Presento esta crónica casi como un escrito a cuatro manos pues, para publicarla, mostré a Zurita un bosquejo de la misma. No censuró ninguna de las líneas que aparecen en cursivas, fueron escritas por él. Forman parte de una serie de e-mails, cientos, que intercambiamos a diario por varios años.
Por: Maurizio Medo
“…mi poesía va desde una mejilla quemada hasta el verso escrito para siempre en el desierto, “ni pena ni miedo”…con él cerré La Vida Nuevaen 1993. No he sido en ese sentido, un poeta espontáneo. He vivido más de veinte años obsesionado con una idea: el vislumbre de la felicidad. Todo lo que he hecho tiene que ver con eso, con la fuerza y la vida (y la derrota).”
RAÚL ZURITA
Zurita dijo que no. Le comenté que si algo había sabido de él fue, muchos años atrás, gracias a la revista Hueso Húmero. Zurita dijo que no. Como le insistí tanto incluso se sorprendió.
–Sí, fue en esa revista– sentencié.
Hoy, gracias a una crónica de Róger Santiváñez, puedo afirmar nuevamente que la primera vez que leí sobre él fue merced a la publicación de El desierto de Atacama en aquella revista. En su crónica Santiváñez, quien parece tener un ojo zahorí cuando se trata de poesía, cuenta: “… fue sintomático –para mí– que Antonio Cisneros –a la sazón mi profesor y amigo–, uno de los principales exponentes del coloquialismo hispanoamericano, me dijera una buena tarde, mientras lo visitaba en su casa, refiriéndose al poema zuritense que acababa de salir en Hueso Húmero: “Esta es otra cosa”.
Pero como, en ese entonces, los 80, casi el paleolítico para esta era de “tintas invisibles”, el poder recursearse información era una faena que exigía o contar con tiempo, y el mío lo usurpaba la tediosa tiranía escolar –todavía era alumno–, o tener el dinero que yo no tenía, debía conformarme con “saber cosas de oídas”.
Si algo supe después sobre Zurita fue nuevamente gracias a Santiváñez. Llegaba de La Habana, creo, donde estuvo con él. “Ese patita tiene otro vuelo” alcanzó a decirme y como yo buscaba justamente eso, “otro vuelo”, uno distinto al del repertorio que ofrecían los poetas en boga –incluso alguna vez declaré que prefería a la banda argentina Virus antes que a todos ellos–, seguí con mis pesquisas infructuosas.
En aquel entonces, la poesía en el Perú, como en la mayoría de países latinoamericanos, era como un avestruz que, tal vez, por una especie de pánico escénico, escondía la cabeza si no se encontraba con algo que no fuera otro avestruz. Por esa razón fue que creí me tomaban el pelo cuando me dijeron –¿quién fue?, no lo recuerdo– que Zurita había escrito en el cielo de Nueva York su poema, La vida nueva y que, para lograrlo se había valido de cinco aviones que escribieron con letras de humo blanco a 6 km de altura. Cada frase midió, aproximadamente, 8 km de largo y pudo ser vista desde muchos lugares de la ciudad.
–Pero ese tipo está loco, ¿no?
–Claro que está loco, si en 1979 se quemó la mejilla izquierda en señal de protesta ante los abusos y atropellos de la dictadura militar. Todos creímos que pararía luego del escándalo que protagonizó con “No puedo más”.
–¿”No puedo más”, qué fue eso?
–Una perfo. Convocó a la gente en una galería. Fueron muchos quienes acudieron para oírle interpretar sus poemas, porque ese puta no “lee”, no “declama”, “interpreta”… Es alucinante, tendrías que oírlo… Cuando llegó la hora, todos se quedaron fríos. Se masturbó.
No es cierto. La Masturbación no fue real. Claro, hubo una masturbación, pero no fue en público si no que allí se mostraron las fotografías de aquel acto. No fue en vivo para desilusión de algunos. Es curioso que a partir de unas fotografías se arme tanto escándalo y que este dure hasta el día de hoy con millones de versiones de cómo y de dónde fue.
¿Y el ácido en los ojos y quemarte la mejilla?
Eso fue real, pero dichos actos solitarios no tienen nada que ver con la poesía. Después yo lo metí en mi obra, pero en su momento fueron hechos desesperados de un tipo sicótico que se auto-agrede y que posteriormente se da cuenta de que eso es el comienzo de algo.
No me arrepiento de haberlos realizado. El quemarme la cara en 1975 sirvió para rearmarme y constituirme como persona. Y el amoniaco en los ojos fue un intento real por cegarme, que no resultó, afortunadamente, ya que mucho más fuerte fue el impulso de cerrarlos al momento de lanzarme el amoniaco.
