Palabras del poeta y crítico literario Edgardo Dobry en la presentación de Inventario permanente / Poesía esencial (2018), del Poeta José Ruiz Rosas (1928-2018), llevado a cabo en la librería Animal Sospechoso (Barcelona-España). Ahora las traemos aquí para nuestros lectores.
Por Edgardo Dobry*
Crédito de la foto (izq.) www.leepoesia.pe /
(der.) Ed. Huerga y Fierro
Sobre Inventario permanente / Poesía esencial (2018),
de José Ruiz Rosas**
No conocí en vida a José Ruiz Rosas y me familiaricé con su poesía a raíz de la publicación en Madrid en la colección La Rama Dorada de Huerga y Fierro de la antología Inventario Permanente, que fui invitado a presentar en Barcelona. Por lo tanto la imagen, las ideas que puedo tener sobre él son a partir de su poesía, que probablemente es la mejor manera. Como decía Mallarmé, la muerte convierte al poeta en eternidad , lo vuelve solo escritura. Pensaba en la generación, de la que forma parte Ruiz Rosas, que además también es la de Sologuren, o Blanca Varela, y me decía que la poesía peruana es muy rica, evidentemente a partir de los años veinte.
Hay una cosa que me llama la atención y que es una cierta vuelta a la tradición. En este aspecto, José Ruiz Rosas es el ejemplo más importante. Creo que en su caso algo tiene que ver con su trayectoria de viaje de la capital al interior. Porque evidentemente en los poetas el destino y la escritura siempre están muy vinculados. Quiero decir, si pensamos, por ejemplo, que Oquendo de Amat muere en Madrid con el sueño de ir a París, y que Vallejo llega a París y después de unos años no muy holgados, muere todavía joven, creo que también allí hay un destino porque la aspiración de los poetas latinoamericanos, siempre, podemos decir hasta esa generación, con el antecedente de Darío, es poner en hora el reloj de la poesía latinoamericana con la de los centros de modernidad, que hasta bien entrado el siglo XX es París y después probablemente se mueve a Nueva York donde ahora hay una buena comunidad de escritores latinoamericanos atraídos por cierta centralidad artística.
Digo Darío porque cuando llega a París a buscar a Verlaine y lo encuentra ya borracho y decadente en un bar, ahí también se dibuja una cierta trama, del poeta que después de haber dado vuelta completamente, digamos, a la poesía en castellano, va a buscar a su maestro francés, cosa que por supuesto es impensable al revés. Y frente a eso, creo, hay un movimiento de poetas, que, en cambio, sin dejar de estar atentos a lo que sucede, saben, parecen conocer desde el principio cuál es su destino como poetas. Pienso, por ejemplo, en Argentina, también hay algunos poetas del interior muy importantes, como un Juan L. Ortiz, quien se da cuenta de que el cosmopolitismo produce una especie de globalización por la cual el poema deja de estar vinculado a un paisaje, y hace el movimiento contrario: toda su poesía surge de la contemplación de un paisaje particular, que es el litoral fluvial argentino con sus dos grandes ríos, sobre todo, que son el Paraná y el Uruguay.
Carlos Mastronardi, otro poeta de Entre Ríos, se va a Buenos Aires, pero también está toda su vida vinculado a su paisaje de origen. En el caso de la Argentina es muy visible porque Buenos Aires es una ciudad cosmopolita y el interior queda como a mucha distancia en ese sentido. Pero lo podemos ver también, por ejemplo, en Estados Unidos de América. Un poeta como Wallace Stevens, que es un poeta muy al día, pero que a la vez preserva su soledad (Juan L. decía que un poeta debe pasar por “la prueba de la soledad en el paisaje”), renuncia a vivir en Nueva York cuando tenía todas las posibilidades de hacerlo. Dice no, prefiero quedarme en Connecticut, donde tengo mi casa, tranquilo, tengo mis paseos (decía que en invierno escribía poemas cortos y en verano, largos, porque escribía mentalmente en el camino de su casa al trabajo, que en invierno era el más breve posible por el frío), y además es un hombre que se gana la vida de algo que no tiene que ver con la poesía, en una gran compañía de seguros. Pienso, otro ejemplo, Lezama Lima, que vive en La Habana toda su vida, que jamás vida viaja a Europa, a pesar de su enorme curiosidad por la literatura europea, española y francesa en particular. Igual que Wallace Stevens, igual que Juan L. Son poetas que, de alguna manera, optan, digamos, por mantener su territorialidad frente a otro momento en que parece que todos los poetas quieren ir a París, estos son poetas que, por el contrario, no solo quieren quedarse en su país, sino evitar las grandes capitales.
