» hasta encarnar un «amplio Nosotros inclusivo» (COMBE 1999: 128-146).
La despragmatización y la despersonalización acentúan la riqueza del sujeto lírico representado, toda vez que este se materializa en diversos niveles enunciativos con el fin de brindar más accesos hacia la interioridad del lenguaje. El sujeto lírico estalla en múltiples voces, y estas voces dan vida a las modalidades enunciativas que signan la operatividad del lenguaje y lo objetivan para poner a prueba su alcance referencial y comunicativo. En efecto, son modalidades con la fuerza de posicionamientos ―unas voces hacia― que convierten lo referido en el impulso necesario para dar con el revés de las palabras, ahí donde se trama sus expectativas de significación, ahí donde estas mismas expectativas son fragmentadas y desestabilizadas para vigorizar la idea de una escritura que libera al lenguaje de su imagen de una rutina sensible y cognitiva, trazándola más bien como un camino por recorrer desde su concientización más creativa, la poética. Y todo esto no escapa de una atrayente paradoja: dar con el revés de las palabras, y por ende con la interioridad del lenguaje, es una manera de desaparecer dicho revés y dicha interioridad. En el espacio del poema, tanto las representaciones como sus lógicas y mecanismos sufren el mismo grado de exposición, se enfrentan en iguales condiciones a la intemperie.
Por otro lado, son estas representaciones de los actos de la escritura y del decir los que preparan el escenario para una representación más: la del mismo enunciador poético, quien se muestra en su rol de operador del lenguaje, y por lo tanto generador no solo de un conocimiento desde el lenguaje ―el artífice de un despliegue simbólico sugerente―, sino sobre todo de un conocimiento sobre el lenguaje desde el lenguaje. Solo desde este segundo alcance la subjetividad dispuesta en el poema puede filtrar sensiblemente la realidad que la rodea. Dicho de otro modo, la realidad revela sus mayores tensiones justo cuando una subjetividad lírica expone sus desencuentros con la materia verbal que le sirve para nombrarla. Y la mejor manera de referir esos desencuentros es contrastando la condición material del lenguaje con su propia condición material, un contraste que convierte a esta subjetividad en una corporalidad puesta a prueba, jugándose su integridad, su competencia como portadora y generadora de sentidos. Entonces, la situación de lenguaje que plantea el poema configurado por una conciencia metapoética es explorada gracias a la convivencia de ambas materialidades.
Lo que sigue será un intento de orquestar las ideas anteriores a partir del análisis de algunos poemas de Romualdo. Citaré, para comenzar, un par de fragmentos del texto titulado «La prodigiosa realidad», del conjunto El cuerpo que tú iluminas (1950):
Muda, presente, extática,
y sin embargo viva,
y sin embargo cálida, total, vertiginosa: la forma,
la forma compacta, audible, ardiente,
la forma que está aquí,
que yo beso y golpeo,
que yo destrozo y construyo,
que yo amarro y libero con sólo nombrarla.
[…]
Oh prodigiosa realidad:
cada vez que te nombro sé que te digo vives,
ardes, deliras, creces, quedas, sé que tu nombre
surge inmune como una nueva luz
que te devuelve como tú en tu nombre: deshecha
en sílabas de amor que yo uno al llamarte.
Oh llamarte,
nombrarte: mágica inauguración tuya, de lo creado
con un soplo,
dicha adánica que eterniza tu tránsito y te revela.
(ROMUALDO 1986:61-62)
El poema plantea una incursión en el lenguaje desde que se centra en esa «forma» que libera con «solo nombrarla». La incursión es parte de un proceder metapoético que construye un no lugar respecto al lenguaje –un fuera de, un frente a, un cerca de– gracias a la fuerza performática de la enunciación representada. Una enunciación performativa signa una circunstancia particular donde el decir revela un hacer, o dicho de otro modo, donde se produce una significación cuyas coordenadas nos indican que la acción referida es en la medida de que está diciéndose[4]. En consecuencia, se puede observar que no se trata de una realidad nombrada poéticamente, es más bien un posicionamiento autorreferencial que fragmenta su adosamiento con el lenguaje para signar principalmente el acto de nombrar. Un nombramiento no consumado, sino haciéndose en la enunciación. Pienso, al respecto, en dos hipótesis: o el enunciador poético propone signar el acto de nombrar para advertir desde ese acto la realización deconstructiva máxima de la realidad, o la única realidad de la que él puede jactarse es precisamente ese acto de nombrar.
