El presente texto, que difunde Vallejo & Co., corresponde a una traducción libre de María Negroni y Federico Barea del ensayo titulado Variaciones sobre el derecho a guardar silencio de autoría de Anne Carson, que aún se encuentra inédito.
Por Anne Carson*
Traducción de María Negroni y Federico Barea
Crédito de la foto www.channel.louisiana.dk
“Variaciones sobre el derecho a guardar silencio” (inédito),
de Anne Carson
El silencio es tan importante como las palabras en la práctica y el estudio de la traducción. Esto puede sonar cliché. (Es un cliché. Volveremos sobre este concepto). Hay dos tipos de silencio que perturban al traducir: el silencio físico y el silencio metafísico. El silencio físico surge cuando se mira, digamos, un fragmento rasgado de un poema de Safo inscrito sobre un papiro de hace dos mil años. La mitad del poema es espacio vacío. La traductora puede otorgar significado o incluso compensar la falta de texto de varias maneras –con espacios en blanco o corchetes o conjeturas textuales– y ella está justificada porque no fue la intención de Safo que esa parte del poema permaneciera en silencio. El silencio metafísico ocurre dentro de las palabras mismas. Y sus razones son más difíciles de definir. Quien traduce sabe o conoce el punto en el cual una lengua deja de ser traducible. Tomemos la palabra cliché. Cliché es una palabra de origen francés, el participio pasado del verbo clicher, un término que viene del mundo de la imprenta y que significa armar un estereotipo a partir de un relieve grabado en una superficie. El término ha sido adoptado en inglés sin modificar, en parte porque usar palabras francesas hace que los angloparlantes se sientan más inteligentes y, en parte, porque la palabra tiene orígenes onomatopéyicos (se supone que imita el sonido del troquel de la imprenta cuando golpea sobre el metal). El inglés tiene otros sonidos para aludir a esa acción. Pero el inglés guarda silencio. Este tipo de decisión lingüística denota simplemente una medida de extranjería. Un reconocimiento del hecho de que la relación entre dos lenguas no es científica, no se las puede forzar a coincidir sonido por sonido. Ahora bien, qué pasa si, dentro de ese silencio, uno descubre un silencio más hondo –una palabra cuyo fin no intenta ser traducible. Una palabra que se detiene a sí misma. Aquí un ejemplo:
En el Libro V de La Odisea, cuando Ulises se dispone a confrontar a Circe, la hechicera que transforma a los hombres en cerdos, recibe del dios Hermes una planta farmacéutica para usarla como antídoto contra esa magia:
Y así diciendo, Hermes le dio la droga
arrancándola del suelo y le explicó su naturaleza:
era negra en su raíz pero blanca como leche en su flor.
MOLY la llamaban los dioses. Ningún mortal podía desenterrarla.
Solo los dioses pueden hacer cosas así.
MOLY es una de las varias ocasiones en que los poemas de Homero se refieren a “el lenguaje de los dioses”. Solo un puñado de personas o cosas poseen en la épica esta suerte de doble nombre. A los lingüistas les gusta ver en estas palabras huellas de capas más antiguas del indoeuropeo preservadas en el griego de Homero. Sea como fuere, cuando invoca el lenguaje de los dioses, Homero suele darnos también la versión en el idioma de los mortales. Aquí no. Quiere que esta palabra permanezca muda. He aquí cuatro letras del alfabeto, que podemos pronunciar pero no definir, ni poseer, ni usar. Imposible buscar esta planta a lo largo del camino o googlearla para saber dónde comprarla. La planta es sagrada, el conocimiento le pertenece a los dioses, la palabra se detiene a sí misma. Casi como si se nos presentara el retrato de alguna persona –no de una persona famosa sino de alguien que a través de un denodado esfuerzo podríamos reconocer– y sucediera que, al mirar con atención en el lugar donde debería estar la cara, nos encontráramos con una mancha de pintura blanca. Homero ha arrojado pintura blanca, no sobre los rostros de sus dioses, sino sobre la palabra divina. ¿Qué esconde esta palabra? Nunca lo sabremos pero esta mancha en el lienzo sirve para recordarnos algo importante sobre estos seres perturbadores, los dioses de la épica, que no siempre son más grandes, más fuertes, más inteligentes, más amables o más bellos que los humanos, que en realidad son clichés antropomórficos de la cabeza a los pies, y a pesar de eso, tienen un as en la manga: la inmortalidad. Saben cómo no morir. Y quién sabe si estas cuatro letras intraducibles de MOLY no podrían ser el lugar donde ese conocimiento está escondido.