En el caso de Ruiz Rosas, hay una cosa que es muy notoria, apenas uno lo lee, la completa posesión de la tradición en castellano, y de la lengua. En este aspecto me recuerda a algunos poetas de alguna generación anterior como puede ser Lugones o incluso López Velarde. Con la diferencia de que Lugones era un poco exhibicionista podríamos decir… Borges decía que Lugones escribía con el diccionario en la mano. Bueno, claro, Borges era muy malo con Lugones, Borges era siempre cruel, sobre todo con aquellos a quienes podía deberles algo, y como Lugones había sido su maestro tenía que serlo aún más, como si dijera “no estás a la altura de haber sido mi maestro”.
Pero en el caso de Ruiz Rosas es muy notorio cómo él nunca se prevalece de ello. Por un lado está la riqueza léxica, no hace un campeonato de eso, sino que lo usa siempre con una precisión extraordinaria, y eso es algo muy interesante porque justamente la poesía del siglo XX al romper, al establecerse como una lucha sin cuartel contra las formas tradicionales e incluso contra el idioma mismo pierde un poco de precisión. Salvo excepciones, mayormente del ámbito del inglés, como Yeats, Auden, Frost, los poetas empiezan a tener el metrónomo desajustado y el diapasón desafinado. Entonces ya, cuando hay que encontrar un poco en las cuestiones de una cierta precisión rítmica y léxica cuesta un poco más. Aquí lo que se ve, diría en esa primera etapa, la de los sonetos, lo que me llamó la atención es primero eso, la impresionante gran precisión rítmica y formal, y a la vez el hecho de que el soneto que le gusta a él no es, diría, el soneto gongorino, más bien el garcilasiano, es decir, hay algo más renacentista clásico que barroco. Cosa que también es curiosa porque como ustedes saben la tradición hispanoamericana está muy marcada por la influencia del barroco y lo que después, a partir de los años 60, se va a llamar el neobarroco, que es una reinterpretación de Góngora pasado por y elaboraciones del pensamiento francés de esa época.
Venado, fugitivo atolondrado,
temeroso delfín estremecido,
¿de qué mágicos bosques has venido
tan nervioso, tan ágil, tan callado?
Esos ojos de azul ilimitado
donde hay un firmamento sumergido,
¿en qué noche de amor los has pulido,
en qué temor los has agigantado?
¿Por qué loca ilusión desvanecida
has huido en el alba desvelada,
desbocado galope sin herida?
¿En qué trágicas frondas emboscada
ha quedado tu frente florecida,
en qué rara mañana, sepultada?
En este soneto, Ruiz Rosas tenía dieciséis años cuando lo escribió, me parece evidente el aliento de San Juan de la Cruz, el venado, esa especie de llegar, de silencio que se produce en el poema, “de qué mágicos bosques has venido, tan nervioso, tan ágil, tan callado”.
Una cosa impresionante en Ruiz Rosas es la posesión absoluta del endecasílabo, parece que él pensara en endecasílabos, hay momentos en que parece que intentara zafarse del endecasílabo, pero siempre lo vuelve a reconquistar. En esto, creo, esta especie de precisión métrica, a mí me recuerda a un poeta que supongo que a él le gustaba, le interesaba, que es Jorge Guillén, de la Generación del 27. Guillén es el que posee de una manera más evidente un virtuosismo métrico, quizás lo hereda de Juan Ramón Jiménez, que tenía esa capacidad de pasar del soneto al verso libre y volver a un romance; en cierto modo, García Lorca también lo tiene.
Hubo un poeta que dijo una vez: “El gran misterio del mundo no es si existe o no existe Dios; es la persistencia del soneto”, es como una forma que uno no sabe por qué tiene una seducción irresistible. Incluso aparece esa seducción en poetas cuya obra se aparta por completo, en su mayor parte, de las formas tradicionales, como en Enrique Lihn, que incluyó una buena cantidad de sonetos en París situación irregular (más bien quevedianos, maledicentes), quien, por cierto, era estrictamente contemporáneo de Ruiz Rosas.
Sientes que se te endulzan las rodillas
y que los húmeros disueltos fluyen,
las manos por las uñas como que huyen
y vértebras no existen ni costillas.
