Por Rafael-José Díaz*
Crédito de la foto (izq.) RIL Eds. /
(der.) Tonatiuh Ambrosetti
5 poemas de Las Pertenencias (2025),
de Rafael-José Díaz
Patric, lector de Robert Walser
Se parecía tanto a Patric aquel chico
que estaba leyendo junto a dos ancianas
en el Robert-Walser-Zentrum de Berna
cuando llegamos allí María Negroni y yo,
que por un momento pensé que sería él,
que sería Patric, un Patric por el que
no hubiera pasado el tiempo
—el Patric del recuerdo, con sus veinticinco o veintiséis años—,
y casi no me sorprendió
que estuviera aparentemente leyendo a Robert Walser,
concentrado en uno de sus microgramas
o en algún párrafo sorprendente
—¿cuál no lo es?—
de Los hermanos Tanner,
pues, de algún modo, había en Patric,
pese a su, por otra parte, pueblerina frivolidad
de joven criado en la antigua República Democrática Alemana
y casi recién desembarcado en el mundo del capitalismo
cuando lo conocí, aquella noche
en el local Rosalinde, en una de las fiestas de los sábados
—aún sigo sin comprender bien aquel territorio
entre dos aguas, la música, la forma de actuar
de toda aquella gente entre la que yo era una especie de extraterrestre—,
había en él, en Patric, decía,
un desamparo parecido al de los héroes walserianos,
una incomodidad primordial ante el hecho de estar en el mundo
sin apenas comprenderlo, un querer sin poder,
como cuando hacíamos el amor y toda su torpeza
—que para mí tenía un raro encanto, no obstante—
se revelaba en un gesto, en un dejar sin terminar un movimiento,
en una sonrisa cuando no procedía,
en la sensación de que en cualquier momento
podía salir corriendo de allí,
o echarse a llorar en mis brazos,
como lo hizo un día, en Jena,
antes de despedirnos hasta el siguiente fin de semana,
Patric, que después de romper conmigo por correo electrónico
—en una época en que los correos electrónicos
apenas estaban comenzando—,
estuvo mandándome postales
desde muchos lugares del mundo,
pues viajaba con frecuencia por trabajo,
postales a las que nunca le respondí,
dolido por la forma en que todo había terminado,
rencoroso durante años —algo infrecuente en mí—,
y cada postal mostraba más entusiasmo que la anterior,
como si a Patric lo corroyera la mala conciencia
o como si supiera que se había precipitado al romper
y quisiera dejar abierta esa puerta conmigo,
aunque yo nunca, durante años, contesté a una sola de sus postales,
hasta que un día no llegaron más,
no supe más de Patric,
hasta que ayer lo recordé en Berna
en la persona de ese joven apasionado de Walser
que hacia las cuatro de la tarde, junto a dos ancianas
que podrían haber sido sobrinas de Walser,
leía concentrado —sólo me miró una vez—
un libro de Walser que no pude identificar:
su melena rubia, sus ojos claros, el cuerpo
delgado, bien formado, y sobre todo
una sonrisa como temerosa, medio
juguetona y medio tímida,
me hicieron recordarlo con tanta intensidad
que vuelvo a recordarlo ahora al escribir sobre él,
creo que no por primera vez,
pero sí después de muchos años,
y es asombrosa la nitidez con que recuerdo algunos detalles,
momentos que no aparecen en las fotos que nos tomamos,
fulguraciones de la memoria que se superpusieron
ayer y se superponen hoy
a la imagen de un lector de Walser,
de ese joven bernés que consiguió el milagro
de rescatar a Patric intacto
a sus veinticinco o veintiséis años.