No fue ácido tampoco, si lo hubiera sido me hubiera deformado la cara. Estas ganas de cegarme tenían mucho que ver con la situación chilena y con un proyecto acerca de escriturar en el cielo, cosa que posteriormente hice, pero que en ese momento dudaba. Y creí que era muy fuerte que el tipo que había imaginado eso no lo pudiera ver.[1]
Zurita no está loco, nunca lo estuvo. Él buscaba, busca aún, ir más allá del concepto establecido para lo “real” y sus límites y limitaciones. Quiere acabar con ellos, demolerlos, para convertirse él mismo en parte actuante de la escritura, quizá hasta desaparecer. Esta es para él la única dimensión válida y posible. Con el poeta Diego Maquieira, alguna vez nos cuestionamos sobre la razón por la cual Zurita se exponía de tal manera; ya se traía el Parkinson encima. No encontramos una respuesta convincente y la interrogante quedó flotando: ¿Por qué se expone así este loco de mierda…?
–El Zuru eligió ese camino, Mauro– me dijo en una ocasión Eduardo Milán– y lo seguirá, cueste lo que cueste.
En 1994, Zurita fue a Lima. Yo aún vivía en esa ciudad. La curiosidad por conocerlo era muy grande. Poco antes, en 1993, a 57 km al sur de la ciudad en Antofagasta, en pleno desierto de Atacama, él había realizado un geoglifo con la frase “ni pena ni miedo” (3.154 metros de largo, 400 metros de ancho y 2 metros de profundidad) Para conseguirlo se había valido, nada menos, que de una excavadora[2]. Sin embargo, la curiosidad que sentía no era tan grande como mi fobia ante el circo del establishment, pese a que, por ese entonces, aún me las ingeniaba para vivir de él. Era periodista. No supe mucho, aparte de lo que se dijo o no en las galas de ese cotilleo poético. Solo algo, dicho así “algo”, sobre un encuentro “muy tenso”, como me dijo Willy Gómez Migliaro, entre Zurita y el poeta Juan Ramírez Ruiz. Ocurrió en el Queirolo de Quilca. Estuvieron frente a frente sentados en la misma mesa. ¿Qué ocurrió? Ninguno dijo absolutamente nada al otro. Parecían, dijo Willy, dos bestias. Cada una parecía intuir la fiereza de la otra hasta que el instinto las hizo paralizar.
No pude conocer a Zurita. ¿Cuándo entonces? Nunca, quizá. Hay algo doloroso cuando uno conoce a un poeta que todavía no consigo explicar.
Todo esto se me ha venido de “golpe en golpe” al recibir un e-mail. Un poeta español me pregunta sobre mi teoría, ¿es una teoría?, acerca de la hamartía en la poética de Zurita.
Yo no soy ningún especialista en la obra de Zurita, le he respondido. Soy solo su amigo.
Nunca, en el paleolítico de esta edad, creí que respondería con una frase así: solo su amigo. Y no para referirme a una de esas patéticas relaciones casuales que surgen un poco por política y otro poco por glam, el status del amigo de. Hablo de una amistad que surgió cuando, en paralelo, comenzamos, debimos comenzar, a leer las “marcas de papel” que la poesía peruana pudo ir registrando, luego de abrirse trocha en medio del terror y de la muerte. El trabajo fue por encargo de una institución norteamericana. Debíamos hacer una “antología” –pidieron. “No, eso es muy pretencioso”, respondimos. Había que ingeniarse un “modo” y esto derivó en un frenético –como lo llamaba Zurita– intercambio epistolar. Pero como lo que había para decirse, y lo que se fue descubriendo en la marcha –pese a que el resultado, el libro en sí, no lo refleje y, como tal, ante lo que significó el proceso en sí, hoy me resulte apenas digno– generó en ambos el deseo de conocernos.
Ludy y yo recién habíamos llegado a esta casa, mi casa. Zurita y Paulina, su esposa, habían iniciado su relación. Era uno de esos momentos, digamos, adversos para pensar en “conocerse entre poetas”. Sin embargo, un día, yo mismo fui quien le preguntó con la mayor naturalidad:
–Oye, ¿y por qué no te vienes aquí a casa unos días y conversamos?
–¿Crees que vendrá así por así?– me preguntó Ludy.
–No lo sé– le respondí a secas.