Si jugamos las cartas por la primera hipótesis, la realidad es «prodigiosa» porque es mucho más que una predeterminación absoluta e inabarcable que, si quiere o no, se somete parcialmente a las fijaciones de la nominación. Lo es porque se muestra viva ―«presente», «vertiginosa», «ardiente»― cuando alcanza una materialidad lingüística con tendencia a la diseminación, rehaciéndose apenas adopta la anatomía de una palabra y friccionando con la materialidad parlante de la subjetividad lírica. Friccionar es deconstruir, por ello el poema se empecina en entrelazar secuencias de palabras que van zigzagueando entre verso y verso, como la cadena «beso», «construyo» y «amarro» que intersecta a la cadena «golpeo», «destrozo» y «libero». Ambas secuencias contienen las acciones específicas de un mecanismo deconstructivo, acciones que revelan a una subjetividad que toca con el nombrar ―que besa y golpea la «forma»―, y este tocar nos acerca mejor a la idea de un lenguaje desmontable y recreable, con miras a su ininterrumpida regeneración, en una espiral de nombres y renombres. En suma, la fuerza de sentidos de la realidad se mide, antes que en lo nombrado, en la fuerza de la forma.
Los pares deconstructivos aludidos ponen a prueba la corporalidad de la subjetividad lírica, debido al contraste de materialidades que trae consigo la exploración metapoética. Entonces, atendiendo a la segunda hipótesis, si hacer lenguaje es besar o golpear, el cuerpo del yo poético se erige en la construcción que dinamiza el choque entre la realidad y el lenguaje. Nombrar es corporizar el lenguaje, y por ende corporizar la realidad, hacerla cuerpo en la consistencia del yo que se propone nombrarla. El acto de nombrar reparte el mismo estallido de vida ―«ardes, deliras, creces»― tanto para el poeta como para la realidad que este convoca. Deteniéndome un poco más en aquel estallido, la subjetividad lírica gana vitalidad en su desencuentro y correspondiente desapego del lenguaje, instalado en ese no lugar desde donde le es posible repensar el conocimiento y la comunicación como experiencias liminales, demandantes siempre de una conciencia que las reinvente: una conciencia que no duda en preguntar ¿qué tanto sabemos y podemos compartir de la realidad si nos ubicamos en el instante preciso que la nombra?
Sumando y restando ambas lecturas, ¿qué es lo que se nombra realmente en el poema? El gran efecto de la nominación es la neutralización de todas las fijaciones que llegaron a la superficie del poema: las cualidades enumeradas de la realidad hecha forma, siendo «muda» curiosamente la primera, acaso para destacar la fuerza de sentido que trae consigo la liberación sonora del nombramiento en clave metapoética. La neutralización supone señalarlas como las materializaciones de una expectativa de sentido, convirtiéndolas finalmente en el insumo para una significación mayor que se impone en el poema y lo desborda: la operatividad del lenguaje. De modo que el despliegue simbólico producto del engranaje de las imágenes, el despliegue rítmico provocado por las enumeraciones alternadas y las construcciones anafóricas, así como el despliegue visual que dispone especialmente ciertas palabras como «desecha» y «Oh llamarte», son los estados de la expresión de esta operatividad de la que se quiere hablar en el fondo. Ayuda a este propósito la variación de los grados enunciativos, la primera persona al inicio y la segunda persona en el fragmento final, porque se constituyen en las diferentes entradas a esa operatividad que se busca objetivar. Con la primera persona accedemos a la operatividad desde la subjetividad lírica que nombra, mientras que con la segunda accedemos a la operatividad desde lo nombrado.
El texto, para sintetizar, nos deja esta visión: si la poesía, como vemos, arriesga las condiciones de significación que la sostienen en el plano de las representaciones, es para repensar la vitalidad de la palabra, y para eso antes de ser lenguaje (lugar confiable para los sentidos) se erige en materialidad (el no lugar donde los sentidos negocian su realización con una conciencia forjada por un espíritu creacionista). La conciencia creacionista tiene el poder de instaurar un nuevo comienzo ―«dicha adánica»― a partir de un nuevo orden ―«deshecha / en sílabas de amor que yo uno al llamarte». A fin de cuentas, la poesía repotencia la palabra como la manifestación bisagra del lenguaje: la palabra que nos permite entrar y salir por una idea de lenguaje.