Navidad en familia
Dormir rodeado por las fotos de mis abuelos muertos,
fotos de gran tamaño
en que aparecen paseando por un parque
o en idílico abrazo frente a un solar que acaban de comprar
y donde más tarde construirán la casa
donde yo duermo ahora rodeado por esas fotos ampliadas
en la cama del cuarto de invitados,
primero con la sensación de un peso excesivo sobre mi cabeza,
pero luego con la certeza benévola
de que mi cuerpo cae en los brazos de mis abuelos
como si volviera a nacer,
y que ellos lo depositan suavemente
en un lugar muy hondo que se desplaza hacia el pasado,
como el río subterráneo que cruza el inframundo,
y las caras de mis abuelos vuelven a aparecer por la mañana
a la hora del almuerzo,
pues otras fotos, en el comedor, los retratan de nuevo,
ahora en su juventud, y acompañan silenciosas
nuestra comida pascual, nuestros abuelos,
ese misterio que hace que nuestros padres
recobren la edad que tenían en los primeros almuerzos navideños que recuerdo,
cuando los abuelos no eran fotografías
colocadas en estantes junto a caballos de cerámica
y colmillos de elefante traídos de El Aaiún,
silenciosos pero inquisitivos, pues al final de la comida
surgen conversaciones que los evocan,
escenas ocurridas en esa misma casa
o en casas que ya no existen
hasta que, en la sobremesa,
después de los cafés, mi madre saca los álbumes
que guarda en un rincón de la estantería
y, por tercera vez, nuestros abuelos
surgen de entre la noche y la niebla de las fotografías antiguas
para proponernos sus misterios: dónde se tomó esa foto,
quién es esa señora sentada junto al tío Esteban a los pies de un gran pino,
cuál era la matrícula del Citroën descapotable aparcado al borde del mar
–mi madre la recuerda–
y los abuelos se multiplican
con mis padres tomados de sus brazos
o con nosotros en cunas que fueron nuestras primeras camas,
como si sus miradas a través de las paredes del tiempo
tuvieran como única función servir de colcha mullida
con que abrigarnos en estas noches de invierno de la vida,
de este lado del tiempo que llamamos vida
y que, mientras me duermo, se transforma
en otro lado sin nombre donde son ellos los vivos
y nosotros los que dormimos, acaso soñando, o quizá muertos,
en un sueño o una fotografía enmarcada
colocada entre estatuillas de superhéroes
y altavoces de última generación
por los que suena una música
que nadie escucha en ninguna Navidad.
El nadador
Pero una vez más estás nadando,
y lo haces con el tubo y con las gafas,
mirando bajo la superficie del mar el lecho arenoso de la orilla,
las rocas de formas caprichosas, los peces que se asustan en cuanto te acercas,
aunque hoy las aguas no están demasiado nítidas,
probablemente a causa de la marejada,
y cuando te alejas un poco de la orilla
y dejas atrás los cuerpos de los otros bañistas,
la madre con su bebé que recibe quizá su primer baño,
los grupos de amigos que chapotean para que se les pase la resaca
o la extranjera que hace el cristo durante unos minutos
y luego se echa a nadar con fuerza unas cuantas brazadas,
cuando no hay nadie que se haya aventurado tan adentro,
aunque nunca pierdes el punto de referencia del espigón a tu izquierda,
te das cuenta de que llevas nadando ya más de veinte minutos,
y piensas que ese sería un momento perfecto para morirte,
imaginas la confusión mental de un ictus,
la paralización progresiva de las piernas,
el entumecimiento de los pies,
la falta de respuesta de las manos, incapaces
de mantenerte a flote,
o piensas quizá en algo más repentino,
un infarto agudo de miocardio,
el dolor abrasivo en la parte izquierda del pecho,
la incapacidad de respirar, el ahogo
que, al hundirte en el agua, se duplica,
ese momento en el que tomas conciencia
de que vas a morirte
porque tienes la edad ideal para un infarto
y fuiste fumador durante quince años de tu vida,
bebiste demasiado alcohol en una época
y hubo temporadas en que abusaste de las drogas,
no has hecho todo el ejercicio que te convendría
ni has desterrado de tu alimentación las grasas animales,
así que tu cuerpo se hunde en el agua como un cristo invertido,
no puedes ver ya toda la vida submarina a través de tus gafas,
y ni siquiera se cumple lo que algunos declaran,
que se ve pasar la vida entera en unos pocos segundos,
especialmente los momentos de mayor plenitud,
como si nada de lo que has vivido mereciera una epifanía final
y fueras a convertirte en un ahogado cualquiera,
en un cuerpo encontrado por la nadadora extranjera
y arrastrado por ella hasta la orilla,
donde, sin demasiado horror por parte de nadie,
sino con cierto fastidio, con el malestar producido por un accidente de playa,
algunos bañistas rodearían tus restos,
incluso alguno intentaría reanimarte
con dudosas arremetidas de sus manos sobre tu esternón
o, lo que sería aún peor, con un repugnante boca a boca,
como si cualquiera tuviera derecho a profanar tu cadáver,
y, mientras te imaginas todo esto,
sigues nadando, te ajustas las gafas
y procuras olvidarte por un rato
de tan funestas figuraciones, te concentras
en la arena, en sus pliegues, deseas encontrar
uno de esos bancos de peces extáticos
que alguna vez has visto, y respiras
una vez más, aunque sea la última,
recordando y anhelando al mismo tiempo
esos peces, la mirada de tantos ojos vivos.

