Por Alicia del Águila
Crédito de la foto www.rpp.pe
«Tiene mucho chocolate»,
un cuento por Alicia del Águila
a Juanma
1
Cuando el tronco Valera erró el penal, la vida se detuvo como una vieja cinta de celuloide que deja de girar. Dos figuras recortadas, absurdas, quedaron al frente. En las calles, los choferes de combi frenaron en seco para esconder sus caras en el timón y los transeúntes sufrieron la onda expansiva de la parálisis colectiva. El silencio arrugó los cuerpos y de pronto un ooooohhh se escuchó desde las ventanas, cual expiración de una vela en un santuario distante. Dentro de las casas, los abuelos rabiaban y los nietos se dejaban caer en sus sillas o tiraban el plato de la comida fría. Hasta las palomas de los parques contuvieron sus heces y se quedaron quietas, como esfinges o curas impasibles. Ese día el gobierno había dado festivo para que los niños de escuela no se distrajeran con estudios insulsos ante tan decisivo evento: el partido del repechaje por la clasificación al mundial de fútbol Qatar 2022. Al igual que tantos feriados peruanos, ese también sirvió para conmemorar una derrota.
Había sido una historia dulce y a la vez temida, con una promesa de epílogo feliz: La blanquirroja había accedido al repechaje. Cualquier equipo sudamericano se hubiera dado por favorito, más aún uno que decía tener “chocolate”. Es decir, tiki taka, gracia y salero, quiebre, toque, baile, regate, el ADN peruano.
Con esa cadencia hablaban por aquellos días. Esperaban con tímida certeza que aquel derroche de habilidad superara las limitaciones del equipo. Y del propio país. En las bulliciosas guarderías infantiles y los gélidos cuarteles de las punas, en los morideros de pollos de los mercados y las sangrientas salas de parto de los hospitales, ese era el tema de conversación y monólogos. Voces que se lanzaban hacia adentro, como la del paciente del Larco Herrera que ―denunciaron los vecinos― gritaba gol cada vez que alcanzaba a divisar la media luna. Dibujaba sus estrategias del partido en la pizarra del cielo, decantándose por las más simples, la cruz del sur y las tres marías.
-Papi, ¿tienes chocolate?
-Claro que sí, Tita.
-¿Un rico chocolate?
-Sí, bueno… ―Ernesto dejó el periódico para atender a su hija. Se había cuadrado frente a él, acompañado por Sansón, el viejo Yorkshire Terrier.
-Mis amigos dicen que, si te gusta el fútbol, tiene que gustarte el chocolate.
-No sé si te guste, Titita, mis chocolates son amargos.
La niña se quedó pensando.
-¿Por qué amargos?
-Es que mucho azúcar me hace daño. Y ya me acostumbré.
-Ahh… ―Teresita ladeó la cara, como esperando una abierta carcajada o un mensaje cifrado entre las cejas.
Hubo un tiempo en que le encantada los dulcísimos Sublime, luego prohibidos. Los nutricionistas no sabían nada de infancia, de cómo cada tarde se quemaban los excesos en las horas que duraban los minutos suplementarios.
Cuando le dijeron que el azúcar en su cuerpo alcanzaba niveles de alerta, que era tiempo de cuidarse, empezó a buscar barras dark y sin leche. Eso sí, nunca pudo con la estevia y su sabor a papel platino. Tampoco el punto ácido de las mezclas con aguaymanto o fresas. Prefería los toques de café o sal, con almendras o pecanas. En un paseo por la bioferia de Miraflores, meses atrás, se animó a comprar dos chocolates de Satipo, uno al 90% y otro 100% puro cacao. El primero lo acabó muy lentamente, a la velocidad de un insecto que vuelve regularmente sobre el mismo cajón, a falta de otro alimento. El segundo seguía ahí. Tenía las huellas de sus dientes, tras un tímido primer y único intento.
2
Cueva es Cueto en versión cumbia ―le había dicho su padre―. Ambos bailan con la zurda, pero no son iguales ―agregó.
-O sea.
-O sea Cueto es un clásico.