Un texto que ejemplifica muy bien cómo la escritura metapoética de Romualdo arremete contra el alcance cognitivo y comunicativo del lenguaje es «¿Qué cosa quiere decir justicia?» de Edición Extraordinaria (1958):
¿Qué cosa quiere decir “justicia”, amor mío?
¿Qué cosa quiere decir “justicia”
o “libertad”,
cuando tú y yo sufrimos cada día
lo que vemos sufrir en nuestro pueblo?
¿Qué cosa quiere decir “cielo”, amor mío?
¿Qué cosa quiere decir “cielo”
o “infierno”, “paraíso”
o “mundo libre”,
cuando bajo la luz de las estrellas,
de las estrellas del cielo,
nuestros hombres sufren el infierno de la explotación?
[…]
Por último ¿Qué cosa
quiere decir “amor”, amor mío?
¿Qué cosa de este mundo quiere decir “amor”,
cuando el hombre no es un hombre para el hombre,
como tú y yo, tus ojos y mis ojos,
vemos al pueblo seguir
como un río de lágrimas?
(ROMUALDO 1986:120)
Los actos de pronunciar las palabras y luego procesarlas estructuran todo el texto y llegan a la representación como los mecanismos de la extralimitación, porque exhiben la expectativa de sentidos que recae sobre ellas como un profundo desfase, gracias al entrecomillado que las pone en cuarentena. El entrecomillado es el primer gesto de un posicionamiento objetivador y subversivo que deja sin efecto el funcionamiento de las palabras en su calidad de construcciones que resguardan y transmiten los sentidos encomendados por una práctica social, mostrándolas ahora solo como los trazos que hacen presente una ausencia: lo que de por sí es intraducible e inoperante en ellos. Lo único que se les está permitido referir es que son materializaciones que ya no retienen la esencia de lo que nombran, por lo tanto ya no producen ni dinamizan conocimiento. Y los otros recursos, aparte del entrecomillado, que desencadenan la visibilización de esta imposibilidad son los signos de interrogación.
Desde esta perspectiva, el pronunciamiento o el decir libera toda su performancia sobre los signos objetivados para despojarlos de su condición de palabras. El resultado es un accionar que cuestiona y sospecha para deconstruir la lógica que entrelaza todas las marcas que componen el poema hasta invertir sus valores, de modo que las palabras devienen trazos y los trazos objetivadores, como las comillas y los signos de interrogación, se convierten en la verdadera escritura, debido a que terminan concentrando la más intensa significación del texto: el hombre ha desalfabetizado sus prácticas lingüísticas hasta desnaturalizarlas, en medio del ruido generalizado moderno que precariza su relación con los demás.
La objetivación llega, entonces, por medio de una subjetividad lírica que poetiza induciendo la desestabilización de su posición en el lenguaje. Desde la remoción donde problematiza, desde ese no lugar, esta subjetividad coge las palabras sospechosas y los pone a contraluz para constatar su aparente vaciamiento de sentidos. Lo interesante de esta objetivación es que nos volvemos a encontrar con diversos grados enunciativos que la potencializan. De este modo, en las tres estrofas el vocativo «amor mío» revela la dinamización de una primera persona que comparte la objetivación con una segunda persona, instalándonos en una atmósfera íntima que contrasta muy bien con el hecho de repensar la naturaleza y la función de los términos reseñalados en la esfera pública, en tanto patrimonio lingüístico colectivo que debería garantizar el contrato social que hace posible la convivencia entre los ciudadanos. No es gratuita, al respecto, la selección de las palabras «justicia», «libertad» y «amor», como las marcas vulnerables de ese contrato incumplido. Después tenemos una combinatoria que pluraliza los grados enunciativos anteriores en el posesivo «nuestro pueblo», imagen que amplía la objetivación para que se pueda advertir en la problematización de unas cuantas palabras toda una realidad lingüística que torna incompatible el discurso de los hombres y su experiencia vital comunitaria. Finalmente, las alusiones al mismo «hombre» en la tercera estrofa evidencian un tercer grado de enunciación, de carácter impersonal, que signa críticamente el desfase de dicho vocablo, traído abajo desde su pretensión más generalizante: «cuando el hombre no es un hombre para el hombre». Como vemos, los tres grados dan cuenta de los múltiples accesos que se genera el lenguaje para autorreferirse como una operatividad dispuesta al rigor de una significación que ensaya, en el terreno de la ficción, su reconfiguración y, de paso, su reposición en la conciencia de un receptor sorprendido también en su necesidad de salir del lenguaje para repensarlo creativamente.
