3 poemarios, por Julio Mas Alcaraz

 

Por Julio Mas Alcaraz*

Crédito de la foto Eolas Eds.

 

 

3 poemarios

 

 

Hace un tiempo asistí a una triple presentación en la ciudad de Madrid. Las tres poetas tenías dos cosas en común: un excelente primer poemario y la misma editorial. Me parecía algo injusto elegir solo uno de los tres poemarios para realizar una reseña, así que decidí reseñar los tres y este es el resultado:

 

La labranza del linaje

Mercedes Folgueira** ingresa en la poesía con El sueño del padre (2024) desplegando un territorio verbal en el que la tierra, el cuerpo y la genealogía se confunden hasta hacerse materia única. Desde el título de la primera parte—somos campos de labor— el libro propone una voz coral que escribe en plural y, al mismo tiempo, arrastra una biografía íntima. El poema inaugural hilvana esa dualidad con enumeraciones que recuerdan los salmos y los conjuros rurales: “somos la sal del mundo en el surco hostil del sueño/ somos el bocado del buey de labor”. La repetición de somos convierte el poema en un registro de pertenencia: cada verso nombra una tarea agrícola, una liturgia o una herida, como si fundara un linaje que solo se legitima por el trabajo y la intemperie.

 

La poeta Mercedes Folgueira

 

Esa inscripción comunitaria se fisura pronto. En surco la poeta ablanda la épica con un relato mítico familiar: “habrá mujer un día que, siendo ajena a la raíz, asiente su surco en la turba”. El futuro profético revela la tensión entre destino colectivo y elección individual: la mujer que arará la tierra es, al fin, la hija que cuestiona la ley del padre.

La sintaxis carece de mayúsculas y de puntuación normativa, recurso que intensifica la sensación de corriente verbal y demuestra la voluntad de Folgueira de escribir desde lo inorgánico, desde aquello que antecede la forma: “cala blanco el miedo igual que el calcio”. La prosodia se sostiene en encabalgamientos bruscos y elipsis hasta crear una textura que remite tanto a la botánica como a la alquimia. No hay delicadeza superflua: la autora prefiere el sustantivo áspero, la imagen agrícola (“un flujo como de esparto que marca de por vida las runas”) o la biología descarnada (“mi piel y el fuego/ sin revestir de dicción mis actos”). Esa rudeza no es gratuidad: subraya el carácter corporal de la transmisión: la hija solo puede despertar cuando abandona la metáfora floral y acepta la “cal abdominal de los huesos”.

Uno de los muchos aciertos del libro es el uso simultáneo de la liturgia católica y el imaginario campesino para cuestionar ambos. El poema el credo subvierte la secuencia del rosario y la convierte en un rito de violencia sexual y resistencia; el texto se acelera con parataxis y numeraciones —“un empujón, dos, tres, fuera”— hasta que la que voz femenina recupera la primera persona: “alzas la cabeza. la mano. el anillo”. El anillo, signo nupcial, no devuelve pertenencia sino extrañamiento; “vestida de blanco vomitas mejor los golpes”, sentencia la autora, y con ello desmonta la estética nupcial para exhibir su reverso de sumisión.

 

 

En su parte final el libro avanza hacia la desposesión del lenguaje. En la flor aún se lee: “la palabra que la flor calcula/ deshace en verdad la piedra de su raíz”. La imagen, casi rimbaudiana, señala que la palabra no es adorno sino erosión: mina la raíz, la hace porosa, y libera una posibilidad de renacimiento. Esa erosión alcanza el apunte final, “cierre”, donde la página es invadida por “insectos mudos/ cadáveres con un pie tónico muerto antes de ser pronunciado”. La autoconciencia sobre el verso y su cadáver sugiere que la poesía se gesta en el fracaso del propio acto de nombrar.

El sueño del padre se sitúa en la misma vertiente que libros recientes donde la tradición rural se repliega para revelar violencias íntimas y revocar los mitos del patriarcado. Sin embargo, Folgueira no ironiza ni estetiza: trabaja la materia hasta oxidarla, como quien ara un campo y encuentra “carbono y herrumbre”. Su logro radica en haber fundido la épica comunal y la memoria del abuso sin sacrificar densidad verbal. Hay en estos poemas un pulso de salmodia pagana, una desconfianza en las genealogías, pero también una energía de restitución: las hijas hablarán en la tierra del padre de su sudor, aunque “todo tenga su lejía, su dolor incauto”. En esa fricción entre herencia y fisura, dolor y germinación, se instala la voz de una autora que entiende el poema como espacio de barbecho: allí donde el pasado es surcado, aireado y, por fin, capaz de dar otro fruto.