Hay algo furiosamente atractivo en lo intraducible. En una palabra que durante el pasaje de una lengua a otra permanece en silencio. Querría explorar algunos ejemplos de esta atracción, en su momento más exasperante, en ocasión del juicio y condena de Juana de Arco:
La historia de Juana de Arco, en especial el registro histórico de su juicio, está plagada de problemas de traducción a todo nivel. Juana, fue hecha prisionera en batalla el 23 de mayo de 1430. El juicio duró de enero a mayo de 1431 e involucró la inquisitoria de un magistrado, seis interrogatorios públicos, nueve interrogatorios privados, una abjuración, un arrepentimiento, un juicio por arrepentimiento y una condena. Su muerte en la hoguera tuvo lugar el 30 de mayo de 1431. Juana y sus jueces intercambiaron miles de palabras durante los meses del sumario; muchas de ellas han llegado hasta nosotros. Pero Juana era iletrada. Hablaba un francés popular. Que fue en primer lugar transcrito en las actas por un notario y luego vertido al latín por uno de los jueces. El proceso involucró no solo la trasposición de las respuestas directas de Juana a un estilo indirecto y de sus modismos populares al protocolo jurídico del latín, sino también la falsificación deliberada de algunas de sus respuestas para justificar su condena (esto quedó revelado al reabrirse la causa veinticinco años después de su muerte)[1]. Sin embargo, esta superposición de capas que nos separan de lo que Juana en efecto dijo son solo un efecto tardío de esa gran distancia original que separaba a Juana de sus propias frases.
Todo lo que la guiaba militar y moralmente provenía de una fuente que ella denominaba “voces”. Toda la problemática de la culpa, durante el juicio, giraba en torno a la cuestión de la naturaleza de esas voces. Empezó a escucharlas cuando tenía doce años. Le hablaban desde afuera, guiando su vida y su muerte, sus victorias militares y su política revolucionaria, su código de vestimenta y sus creencias heréticas. Durante el juicio, los jueces de Juana volvieron una y otra vez a esta encrucijada: insistían en conocer la historia de las voces. Querían que ella las nombrara, encarnara y describiera para que ellos pudieran comprender, con una imaginería religiosa y emociones reconocibles, en una narrativa convencional que fuera susceptible de una refutación también convencional. Expresaron este deseo de mil modos diferentes, pregunta tras pregunta. La acicateaban, la provocaban y la acorralaban. Juana despreciaba este tipo de interrogatorio y se opuso a él tanto como pudo. Al parecer, para ella, las voces no tenían historia. Eran un hecho experimentado tan verídico y real que había solidificado en ella como una suerte de abstracción sensible – lo que Virginia Woolf llamó alguna vez “crispación nerviosa que antecede a algo tremendo”.[2] Juana quería transmitir esa vibración nerviosa sin traducirla a un cliché teológico. Es su rabia contra el cliché lo que me atrae de ella. En la rabia hay genio. Todos sentimos rabia a algún nivel, en algún momento. Llamaré catástrofe a esa respuesta rabiosa del genio.
Digo que la catástrofe es una respuesta porque considero al cliché una pregunta. Recurrimos al cliché porque es más fácil que tratar de inventar algo nuevo. Implícita en él está la pregunta ¿No sabemos ya lo que pensamos sobre esto? ¿No contamos ya con una fórmula para esto? ¿Puedo simplemente mandar una tarjeta estándar de felicitaciones o utilizar una foto para describir algo en lugar de hacer un dibujo original? Durante los cinco meses que duró su juicio, Juana optó con insistencia por el término voz o consejo o consuelo para describir de qué modo Dios la guiaba. Nunca sostuvo espontáneamente que las voces tenían cuerpos, rostros, nombres, olor, calidez o estados de ánimo, que entraban en su habitación por la puerta, ni que se sentía mal cuando se iban. Bajo la presión inexorable de sus inquisidores, fue admitiendo, sin embargo, de a poco, estos detalles. Pero el esfuerzo narrativo le parecía odioso y tantas veces como pudo arrojó pintura blanca sobre lo que decía, dando respuestas como:
…Ya me preguntaron eso antes. Fíjense en las actas.