En suma, los accesos representados en la forma de voces múltiples grafican una clara intervención metalingüística, pues es el lenguaje volviéndose más lenguaje al cercar sus entrampamientos o puntos ciegos. Esto adquiere la fuerza de un abordaje metapoético cuando se aprecia que la esencia de ese proceder es creativa: fundir y refundar el lenguaje es un acto de creación, por lo que el mínimo asomo de una problematización es un gesto poético. Por ello, las palabras entrecomilladas y marcadas por las interrogaciones, al final de cuentas, no dejan de ser palabras, solo padecieron el tránsito de ser trazos durante su reseñalamiento en el poema. La poetización ha simulado su fundición hasta su condición de materializaciones objetivables, y desde esa informidad nos interpelan ―porque las interrogaciones llegan hasta nosotros― para restituirles su anatomía.
La interpelación al lector desde una mirada que problematiza la legitimación social de la palabra conecta esta escritura con la poesía vitalista y orgánica de César Vallejo. Vallejo también gira en sentido contrario a las palabras, para mostrarlas desde su condición de lenguaje hasta su condición de materia, y ahí mismo repensar la distancia entre ambas condiciones con el fin de tentar una auténtica fuerza cognitiva y comunicativa. Para el autor de Trilce (1922), la palabra poética es vitalista porque interviene con una sensibilidad removedora la realidad concreta y cotidiana del hombre, y es orgánica porque ensaya con este su resocialización a partir de una experiencia comunitaria de dinamización, extralimitación y potencialización del lenguaje. Su reclamo a otros que como él cultivaban el ejercicio poético era muy claro: «Hacedores de símbolos, presentaos desnudos en público y sólo entonces aceptaré vuestros pantalones./ Hacedores de imágenes, devolved las palabras a los hombres»[5]. El paternalismo vallejiano se dejó sentir de diversas formas en la escritura de Romualdo, y si hay un poemario que lo evidencia es Mar de fondo (1951), donde encontramos textos como «Control remoto»: «Anónimo, social y combativo,/ mi tácito antropoide se levanta./ Come conmigo. Fuma. Silba. Canta./ Enamoro con él. Padezco y vivo./ Siempre corrije todo lo que escribo/ Siempre intuye el dolor. Y se agiganta./ Veloz, fuga de mí: se me levanta./ Brutal, me empuja todo lo lascivo» (ROMUALDO 1986: 64). Vallejo es ese «tácito antropoide» que supera su condición de figura evocada para erigirse en una voz coautora del poema, pluralizando su dimensión enunciativa.
A estas alturas, las reflexiones de Gilles Deleuze pueden servir para comprender mejor el tipo de escritura que Romualdo diseña desde la poesía. La escritura literaria, según Deleuze, es un devenir al que no le importa alcanzar una forma, sino más bien encontrar una zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación. El devenir se contrapone a la forma para Deleuze. Si pensamos a la escritura desde la forma nos quedaremos en el nivel de las representaciones, que son, en rigor, cercos que se imponen a la significación; mientras que si la pensamos desde el devenir nos enfocaremos en el gesto de la diseminación de los sentidos, el gesto que marca a las palabras como puntos de apoyo para mostrar al lenguaje en un movimiento regenerador. Cuando Deleuze advierte que el gesto escritural literario nos lleva a una zona de vecindad se refiere a cómo las palabras están marcadas ―surcadas― por el entrecruzamiento de sentidos que su naturaleza estética demanda. Estas palabras son, además, las marcas de la indiferenciación en la medida de que no albergan ninguna diferencia de sentido privativa y excluyente, todo lo contrario, hibridizan dichas diferencias, entretejiéndolas compulsivamente, adelantándose así al compactamiento cognitivo y sensible del lector, un adelanto que produce una región de lo imprevisto en medio de ese compactamiento (DELEUZE 1996: 11-13).