Bullen entre los tuétanos cosquillas,
los codos en la mesa de diluyen
y en infinitas pausas se destruyen
células diamantinas que se orillan.
Como una planta en la raíz herida
se mustia todo el cuerpo y se derrumba
sobre la tabla inútil que convida.
Algo como un lejano viento zumba
por el ambiente, y al asir tu vida
sientes que te aproximas a la tumba.
Hay una cosa aquí, técnica, que quiero comentar, porque además de ser un soneto perfecto en el sentido de que respeta todas las reglas tradicionales, incluso aquellas que algunos poetas del siglo XX ya, por así decir, se sacan de encima, como repetir en el segundo cuarteto las mismas rimas que en el primero, como hace Borges muchas veces, por ejemplo; y, en los tercetos, es decir, en los últimos seis versos, Ruiz Rosas mantiene la rima reducida a dos terminaciones. O sea, la primera es CDC y la segunda es DCD. Como aquí:
En tránsito y rigor de soledades
vengo a morir a diario entre papeles,
los fólderes que arrumo, quietos, fieles,
contienen más mentiras que verdades.
Llegan los egotismos e impiedades,
las poses, los designios, los caireles
envueltos en sonrisas como en mieles,
de provectas a mínimas edades.
La ínfima canción, el punto apenas,
llenan como a vetustas catedrales
el compasado ritmo de las venas.
Son lo mismo los bienes y los males,
todo es ofrenda en lívidas patenas,
todo ambición de luz entre cristales.
Y esto lo hace prácticamente en todos los sonetos, que es como si él se pusiera una restricción más, una dificultad técnica añadida:
Por este viento mi vivir transito,
polen en ondas diáfanas que ignoro,
desde la piel antigua donde moro,
desde el cerebro trémulo que habito.
No halla mi voz posada, mi ojo hito
donde alojar el canto, ancho tesoro;
donde incrustar la vida sin aforo
para emitir al fin postero grito.
Cual un estambre oculto en madrigueras
vibra mi cuerpo rígido entre espinas,
alado vegetal urdiendo esperas.
La voz acalla el eco entre sus ruinas,
el oído se hunde en las esferas
y se extingue la mano en zarzas finas.
Tiene un libro, Dizires rimados, donde Ruíz Rosas reconstruye una lengua medieval, una lengua todavía en estado de hacerse, una lengua todavía no consolidada. Eso me parece muy interesante y en cierto modo podríamos decir, creo que es un ejercicio también característicamente americano, la fantasía de llegar a un nivel de lengua pura, naciente, un poco lo que tardíamente hace Gelman cuando se inventa un libro en lengua sefardí, es decir, llegar a un estado de lengua opuesto a… qué sé yo, a lo que hace Huidobro al final de Altazor o a lo que hace Oliverio Girondo en La masmédula, o sea no es la lengua que ya se deshace porque pierde amalgama, solidez, sino la lengua que está naciendo, y también lo hace con mucha precisión, una lengua que es una arcilla fresca todavía.
Una lengua medieval, anterior a la italianización.
Dizires rimados
Cantar de ciegos
Con candelas mortales
los ommes creminales
encendian matorrales
por matar sos eguales.
Egual el alquimista
ayubda la conquista
con fedor quél alista
e que ñubla la vista.
Por someter cativos
enventan esplosivos
e destroçan los vivos,
sos membrios sónles privos.
Atacan a distança.
Cada vez más avança
longura de la lança
et poder quéll’ afiança.
Non entre älimannas
conósçense tal mannas.
Melliores ten entrannas
tiger, lupos, arannas.
E non se quebda estante
la sciencia. El piensante
aína pón delante
otri ente mortante.
Cabdillos e usureros
malhabidos dineros
combinan con sos fueros
por dominar braçeros.
E lo más creminosso,
tal commerçio odyoso
es benedicto en goço
e maior glorya de Dyos.