…Pasemos a la próxima pregunta, déjenme en paz.
…Lo supe bastante bien alguna vez pero me olvidé.
…Eso no le compete al proceso.
…pregúntenme el próximo sábado.
Y un día, cuando los jueces la estaban presionando para que definiera si la voz era única o plural, dijo con maestría: “La luz llega en el nombre de la voz”.
La luz llega en el nombre de la voz es una oración que se detiene a sí misma. Sus componentes son simples, y sin embargo, nos eluden, es imposible apropiárselos. Como ocurre con el vocablo intraducible MOLY de Homero, la frase parece provenir de otro lado y traer una bocanada de inmortalidad con ella. Sabemos que, en el caso de Juana, esto se volvió una bocanada de su propio ardor en la hoguera.
Pasemos a otro ejemplo menos terrible de la fuga de la traducción, igualmente impulsado por la rabia contra el cliché. La frase: “Quiero pintar el grito, no el horror”[3]. Reconocemos aquí una declaración del pintor Francis Bacon al referirse a su conocida serie de retratos del Papa gritando (que son variaciones del retrato del Papa Inocencio X pintado por Velázquez). Ahora bien, Francis Bacon es alguien que voluntariamente se expuso a la inquisición, varias veces durante su carrera. Esto quedó evidenciado de manera notable en una serie de entrevistas que el crítico de arte David Sylvester, publicó en un volumen titulado: La brutalidad del hecho. “La brutalidad del hecho” es una frase del propio Bacon para describir lo que él busca al pintar. Bacon es un pintor figurativo. Sus motivos son la gente, los pájaros, los perros, el césped, la arena, el agua, él mismo y lo que él pretende captar de estos temas (en sus palabras) su realidad o (una vez usó este término) esencia o (a menudo) los hechos. Al decir hechos, no implica que él pretenda hacer una copia del motivo como lo haría una instantánea sino más bien crear una forma sensible que traduzca en forma directa al sistema nervioso la misma sensación que experimentó el sujeto. Lo que Bacon quiere es pintar la sensación de un chorro de agua, la crispación misma de los nervios. Todo lo demás es cliché. Todo lo demás es la misma vieja historia sobre cómo San Miguel y Santa Margarita y Santa Catalina llegaron rodeados por mil ángeles y sobre cómo un aroma dulce llenó la habitación. El odia toda esa manía de contar, todo lo ilustrativo, hará cualquier cosa para torcer o interrumpir el aburrimiento de la narración, incluyendo manchar la tela con esponjas o arrojarle pintura.
Cuando digo que Francis Bacon quiere traducir la sensación a los nervios del espectador por medio de la pintura, estoy usando el verbo traducir de modo metafórico. En nuestro uso habitual, traducir es una operación del lenguaje, no de la pintura. El silencio también es algo propio del lenguaje y Bacon veces lo evoca literalmente, como en las entrevistas cuando dice (más de una vez), “Cómo ve, hay un punto a partir del cual ya no se puede en modo alguno hablar sobre pintura”[4]. Lo que cuenta es el proceso. En esta declaración está haciendo una apelación territorial, semejante a la que hizo Juana de Arco, cuando dirigiéndose a sus jueces les dijo “Esto no compete al proceso”. Estamos ante dos sentidos diferentes del término proceso, pero el menosprecio exasperado ante la autoridad cuyas demandas se reputan injustas es el mismo. Se puede percibir de qué modo esta exasperación condiciona la mayoría de las acciones públicas en la vida de Juana –su temeridad militar, su decisión de usar ropas de hombre, su abjuración de la herejía, su recaída en la herejía, sus legendarias palabras finales a los jueces: “¡Enciendan las piras!”. Si Juana hubiera contado con la posibilidad del silencio, no habría terminado en la hoguera. Pero el método de sus inquisidores consistió en reducir todo lo que ella dijo a doce acusaciones de su propio cuño, es decir, su propia versión de los hechos, solidificada como verdad[5]. Las acusaciones le fueron leídas en voz alta. Y se la forzó a contestar con sí creo, no creo. Toda pregunta, por sí o por no, impide que la palabra se detenga a sí misma. Lo intraducible se vuelve ilegal.