Si la escritura, en su performancia poética, en su devenir, convierte a las palabras en las marcas del entrecruzamiento y la indiferenciación, ¿qué ocurre cuando un grupo muy particular de estas son reseñaladas y dispuestas a la orden de una lógica metapoética, como por ejemplo el «escribir», el «decir», la «palabra», el «papel», la «tinta», la «mano» o la noción misma de «poesía»? Son palabras que desencadenan una doble escritura en medio del poema, puesto que dan vida a una especie de contra-forma: una forma que ataca a las demás formas, una forma que las deforma. En efecto, son palabras que desmarcan a las otras palabras, neutralizando el primer nivel de referencialidad que portan y direccionándolo hacia una significación autocrítica. Es ahí donde son remarcadas en un segundo nivel de referencialidad, convirtiéndolas en el lenguaje autorreflexivo del lenguaje. Aplicaré estas últimas consideraciones al poema «Puño y letra» de Como Dios manda (1967):
Pon
la letra
en el puño: Escribe, escribe, escribe,
contra viento y marea, a contrasombra,
contra toda esta horrible mascarada
que cruza diariamente nuestros ojos.
Pon
el puño
en la letra: Y borra, borra, borra
la sangre que nos ciñe, la sombra
derramada sobre el alma y la espantosa
miseria,
que puebla el rostro de la caridad.
Golpea
con la letra.
Pon
la boca
en el fondo
de este pozo: Y canta, canta, canta
verdades que te quepan en un puño.
(ROMUALDO 1986:139)
El texto desarrolla una combinatoria interesante que escenifica la tensión entre dos materializaciones: la letra consistente, obsesivamente asentada (la letra que golpea), y la corporalidad del receptor interpelado, quien, debido a un tratamiento sinecdóquico, es expuesto en el centro del poema a través de la sugerente imagen del puño. El juego del poema consiste en dejar abierta la posibilidad sobre quién es el receptor: otro poeta a la espera de una orientación que guíe su trabajo o la misma subjetividad lírica hablándose para construir una imagen de sí desde la que pondrá a prueba su accionar en la escritura. Estas opciones se erigen, en el fondo, en otros accesos hacia la operatividad del lenguaje, los cuales se suman a los grados enunciativos que reconocimos en los poemas anteriores.
Poner la letra en el puño es diferente a poner el puño en la letra. La primera situación ilustra un acto de escritura que se proyecta como el desmontaje de los engranajes simbólicos ―la «horrible mascarada»― que los hombres utilizan para transitar por la realidad. La escritura pretende otra vez, tal y como ocurrió en el primer poema analizado, que el cuerpo de la subjetividad lírica sea la zona de contacto que dinamiza el choque entre la realidad y el lenguaje. Al respecto, el puño es una metáfora llamativa de la que se desprende algo más que la idea de una resistencia, pudiendo ser acaso la corporalidad que revela el gesto poético de encerrar al mundo con el lenguaje. Encerrarlo para volverlo corpóreo, es decir, latido, agitación, sudoración, para vivificarlo en el movimiento subversor y resocializador de las palabras. Es una metáfora extraída de la observación más natural: la imagen de la mano escribiendo es la de un puño a punto de cerrarse y de encerrarlo todo para regenerarlo.
La segunda situación, el puño en la letra, plantea la posibilidad de reescribir aquella realidad desmontada que había sido codificada desde la violencia, el dolor y el abandono. El acto de borrar concentra la performancia de esta reescritura. La elección de dicho acto no pudo ser mejor, pues toda borradura desbarata una significación preexistente y, al mismo tiempo, revela lo que al inicio de este ensayo describía como la expectativa de sentidos que aún no ha tocado la superficie del poema. Esto tiene que ver con el hecho de que se hable de escribir en las primeras líneas y de cantar en las últimas, pero no se sabe realmente cuáles son las expresiones resultantes de esa escritura y de ese canto. La lógica autorreferencial del texto se resume, entonces, en una incursión en el lenguaje desde signos tan desestabilizadores como «Letra», «puño», «escribe», «borra» y «canta». Son los signos de la contra-forma, toda vez que desmarcan y remarcan a todas las demás palabras, con el fin de remover la conciencia de ese receptor ambiguo que es interpelado y reposicionarlo frente a un lenguaje que quiere medir su gravitación cognitiva y comunicativa desde el ritmo deconstructivo que ofrece la metapoesía.
