1 relato del «Mundo que a escondidas miro» (2025), de Teófilo Gutiérrez

 

Por Teófilo Gutiérrez*

Crédito de la foto (izq.) Wilber Huacasi –

www.hytimes.pe /

(der.) Hipocampo Eds.

 

 

«No podré alimentarla toda la vida».

1 relato del Mundo que a escondidas miro (2025),

de Teófilo Gutiérrez

 

 

La primera vez que la vi, ella estaba atada a una tarima en un corral de adobes y techo de hojas de palma. Me miró desde la profundidad de sus ojos redondos y tintos. Me fui acercando a pasos muy cortos en ese suelo húmedo y negro. Ella se acurrucó, tembló. Estaba cubierta de harapos. Las moscas verduzcas la sobrevolaban en círculos incansables.

          Llegué a ese lugar un viernes al mediodía. Seguí las indicaciones de la tía Bertha al pie de la letra. Me repitió, mañana, tarde y toda la semana, con voz firme y moviendo los brazos como aspas al viento. Me dijo: «Seguirás por el camino de La Colmena, verás la casa vieja donde vivió mi padre Pancho. Te darás cuenta de que ese camino duerme como una larga culebra que parte en dos a la colina. Mira hacia tu derecha, porque verás entonces que la ladera se acaba y que el camino desaparece loma abajo. Sin embargo, podrás ver una casa que aún brilla con el sol. Esa casa fue de tu abuelo. Y verás, bien abajo, por los dominios del río, que se extiende el valle de las palomas. Y ese trecho de colina es el final de esta, porque entonces empezarás a subir hacia la montaña y en una hora, eso calculo, si no te equivocas y entretienes, ya estarás en un lugar que le dicen La Huaca. De ahí para adelante todos los horizontes son transparentes y verdes, el cielo es azul añil y seguro te provocarán las granadillas que crecen y se descuelgan desde las cercas que surcan por ambos lados de ese camino. Y verás que bien al fondo se insinúa una montaña que, por su forma perfecta, es similar a un corazón y por eso, desde siempre, se ha llamado El Corazón. Pero tú continúa caminando y pronto sentirás que esos mundos te abrazan de mucha paz y tranquilidad, porque pronto divisarás un tronco de cedro rojo talado hace mucho tiempo por los primeros colonos que llegaron desde Huancabamba a este territorio. También verás muchos troncos de árboles, pero ninguno tendrá la dimensión del cedro que te indicará desviarte por otro sendero hacia la casa de José Fernández; él ofreció colocar ahí, en el muñón de árbol, un trapo rojo. Esa es la señal para que continúes ladera abajo. Cuando avances un poco encontrarás una bifurcación, entonces elige el lado derecho. Pronto divisarás un estrecho sendero bordeado de plátanos y posiblemente otras plantas frutales. Los paisajes cambian con el transcurrir del tiempo, porque yo estuve por ahí hará unos cinco años cuando inauguraban alguna escuela que supervisaba en mi condición de maestra más antigua de la zona. Luego que camines todo ese sendero de platanales, seguirás por los zigzags de ese camino corto. Pronto llegarás a una terraza de piedras negras y desde ese lugar podrás distinguir entre los árboles la casa de José Fernández. Él te conoce y espera. Pero aún no desmontes del burro. ¡Mucho cuidado!, porque con seguridad que José Fernández se acompaña de perros. No sé si son bravos, pero toma tus precauciones. Y grita fuerte para que él pueda oírte. Grita su nombre: ¡Ese José Fernández! ¡Oiga José Fernández!».

          Pero los perros no ladraban. Y seguí gritando y el eco seguía jugando entre las colinas. Ese mismo eco que se entreveraba con el viento fresco y subía desde el fondo de la hondonada, moviendo el follaje de los cafetos y guabos.

          De pronto una voz me encontró. Una voz que traía una lampa en la mano y un machete de faena colgando del cinto. Y tuve la sensación de que ese hombre había estado todo el tiempo mirándome, oyendo mis apuros.   

          —¡Qué tal! —dijo. Te estuve esperando más temprano.

          Y lo seguí hacia ese corral de adobes y hojas de palmera como techo. En ese instante se me ocurrió que debía de explicarle mi tardanza. Pensé decirle: «No llegué más temprano porque no pude resistir la tentación de comer granadillas, esas que cuelgan de los cercos. Usted sabe cómo son de dulces y jugosas. Me llené la panza hasta el hartazgo. Y el burro se llenó de pasto y cogollos de yerba. Pero ya estamos aquí.»

          Pero a José Fernández solamente le interesaba saber que yo estuviera ahí, delante de su casa. No preguntó los motivos de mi tardanza. En pocas palabras, su interés se centró en relatarme algo de la breve vida de la niña a quien yo había ido a recoger. Lo hizo mientras llegábamos a ese corral y durante el tiempo que demoramos en acomodar a la niña sobre el lomo del burro. Me dijo, sosegadamente: «Su verdadero nombre es Anita, pero desde siempre le hemos dicho Animalito. Si le dices Anita tal vez no se reconozca, porque entiende más si le decimos Animalito. Me falta el tiempo para alimentarla, darle de beber y bañarla. Esas cosas las hacía su madre, pero la pobrecita se murió hará unos seis meses. Tu tía me dijo que vendrías a llevarla; pues, bien, llévatela. Pero ¿cómo podrás llevarla?, ¿cómo la acomodarás en esa angarilla? Si la llevas sentada en la angarilla se cae al primer paso del burro. Creo que podemos acomodarla en un lado de la alforja y, del otro lado, en contrapeso, colocamos una calabaza grande. Creo que así podrán llegar a su destino».