A Cueto, el poeta, Ernesto alcanzó a verlo cuando apenas tenía tres años. Lo recuerda a través de los ojos y los gestos del padre frente al televisor. Aquel cuerpo gesticuló la tarde del último partido de las Eliminatorias del 84, cuando Cueto empezó a dibujar pataditas, dos, tres, y Burruchaga trató de frenarlo con el brazo. Jugaban contra Argentina en la Bombonera. El tablero del Estadio marcaba uno a uno. Cueto partió de la media cancha, eludió a Maradona y a otro jugador y se metió entre dos más. Vio a Barbadillo desmarcándose y colocó una diagonal caprichosa, inflada e irreverente, entre otros dos argentinos. Barbadillo se libró del arquero y a otro par, uno terminó en el suelo y el segundo se fue de largo, fuera de la cancha. Luego vendría el empate argentino. Ernesto no entendió entonces, pero el olor de los cigarros marchitados esa tarde amarga lo apartó para siempre de aquel vicio.
El padre le describió más de una vez los tacos de Cueto, sus cambios repentinos de velocidad y pases precisos de un extremo a otro, sus quiebres y medias vueltas. El video que más recuerda, entre las varias que vio en los ataques de nostalgia del viejo, fue una en blanco y negro con cinta rasgada. El gol que le hizo a Sporting Cristal desde media cancha, sin cruzar aún la línea meridiana. Ese gol lo vi con la boca abierta desde la grada del estadio, le contó el padre. Como si un cometa se hubiera metido en el estadio.
3
Se casó a los 37 años y, hasta entonces, nunca había celebrado ver a su país en un mundial de fútbol. Ni en sus recuerdos más profundos. Sí recuerda los hipos de histeria del padre, los insultos carraspeados contra las figuras animadas de la tele. En las Eliminatorias al mundial de Rusia, padre e hijo se hincharon de ilusión. El padre terminó con un infarto casi mortal, premonitorio, y el hijo caminó rumbo al altar.
El padre Ernie dejó de cuidar a Susana, su madre. Ambos se acompañaron, cada uno con su enfermera. Es la ley de la vida, respondió el hijo cuando le comunicó su decisión de casarse. Acarició el rostro del padre, desbordado de alegría.
Esa ley de la vida se cumplió con Tere encima de las piernas del abuelo. Ernie samaqueaba a la pequeña, quien reía de tener su propio columpio. Susana era menos efusiva, pero la felicidad se le notaba en los labios que retorcía para evitar la vulgaridad de una sonrisa descocada.
En las siguientes Eliminatorias, ya se habían separado. Julieta detestaba el fútbol, más aún cuando Ernesto hijo pretendía que un partido cualquiera de la selección, incluso amistoso, o de su Alianza Lima, eran razones suficientes para no estar. Para negar cualquier voz que se interpusiera, lo mismo que un zumbido, y rechazar la asistencia en cualquier tarea. Incluso si Tere, la pequeña hija, se paseaba enfrente suyo con un olor penetrante a diarrea empozada en los pañales.
Pero no era el fútbol. Fue paciente, esperando que, luego de esas horas enchufado a la carga eléctrica de los partidos, entrara en mejor conexión. Una tarde, viéndolo tan concentrado, recordó esa misma mirada al recogerla una noche para ir a una fiesta. La vida con una bebé, los berrinches, las cacas, amanecidas, la mujer nerviosa, las exigencias de limpieza en el baño, las mañanas desgarbadas y con aliento desdibujaron su entusiasmo. No estaba entrenado para ese juego.
Lo definitivo fue la Copa América. De las cervezas compartidas entre chicos y algunas chicas de la oficina, el entusiasmo por los goles, y luego fue seguir el juego, los fuertes abrazos, temblorosos. Develar las mascarillas para beber y descubrir el labio de otra.
-Tú también tienes chocolate ―Ernesto sintió el codazo en medio de la tripa.
4
El cerco había sido tan intenso que, pensó Ernesto, su padre hubiera sufrido nuevamente otro infarto. Hacía un año de su ausencia y todavía lo recordaba cada vez que veía un partido, sobre todo a la hora de levantar los brazos y buscar a alguien para cerrarlos en un abrazo celebratorio.
Un muro de jugadores peruanos resistía al incontenible ataque de camisetas amarillas. Piernas y saltos providenciales, regates en la última fila, cabezazos a ojos cerrados, desviadas del arquero con las uñas. Gallese incluso atajó un pelotazo con sello de autogol. Antes, Abram cometía un enorme penal al zambullirse con Mina agarrado por la cintura. Afortunadamente el árbitro rectificó, por haber comprobado una previa posición adelantada. Pero en las líneas de adelante, los jugadores peruanos seguían perdiendo las pelotas, al primer o segundo toque.