Y después está ese libro que se llama Elogio de la danza, muy interesante porque ahí Ruiz Rosas trabaja con el verso libre. En realidad, no es el único momento en que lo hace . Hay un momento en que él tiene, diría, una cierta impronta whitmaniana, una entonación también más celebratoria como corresponde a la postura whitmaniana, pero después vuelve a la forma clásica y luego uno tiene la impresión de que él -esta es la idea que uno se hace, a lo mejor es distinto- asiste a un espectáculo de danza clásica y eso le produce una fascinación y queda como suspendido en el momento del salto de una bailarina. Y escribe un poema que a mí me recuerda un poco al que yo creo que es uno de los grandes poemas del siglo xx en Hispanoamérica, Muerte sin fin de Gorostiza, que son poemas de un cierto cariz filosófico, creo que es una tradición fuerte entre nosotros, quizás sobre todo en México porque hay que recordar que la gran poesía en América Latina la funda una señora llamada Sor Juana Inés de la Cruz con un enorme poema filosófico que es el Primero sueño. Y eso evidentemente marca también una tradición, lo que de alguna manera después por ejemplo Octavio Paz hace en Piedra de Sol, y creo que en Elogio de la danza hay una meditación, pero con una precisión, también, con una perfección formal, que es realmente impactante.
Elogio de la danza tiene varios apartados pero compone un único poema que claramente está inspirado en ese momento de fascinación, con una coreografía. Los primeros versos son claramente endecasílabos, no componen un soneto, pero tienen ese ritmo y luego se va, empieza un poco como a deshacerse y termina con una especie de fotografía de los pies, del bailarín o de la bailarina, muy interesante.
vuelvo hacia mí por agonías vivo
sin poder descifrar aquella esencia
de las diseminadas visitantes
pero advertido ya de su vigencia
libres ya las retinas de mis dudas
de mis encandilados fotoplasmas
como el acorde posterior al trueno
la limpidez del agua en el arroyo
la trama del arácnido en las ramas
vuelvo
como en los montes
reproduce su imagen el sonido
a saludar mi cuerpo en los caminos
hechos a la medida de las horas
que van de mí hacia el otro caminante
la plenitud me agobia
palpo el instante en que murió la tarde
como un terrón acostumbrado al tacto
a través de los siglos
y retorno al compás de mis latidos
hay en el hombre un pozo de ilusiones
que a flor de labio están
como en los cráteres
el preterido magma
afirma su bullir con fumarolas
así la clave del sonido busca
salir a la extensión tundir la atmósfera
y reposar al fin de la fatiga
calmado pez que su aleteo guarda
pájaro entre glaciares detenido
así los femorales
tienden a repetir muertas edades
y futuros de grácil elocuencia
a fundar geometrías en la brisa
y a cantar con la piel y con la sangre
no tengo ya mirada
nos quedamos
a veces en nosotros
pero las manos de repente saltan
y es como si buscasen un lenguaje
para decir las cosas que tocaron
lo fresco de la lluvia el tenue halago
de la arena dormida en el desierto
el pulido cristal la espina aleve
los dulces hombros de la amada el suave
contacto de una página los dedos
dueños del horizonte y la penumbra
hábiles prisioneros ya parece
que palpan el instante de la muerte
ya que van al olvido por atajos
hasta que descubierta
la próxima quietud allí descansan
los pies arcos portantes de la idea
mensores del planeta
peces de tierra prestas aves ápteras
entre quilla y velamen de un naufragio
que aguarda nuevos viajes
yacen lejos de mí casi en afueras
como fieles amigos como hermanos
cuya visita llega puntualmente
late bajo mi tacto el río acorde
y su verdad el nítido paisaje
me pide aprehender
serenos árboles
sus hojas brindan en diversos tonos
y multitud de espigas altaneras
ondean gentilmente
la bandada
desciende como el ángel de la guarda
malgrado el espantajo
pero de pronto escapa desolados
papirotes en trágico alboroto
En esta última parte, sobre todo, me parece que es donde asoma una cierta sombra de Vallejo. A pesar de que no hay nunca, digamos, la invención neológica a la que llega Vallejo, pero de pronto aparece un italianismo como “malgrado”, que también es un término muy usado en el judeoespañol . Por ejemplo, “papirotes en trágico alboroto”. Papirote que es a la vez golpe en la cabeza y persona boba. Tiene esa capacidad de manejar el léxico de manera que toda la resonancia de la palabra pueda estar presente. Igual que espantajo, que es algo como un espantapájaros pero también es una persona ridícula.
