Maurizio Medo
Una de las expresiones más confusas que he oído, y a la que alguna vez me he visto obligado, es aquella de “ser poeta”. Uno puede resbalar con ella como con una cáscara de plátano y terminar por comerse el cuento: el de la existencia de una “condición”, la de poeta, tal como si tuviera el caché de un título nobiliario. Esto quizá pueda explicar la renuencia de muchos de mis contemporáneos, y la propia, al momento de aceptar dicha “etiqueta”: “Me siento incómodo con la palabra poeta y con la palabra poesía. Remiten a algo que no tiene del todo que ver con lo que es producir textos contemporáneos en verso”[i]… “No sé qué es la poesía, y pocas veces he estado frente a ella”[ii].
En cambio, las veces en las que pude optar por la prudencia para no resbalar con la cascarita de marras, la inventiva me alcanzó apenas para reemplazar el verbo “ser” por el de “hacer”. Otra vaguedad. Una que genera tal confusión que cada uno de los que escuchan termina por construirse una imagen distinta sobre el asunto. Algunos evocan la cursilería implícita en la palabra “inspiración”; otros vinculan este “hacer” con el de una pasiva contemplación y no faltan quienes lo asocian con un esforzado trabajo de albañilería lingüística, subsidiada por el diccionario.
Cada vez que he debido referirme al “hacer” de esa minoría que son, que somos los poetas, fue para poder hablar, o al menos intentarlo, sobre lo que considero nuestra labor esencial: la búsqueda de la escritura como una construcción surgida desde “afuera” del lenguaje pero que consigue generar un cierto tipo de funcionamiento “dentro” del mismo. Uno que obra de modo tal que la palabra recupera su condición de “productora de sentido” y es capaz de traducir objetos reales a través de su precisión. Apostar por ello exige situarse al límite del lenguaje, casi a la salida de lo dictado por el territorio de la lengua y, muy probablemente, tener que convivir con la nada, perdidos en el “territorio de lo indecible”. No existe, no puede existir, otro espacio en el cual se pueda “ser poeta”:
“Ningún otro exilio puede ser más radical, ninguna otra hazaña de adaptación a una nueva vida puede ser más exigente. Nos parece adecuado que los que producen arte en una civilización casi bárbara, que ha despojado de su hogar a tantas personas y arrancado lenguas y gente de cuajo, sean también poetas sin casa y vagabundos atravesando diversas lenguas”[iii]
Ni la academia, ni las esferas sociales ni el medio ambiente literario constituyen una posibilidad real para ser. Tampoco se trata de que, fuera de ese no lugar, el de lo “indecible”, el sujeto que esmera en ser reconocido “como poeta”, aparezca a contraluz, al estilo de esos personajes retratados por Seurat: absorto en sus propios pensamientos.
Pero, conforme va transcurriendo el tiempo, estas actividades (como, por ejemplo, esta conferencia en la que debería estar hablando sobre lo que significa “ser poeta”) me resultan cada vez más agobiantes. Se convierten en las enemigas de aquello que debo, o que debería estar haciendo, fuera de la esfera social y también fuera del “medio ambiente literario”, principalmente porque esa esfera me resulta cada vez más invasiva, tanto así que el “medio ambiente” empieza a responder a sus esquemas y sus patrones. No sé si este alguna vez haya podido resultar favorable para quien arriesga a una probable experiencia límite (del y con lenguaje), sí que hoy aparece como un hospicio para quienes han sido derrotados por este: la retroguardia[iv].
Si antes ya habíamos podido reconocerlas o a través de su obsesión por aproximar la poesía al hombre de a pie (aunque esto significara tener que allanarla –casi a la altura del eslogan– para que pueda ser “comprendida”) o bien serpenteando entre el enchastre y la boutade, tan complacida con su propia performance, tanto que parecía dispuesta a exigir al lector un carné de membresía, hoy la retroguardia nuevamente ha entrado en escena. Como los muertos sobre los que escribe Anne Carson, camina “detrás de nosotros”, genera nuevos dualismos y nos exige obedecer sus teorías como si constituyeran un reglamento.
Tamara Kamenszain, al referirse a ciertos peligros para la poesía argentina (como, por ejemplo, el reavivar la polémica de los binarismos: lo claro versus lo oscuro, la forma versus el contenido, Florida versus Boedo) habló sobre lo “neoborroso”[v] como de eso que trata de borrar lo ya cristalizado impidiéndonos “dar vuelta a la página”. En ese mismo sentido el mandato imperativo: el de no situarse “entre” (la eficacia de lo conversacional y la densidad neobarroca; el instante que transcurre y el peso de la significación histórica; los límites establecidos por los géneros, comprendidos como construcciones modales y canónigas) responde a esa misma impronta retroguardista. Es algo neoborroso pues, en lugar de permitirnos tachar con el codo lo que se escribe con la mano, nos exige aceptar cierto tipo de “discurso” como el legítimo (aquel que reclama una poesía que comunique, que diga algo, que porte sentido, una que conmueva pues tiene el deber de consolar o, al menos y casi por defecto, de emocionar) Su sola existencia, planteada como la búsqueda de un “lenguaje de la consolación” me sigue resultando tan nociva como folclórica. La misma tal vez podría explicarse como una interpretación atrofiada de cierta idea del poeta-granjero Wendell Berry. El sabio veterano de la agricultura sostenible alguna vez tuvo a bien referirse con preocupación al “paulatino aumento en el lenguaje de elementos sin significado o (de otros) que lo destruyen”, un hecho que, desde su perspectiva, generaba una “incertidumbre cada vez mayor en el lenguaje”.
Esta cruzada en favor del derroche sentimental, obsesionada con ahorrarnos el esfuerzo de tener que trabajar “la mitad de lo que se exige cuando aprendemos una lengua, adquirimos una nueva habilidad o nos iniciamos en el bridge para poder comprenderle”[vi] hace tanta bulla que ha logrado acaparar toda la luz de los reflectores. Mientras, ciertos manierismos nostálgicos –los mismos que surgieron como emergencias para luego anquilosarse como una forma de discurso cosificada– logren mimetizarse con el aura de las escrituras emergentes hasta mostrarse como algo novedoso.
Alrededor de ello –reverberando con sus estruendomudos– sobreviven el maldichismo hipsnerd con el nonsense parricida; la postlírica light con la de la reivindicación del género, cual sea, pero siempre o subordinado o excluido; el británico modo con los excesos de pop… En suma, nada nuevo.
La retroguardia maquilla a los cadáveres y nos promete una flor en donde vemos despojos.
Nada en común tienen el “ser poeta”, aquello que se obra fuera de la escena, con el tener que “hacer de” dentro de ella, enredados con la circunstancia, el tiempo, el lugar, la sociedad…
La primera desafía a nuestra imaginación. La otra cansa. Y vaya cómo.
[iii] George Steiner.
[iv] Retroguardia. 1. f. desus. retaguardia (‖ porción de una fuerza que avanza en último lugar).
[vi] Delmore Schwartz