Susana llamaba desde su cuarto, pero nadie la atendía. A esa hora no tenían enfermera, y María, la empleada de casa, ya descansaba. O miraba el partido en su cuarto. Cuando el padre de Ernesto falleció por un infarto que no pudo ser controlado en el hospital, saturado de pacientes Covid, la bisabuela pasó a ser heredada con los muebles. Al separarse y terminada la cuarentena, la esposa se fue a vivir al departamento que estaban terminando de pagar. Prefería ese espacio nuevo, sin cuadros, fantasmas ni una anciana ajena que atender.
El equipo estaba desarmado, sin capacidad de anticipación. Hasta que llegó una oportunidad. Apenas una. Cueva se zafó de Barrios, quien quedó en el suelo.
Minuto 84´. La bisabuela Susana atravesó el comedor con su andador, detrás del sillón donde Ernesto sufría. Las rueditas chirriaban y el nieto se restregaba las rodillas.
Cueva vio al Oreja Flores desmarcándose por la banda izquierda. Nadie lo “referenciaba”; aceleró y, ya dentro del área, apuntó al palo del arquero. Incomprensiblemente, la esquina desprotegida por Ospina.
Ernesto saltó como un resorte sobre el sofá.
La abuela se detuvo a ver el espectáculo del nieto frente a la tele. Encorvada sobre el andador, masculló: la felicidad es efímera. Una frase que Ernesto recordaba repetida como un mantra cuando era joven, cada vez que lo veía regresar borracho de alguna juerga.
-Como la vida, abuela.
La anciana regresó a su cuarto, más encorvada aún. No escuchó el “lo siento abuelita, ¿quieres algo?”, ni vio al nieto encaminarse a la cocina para sacar otra cerveza de la refrigeradora.
5
-Papi, dime dónde tienes los chocolates ―había rogado la hija.
El padre había vuelto a su estado de teletransportación futbolística, ausente a todo lo que no circulara fuera de esa cancha. El Estadio estaba lleno en esa última fecha. El equipo peruano sólo dependía de sí mismo. Desde la salida del hotel, cientos de hinchas acompañaron al bus con cánticos hasta la llegada al Nacional de Lima. Hubo de entrar como a través de un embudo de multitud rojiblanca.
Era martes y le tocaba cuidar de Tere. No se le ocurrió chequear el calendario de partidos, sólo pensó en tener libre el jueves de patas y los sábados. Y ahí estaba, con la pequeña sentadita junto a él, en el sofá.
-¿Qué te parece si preparamos canchita?
Tere abrió sus ojos.
-Y… ¡Nos servimos una Inca Kola!
Tere aplaudió mientras el padre se llevaba el dedo índice a la boca. Ello contravenía la orden del médico y la madre. Desde el año anterior, diagnosticaron bronquitis asmatiforme a su hija y desde entonces hubo de llevarla a nebulizar dos veces, en una de las cuales tuvo que quedarse internada.
Ernesto dio una palmadita a la pequeña. El partido había comenzado y el equipo salía decidido al ataque.
Cueva recibió de Tapia, pasando la media cancha. Miró a Lapadula entrando al área y con tres dedos le colocó la pelota. Entre dos jugadores, il bambino la empujó, con más entusiasmo que técnica.
-Paaaapiiii
-¡Gooooooooollllll!!!!!
Ernesto se subió al sofá y abrazó a su hija y al tazón de canchita. Bajaron para seguir saltando y terminaron dándose con los cojines.
-¡Mamita, los chilenos! ―se quejó la anciana. Cruzó con su andador, mientras hacía gestos a la pequeña. Tere seguía saltando con su padre, abrazada de sus piernas. Lo acompañó como un ancla hasta la ventana y sintió la corriente de sus gritos de gol, respondidos desde otras ventanas. Como una manada que se reconoce en la oscuridad, después de un largo camino perdidos en la neblina. Tere también gritó y dio saltitos, hasta que el pito del árbitro los regresó al sofá. El partido continuó con Tere sin acabar de comprender las movidas de ese juego.
-¿Qué es “faul”?
…
Tere empezó a inquietarse cuando la canchita se acabó.
-Ven ―insistió la anciana.
Ambas entraron a la cocina, mientras el padre seguía aullando al televisor.