Las detenciones y los diversos tipos de silencio, sin embargo, son recursos de los que dispone Francis Bacon cuando pinta. Por ejemplo, en lo que respecta al motivo, cuando elige pintar gente gritando en un soporte que no puede transmitir el sonido. O en su uso del color, que es una cuestión compleja, pero concentrémonos por ahora sólo en un solo aspecto, digamos los bordes del color. Su objetivo como pintor, como hemos visto, es generar la sensación sin el aburrimiento de lo explícito. Bacon se propone derrotar a la narrativa ahí donde ella quiere emerger, es decir, casi todos lados, dado que los seres humanos son criaturas que se desviven por una historia. Hay una tendencia a que la historia se deslice por el espacio existente entre dos figuras o dos marcas en una tela. Bacon usa el color para silenciar esta tendencia. Realza el color ahí mismo en el borde de sus figuras –un color tan duro, plano, brillante, inmóvil, que resulta imposible entrar en él o asombrarse. Hay una desolación de curiosidad en el color. Una vez él dijo que le gustaría “poner el desierto del Sahara o las distancias del Sahara” dentro de una pintura[6]. Su color tiene un efecto excluyente y acelerador que obliga al ojo a avanzar. Es una forma de indicar, que no te demores ahí, que no empieces a fabricarte historias, que te mantengas aferrado a los hechos. A veces, pone una flecha blanca arriba de un color para apurar al ojo y denunciar una vez más a la narración. Mirar esta flecha equivale a sentir la extinción de la narrativa. Dice que sacó la idea de las flechas de un manual de golf.[7] Esta información atenta contras mis esperanzas de entender la historia de este cuadro. A Bacon no le interesa mi comprensión; tampoco a Juana de Arco le importó cuando sus inquisidores le preguntaban “¿A qué huelen tus voces?” y ella respondió “Pregúntenme el próximo sábado”. Bacon echa por tierra la habitual relación de la figura con el fondo, el pasaje habitual de información que se produce ahí, del mismo modo que Juana echa por tierra la relación habitual entre pregunta y respuesta. En vez de eso hay una catástrofe de comunicación.

Bacon usa otra terminología para describir esta catástrofe: la llama “destruir la claridad con la claridad”[8]. No solo en su uso del color sino en la estrategia entera de sus composiciones, quiere que veamos algo para lo cual no tenemos ojos todavía. Entra en la claridad en busca de un lugar de mayor frescura, donde la claridad es la misma y a la vez difiere de sí misma, lo cual puede ser análogo al lugar que se abre dentro de una palabra cuando ella guarda silencio en presencia de sí misma. Y es de notar que para Bacon este es un lugar de violencia. Habla mucho de violencia en sus entrevistas. Le preguntan mucho sobre la violencia en las entrevistas. Él y sus entrevistadores no le dan a la palabra el mismo significado. La pregunta atañe a imágenes de crucifixión, carne masacrada, retorcimientos, destrozos, corridas de toros, jaulas de vidrio, suicidio, semianimales de carne sin identificar. Su respuesta en cambio atañe a la realidad. Su interés no reside en ilustrar situaciones violentas, más bien desprecia sus propios trabajos cuando hacen eso por “sensacionalistas”. Su intención es transmitir la sensación, no lo sensacionalista; pintar el grito, no el horror. Y él entiende que el grito en su realidad subyace dentro de la superficie de una persona que grita o de una situación que pide un grito. Si consideramos su estudio del papa gritando comparándolo con la pintura que lo inspiró, el Retrato del Papa Inocencio X de Velázquez, podemos constatar que lo que hizo Bacon fue hundir sus manos en la imagen que Velázquez percibió de ese hombre profundamente inquieto y sacó de ahí un grito que ya estaba latiendo en su interior. En otras palabras pintó el silencio dentro del cual el silencio emergía silenciosamente, como dicen que hacen los agujeros negros del espacio cuando nadie los ve. Escuchemos a Bacon, hablándole a David Sylvester:
