Por Benito del Pliego*
Crédito de la foto (izq.) Varasek Eds. /
(der.) archivo del autor
Leer y hacer memoria:
sobre El globo amarillo (2023),
de Enrique Mercado**
Bien, hemos tardado 25 años en ver la edición de El globo amarillo, pero su publicación llega, como todo lo que tiene que ver con Enrique Mercado, a tiempo. He —mejor decir hemos, porque lo mejor de aquel texto lo escribió Andrés Fisher— escrito antes sobre Enrique Mercado, desmenuzando ciertas interpretaciones que dan sentido a la evolución de su escritura[1]; pero tengo que reconocer que con él, quizás en mayor medida que con la de ninguna otra persona, me resulta difícil entrar en el poema como si este fuera el pabellón aséptico y vacío de una sala de exposiciones. Quizás porque Enrique y yo encontramos, como aquel que dice, en el salón de casa, o porque él mismo pasó sus primeros años a unas calles de donde yo crecí, a unos metros, literalmente, de la casa que mis padres habitaron recién llegados a Madrid desde su Mancha natal. Quizás por eso tiendo a veces a confundir su memoria y su escritura, pese a ser original e irrepetible, con la mía. Parafraseando al tándem más famoso de la filosofía francesa —Deleuze y Guattari— podría yo decir que ya he pasado el punto de no decir yo para llegar a ese otro donde no tiene ninguna importancia decirlo o no decirlo, así que para explicar lo que me pasa cuando releo este libro, que inédito y todo ha sido para mí uno de más significativos de nuestro tiempo, tengo que volver a contar un detalle que ilustra el tipo de reacción que me provoca la palabra de Enrique Mercado:
Hacia el mismo año en que El globo amarillo se estaba escribiendo regresé yo a la Ciudad de Guatemala, donde desde mi traslado a Nueva Orleans había comenzado a viajar por motivos familiares. Cansado tras el viaje, pero incapaz de dormir en una habitación fría y húmeda a la que llegaba el estruendo del mercado y la parada de autobuses del otro lado de la calle, saqué de la mochila un libro que poco antes me había enviado Enrique: Memoria del tiempo breve, una especie de memorias germinales donde los recuerdos, exprimidos hasta el delirio, terminan por convertirse en el trampolín desde el que su autor explora a fondo la palabra, la ficción y la vida. Los paisajes retratados en sus páginas, y sobre todo la voz con que los trataba, provocó en mí uno de los episodios de teletransportación literaria más intensos de mi vida, una especie de viaje astral, de sueño lúcido: la concretísima sensación, más, la evidencia de que aquel cuarto en Centroamérica, era a pesar de la distancia y el tiempo, el de aquella casa de Villaverde Alto, Madrid, que surgía de la voz del libro conteniendo mi propia infancia. Eso es, de algún modo, lo que me sucede una y otra vez con la escritura de Enrique Mercado, que me devuelve a un lugar, me devuelve a un tiempo con el que resulta imposible establecer distancias.
*
El asunto podría ser completamente anecdótico, y probablemente lo es, pero a poco que lo piense en relación a la lectura que hago de El globo amarillo, se me antoja ligado a su naturaleza, a su sentido. Porque efectivamente sus páginas no solo son una mirada cercana al lugar donde apareció la conciencia de su autor; son también un giro hacia ese lugar de la adolescencia que, como el globo escapado de las manos de un niño, sigue alejándose en el vacío arrastrado por el viento. Ese lugar tiene el nombre —suburbio, extrarradio…— con el que solíamos referirnos a los barrios en los que gente como nosotros creció y que conserva aquí, como en Memoria del tiempo breve, todas sus marcas, todas sus esquinas, todos sus charcos, sus descampados, sus estaciones de tren… y también ese tono de melancolía que nos permite vislumbrar, pese a la distancia que sigue abriéndose, un brillo maravilloso. Pero no es solo eso, lo que realmente hace que mi lectura de aquella novela rime con lo que podría provocar El globo… a cualquier lector es que el libro abunda en esa posibilidad de que quien se entrega a la observación del mundo converja, por un lado, con el mundo observado, y por otro, con las referencias de las que la imaginación se alimenta para darle sentido.