Lo sabríamos poco después. Zurita se hospedó precisamente en esta habitación, mi “taller”, como la bauticé. Fueron varios días y durante ese tiempo –que resultó demasiado breve– Zurita fue uno más en la casa, como si siempre hubiera vivido aquí. Es cierto, Ludy y yo estábamos muy nerviosos ante la idea de su arribo. Pero esa tensión alcanzó el clímax uno o dos días antes. Recibí un email:
Querido Maurizio, esta vida es alucinante. ¿Te acuerdas que te dije en un mail de la mañana que iba a manejar con cuidado para llegar a Arequipa? Fue como un presentimiento. Bueno, a las 16:30 de hoy, de vuelta de donde Nicanor, a 120 km. por hora ME QUEDÉ DORMIDO, ME DI VUELTA, SALTE LA BARRERA DE CONTENCIÓN Y TERMINÉ A DIEZ CENTÍMETROS DE UN CANAL AL OTRO LADO, VOLÉ Y CAÍ DERECHO.
Y NO ME PASÓ NADA.
EL AUTO QUEDÓ HECHO PEDAZOS, SALTARON LOS VIDRIOS Y LA PUERTA DE MI LADO Y NO ME PASÓ ABSOLUTAMENTE NADA.
ALGO O ALGUIEN QUERÍA QUE NOS JUNTÁRAMOS EN AREQUIPA.
RECIÉN HABÍA PASADO A OTROS AUTOS Y EN ESE INSTANTE NO VENÍA NADIE EN LA CARRETERA, NINGÚN VEHÍCULO EN SENTIDO CONTRARIO. VOLÉ, LITERALMENTE VOLÉ.
CUANDO FINALMENTE EL TORBELLINO SE DETUVO, SEGUÍA TODAVÍA EN MI ASIENTO CON UN MONTÓN DE VIDRIOS, SENTADO, CON LAS MANOS AL VOLANTE. EN ESO VI UNOS NIÑOS QUE VENÍAN CORRIENDO, DESPUÉS OTRA GENTE QUE VENÍA Y YO LOS MIRABA A TODOS SENTADO AL VOLANTE, MUY CORRECTO, CON EL CINTURÓN PUESTO.
NADA, NI UN CORTE, NADA.
ACABO DE LLEGAR A SANTIAGO.
AHORA ME VOY A MI CASA.
Detengo un instante la crónica para dirigirme a la biblioteca. Busco el libro de Don Nicanor, Rey Lear & Mendigo. Han pasado los años –casi diez– y aún caen de él esquirlas de vidrio, como si estas se hubieran resistido a desprenderse.
Desde el aeropuerto de Lima, el mismo día en que llegó a casa, Zurita, algo más recuperado, me explicó que “… el auto, bueno, el costado izquierdo parece un bandoneón, pero arrugadísimo. Saltó, además, la puerta de mi lado. Todas las ruedas reventadas, ningún vidrio. Pero como no fue frontal, el lado derecho impecable, una pequeña magulladura. Obviamente el auto no estaba asegurado. Y aunque hubiera sido así, tenía el carnet de manejar absolutamente vencido. Afortunadamente los policías no me jodieron con eso porque entre los que pararon había un abogado de la zona, aficionado a la poesía, y otros ángeles custodios que aparecieron en ese mismo momento. Todos querían calmarme. Decían que «el de arriba» no había querido cargarme y me pasaban y pasaban vasos con café, que traían no sé de donde cargadísimo, por si me hacían la alcoholemia. En realidad había tomado muy poco (dos vasos de vino con Parra) y solo fue el sueño que me da esa hora, pero que me da solo si no tengo donde dormir –si me acuesto no duermo–. Unas señoras se persignaban. Otros decían que «las latas eran solo latas». La verdad –te lo juro– era yo quien quería calmarlos. Yo estaba contentísimo porque desde hace años que sabía que me iba a pasar (me he quedado microsegundos dormido manejando muchas veces, pero siempre alcanzaba a despertar a tiempo) y ya, finalmente había sucedido, pero yo estaba ileso, con una alegría que nadie podría en ese momento haber comprendido. Después el abogado tenía un papá de mil años, médico con una consulta, y me llevó para que me tomara la presión. Lo hizo. Me dijo que tenía la presión de niño de 12 años y salí más contento todavía.
No importa qué hablamos o qué dejamos de hablar durante esos días. Gracias a ellos, ambos recuperamos algo de lo que creíamos haber perdido: la idea viva de los compañeros de ruta y, con ella, el golpe terrible que provoca en nosotros lo humano bajo su forma más bruta y genuina, es decir, a través del reencuentro con la amistad, con el compañerismo, con la lealtad, con el compartir hasta recuperar una pizquita de fe en esa humanidad que, tal vez, ya se perdió.