 

 

 

Anatomía poética

No un cuerpo (2024) de Raquel Martínez Muñoz*** se abre con una primera parte fundacional: La mer. Un mar que en francés evoca fonéticamente a la madre, que será el título de la tercera sección del poemario. Esta dualidad inicial no es casual; la poesía de Martínez Muñoz emerge de una matriz anterior al cuerpo nombrado, un espacio que es paisaje y duelo, exhumación e invocación.

 

La poeta Raquel Martínez Muñoz

 

Desde sus primeros versos, el libro se sumerge en una arqueología delicada y feroz de lo corporal: “La verdad de un cuerpo/ es su relato./ Y este yace.” Esa verdad, que sangra y calla, se despliega como una búsqueda a tientas en una geografía íntima, donde el dolor, la herida y la memoria se convierten en formas del lenguaje. Martínez Muñoz alterna registros narrativos y viscerales, elegantes y rotundos, para dar voz a lo que el cuerpo retiene y transforma. Asistimos a una genealogía de hijas, madres, niñas enterradas y “perras que laten en los márgenes de la historia, en lo oscuro”. Poemas como Dog Woman presentan arquetipos femeninos feroces que subvierten las narrativas sacrificiales, alumbrando “una erguida espada dorada,/ un gemir de hierro y amianto”.

La escritura de Martínez Muñoz está poblada de imágenes potentes y visionarias, de una rara precisión lírica: “Los ojos se me diluyen por dentro, como dos cascadas de dolor, hasta los hombros”. En ellas, el yo se despliega como un campo de resonancia sensorial y política. Una de las virtudes más evidentes del libro reside en la modulación de su dicción sin perder potencia: poemas en ráfagas, en párrafos, con anáforas o rupturas tipográficas que invocan el cuerpo como espacio textual. Versos como “abrir/ tu nombre hasta que seas/ llama” demuestran que lo corporal es aquí forma y materia verbal. Muerte, infancia y silencio forzado se entrelazan con la redención poética, las flores que abren al albor y la escucha de lo sagrado en lo animal, conformando un salmo subterráneo. “Confía/ en la muerte de las flores”, nos insta uno de los poemas más conmovedores, donde la forma bíblica se quiebra para alumbrar un lenguaje más profano y real.

La segunda parte, My other, introduce una topografía interior donde el cuerpo se vuelve herida verbal. La voz abraza su alteridad, su desdoblamiento, en una única forma de continuidad. El poema à mon seul désir despliega una sintaxis fracturada que erotiza el mandato medieval del tapiz de La Dama y el Unicornio: “abrir tan lento/ desprender mi entera boca/ en tu larva simiente”, fundiendo maternidad y deseo en una imagen perturbadora. Esta sección se articula en breves poemas que funcionan como latidos. “La oquedad requiere/ de manos para existir” fija la metáfora central del hueco y lo faltante. El registro, más lapidario, acorta el verso para intensificar la carga semántica; cada sustantivo arrastra un campo magnético de violencia y ternura, tanteando el hueso bajo la piel. El motivo vegetal regresa transfigurado: si al principio “«briznas de hierba lloran la vida”, ahora la naturaleza es fértil y doliente, un terreno en el que “no todas las semillas florecen”. Martínez Muñoz convierte el crecimiento frustrado en parábola de la subjetividad femenina, donde germinar implica dolor e incluso riesgo de asfixia: «Solo daño/ si te aprieto”.

 

 