Porque el libro es en buena medida un intento de hablar, con todas las marcas particulares de lugar y tiempo, de una experiencia específica, de lo que el yo que escribe es, pero de hacerlo sin adoptar la perspectiva de la primera persona; es decir, El globo amarillo consigue que sean las circunstancias de una vida las que tomen la palabra, evitando que la perspectiva del yo reduzca su alcance. Y de paso, invitando a todos los lectores a hacerlas suyas.
*
El poema que da título al libro (en la primera de las dos versiones que se ofrecen en las correspondientes series que lo forman) es un juego de espejos o de fronteras que está abriendo al mismo tiempo un punto de observación y el paisaje que se observa desde él. Porque ¿a qué se refieren esas enigmáticas estrofas que nos localizan, una tarde precisa, en “una avenida principal de un barrio todavía por construir”? Y ¿quién habla?, ¿quién protagoniza esa mínima acción que no es más que un mirar, un mero percibir? Lo observado y lo observante, el cielo y el “observador” parecen aludirse de manera indistinta mediante una sola expresión válida para caracterizarles a ambos (“calado de bruma”). Y esos mínimos, indefinidos fenómenos observados son apenas el desplazamiento de una ráfaga de viento que no sabemos, dice el texto, “si se detuvo o qué” por las esquinas y los balcones del barrio y que termina persiguiendo al globo amarillo que se eleva por el aire.
En la avenida principal
de un barrio todavía por construir.
En la tarde sin estridencia en el cielo,
calado de bruma de aurora a noche cerrada,
y observador de fenómenos parciales.
Esa ráfaga que acarició el ángulo del aluminio,
si se detuvo o qué en el flequillo de los toldos,
si transportó variaciones
hasta los lacrimales de solución aterida.
El viento mercenario persigue un globo amarillo.
Pero ¿por qué detenerse en ese movimiento? ¿son estos fenómenos en sí y para sí, autónomos en un mundo que surge y se deshace en el instante, apenas registrados por el observador? ¿O tienen sentido precisamente porque despiertan una también mínima emoción al depositarlos en “los lacrimales de solución aterida” de quien observa? Todo está igualmente distante. El poema no nos permite separar lo observado del observante, los aúna —en una instantánea imposible, o posible solo, desde la lente inaudita de estos poemas— en el tercer movimiento de nuestra propia lectura. El límite y lo ilimitado, la precisión de aquello que no tiene forma y que, sin embargo, tiene observador y provoca, como la música, un temblor que no sabemos bien por qué surge.
*
Quizás el rasgo más relevante de esa mirada tiene que ver con lo que resulta evidente en los poemas que conforman la primera de las dos series que componen el libro: un repliegue casi total de la primera persona. Un poema como “enjambres” es emblemático de esta perspectiva. Cinco versos, repartidos en dos estrofas, que enumeran, en frases sin corte, otros tantos elementos.
La incandescencia de las alambradas.
Los enjambres inmóviles bajo el terraplén.
El escalofrío del que mira durante el sueño de los otros.
Los tubos azules que canalizan la estación.
La bocanada de acceso a la oscuridad del campo.
Ni el poema ni ninguna de las oraciones tienen un sujeto explícito, es más, no aparece en ellas ni un solo verbo conjugado, con lo que se genera una fuerte sensación de impersonalidad: se trata de un tipo de imágenes que, como las fotografías que acompañan al libro, se concentran en elementos cotidianos presentados de tal forma que quedan transformados en los planos de una abstracción geométrica. El poema mira, pero lo que ve se vuelca en elementos transformados por su particular forma de ver. El poema mismo identifica de nuevo al observador, al “que mira”, pero lo hace desde un desdoblamiento y, además, lo visto rebasa el sentido de la mirada y entra en el territorio de lo que solo es perceptible mediante la visión poética: enjambres inmóviles, escalofríos, bocanadas de acceso… Eso es: se trata de una mirada exacta, pero no es exactamente una mirada.