Crédito de la foto: Tonatiuh Ambrosetti
Peces transparentes
Ser uno de esos peces,
casi transparentes,
que se dejan llevar al ritmo del oleaje,
uno de esos que, al virarse levemente,
desprenden una plata líquida y brillante
y luego vuelve a fundirse con el banco,
peces transparentes que contemplo
muy cerca de la costa
a través de mis gafas
made in China,
y súbitamente el banco se desliza
bajo mi cuerpo que flota boca abajo
y los veo, son cientos,
cientos de peces transparentes
que se dejan arrastrar
por las leves sacudidas de un mar en calma,
cuánto desearía
ser uno de esos peces
y no pensar que no lo soy,
no imaginar el momento en que dejaré de respirar
ni dibujar con la mente el cuerpo ahogado
que seré para el resto de bañistas
de este día de playa, a principios de mayo,
no tener que sentir cómo el cuerpo se hunde
si no muevo los brazos,
sino ser tan sólo un pez,
uno de esos peces transparentes del banco
que luce su coreografía
de escamas plateadas para un solo espectador,
alguien que querría subir al escenario
y adoptar uno de los discretos papeles
de ese cuerpo de baile,
la danza de los peces transparentes
que vi hoy al bañarme y que,
por mucho que pareciera
que bastaría estirar la mano para tocarlos,
estaban infinitamente lejos,
en su burbuja intocable,
en su amniótica orgía silenciosa,
y ninguno de ellos, seguro,
se intercambiaría por mí,
querría el lastre de este cuerpo,
de esta mente llena de desechos,
de un corazón dormido como el mío.
Tugurios
Conozco un poco la historia
de estos tugurios. No recuerdo, sin embargo,
cómo, cuándo los encontré. Fue, creo, un poco
después de empezar a ser
todos los yoes que empecé a ser por entonces.
Era como escuchar la música de tu propio cuerpo
descender allá abajo,
a una dimensión que te salía al encuentro
como si fuera tu destino estar allí
aunque no supieras cómo
había que hacer para estar allí.
Y no siempre te sentías cómodo.
En los espectáculos
no deseabas sentarte en primera fila
por si acaso el transformista de turno
fuera a querer contar con tus servicios
para alguna gracieta, y por eso
te sentabas escondido
entre la multitud
con tu copa bebida con morosidad
y los ojos más pendientes
de lo que ocurría entre el público
que del propio espectáculo.
La música rebotaba en ti
y se iba por los pasillos mal iluminados
que conectaban con el paseo marítimo.
A veces sentías que debías
acompañarla, que en aquella música
algo tuyo se iba también
a mezclarse con los cuerpos
que surcaban la avenida junto al mar
y bajaban a la playa
para consumar los amores fugaces
entre dos rocas, o en un recodo
de arena en donde unas horas más tarde,
a primera hora de la mañana,
se vería el contorno
indescifrable de unas figuras antropomorfas
recortado como por una cuchilla en la arena mojada
hasta que, con la nueva marea,
fuera borrado el dibujo, restituida
la lisura de la arena
hasta la noche siguiente, sin saber
si una parte de tu cuerpo
había quedado representada allí,
pues siempre era muy tarde
cuando la música te incitaba a bajar
y eran ya muchas las copas bebidas
y no siempre el recuerdo
lograba traspasar la nube de la semiinconsciencia.