Finalmente, La mère cierra el poemario con un gesto de consagración. El poema Cuánto amor (piel) cabe introduce una poética del florecimiento y la herida: la piel es un límite expuesto entre lo propio y lo ajeno. Hay una exploración del deseo como lenguaje corporal, con imágenes como los “mantones de espinas” que evocan tanto la belleza como el dolor de la apertura al otro. La invocación final añade una dimensión espiritual y ancestral a ese deseo: una plegaria por la posibilidad de la fusión y la pertenencia. El cuerpo materno se desdobla en imágenes múltiples: tierra y tumba, mar y cama, madriguera y éxodo. Me empeñé retoma el tono de invocación corporal desde la densidad de lo carnal: huéspedes alojados en el cuerpo, orificios emparedados, ángeles en tacitas de fresas. Se manifiesta una dimensión de entrega que no redime, sino que expone: “Se requirió arrojo/ para irrumpir surcos, meandros”. La madre “vuela en mí”, el pájaro “baja la mar”, condensando lo imposible, lo místico y lo cotidiano. Los últimos poemas se vuelven más fragmentarios y visionarios: el cráneo del mar estalla de fósiles, se amamanta a un zorrito perdido, se invoca a una libélula que endulza las mazmorras. La figura materna se multiplica en signos naturales y animales, convirtiéndose en un paisaje emocional y simbólico, una fuerza inscrita en la materia misma del mundo. La página final cierra con una imagen bella y desolada, dejando a la madre como una presencia ausente, una huella que persiste en lo que no llega a ser dicho del todo.

No un cuerpo es una inmersión profunda en la anatomía del duelo, el recuerdo y la identidad femenina. Martínez Muñoz construye una obra donde lo visceral se encuentra con lo lírico, y lo fragmentario revela una totalidad conmovedora. A través de su lenguaje potente y sus imágenes evocadoras, la autora invita al lector a transitar un camino de exhumación y redención.

 

 

 

La lucidez del naufragio

En Cuántos pájaros huidos (2024), Eva Palacios**** convoca a una lectura que se sitúa en el ámbito de la indagación poética sobre la fragilidad y la persistencia. El título, ya en sí mismo una metonimia del desprendimiento, introduce una obra donde la fuga y el eco de lo ausente operan como ejes vertebradores de la construcción lírica. El poemario no persigue una clausura, sino que se inscribe en la dinámica de lo abierto, de lo irrecuperable que, sin embargo, funda el presente del decir.

El poemario se abre con una constatación casi atónita: “Parece mentira. Todo sigue su curso, aunque los tulipanes nos hayan cercado.” Desde este primer verso, lo cotidiano y lo devastado conviven sin mediación. La vida —la de los otros, los que “comen, aman, ajenos a nuestra destrucción”— sigue, incluso cuando “nuestro centro está devastado”. La voz poética habita ese desgarro con una lucidez que se parece al escalofrío: hay risas al fondo, pero también “hebras de dolor en el cuello”. El desconcierto ante el mundo que gira con indiferencia frente a lo roto se convierte en uno de los ejes del libro, donde la experiencia del duelo no se configura sino que se metaboliza a través de un lenguaje poroso, quebrado, a menudo próximo a la alucinación.

 

La poeta Eva Palacios

 

La topografía que Palacios dibuja es la de una existencia marcada por la contingencia. La incertidumbre no es un mero telón de fondo, sino una entidad casi tangible que se esconde, pero cuya persistencia es innegable. Hay una ética del desbordamiento que recorre estos textos. Cada poema parece construido sobre una sintaxis tambaleante, como si las palabras mismas se resistieran a componer un orden cerrado. Se trata de un lenguaje herido, cuyo tono fluctúa entre la plegaria y la advertencia:

Perimetras la incertidumbre: la contienes en el hueco/ de tu mano. Luego la escondes en el altillo del armario./ No quieres verla cada día. Aunque a veces dudas o/ sueñas que ha escapado./ Pero no. Ahí sigue.

 

Esta conciencia de lo inasequible conduce a una suerte de confrontación desnuda con la condición humana, donde la vulnerabilidad es un punto de partida para la articulación poética.

El paisaje urbano y la figura humana se entrelazan en una imaginería de fuerte impronta simbólica. La “piel mutante de la ciudad” es un receptáculo de tensiones, donde la “inocencia” es objeto de una violencia sutil, “clavada en tus pupilas”. Los niños y las mujeres, desprovistos de un refugio seguro, habitan un espacio de precariedad. Esta observación no se detiene en lo anecdótico; se eleva a la categoría de modelo, sugiriendo una condición universal de desamparo y una búsqueda instintiva de un “maná que las salve”. La presencia recurrente de lo animal —los “pájaros huidos”, los “buitres”, la “bestia hambrienta”— actúa como contrapunto a lo humano, o quizás como su reflejo más crudo, evidenciando una lucha primigenia por la supervivencia o la expresión.