*
Otro ejemplo: En “Violaceo” encontramos una identificación total del poema con esa particular forma de percibir: un nuevo poema sin sujeto evidente (impersonal) sigue el mínimo movimiento de la vista que capta ahora un resplandor sobre una ventana, piensa sobre (o mejor, con) él y se desplaza. La escritura congela este breve giro en un presente intemporal, singularizando el instante, significándolo. La propia concentración de la atención en esa minucia genera una pregunta por su significado —¿qué es lo que tiene de especial ese fenómeno?— y provoca un sentido de inminencia que es, sobre todo, el de la inminencia de un sentido, la esperanza de una respuesta, aunque la respuesta sea poco más que la constancia de ese gesto, el reconocimiento de que existió, de que alguien lo notó. Un gesto tan fugaz y frágil como el poema. El poema, que nos descubre la maravilla que esconde ese (y cualquier otro) fenómeno y la complejidad del proceso (de cualquier proceso) de percepción: en sus versos vemos algo, y nos vemos también mirándolo y, además, nos hace notarlo, notar su existencia, notar nuestra existencia, notar el proceso con el que ganamos conciencia de lo que existe.
Y ya estoy citando, sin proponérmelo siquiera, a Juan Larrea, cuya poética (“Razón”) parece resonar con este Globo amarillo:
Sucesión de sonidos elocuentes movidos a resplandor, poema
es esto
y esto
y esto
Y esto que llega a mí en calidad de inocencia hoy,
que existe
porque existo
y porque el mundo existe
y porque los tres podemos dejar correctamente de existir
*
Toda la contención de los poemas, su esfuerzo de impersonalidad e intemporalidad, no son suficientes, sin embargo, para contener la emoción. O quizás, ese esfuerzo de contención sea el que la provoca: la reducción de la atención a movimientos mínimos, esos acontecimientos que no suelen ser retenidos en el cedazo de lo significativo provocan que cualquier vibración, que hasta el más pequeño de los corpúsculos sentimentales gane cuerpo y se agigante. Si ese sujeto poético es, como mucho, una perspectiva, una mirada, hay que notar que esa mirada no solo se piensa, sino también se emociona y lo hace con la misma paradójica contención que no sabe bien dónde localizar el motivo, su origen.
*
En ese sentido las partituras que separan en el libro las dos series de poemas son, además de piezas musicales, claves para traducir la naturaleza de esta escritura: si la manera en que se extravierte es identificable con la fotografía, por la forma en que genera emoción es comparable con la música. Las piezas musicales, casi minimalistas, dibujan ligeras variaciones sobre una línea melódica contenida y vuelven a colocarnos ante la inminencia de una revelación —sentimental y de sentido— que, si surge, lo hace en minúsculas, sin estridencias, pero a gran profundidad.
Como en las composiciones musicales, los poemas generan esa emoción que cumple de algún modo esa apuesta que, más de sesenta años antes, había dejado escrita Juan Larrea, a quién en aquellos finales de los 90, algunos, junto a Enrique Mercado, tratábamos de actualizar en poéticas muy alejadas de las entonces dominantes en España: “…un poeta venidero, estoy por asegurarlo, nos hará llorar con las imágenes y palabras solas, sin que comprendamos la sucesión, como con sonidos dispersos. Y ésta será la perfección.”
Esa es, perfecta o no, la opción poética que Enrique elige en este poemario para generar, por medios propiamente artísticos, sensaciones, emociones o percepciones que de otro modo no podrían haberse generado. Y este aspecto, como ese repliegue de la primera persona, nos muestra el reto de este libro: remitirnos a espacios, momentos y sensaciones con gran precisión y fuerza, sin dejar de ser, ante todo, complejos mecanismos creativos. Como la música que con tanta fuerza nos conecta al mundo sin necesidad de ningún tipo de mecanismo referencial. Pese a la sensación de cercanía y realidad que es capaz de transmitir, esta escritura no tiene nada que ver con aquello que entonces, cuando el libro se escribió, y aún hoy día, siguen diciéndonos que es el realismo. Estos poemas son música.
*
Y entonces, ¿qué hacemos con esa última serie que vuelve a servirnos, bajo el mismo título y un tono muy semejante, poemas completamente distintos? En la cara B de este álbum, como en las composiciones del cubismo analítico —las de un Juan Gris, sin ir más lejos— nos encontramos el objeto surgido, simultáneamente, desde otra perspectiva. Comparando las parejas de poemas formadas por estas series es fácil ver lo que cambia. El titulado “Agosto” nos presenta, en primera ronda, un enigmático paisaje suburbial donde se reúne impersonalmente el movimiento de los que caminan con la carretera, el descampado y la fábrica:
Las sombras a compás por la acera del terreno baldío.