Conozco también algunos de los rituales
que nos convocaban allí
y que no siempre estuve
en condiciones de respetar,
bien por desconocimiento, pues era muy joven
por entonces y no había aprendido lo suficiente,
bien porque no siempre me interesaba respetarlos
o me volvía díscolo según soplara el viento,
quiero decir que podía volverme caprichoso
y enmudecer durante horas,
hacer la estatua en un rincón del bar
y sonreír apenas a quienes venían
con su varita mágica
a despertarme de lo que a ellos
les parecía un sueño profundo
y era, en cambio, para mí
un estado de especial percepción,
pues me permitía empaparme del lugar
como si un día fuera a desaparecer
o como si aquel yo mío fuera a desaparecer
y mi misión no fuera otra
que estar plantado allí
como un ojo impasible, como un oído
atentísimo o una piel que recogiera,
minuciosa,
cualquier alteración de la temperatura,
los más mínimos roces entre las pieles de otros
percibidos por un sentido que era una suma de sentidos
que llevaba las imágenes táctiles,
abarrotadas de las voces y las luces del antro,
a algún lugar seguro de la mente
donde habrían de vivir durante un tiempo
para irse apagando luego
poco a poco, año tras año,
hasta dar en un poema escrito una tarde de verano
mucho tiempo después,
como un tímido homenaje;
o podía volverme todo lo contrario,
desbocarme, asilvestrarme
con tan sólo beber dos tequilas seguidos
y andar detrás de respuestas
a preguntas que no tenían el más mínimo sentido,
es verdad que había siempre un lado circunspecto,
pero cuando cruzaba el límite,
me levantaba del asiento
y empezaba a deambular entre la clientela,
me sentía inseguro pero libre,
dejaba atrás aquella estatua con vocación de máquina registradora
y nacían entonces conversaciones divertidas,
situaciones ridículas de las que sólo me arrepentía más tarde,
al salir, cuando, en la calle,
en ese momento tan extraño
en el que todos parecíamos mirarnos
sin saber qué decir,
intentaba esfumarme sin que nadie me viera,
o bajaba una vez más al paseo marítimo,
donde ya no quedaban sino las últimas sombras
en combate con el hilo difuso de la primera luz del día,
las cadenas onerosas de las olas
retumbando en las piedras de la orilla
y, todo lo más,
la silueta de un cuerpo a lo lejos,
al final de la playa,
donde a aquellas horas ya no tenía ningún sentido ir.
*(Tenerife-España, 1971). Poeta, ensayista, traductor y narrador. Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de La Laguna (España). Dirigió la revista Paradiso (1993-1994) y fue lector de español en las universidades de Jena y Leipzig (1995-2000). En la actualidad, se desempeña como profesor de Lengua Castellana y Literatura en el IES Teobaldo Power de Santa Cruz de Tenerife (España). Obtuvo becas de residencia como traductor en Arlés y Burdeos (Francia), Looren y Raron (Suiza) y Tarazona (España). En julio de 2022 fue uno de los escritores becados por la Fundación Jan Michalski para la escritura y la literatura (Suiza). Ha publicado en poesía El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Moradas del insomne (2005), Antes del eclipse (2007), Detrás de tu nombre (2009), Un sudario (2015), Bajo los párpados de quien se aleja (2021), Y le sopla en los ojos para que vuelva a mirar (2021), La penúltima agua (2022), La montaña de barro (2023) y Las pertenencias (2025). En 2012 reunió toda su poesía publicada en La crepitación. Como narrador, ha publicado en relatos, Algunas de mis tumbas, Las transmisiones (Veinticuatro lugares y una carta), El letargo y De un modo enigmático. Ha publicado en diario La nieve, los sepulcros (2005) y Dos o tres labios (2018). En ensayo ha publicado Rutas y rituales y Al borde del abismo y más allá: Gustave Roud, Anne Perrier y Philippe Jaccottet, además de numerosos artículos en suplementos y revistas. Ha traducido a Arthur Schopenhauer, Hermann Broch, Philippe Jaccottet, Gustave Roud, Maurice Chappaz, Pierre Klossowski, Fabio Pusterla, Ramón Xirau, William Cliff, Anne Perrier y Jacques Brosse.