Así escribo el poema. Doy un paso,
duermo, sonrío, lloro en mis adentros,
mastico la ancha hiel de los instintos
puestos a galopar, protones lúdicos
flotando sus latentes emociones;
miro la luz, que es el mirar más último
antes de penetrar en cada arcano;
oigo no sé qué cosas en los cantos
de las aves por un momento libres
y se me empuña el corazón sabiendo
su final de cautivas o de víctimas;
aspiro el aire altísimo que baja
a decorar de oxígeno mis huesos;
llego, me voy, distante en todo tiempo
de la meta final que no he fijado;
pulso la hoja intacta que alumbrara
el otoño de un ramo, atrapo el claro
destello de unos ojos fraternales,
miro los flujos que soporta el mundo
por pasos con sus callos melancólicos,
torno, vuelvo a mirar y abro los ojos
como un insomne búho en mediodía
y fijo las pupilas como el gato
que pretendiera caza de aeroplanos,
subo la cuesta, bajo, y subo, y bajo
y conservo el imán del pavimento;
llego, con mi codicia a manos llenas,
a regalarle el sol a todo el mundo
y la sombra, la luna, los luceros
como si todo yo fuera raíces,
hojas y savia para estar callado
como un laboratorio del abrazo.
Así escribo el poema. Doy un paso.
La de Ruiz Rosas es una poesía de la introspección. Pero incluso en los momentos de un cierto lirismo, es más bien impermeable al surrealismo. Es como un poeta que siempre controla su materia, eso me parece remarcable justamente porque hay un momento en que la poesía, en que los poetas, digo en la tradición del siglo XX, después de todas las rupturas, pierden una cierta capacidad de controlar la materia, de igual manera que los artistas o los músicos, al haber roto con su propia tradición, al buscar lo nuevo. Hay poetas que son geniales en eso pero hay otros que se pierden. Volvemos a un momento en que encontramos a alguien que está hablando evidentemente de una vida contemporánea, esos poemas en que habla de fólderes, carpetas, hay objetos de una vida del siglo XX, pero hay un control de esa materia, como quizá ya en otros poetas contemporáneos no la encontramos. Y luego no hay nunca el amparo de la cita prestigiosa, uno ve por ejemplo, en el primer soneto, que está la tradición mística española, pero no hay el recurso a la cita prestigiosa, más bien hay la evocación de la lectura reelaborada en la propia voz.
Me parece que es muy interesante esta figura del poeta, yo diría, deliberadamente menor. Del poeta que de alguna manera no busca, digamos, esa vida cosmopolita de tertulias, de revistas, de viajes, de festivales, sino que encuentra su lugar en un cierto retiro y va haciendo como una obra de elaboración lenta en la que apuesta realmente a la solidez más que a la rápida difusión; una vez más, con Mallarmé: a cambiarse en eternidad, en poema vivo más allá de la muerte. Evidentemente simpatizo mucho con eso porque creo que es la manera en que se hacen las grandes obras, y como nosotros vivimos en Barcelona que es como la Arequipa de España…
*(Rosario-Argentina, 1962). Poeta, ensayista, traductor, crítico literario. Se desempeña como profesor de la Facultad de Filología en la Universidad de Barcelona (España). Colabora habitualmente con diversas publicaciones, como el diario El País o la revista Letras Libres. Es miembro del consejo de dirección de la revista Diario de Poesía. Ha publicado en poesía: Poesía cinética (1999), El lago de los botes (2005), Cosas (2008), Pizza Margarita (2011), Contratiempo (2013); y en ensayo Orfeo en el quiosco de diarios. Ensayos sobre poesía (2007), Una profecía del pasado. Lugones y la invención del linaje de Hércules (2010), Historia universal de don Juan: nacimiento y vigencia de un mito moderno (2017). Ha traducido al español a Roberto Calasso, Giorgio Agamben, Sandro Penna, William Carlos Williams y John Ashbery, entre otros.
**(Lima-Perú, 1928 – Lima-Perú, 2018). Poeta. Residió en Arequipa (Perú) por más de sesenta años en donde fue un librero legendario e infatigable gestor y difusor cultural. Se desempeñó como director de la Biblioteca Municipal de Arequipa. Fue miembro correspondiente de la Academia Peruana de la Lengua desde 2007 y recibió la medalla del Ministerio de Cultura del Perú (2013). Ha publicado en poesía Sonetaje (1951), Esa noche vacía (1967), Urbe / Retorno a tiempos (1968), La sola palabra (1976), Arakné / dibujos de cristina gálvez (1972), Tienda de ultramarinos (1978), Vigilias del cristal y de la bruma (1978), Elogio de la danza (1980), Diálogo a solas (1982), Vecino de la muerte (1985), Llaki Urpi (1986), Poesía reunida (1990), La primera sílaba (2000), Obra poética (2009), Enigmas (2014), entre otros.