Cuando se habla de la violencia de un cuadro no tiene nada que ver con la violencia de la guerra. Tiene que ver con el intento de percibir la violencia misma de la realidad… y también la violencia contenida en la imagen misma, que solo puede ser transmitida a través de la pintura. Cuando yo lo miro a Ud. a través de la mesa, no solo lo veo a Ud., veo una total emanación que tiene que ver con la personalidad y todo lo demás… la calidad de vida… todas las pulsaciones de una persona…. la energía dentro de la apariencia…. Y poner todo eso en un cuadro implica que la violencia se hará visible en la pintura. Casi siempre vivimos protegidos por pantallas –una existencia velada. Y yo creo que, a veces, cuando la gente dice que mi trabajo es violento lo que quiere decir es que he logrado subrepticiamente despojarme de uno o dos velos o pantallas.[9]
Bacon dice que vivimos mediados por pantallas. ¿Qué son esas pantallas? Son parte de nuestro modo normal de mirar el mundo o bien, nuestro modo normal de mirar el mundo sin mirarlo. Pues Bacon sostiene que un verdadero observador que mirara el mundo lo vería bastante violento –no violento como superficie narrativa sino violento, de algún modo, por lo que está bajo de la superficie, siendo la violencia su esencia. Podría decir que Bacon “traduce” la violencia a la pintura pero quiero dejar de hablar de la traducción metafóricamente y enfocarme en la lucha concreta de cómo pasa un texto de una lengua a otra. Les pido que nos concentremos ahora en la Alemania de fines del siglo XVIII, comienzos del XIX, y que prestemos atención a algunas palabras utilizadas para referirse al color púrpura. La palabra del inglés purple viene del latín purpureus que viene del griego porphyra, un sustantivo que denota al pez morado. Este molusco marino, más exactamente la lapa morada o murex, era la fuente de la que se obtenían todas las pinturas púrpuras y rojas en la antigüedad. Pero el pez morado tenía otro nombre en la antigua Grecia, kalche, y de esta palabra se derivó un verbo y una metáfora y un problema para los traductores. El verbo kalchainein, “buscar al pez morado” llegó a significar emoción profunda y perturbada; volverse oscuro de inquietud, hervir de preocupaciones, buscar en lo profundo de la propia mente, albergar pensamientos oscuros, cavilar en la oscuridad. Cuando el poeta lírico alemán Friedrich Hölderlin se puso a traducir la Antígona de Sófocles en 1796 se topó con este problema en la primera página. La obra empieza con una Antígona angustiada que confronta a su hermana Ismene. “¿Qué pasa?” pregunta Ismene, luego ella agrega el verbo morado. “Obviamente tu mente se está oscureciendo (kalchainous) con alguna noticia”. Existe una lectura admitida de este verso. La versión de Hölderlin: “Du seheinst ein rotes Wort zu färben,” significaría algo así como: “pareces colorear una palabra roja, teñir tus palabras de rojo”. El literalismo letal de este verso es típico de él. Su método de traducir consistía en apropiarse de cada nota de la dicción original y trasladarla al alemán, exactamente como estaba, respetando su sintaxis, el orden de las palabras y el sentido lexical. Estas versiones de Sófocles hicieron reír a Goethe y Schiller cuando las escucharon. Otros críticos de formación listaron más de mil errores y calificaron a las traducciones de desfiguradas, ilegibles, el trabajo de un loco. De hecho, hacia 1806 Hölderlin fue declarado insano. Su familia lo internó en una clínica psiquiátrica de la cual salió después de un año con un diagnóstico de incurable. Vivió los remanentes 37 años de su vida en una torre con vistas al río Neckar en diversos estados de indiferencia o éxtasis, yendo y viniendo por su cuarto, tocando el piano, escribiendo en papelitos, recibiendo a algún raro visitante. Murió todavía enfermo en 1843. Es un cliché decir que las traducciones de Sófocles realizadas por Hölderlin anticipan su colapso y que su rareza luminosa, nudosa, impronunciable, deriva de su condición mental. Me pregunto ¿cuál es la relación exacta de la locura con la traducción? ¿Dónde ocurre la traducción en la mente? Y si existe un silencio que cae dentro de ciertas palabras ¿cuándo, cómo, con qué violencia ocurre eso y de qué modo nos involucra?