 

 

          Aunque esa idea no me convencía, porque la alforja podría apretarle el cuello y entonces ella tendría problemas para respirar, pero José Fernández se encargó de acomodarla muy bien y con una palmada en las ancas del burro nos despidió.

          Y entonces subimos por el sendero hasta llegar al tronco del cedro rojo. Luego enrumbamos por ese camino bordeado de cercos cubiertos de granadillas que nuevamente comí mientras arreaba con palmadas las ancas del burro. La niña iba bien y en algún momento volvió a mirarme con esa mirada penetrante. También iba pensando en las palabras de su padre, quien fue muy firme y frío para decirme la frase en el instante final cuando nos despidió: «No podré alimentarla toda la vida». Y también volví a recordar las palabras de tía Bertha: «Anda y trae a esa muchacha, porque la tenemos que llevar el domingo a la casa de Conchita. Pobrecita mi cuñada, ahora que todos sus hijos asisten al colegio, ella necesita urgente una mano ágil y joven. Esa muchacha le caerá como anillo al dedo. Y se produjo la coincidencia, feliz, por cierto, cuando se apareció por acá José Fernández. Conchita tiene buena suerte, ¿tú qué dices? En la chacra nadie tiene futuro. ¡Pobrecita!, imagínate, perder a su madre a tan corta edad. Por estos campos olvidados te mueres nomás y nadie se entera. Pienso que su padre es una buena persona. Es muy triste y duro desprenderse de una hija.»

          Y así volví a desandar el camino de la montaña y el de la colina recordando las palabras de la tía. Pero luego comencé a pensar en el momento que   ella viera a la niña apretada en esa alforja. La sacarían como si fuera otra calabaza. Y entonces la tía lanzaría un grito que asustaría a las palomas y los pájaros, al gato y al perro porque, definitivamente, esa niña era un peso inútil y no había manera que pudiera servir para trabajar en los quehaceres de una casa. La esperanza que tenían para ella se hundiría como piedra en el barro. Imaginaba a tía Bertha muy avinagrada, gritando: «¡Qué carajo has traído! ¡Mírala! Es como un gusano que apenas respira. ¡Para qué diablos la trajiste! Debiste decirle a José Fernández, ¡no señor!, gracias, pero me regreso por donde vine con mi burro pardo. Debiste arrear a ese cuadrúpedo y hacerlo correr y regresar prontamente. Ahora bien, ya que la trajiste, deberás regresarla mañana mismo. No pensaste en las consecuencias. ¡No la quiero! Solamente es un estorbo. ¿Cómo crees que pueda ser de ayuda a Conchita? ¡Mírala, parece media muerta! ¿Para qué tienes el cerebro? Ah, mejor no digo nada más. Y te perdono porque aún eres un mocoso y no piensas».

          Entonces tendría que devolverla y volver a recorrer la ladera con la niña y el burro, subir por el camino de la montaña y llegar hasta el tronco de cedro rojo. Le pondría dos piedras de contrapeso para que ella no se cayera del burro, pues la tía Bertha separaría la calabaza para cocinar un sabroso dulce. Y el mundo se pondría de color muy malo solo de pensar en el momento cuando volviera a ver a José Fernández. ¿Cómo explicarle la razón de la devolución? ¿Cómo? Y cuando ya me había hecho un enredo en la cabeza, estábamos llegando al pueblo. La tía nos esperaba y seguramente no había desprendido la mirada del horizonte del que veníamos.

          Y la tía no gritó. Me miró en silencio. Le tocó la cabeza a la niña, tal vez para saber si estaba aún viva, luego le pidió a Eusebio que la bajara del burro. Y le indicó que la llevara al baño. Solamente me palmeó el hombro y me dijo que fuera a comer. En ese instante ocurrió todo lo contrario a lo que venía pensando, pues la tía Bertha se apresuró a quitarle la mugre de tantos días, la vistió con ropa limpia, le rapó el pelo para matar los piojos, le curó los granos de las piernas producidos por las picaduras de insectos y luego la alimentó y la hizo dormir en un colchón limpio.

          Cuando llevaron a la niña a Jaén donde la tía Conchita, estaba rosadita y vivaz, tenía la misma mirada intensa que me envolvía hasta ponerme la piel de gallina, porque parecía que desde el fondo de esos ojos negros me estaba preguntando tantas cosas y no había forma de responderle. Y sentí mucho alivio cuando ella desapareció por el recodo de la colina rumbo a la ciudad donde decían que la vida de alguien podía cambiar para siempre.

 

 

 

 

 

*(Jaén-Perú, 1960). Narrador, poeta y editor. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). En 1997 fundó Hipocampo Editores. Ha obtenido el Premio COPE de Bronce (cuento, 1989), El cuento de las 1000 palabras de la revista Caretas (1989) y el Primer Premio de Cuento de la Municipalidad Metropolitana de Lima y la asociación cultural Viernes Literarios (2004). En 2021 la Municipalidad Provincial de Jaén lo homenajeó por su labor como Escritor del Bicentenario. Ha publicado en cuento Tiempos de Colambo (1995) y Colina Cruz (2009); en poesía Sabor de sidra (2023).

 

 

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