Leímos juntos en el Zorba’s – por cierto, lo que me habían dicho años antes era cierto, Zurita “interpretaba” sus poemas, fue algo memorable– y elegimos el diálogo, el pisco y la lectura en vez de ese turismo de circunstancia en donde se organiza inclusive la emoción.
Fue tal la sintonía que decidimos inventarnos otro encuentro, esta vez en su casa en Providencia. Este sirvió para terminar de convencernos: esa fe no había sido ningún espejismo.
No me interesaba conocer Santiago –hoy mismo no me gusta esa ciudad, como no me gusta ninguna que quisiera ser otra–. Simplemente, adonde quiera que fuese, se trataba para mí de retomar el hilo de una conversación que jamás se había interrumpido, lo cual, claro, resulta paradójico, pero funciona todavía así. Recuerdo como lo expresamos públicamente cuando se nos preguntó a los dos si solíamos mostrar nuestros textos a alguien antes de publicarlos, y ambos nos señalamos de la manera más franca y conchuda. Es decir, hablábamos, y seguimos hablamos cuando tenemos oportunidad, sobre “nada” o algo, como la escritura, que recomienza para volver empezar y que no existe, salvo como una torre en “continua reconstrucción”.
En algo quiero ser muy claro: Zurita tuvo el don particular de hacerme creer en mi escritura. En el Perú, la mayoría de veces pasa de incógnita, es molesta, o es una de las que se prefiere no hablar. Justamente porque es importante y eso no conviene a muchos, decía él. Como será. Cuando nos conocimos yo estaba por terminar el Manicomio, un libro que apareció gracias a su gestión y respecto del que, cuando me llevaba a la depresión –tal como pasa con esos títulos que parecen querer desgraciarnos–, él me animaba: Vamos Mauro, libros así se abren camino por sí solos. No necesitan de la ayuda de nadie.
Por entonces Zurita había publicado LVN: el país de las tablas, con la editorial de Chico Magaña, Montecarmelo. Tuve el honor de escribir el prólogo para esa edición –aunque sigo creyendo que Alejandro Tarrab habría hecho uno mucho mejor–. Luego vendrían Los países muertos y varios otros, con los que mi amigo empezó a gestar un sueño: el ZURITA –para mí el libro más importante escrito en lengua castellana en lo que va del siglo. El hecho de haber sido testigo privilegiado de su proceso es para mí algo que no tiene precio.
A través de la amistad con Zurita –si es que esta fuera un lugar– aparecieron otros habitantes: los poetas de la Novísima chilena, algunos peruanos como Mazzotti y Santiváñez, Eduardo Milán –sensible, honesto e inteligente; un gran tipo– y otros más jóvenes, especialmente mexicanos (Ernesto Lumbreras, Enzia Verduchi, Alejandro Tarrab, Rodrigo Flores…), pero si alguien aparece y desaparece en su ámbito, ojo, para alcanzar un protagonismo tan extraño como notable, ese es Nicanor Parra.
Estuve con Parra. Me preguntó por ti, puta, qué memoria de este viejo, y te iba a falsificar una firma y una dedicatoria tuya para él y entregarle de parte tuya El hábito elemental, pero justo cuando estaba por hacerlo alcancé a fijarme en el epígrafe que usas de Rojas. “Mierda, sonamos”, me dije. No tenía una gillette a mano para sacarle la hoja. Lo haré la próxima.
Cada tanto Don Nica volvía a aparecer de una forma tan inesperada como Hitchcock en medio de sus propios filmes. Pero, entre todas sus apariciones, recuerdo especialmente una que impactó sobremanera a Zurita.
Querido Maurizio, fue un fin de semana angustioso, llevaron a Parra de urgencia el sábado por la noche a una clínica y me pasé prácticamente el fin de semana con él. Lo han operado tres veces de la próstata –tiene 90–, pero pasado el susto parece que ya está listo y no van a tener que operarlo más.
Insisto que este tipo es alucinante. Cuando entré me dijo:
–Hola, soy un moribundo buena onda.