Una cosa que me llama la atención sobre Hölderlin como traductor y sobre Francis Bacon como pintor, y me atrevería a agregar sobre Juana de Arco como soldado de Dios es el alto grado de autoconciencia presente en sus respectivas manipulaciones de la catástrofe. Hölderlin comenzó a pensar en la traducción de Sófocles en 1796 pero no publicó Edipo ni Antígona hasta 1804. A juzgar por sus primeras versiones “no suficientemente vivas” (lebendig), las sometió a años de revisión compulsiva forzando los textos para volverlos cada vez más extraños. He aquí la descripción que hace de este esfuerzo el especialista en Hölderlin, Davis Constantine:
Complejizó el original para que encajara, no solo con su propio sistema idiosincrático sino también con sus obligaciones de traductor. Al elegir siempre la palabra más violenta para que los textos estuvieran cosidos con el vocabulario del exceso… también estaba dando voz a esas fuerzas de su propia psicología que muy pronto lo llevarían al borde del abismo. Y al pronunciarlas, ¿no estaba ayudándolas y retroalimentándolas? Vieja paradoja: cuanto mejor dice el poeta estas cosas, más poder les otorga contra sí mismo. Pues, ¿no son acaso irresistibles cuando son bien dichas?[10]
Irresistible al menos fue el proceso de esta violencia. Ya que es notable que Hölderlin empezó por esta época también a revisar su propia obra temprana y utilizó con ella el mismo método, es decir, solía volver a examinar los poemas terminados en busca de las partes no suficientemente vivas, luego las traducía a otros idiomas, incluso al alemán que yacía silencioso dentro suyo. Como si, al moverse sobre una línea, rasgar los miembros de las palabras y sumergir sus brazos dentro, encontrara su locura viniéndole al encuentro. Y sin embargo, no era del todo un encuentro fortuito. Desde muy temprano, Hölderlin tuvo una teoría de sí mismo. Esta teoría se evidencia en una carta a su amigo Neuffer, fechada en 1798, que empieza con la frase “la vitalidad (lebendigkeit) en poesía es lo que ahora más le preocupa a mi mente”. Luego continúa haciendo un lúcido análisis de su propia existencia:
… dado que soy más propenso a la destrucción que otros hombres, debo esforzarme más para sacar ventajas de lo que tiene un efecto destructor sobre mí… lo debo aceptar por adelantado como un material indispensable, sin el cual mi ser más interior no podría presentarse por completo a sí mismo. Lo tengo que asimilar, organizar… como sombras a mi luz… como tonos subordinados de entre los cuales pueda emerger vitalmente el tono de mi alma.[11]

Una carta dirigida a la madre de Hölderlin por su amigo Sinclair en 1804, leemos:
No soy el único –hay seis u ocho personas además de mí que han visto a Hölderlin y están convencidos de que lo que aparenta ser trastorno mental no es para nada tal cosa, sino más bien una manera que él tiene de expresarse y que ha adoptado deliberadamente por razones convincentes. [12]
Esto proviene de una reseña de 1804 de sus traducciones de Sófocles:
¿Cómo entiende usted el Sófocles de Hölderlin? ¿Está loco el hombre o simplemente pretende estarlo? ¿O es su Sófocles una sátira velada de los malos traductores? [13]