Con la puntualidad de un ciprés
y el crepitar de la carretera en dirección contraria.
La fábrica en la meta que era el puente.
En la última serie el poema del mismo título es una prosa con pausas fuertemente marcadas por la puntuación y, de nuevo, la elipsis. Podemos reconocer otra vez a los protagonistas que el anterior ocultaba en la sombra (“mi primo y yo”), descubrimos algunos detalles de esa fábrica apenas esbozada antes (“la fundición…”) y vuelven a resonar los pasos que poblaban y daban dirección al primer poema (“sólo nuestros pies mantienen la Tierra en movimiento”). Pero quizás lo más relevante es que ahora se hace desgarradoramente explícita la clave emocional y que lo hace en la perspectiva de una primerísima persona:
Mi padre morirá dentro de tres días. Mi primo y yo doblamos el árbol seco de las pistas de atletismo. La fundición prolonga el día pajizo en sus chapas incandescentes. Pero sólo nuestros pies mantienen la Tierra en movimiento. Mi padre morirá al final de la estampida.
Ese recuerdo de la muerte, antes solo esbozaba en el ciprés, rellena todos los espacios que el primer poema dejaba abiertos y es algo así como el contenido de la conciencia del poema: lo refunde, le da cohesión, como el mortero que une los ladrillos de esos bloques de pisos. Ahí aflora como un borbotón lo que los poemas de la cara A habían contenido.
*
Pero no todo es memoria, o no en el sentido subjetivo del término. Esta nueva vuelta de tuerca a los poemas nos devuelve los sujetos del poema, sí, pero sobre todo nos devuelve el enjambre imaginario que pulula a su alrededor y que los traspasa. Si volvemos a “Violáceo” y hacemos la comparación que pusimos a prueba en “Agosto”, descubriremos un nuevo tipo de escritura complementaria. Ese mínimo giro que busca un reflejo en las ventanas de los pisos del poema de la primera serie, es ahora una red de referencias literarias y fílmicas —desde Ovidio, a Stevenson, de Jules Verne a Hollywood— en el que se expresa un vacío de naturaleza radicalmente distinta a la del poema homónimo: lo que aparece aquí es la desaparición de un deseo adolescente que, como el globo del primer poema del libro, se le escapa de las manos.
El mar estrellándose contra el acantilado. “Illa pulcherrima est. Ego horridus sum. Nemo me amabit”. El fantasma, a pesar de todo, estrena su ópera. Un completo fracaso. Ella había permanecido allí durante unos segundos. Aún podía oler su perfume. Los toboganes que descienden hasta el centro del planeta. Y los simios. Un mar fosforescente. Los dinosaurios. Las minas del Rey Salomón. Los tesoros nunca serán tierra a la vista.
La abstracción geométrica de la primera vuelta recrea aquí, con resonancias culturalistas y pop, la sentimentalidad quinceañera.
*
Y podríamos seguir con el ambiente marciano o de Guerra de los Mundos que esta serie final del libro saca a flote. Poema a poema los que cierran el libro recodifican la serie anterior, los proyectan hacia órbitas más complejas. En algunos casos esos poemas de la cara B hacen comprensibles referencias que nos pillan por sorpresa en la serie anterior. En el caso de “Mar muerto nº 5”, el título y los dos versos finales que aparecen en el poema de la primera parte de forma inesperada y enigmática (“Hay una bota tendida sobre el mar muerto/ nº 5 de Marte”), encuentran su background en el homónimo de la serie final:
El suburbio es un decorado de ciencia-ficción. H.G. Wells no hablaba de Londres: enumeraba polígonos, explanadas y bloques de hormigón con androides y máquinas dentro, mis hermanos. Sólo en las noches de enero son reales las estrellas. Hemos visitado los planetas antes del 2001.