Y de allí una larga cátedra acerca de los moribundos mala onda –ejemplo, Lihn que se murió refunfuñando y alegando–. No, él es un moribundo buena onda, pegado a su cuaderno donde anota todo y me muestra. Mira mi epitafio, lo acabo de hacer:
EPITAFIO
LO PEOR YA PASÓ
MAYOR HUMILLACIÓN QUE EXISTIR NO HAY
Luego, largos capítulos sobre su vida, sobre su infancia y rivalidades, Neruda y sobre todo su negativa a leer todo aquello que tenga pretensión artística. ¡Ya no -gritaba-, ya no más cosas con pretensión artístic! Salvo esta y ¡zas!, suelta un poema de Blake en inglés de memoria. Luego otra larga cátedra de por qué la decadencia comenzó con Homero.
Gran ejemplo –según él– de lo que carece de pretensión artística:
La mujer del carpintero
se fue con un principiante
porque el maestro que tenía
ya no aserrucha como antes
–¡Eso, eso!¡Qué maravilla, carece de pretensión artística!
Otra frase que lo tenía alucinado porque era probable que lo operaran de nuevo:
EN ESTOS CASOS SE RECOMIENDA LA EXTRACCIÓN DEL MIEMBRO VIRIL.
MEJOR SOLUCIÓN QUE ESA NO EXISTE.
Pero todo esto en una clínica –tiene 90 años–, donde efectivamente se puede morir.
Acabo de despegarme de él, comimos helados. Tuve que dejarle mi lápiz porque se le acabó la pasta al suyo y al final:
–¿Te acuerdas que te recomendé como título para el Purgatorio MEIN KAMPF?– Era verdad, estuve a punto de ponerle ese título, pero el poeta Anguita me disuadió, así que seguí con Purgatorio. Que MEIN KAMPF lo use él, a ver si se atreve, pensé. –Podría haber sido ¿ah? – me dice, y veo que este viejo se acuerda hasta de los suspiros.
Ojo, estamos hablando de hace 30 años. Y, una vez más, en los 35 años que lo conozco a él solo podría decirle: eres impresionante querido viejo loco, viejo loco de mierda.
Si Zurita admira así a Parra –además de por su escritura, claro está– es por una de las razones que, precisamente, hacen que yo le admire a él: Zurita es de las pocas, poquísimas personas, cuya pasión es mayor que el peligro al que pudiera hacerlos enfrentar y que, como en este caso, por la poesía, vive dispuesto incluso a desafiar a la muerte mientras parece sonreír ante ella. Así ocurrió un 31 de octubre, hace ya varios años. Zurita había dejado de enviar señales, esto era algo raro. De pronto explicó la razón:
Te cuento una policial querido Mauro. Anoche, en la más dura, nos asaltaron en casa a las 11 de la noche. Yo estaba solo con el niño más chico y a la Paulina la encañonaron cuando entraba el auto. Entraron así. Eran seis tipos con máscaras de Halloween y todos con pistolas. Nos amarraron y nos cubrieron con una frazada, pero no nos hicieron nada fuera de los empujones. Se pelaron el auto, tres computadoras, unas cuantas huevadas más: equipos de música, DVD, «joyas», pero lo que no cacho es que se hayan llevado mi cagada de celu que era del año de la corneta. Como uno es muy loco yo recién había terminado un poema y como me iban a pelar el compu lo recitaba de memoria mientras nos asaltaban para que no se me olvidara. La gran suerte es que la hija mayor no estaba, se había quedado a dormir con una amiga, porque allí el cuento podría haber sido totalmente otro. Tiene 16 años y es muy bonita. Menos mal. El pendex chico me impresionó, no se le movió un pelo. Hoy día almorzamos fiado en un restaurante de cerca porque nos dejaron 0 absoluto.
Nada hermanito, te lo quería contar porque con todo, fue emocionante.
Apenas leí el e-mail, que más tarde aparecería como una crónica en The Clinic, le llamé y, efectivamente, para él “había sido emocionante”, tanto como pudo haber sido volar en una avioneta sobre los acantilados, con un fotógrafo para unas tomas que debían hacerse sobre unos espacios específicos, aventura que nos queda pendiente y que, espero, algún día se nos dé pues, también creo que si hoy fuera posible hablar de una tarea de la poesía esta es la de cruzar su propia muerte para que las palabras puedan otra vez evocar y hacer cotidiana la concretud a veces terrible de la existencia.
Ahora –ya ocurrió antes–, el español me ha preguntado si para mí Zurita es una influencia. En algunas ocasiones he sonreído, en otras he retrucado cínico, pero, finalmente, la respuesta que doy es y será siempre la misma. Es imposible. Zurita está más allá de eso .
[1] http://www.poesias.cl/reportaje_zurita.htm
[2]http://www.fayerwayer.com/2009/02/ni-pena-ni-miedo-en-el-desierto-de-chile-con-google-maps/