Tal vez Hölderlin simulaba estar loco todo el tiempo, no sé. Lo que me fascina es ver su catástrofe, cualquiera fuere el nivel de consciencia que él eligiera, como un método extraído de la traducción, un método organizado por su rabia contra el cliché. Después de todo, ¿qué otra cosa es la propia lengua sino un gigantesco y cacofónico cliché? Nada no ha sido dicho antes. Los patrones han sido fijados. Adán nombró a todas las criaturas hace tiempo. La realidad está en cadenas. Cuando Francis Bacon se acerca a un lienzo blanco, su superficie vacía ya está llena con la historia entera de la pintura, es un compacto de todos los clichés de representación vigentes en el mundo del pintor, en la cabeza del pintor, en el abanico de lo que puede ser hecho sobre esa superficie. Las pantallas están ahí, dificultando que uno pueda ver algo que no sea lo que uno espera ver, difícil pintar lo que ya no está pintado ahí. Bacon no se contenta con desviar o engañar al cliché con alguna treta de pintor, quiere asesinarlo ahí mismo sobre el lienzo. Y por eso, solicita las intervenciones del azar, hace lo que él llama “marcas libres” sobre el lienzo, tanto al comienzo cuando es blanco, como más tarde cuando está parcial o completamente pintado. Usa cepillos, esponjas, palos, trapos, su mano o simplemente arroja una lata de pintura. Su intención es interrumpir el abanico y hacer entrar en cortocircuito su propio control de la disrupción. Su producto es una catástrofe que luego él procederá a manipular en una imagen que puede llamarse real. O puede simplemente exponerlo:
David Sylvester: Usted nunca terminaría un cuadro arrojándole algo de repente. ¿O sí?
Francis Bacon: Oh sí. En ese tríptico donde aparece el hombro de una figura vomitando en el lavatorio, hay un latigazo de pintura blanca que funcionó así. Lo hice a último momento y simplemente lo dejé.[14]
Las marcas libres son gestos de rabia. Uno de los mitos más viejos que tenemos de este gesto es la historia de Adán y Eva en el Paraíso. ¿Por qué Eva puso una marca libre sobre esa manzana? Decir que fue porque la serpiente la sedujo, o porque ansiaba el conocimiento absoluto, o porque buscaba la inmortalidad son análisis retrospectivos. ¿No sería más simple decir que estaba aburrida? Adán acaba de realizar el acto primordial de nombrar, había dado el primer paso para responder a la más absoluta carencia de significado, carencia de dirección y carencia de finalidad demencial de lo real, un conjunto de clichés que nadie nunca osaría cuestionar, o querer cuestionar – esos clichés son nuestra historia humana, nuestro edificio de pensamiento, nuestra respuesta al caos. El instinto de Eva fue morder esa respuesta por la mitad.
La mayoría de nosotros, puestos a elegir entre el caos y la nominación, entre la catástrofe y el cliché, elegiríamos la nominación. La mayoría de nosotros ve esto como un juego de suma cero –como si no hubiera un tercer lugar para estar: algo sin nombre se considera, por lo general, inexistente, y aquí es donde podemos discernir la benevolencia de la traducción. La traducción es “una práctica, una estrategia, o lo que Hölderlin llama una gimnasia saludable de la mente”[15] que sí parece habilitarnos un tercer lugar donde estar. En la presencia de esa palabra que se detiene a sí misma, en ese silencio, uno tiene la sensación de que algo nos ha rozado y ha seguido su curso, que alguna posibilidad ha sido liberada. Para Hölderlin, como para Juana de Arco, se trata de un arrebato religioso que conduce a los dioses. Para Francis Bacon conduce a Rembrandt.

2020.