6
Volvió a equivocarse con las fechas. Había pedido a Julieta cambio de días para el cuidado de Tere. Justo la víspera que se enteró de que el partido único de repechaje Perú vs Australia tendría lugar un día lunes. Y para colmo, trece.
No hubo manera de convencerla de ceder esa tarde, ni siquiera a cambio de dos jornadas de cuidado. Quizás porque ella ya tenía sus propios planes con su nuevo amigo, o sólo por darse el gusto de joder.
Decidir el boleto a un mundial con un solo partido era una ruleta contra los nervios. Más aún si se juagaba en un país tan lejano y ajeno.
Esa larga tarde, no pudo sufrir con los amigos. Ninguno se animó a acompañarlo a casa, con una niña y una abuela dando vueltas. Prefirieron reunirse en el bar del gordo Páucar. Allí al menos lloraron juntos hasta vaciar la última memoria del fondo de los vasos.
Cuando la abuela apareció en la sala, anunciada por el chirrido de las ruedas del andador, el segundo arquero australiano entró a la cancha. Reemplazaba al titular al final del partido, para desconcierto de Ernesto y toda la afición peruana.
-La enfermera se ha ido a la farmacia y no vuelve. Hace ya más de media hora ―se quejó la abuela.
Ernesto podía imaginarla, reunida en la bodega viendo el final del partido.
Tere estuvo jugando con su amiga imaginaria en el cuarto. Al parecer, incluso ella se había esfumado ante la ineludible tensión de esos momentos finales.
-Paaaaapi.
¿Cuándo fue que la voz de la madre desapareció? No les iba mal, hasta que ese tono sosegado que le aseguraba la calma, de tanto escucharlo todos los días en cuarentena se le hizo tedioso. ¿Cuándo los reclamos en clave de ironía casi británica le empezaron a fastidiar más que las lisuras que le lanzaba su madre de pequeño?
-No culpes a nadie ―sentenció su esposa. Y comprobó en ese rostro el mismo reflejo de sus músculos cansados.
Él tuvo su “repechaje”, ella lo intuía. ¿Acaso había un jugador en la banca de suplentes, a la espera de la separación?
Cuando el segundo arquero se colocó debajo del travesaño y empezó a hacer sus piruetas, mareando a rivales, Ernesto tuvo una honda y amarga certeza. Era el momento de un pisco puro.
-Papi, tengo haaambre ―Tere jalaba el pantalón del padre.
No había tiempo para preparar canchita.
La abuela dijo algo que Ernesto no alcanzó o no quiso entender. Tere había desaparecido.
Pasaron a los penales. El arquero australiano se colocó entre los palos. Una larga barba rubia daba a su sonrisa un aura delirante. Las enormes extremidades iban con extrema rapidez de un lado a otro, de arriba abajo, como aspas de molino desbocadas. ¿Cómo así el arco se hizo tan chico? Ernesto quería decidir por dónde debían patearle, pero él tampoco se animaba a adivinar. Un lado y de pronto no, el otro. O al medio y ya estaba de nuevo plantado en el centro, siempre mareando cual mono gigante desbocado.
Fue el final del partido más triste que recuerda desde que falleciera su padre.
Lo supo cuando Advíncula se acercó al balón. No quería mirar, desconcentrado. Y falló. Empate y el arquero australiano festejaba como un arlequín. Después de las cinco tandas, el par adicional. No podía creer que fuera Valera, no había metido un solo gol en toda la eliminatoria, había ingresado casi al final y le daban esa responsabilidad. No quiso ver, pero se mantuvo firme frente al televisor como ante un pelotón de fusilamiento. En seguida lo apagó, no esperó a ver la celebración de unos, ni los lamentos de los otros. Consigo mismo tenía suficiente.
Se refregó la cara una y otra vez.
-¿Paaapi?
-Ya voy ―No quería que lo viera desprotegido de tristeza. Se levantó, miró hacia la ventana y adivinó el peso de la neblina.
Tere empezó a llorar.
En la puerta de la cocina, la niña lo miraba con los ojos desbordados y una mueca de payaso triste. Tenía los labios negros desdibujados. Entre sus dedos, también manchados, sostenía el trozo de chocolate amargo. 100% cacao, tan puro como la lluvia en el fondo de un abismo inaccesible. Hecho barro y arcilla. Quería escupirlo, pero se le quedaba el amargor en la lengua.
Preguntó al padre con la mirada y el padre no supo qué responder. La abrazó con fuerza para que no pudiera entrever la humedad de sus ojos.