Por Rafael Cuevas Bravo*
Crédito de la foto el autor
Un encuadre de plantas.
Sobre Patio interior, de Rodrigo Landau
El arte de la memoria, nos recuerda Frances Yates, está asociado desde la antigüedad clásica a imágenes y lugares. Usualmente, los lugares son de tipo arquitectónico: “A fin de formar en la memoria una serie de lugares, se ha de recordar un edificio, tan espacioso y variado como sea posible, el atrio, la sala de estar, dormitorios y estancias, sin omitir las estatuas y los demás adornos con que estén decoradas las habitaciones.” De allí que la evolución del arte de la memoria pueda entenderse en los términos de una evolución de la arquitectura misma. Las imágenes que se depositan en los espacios de este edificio mental están a merced de su arquitectura.
La memoria natural, no entrenada, que abunda en la sociedad contemporánea, probablemente tenga por edificio una casa multiforme, arbitraria, fantasmal, sometida una y otra vez a cambios estructurales, doppelganger de la casa de infancia. Una casa primordial donde todos los accidentes de nuestras vidas, más o menos individuales, más o menos públicos, no pasan de ser sucesos domésticos, variaciones de una rutina íntima, en una convivencia constante con los materiales, contornos, medidas de nuestro espacio mental. Nos acostumbramos a recordar desde aquel techo y bajo sus reglas. Evocamos, como decía Yates, utilizando este “alfabeto interno”: todo sucede en la cocina, en el patio, en el living-comedor, en el flujo que hace posible esa cercanía espacial.
Si, como pretendió el poeta norteamericano William Carlos Williams en su Paterson, hay una relación estrecha entre la ciudad y la mente del ser humano contemporáneo, no dejaría de ser una multiplicidad a contrapelo de esa nutrición primera, de esa casa que da origen y hace posible la memoria y su entrenamiento. En ese sentido, obraríamos a partir de un anacronismo perpetuo, obligados a recorrer los mismos pasillos, sin abandonar el presente estricto. Recorremos las calles de la ciudad en el pulso de la multitud, la velocidad y el distanciamiento social, sin movernos de la casa primera, pues evocamos y reconstruimos desde allí. Nos contamos, a la manera de Teillier, una crónica de nuestro ser forastero: “Lo que importa/ es estar vivo/ y entrar a la casa/ en el desolado mediodía de la vida.” Recuerdo a mi abuela, para quien la pieza del hospital era el patio de su casa, y la calle que se veía desde la ventana un camino de su Cunlagua natal, de tal manera que cada cierto tiempo nos mandaba a darle comida a las gallinas. “Fino estado de alma el del convaleciente,” escribió la Mistral.
Patio Interior, de Rodrigo Landau, parece escribir con la intención de redescubrir esa casa natal, exponer una arquitectura que, de otro modo, solo podemos habitar en sueños, o cuando nuestro cerebro está cansado de su consciencia presente: “resarcir una orfandad/ concéntrica// en eslabones de abrigo”. Es un poema de largo aliento que vuelve a trazar el plano de este edificio mental, y que quizás conspira una defensa del patio como disparador de la estructura afectiva del hogar. La dicción del texto está en consonancia con su loci. Alargada, de verso menor, bebe a través de la poesía de Hugo Gola (o, al menos, de lo que la modulación de Gola admite en su español) de la línea triádica de William Carlos Williams y su célebre pie variable. El poema acusa extranjería incluso si se desconoce esta recepción de la tradición norteamericana a partir de un argentino en México, o si no se supiera a Landau un chileno que habita en Oaxaca. La ausencia de interlocutores claros: “estaba cerca// agarrado del oído por/ sus ojos blancos/ adentro/ mi olor” que marca el inicio del poema, será una constante a lo largo de las páginas. Hay personajes omitidos, voces en sordina, recuerdos que, evanescentes, se confunden entre sí, de tal manera que una estrofa puede construir sentido tanto hacia adelante como retroactivamente. El sentido se empuja y se suspende, incansable, errabundo, a lo largo de los versos.
Patio interior también opera desde una materialidad que, bajo la forma de métricas múltiples y cadencias heterogéneas, se permite tanto la instantánea como la reflexión de metafísica sucinta: “astilla una parte/ del hueso/ que expone/ lo que/ no ha de hacerse/ más” o bien: “en los cordeles// la sequedad posible/ de esas prendas// gotea”. Los versos se alimentan de un uso laxo de la espacialidad. En compañía de una evocación que abunda en fantasmagorías y en motivos líricos que, como islas, se visitan y se abandonan con rapidez, el poema parece celebrar la intimidad, más bien meditativa, que ofrece un aire libre constreñido por el diseño interior de la casa.
Esta evocación desperdigada, en que los recuerdos se amontonan y las personalidades se disuelven, remite a lo que el patio tiene de secreto, tanto como a su exposición a un pedazo de cielo que bien podría pensarse, con Mistral, como catalizador del acto poético, incluso en la experiencia prosaica del hogar. El patio interior de Rodrigo Landau parece ser un centro en torno al cual las ausencias y los intercambios afectivos orbitan, sin mediar, necesariamente, un territorio definido. Quizás un mismo cielo, sea chileno o mexicano.
Recuerdo el inicio de Shara (Naomi Kawase, 2003): un plano secuencia que, desde un patio interior, sigue el juego de dos hermanos bajo la luz matinal, a través de los pasillos en penumbra de la casa, hasta sus correrías por las calles del barrio. El travelling, somnoliento por la extrañeza del trabajo sonoro y por el despertar paulatino de una cámara inicialmente lenta, culmina con la desaparición inexplicable de uno de los niños que marcará el pulso del resto de la película.
Landau, en su Patio interior, parece hacer una operación similar: el patio como una usina de la intimidad, que comunica hacia el mundo en medio de un peligro constante. Recuperar del diseño de lo íntimo a través de espacios, objetos, materiales, y las voces de quienes ya no están, es la tarea que se propone este libro.