Crédito de la foto: Museo Nacional del Prado
Una de las pinturas favoritas de Francis Bacon es el autorretrato que pintó de sí mismo Rembrandt. Lo menciona en varias entrevistas. Lo que dice que le gusta de este cuadro es que cuando uno se acerca percibe que los ojos no tienen órbitas.[16] Ubiquemos esta explicación junto a una frase de Hölderlin que me persigue y no puedo decir por qué. En el margen derecho de una página en la cual él ya había esbozado un poema, Hölderlin empezó tiempo después a escribir un ensayo. El ensayo contiene este extraño comentario:
A menudo intenté con el lenguaje, a menudo intenté con el canto, pero ellos no te escucharon.[17]
Algo del modo en que operan los pronombres de esta frase, me remite a los ojos de Rembrandt. Esos ojos desorbitados no son, por cierto, ciegos. Están comprometidos en una mirada intensa, pero no es una mirada organizada de manera normal. La visión está en marcha pero (es posible que) la visión esté entrando a los ojos de Rembrandt por detrás. Lo que su mirada arroja hacia afuera, en dirección a nosotros es un profundo silencio. Tal vez un silencio parecido al que siguió a la respuesta de Juana de Arco a sus jueces cuando le preguntaron “¿En qué lengua te hablan las voces?” y ella contestó “En una lengua mejor que la vuestra”.
Para resumir. Honestamente no soy muy buena para resumir. Lo mejor que puedo hacer es salpicarlos por última vez. Fui entrenada para la exactitud y para creer que un conocimiento riguroso del mundo sin ningún residuo es posible para nosotros. El solo pensar en este residuo que en realidad no existe, me refresca. Pensar en la posición del mundo, en el modo en que comparte su posición con capas empapadas de nada, pensar en su movimiento, pensar que nunca puede detenerse pues yo estoy en constante fluir con él, pensar en su tono de voz, que es casual (de hecho olvida mi existencia casi inmediatamente) pero de vez en cuando arroja una suerte de cruda piedad que no comprendo, pensar en su sombra que es proyectada por nada y, por ende, no contiene muerte (o muy poca muerte), pensar en todas estas cosas es como ver un haz de luz que pasa por debajo de la puerta de un cuarto en el que he estado encerrada por años. En su torre con vistas al río Neckar, Hölderlin tenía un piano que a veces tocaba con tal violencia que rompía las teclas. Pero había días pacíficos en los que podía tan solo tocar y balancear su cabeza y cantar. Aquellos que lo escuchaban afirmaban no saber, a pesar de prestar atención, en qué idioma cantaba.
——————————————————-
[1] Françoise Meltzer, For Fear of the Fire.
[2] Virginia Woolf, Al Faro.
[3] David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
[4] Michael Peppiatt, «Interview with Francis Bacon,» en Art International 8.
[5] Françoise Meltzer, For Fear of the Fire.
[6] David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
[7] H. Davies, “Interview with Francis Bacon,” Art in America 63.
[8] Gilles Deleuze, Francis Bacon: The Logic of Sensation, traducido por D. W. Smith.
[9] David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
[10] David Constantine, Hölderlin.
[11] Friedrich Hölderlin, Hyperion and Selected Poems, editado por Eric L. Santner.
[12] David Constantine, Hölderlin.
[13] Aris Fioretos, The Solid Letter: Readings of Friedrich Hölderlin.
[14] David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon.
[15] David Constantine, Hölderlin.
[16] David Sylvester, The Brutality of Fact: Interviews with Francis Bacon; Gilles Deleuze, Francis Bacon: The Logic of Sensation, traducido por D. W. Smith.
[17] Aris Fioretos, The Solid Letter: Readings of Friedrich Hölderlin.
*(Toronto-Canadá, 1950). Poeta, ensayista y traductora. Graduada por la Universidad de Michigan (EE.UU.) y es Doctora Honoris Causa por la Universidad de Toronto (Canadá). Ha sido profesora en su casa de estudios y en la Universidad Mc Gill. Entre otros premios ha recibido el Premio Literario Lannan (1996), Premio Pushcart (1997), la Beca Guggenheim (1998), la Beca Macarthur (2000), el Premio de Poesía Griffin (2001), etc. Ha publicado en poesía Short Talks (1992), Glass, Irony and God (1995), Plainwater: Essays and Poetry (1996), Autobiography of Red (1998), Men in the off Hours (2000), The Beauty of the Husband: a Fictional Essay in 29 Tangos (2001), Decreation: Poetry, Essays, Opera (2005), Nox (2010), Red Doc (2013), Antigonick (2015), Float (2016) y en otros géneros Eros The Bittersweet: an Essay (1986).

