Por Richard Parra*
Crédito de la foto (izq.) Hipocampo Eds. /
(der.) Zoila Capristán
Sobre El mundo que a escondidas miro (2025),
de Teófilo Gutiérrez
En principio, quiero destacar que, con El mundo que a escondidas miro, de Teófilo Gutiérrez**, nos encontramos ante un conjunto de relatos simbólicamente desafiante, musical, lúdico y, sobre todo, poético y dramáticamente original.
De hecho, debido a su trabajo con la oralidad y por su reconstrucción de las memorias y los mitos populares del norte peruano, es uno de los libros de cuentos más notables que he leído recientemente, un libro que consolida a Teófilo Gutiérrez como uno de los cuentistas más apreciables de su generación y la actualidad.
La lectura de este libro representa además un reencuentro feliz y, al mismo tiempo perturbador, con la lectura como experiencia histórica, popular y musical. También un reencuentro con una escritura compleja e imaginativa, profunda en el sentido arguediano del término; una escritura narrativa con una visión mítica y política; una forma literaria que, en el contexto literario peruano del presente, pareciera haberse extinguido, o, mejor dicho, haber sido deliberadamente silenciada.
¿A qué contexto literario hago referencia? Pues al definido por la hegemonía de una narrativa trivialmente posmoderna, esquemática y formalmente administrada, así como política e identitariamente oportunista.
Hablo de una narrativa entendida como entretenimiento funcional, como apropiación cultural, como macartismo cultural, como repetición de manuales y vetustos decálogos, como obediencia subalterna al caduco sistema vargasllosiano de representación, como estandarización global del lenguaje y como la disolución literaria del sujeto concreto, de su lengua, su experiencia social y su unicidad metafísica.
Se trata, evidentemente, de una narrativa comercial y totalitariamente promovida por las trasnacionales y sus sucursales e imitadoras locales.
Afortunadamente, la narrativa de Teófilo Gutiérrez, como la del grupo Narración, Pilar Dughi, Carmén Ollé y Miluska Benavides y Claudia Ulloa, por ejemplo, no pertenecen a esta narrativa hegemónica. Más bien, la niegan y la desafían.
Desde el punto de vista formal, los cuentos de Teófilo Gutiérrez no pertenecen a la tradición formalista eurocéntrica del cuento aristotélico (ni tampoco al borgiano) que impone varias reglas y limitaciones estrictas, sobre todo con respecto al desarrollo de la trama (que en teoría no podría irse por las ramas, ni detenerse en tiempos muertos sin acción), y al diseño de los personajes (que tendrían que movilizarse por el interés propio o la redención).
Las tramas de los cuentos de Teófilo Gutiérrez, más bien, se disgregan, toman caminos inesperados, se bifurcan, sus fábulas son curvas, circulares. No utilizan las estructuras manidas de los manuales de escritura, ni los mezquinos trucos de los petulantes instructores de las escuelas de escritura creativa.
En el fraseo de los cuentos de Teófilo Gutiérrez, se presiente una improvisación –en el sentido creativo, polifónico y musical de término–, una apertura erótica de los sentidos y una cadencia poética trepidante. No se trata solo de la presencia de un oído musical, sino de un cuerpo en movimiento rítmico.
Los cuentos no son simples anécdotas, recuerdos entrecortados o informes del pasado, sino una reconstrucción que integra paisaje, flora, fauna, mitos y recrea el léxico, la sintaxis, las mentalidades y las hablas poéticas de sus personajes. Esta heterogeneidad, este tejido cósmico de materiales, subjetividades soberanas y horizontes hacen que los cuentos de Teófilo Gutiérrez se lean antes que como una secuencia de acciones lógicas efectistas, como una constelación de imágenes que el lector contempla con fruición y misterio.

Desde lo histórico, los cuentos de Teófilo Gutiérrez dan cuenta de espacios rurales, incluso de frontera, y de territorios que, aunque desplazados por el trágico rigor de la historia, todavía permanecen vivos en la conciencia de los personajes y los narradores.
Generaciones han desaparecido, pero las nuevas vienen a recomponer desde los restos, las ruinas y los ecos de los muertos el sentido de la comunidad y la integridad de los individuos. Por eso, si hay una acción dominante en este libro, es el acto de memoria, como en los cuentos de Rulfo o en las novelas de José María Arguedas, en los relatos de Guimarães Rosa.
En suma, los cuentos de Teófilo Gutiérrez se nutren pues de la contemplación crítica, poética y plástica del espacio social, de la ambigüedad de sus personajes, del sentido sacro y trágico de naturaleza, de los relatos populares, los registros orales, de la picaresca pendenciera y emplean, antes que inertes y burocráticos documentos históricos, la memoria viva –caprichosamente subjetiva y creativa– de los narradores.
Agosto, 2025
*(Perú). Narrador. Licenciado por la Pontificia Universidad Católica del Perú y doctor por la Universidad de Nueva York (EE.UU.). Obtuvo el Premio nacional de literatura (2021) y el Premio Copé 2014 ensayo. En la actualidad, se desempeña como docente en la Universidad Católica del Perú. Ha publicado las novelas Pequeño bastardo y Los niños muertos; las novelas cortas Necrofucker y La pasión de Enrique Lynch; en cuento Resina y Contemplación del abismo; y en ensayo La tiranía del Inca: el Inca Garcilaso y la escritura política en el Perú colonial.
**(Jaén-Perú, 1960). Narrador, poeta y editor. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Perú). En 1997 fundó Hipocampo Editores. Ha obtenido el Premio COPE de Bronce (cuento, 1989), El cuento de las 1000 palabras de la revista Caretas (1989) y el Primer Premio de Cuento de la Municipalidad Metropolitana de Lima y la asociación cultural Viernes Literarios (2004). En 2021 la Municipalidad Provincial de Jaén lo homenajeó por su labor como Escritor del Bicentenario. Ha publicado en cuento Tiempos de Colambo (1995) y Colina Cruz (2009); en poesía Sabor de sidra (2023).