Tras el análisis de los tres poemas arribo a una premisa concluyente, por ahora: la poetización, desde la estética que plantea Romualdo, es una manera de ejercer una fuerza deconstructiva en el lenguaje para sacarnos momentáneamente de esta dimensión y reintroducirnos desde una sensación de aparente no posición y no posesión del sentido, acaso para ensayar con nosotros la tentativa de un aprendizaje y, por ende, la recuperación de un asombro. Desde la poesía, el lenguaje nada dice aún, y por eso todo lo dice.
Bibliografía
Combe, D. (1999). «La referencialidad desdoblada: el sujeto lírico entre la ficción y la autobiografía». En: CABO,
Fernando (comp.). Teorías sobre la lírica. Madrid: Arco/Libros S. L., pp. 128-146.
Deleuze, G. (1996). Crítica y clínica. Barcelona: Anagrama.
Derrida, J. (1994). Márgenes de la filosofía. Madrid: Cátedra.
Romualdo, A. (1986). Poesía íntegra. Lima: Editorial Gráfica Labor.
Vallejo, C. (2002). «Poesía e impostura». En: Ensayos y reportajes completos (edición, estudio preliminar y notas de Manuel Miguel de Priego). Lima: PUCP, p. 409.
———— (2002). «El duelo entre dos literaturas». En: Ensayos y reportajes completos (edición, estudio preliminar y notas de Manuel Miguel de Priego). Lima: PUCP, pp. 431-434.
[1] En líneas generales, se ha considerado que la deuda con la tradición simbolista de los poemarios iniciales –La torre de los alucinados (1945-1949), Cámara Lenta (1950) y El cuerpo que tú iluminas (1950)– y las experimentaciones relacionadas con la disposición visual de las palabras de las últimas composiciones –El movimiento y el sueño (1971) y En la extensión de la palabra (1974)– son la mejor evidencia de los recursos estéticos desarrollados por el autor; mientras que la producción intermedia –que agrupa a Poesía concreta (1952), Edición Extraordinaria (1958) y Como Dios manda (1967)– ha sido calificada como la que menos riesgos asume debido al sacrificio de la palabra poética por la filiación socialista. Sin embargo, no se ha tomado la debida importancia a la ampliación y diversificación del registro expresivo, del repertorio temático y de la disposición estructural del poema, producto de dicha filiación (pienso inmediatamente en el texto «La huelga»), ni a la recurrente proyección metapoética de esta etapa intermedia. La riqueza de estos rasgos nos demanda la actualización de las conceptualizaciones en torno a lo estético que empleamos en el marco de los estudios sobre la poesía peruana del siglo XX.
[2] Me guío de Jacques Derrida (1994: 371) para precisar que una operación deconstructiva consiste en invertir y en desplazar un orden conceptual. En este caso, la inversión y el desplazamiento alcanzan su mayor radicalidad no en la manifestación poética en sí, que se gesta naturalmente a partir de estos mecanismos cuando interviene el material lingüístico común, sino más bien en la disposición autocrítica de dicha manifestación, cuando es capaz de autorreferirse y problematizar su naturaleza, sus elementos y su funcionamiento.
[3] Pertenece al poema «Al pie de la esperanza» de Poesía concreta (1952).
[4] Las ideas acerca de la enunciación performativa las recojo de Derrida (1994: 362-369), quien a su vez problematiza los postulados de Austin sobre la diferencia entre los enunciados aludidos y los denominados constatativos. Estos últimos se limitan a describir los hechos, el estado de las cosas, descripciones que están expuestas a criterios de verdad y falsedad debido a su condición de corroborables.
[5] En «Poesía e impostura» (VALLEJO 2002a: 409). Mientras que en «El duelo entre dos literaturas», el tono del reclamo se agudiza: «El verbo está vacío. Sufre de una aguda e incurable consunción social. Nadie dice a nadie nada […] El vocablo se ahoga de individualismo. La palabra –forma de relación social la más humana entre todas– ha perdido así toda su esencia y atributos colectivos» (VALLEJO 2002b: 431-432).