Otras obras de la ciencia-ficción o de otros géneros literarios, piezas musicales, referencias al cine o la televisión… aparecen, junto a recortes íntimos de toda índole en esa recreación de los poemas que ofrece en paralelo esa serie final. De alguna manera estos otros poemas nos permiten ver la red imaginativa que sostienen las escuetas pinceladas impersonales de la primera y, a veces, nos permiten establecer la conexión con la que Enrique venía puntuando su fuga poética sin fin. Por ejemplo, cuando leo esos como apuntes escénicos que dan el tono del poema “Patio frío” (“El proceso, de Kafka, filmado por Orson Welles”), tengo la sensación de haberme encontrado con una hebra desprendida de esas performances imposibles o, “partituras de arte de acción” —como en su día las denominó José María Parreño— que publicó en 1995 con el título de Escultoarquitecturas. Como los Projectes de poemes de Joan Brossa, como los Etcéteras de ZAJ y Juan Hidalgo, Escultoarquitecturas y las resonancias de ese proyecto en El globo amarillo parecen por momentos guiones para la realización de acciónes imposibles o apuntes para la confección de otras obras de arte.
*
“A los muchachos pobres no nos queda otro remedio que la vanguardia literaria.” Desde que leí esta frase en Los detectives salvajes de Roberto Bolaño he sentido que su verdad podía aplicársele bien a Enrique Mercado. No es este el único motivo por el que asocio su poesía a la del autor de Los perros románticos —y a la de otros “infras” como Bruno Montané, pero dejemos eso de lado. Quizás ni él —ni yo— ni muchos de los que crecimos en los barrios que localizan esta escritura pudimos llamarnos nunca “pobres”, fundamentalmente porque veníamos de hogares en los que la alargadísima sombra de la postguerra nos había demostrado que, comparado con lo que padecieron nuestros padres, nuestra vida era jauja. Aun así, creo que su necesidad de buscar en los lugares poéticos más inesperados es, entre otras cosas, una marca de clase. Los recorridos por los que llegaba la gente de nuestra generación a las “zonas bien” de la literatura española nunca pasaron por los extrarradios obreros del sur de Madrid. Nunca. Así que había que asaltar el convoy y llevarse las recompensas sin pedir permiso; nuestro único vehículo fue la audacia y cierta política de hechos (literarios) consumados. Eso se ha notado siempre en la escritura de Enrique, y por eso sigue siendo imposible ponerle riendas, puertas o corsés… Como el ritmo de aquella fabulosa novela que publicó en 1992 —De lo que aconteció a una reina que se echó a la calle— el de su poética es vertiginoso: antes de que sus lectores saquemos conclusiones él ya está en otra parte, reinventándose sin cesar.
*
El globo… también es original en su factura, incluso cuando se le compara con los poemarios que le precedieron y que vinieron inmediatamente después. Pero aun teniendo en cuenta los cambios que se perciben entre ellos, este tiene mucho que ver con La explanada, que fue el que escribió inmediatamente antes, aunque se publicó en 2002. Quizás los cambios que se notan en El globo amarillo sean sobre todo una profundización en ese despojamiento extremo del lenguaje que en otra ocasión hemos comparado con la obra de Joan Brossa, otro de los maestros por los que apostamos en los años noventa. En La explanada, pero sobre todo en El globo… la escritura opera mediante la extracción de segmentos ordinarios de realidad hechos palabra, descontextualizados y yuxtapuestos, que dan como resultado un texto a la vez objetivista y, a veces, conmovedor. En ese sentido, el libro que se escribió después, am/pm —también publicado por Varasek en 2011—, marca un giro mucho más acusado. En contraste con los anteriores, en am/pm las circunstancias vitales (o su recuerdo) aparecen en primer plano, evocadas en primera persona, ahora también del plural. Lo que estos tres poemarios consecutivos comparten sin ninguna duda es ese paisaje del extrarradio industrial del sur de Madrid que en El globo amarillo se abordó —como decía una nota que en el texto inédito precedía a los poemas— rescatando un tipo de sensaciones exactas que en los otros títulos quedaban en los márgenes. Aparecen, así es, esos mismos espacios, esas mismas emociones de antes y también de mucho después, aunque la manera en que se vuelve aquí sobre esos espacios es verdaderamente singular.