La voz poética se despoja de artificios retóricos para alcanzar una contundencia casi aforística. La palabra, consciente de sus límites, se asume como único vehículo para nombrar la escisión: “Palabras bordean el absurdo. No hay pan que ofrecer/ sino naufragio.” Este verso funciona como una poética en sí misma, revelando una conciencia metaliteraria sobre la precariedad del lenguaje frente a la magnitud de la experiencia. Sin embargo, en esta asunción del naufragio, se filtra la posibilidad de la epifanía: “Cuando la jaula se abre en tu sudario/ se refleja el asombro del mundo.” El umbral del colapso se convierte en el lugar de una revelación, un punto de inflexión donde la derrota se transmuta en lucidez.

La memoria, elemento transversal en la obra, se presenta como un sedimento de lo que se apollilla, de lo que se resiste a la transparencia. La búsqueda de redención es una quimera: “Como si fuera posible la transparencia desnudas tu/ lengua. Amarras la respiración a las esquinas. Como/ si hubiera redención alguna en este trapecio. Inútil.” En esta honestidad descarnada reside la fuerza del poemario. No hay consuelo fácil, sino una mirada directa a la imposibilidad de una plenitud. La naturaleza, no obstante, ofrece una contra-memoria, una resistencia vital que los “Árboles que recitan versos” encarnan. Estos, aferrados a sus raíces, se erigen en símbolo de una persistencia que guarda a la “niña cobijada en su propia sombra”, sugiriendo una memoria orgánica y ancestral que pervive más allá de la fragilidad individual.

 

 

El libro cierra con una imagen de retorno: “Vuelves al salitre como quien regresa al hogar”. No se trata de un regreso conciliador, sino de un reconocimiento de la materia primera: lava, salitre, malvasía. Lo que ha sido perdido se integra, por fin, como huella en la mirada: “Se ha clavado en tus pupilas el color de la inocencia.” Alguien ha atravesado la devastación y, sin embargo, decide mirar.

Cuántos pájaros huidos no es un poemario complaciente. Su valor reside en la lucidez con la que Palacios explora los territorios de la incertidumbre y la pérdida, empleando un lenguaje que, despojado de lo superfluo, gana en densidad semántica. Es una obra que interpela al lector desde la esencia de la palabra, consolidando una voz que contribuye a la renovación de los códigos líricos al abordar lo inasible desde una perspectiva reflexiva y desprovista de adornos.

 

 

 

 

 

*(Alicante-España, 1970). Poeta, cineasta y traductor. Licenciado en Ciencias Económicas y Master of Arts in Filmmaking por la London Film School (Reino Unido). Ha publicado en poesía Cría del ser humano (2005), El niño que bebió agua de brújula (2011), Ritual del laberinto (2021); en traducción El juramento de la pista de frontón y Vive o muere (2010) de Anne Sexton, además de la antología de poesía norteamericana La diferencia entre Pepsi y Coca-Cola. Como cineasta, ha escrito y dirigido diversas piezas audiovisuales y ha obtenido numerosos premios, siendo comisionado como director por la National Gallery.

 

 

 

**(Avilés-España, 1983). Poeta. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo (España). Le interesan las lenguas tanto extranjeras como nacionales y cursa el Grado en Estudios Ingleses. En 2008 Obtuvo el Premio Vieiros por el microrrelato erótico en gallego “Mírote”.  Se desempeña como profesora de Lengua Castellana y su Literatura en Avilés. Ha publicado en poesía El sueño del padre (2024).

 

 

 

***(Santander-España, 1982). Poeta. Licenciada en Periodismo, comunicación audiovisual y pianista. Diplomada en disciplinas corporales. Trabajó en el área de comunicación del Círculo de Bellas Artes de Madrid desde 2008 hasta 2022 y como periodista en diversas agencias y medios. Compagina la escritura poética, la experimentación sonora y su hibridación con el cuerpo. Forma parte del colectivo de arte sonoro y performance EDDA. Facilitadora de los retiros Mujer creadora, mujer inmadre, junto a Ana Barrera, imparte clases de Yoga inclusivo en Espacios de Igualdad de Madrid (España). Ha publicado en poesía No un cuerpo

 

 

 

****(Logroño-España, 1972). Poeta. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid (España), donde ha residido la mayor parte de su vida. Trabaja como periodista, formadora y en el área de la comunicación corporativa. Desde el 2018 asiste a talleres de escritura y creación poética con los que renovó su pasión por el lenguaje lírico. Ha publicado en poesía Cuántos pájaros huidos (2024), con prólogo del poeta Alberto Cubero Mellado.

 

 

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