*
Ya es hora de ir recogiendo el carrete. Enough is enough, El globo amarillo no necesita más loas ni más comentarios de texto. Pero no puedo dejar de referirme, antes de salvar el documento y cerrar el ordenador, a un detalle que creo que aún no se ha comentado en público: la singularidad de la escritura de Enrique no significa que se encuentre aislada en el panorama de esa época. Más que una isla es parte de un pequeño archipiélago. El hangar cromado y Bardeo de Antonio Cordero; Composiciones, escenas y estructuras y Hielo, de Andrés Fisher; y mis propios poemarios Alcance de la mano e Índice, comparten algunas de las claves a las que he acudido aquí para caracterizar la escritura de este libro: esa retracción del yo a favor de un sujeto observante e identificado con lo que observa; la importancia poética del paisaje, silvestre o urbano; la combinación de elipsis extremas y yuxtaposiciones imprevisibles; una conciencia ubicua de la naturaleza lingüística de todo poema; la predilección por textos breves, contenidos; el gusto por la serialización de la escritura… todos estos rasgos son coordenadas que, pese a la evidente variedad de los acabados, aúnan estos libros y dejan constancia de la intensa conversación literaria —en realidad, vital— que compartimos en Madrid en aquella cuenta atrás para el despegue del siglo XXI, y que ha seguido reverberando en vidas y obras desde entonces; y no solo las de los mencionados, sino las de un largo etcétera que vinimos a encontrarnos en esas coordenadas y que, a pesar de las distancias y los años y las enrevesadas vueltas del camino, no hemos dejado de dialogar, de seguir creando algo colectivo. No, no es casualidad que volvamos a encontrarnos en Varasek, no es casualidad que me haya tocado en suerte acompañar la edición del libro, no es casualidad que hayamos seguido acordándonos, veinticinco años después, del brillo de este globo. Que el viento mercenario nos ayude a continuar persiguiendo su vuelo.
Loma de la Capilla, Carolina del Norte,
febrero del 23
Postdata:
No sé lo que significa esto, pero el momento en el que se escriben estas palabras coincide —por ese azar que podríamos considerar significativo, aunque no sepamos realmente de qué— con las tensiones que se desencadenaron entre Estados Unidos y China a cuenta, precisamente, de unos globos aerostáticos que cruzaban aquel país, dicen que con malévolas intenciones. Varios, al menos cuatro, han sido derribados con misiles por los cazas de sus fuerzas aéreas estadounidenses. No sabemos si esto es una amenaza o las salvas de bienvenida con las que hacen hueco en el espacio aéreo al artefacto volador más importante de todos: El globo amarillo. Tampoco está claro que ninguno de los aerostáticos derribados sean de este color (pese a que se supongan made in china). Igual es otra de esas performances como las de Escultoarquitecturas. Seguiremos atentamente las noticias. Con Enrique Mercado nunca se sabe.
———————————————-
[1] “Enrique Mercado & sus Escultoarquitecturas” en: https://hadafactory.wixsite.com/enriquemercado
*(Madrid-España, 1970). Poeta, ensayista y traductor. Es profesor en Appalachian State University-Carolina Del Norte (EE.UU.). Ha publicado en poesía Merma (2009), Índice (2011), Fábula (2012) y Extracción (2013). También es autor de ensayos, ediciones, antologías y traducciones como Las palabras son testigos. Obra poética en inglés de Isel Rivero (2010), Voces comunes y otros poemas, Poesía reunida de Mario Merlino (2012), El ángel de lo súbito, Antología poética de Noni Benegas (2014) y la muestra Extracomunitarios. Nueve poetas latinoamericanos en España (2013). En colaboración con andrés fisher ha editado la antología de José Viñals Caballo En el umbral (2010), traducido la selección de poemas de Lew Welch Círculo de hueso (2013) y la de textos breves de Gertrude Stein Objetos y retratos. Geografía (2014).
**(Madrid-España, 1965). Escritor, músico y guionista de cine. Obtuvo el Premio Nacional de Teatro Ciudad de Alcorcón y el Premio Ciudad de Leganés. Desde 2011 es director de la editorial independiente Varasek eds. Ha publicado en novela De lo que aconteció a una reina que se echó a la calle (1992), Memoria del tiempo breve (1998), La feria (2018), El Círculo Moldenhauer (2020) y Diario de un rockero suburbial (2021); en relato 20 estudios de la monotonía (1993); el libreto de la ópera de cámara El Greco (2001, Toledo); en entrevistas Leganenses (1995); en poesía Versos a la luz de una vela, La explanada (2003), son am/pm (2011), Trenes que no pasan de Magritte (2013); en ensayo Cultos de mal asiento (2013); y del libro de viajes Los sultanes del Yemen (2015). Es, también, coguionista y autor de los poemas de la película Catarsis (2006).