Por: Juan José Prior
Selección de poemas: Mario Pera
Crédito de la foto: der. www.valparaisoediciones.es
izq. www.bebiendoversos.com
Sobre Ahora es la noche,
de Carlos Alcorta
La lírica, al menos desde el XIX, es el género literario por excelencia del yo. Se podría decir que, desde entonces, la pregunta fundamental, para el lector, ha sido: quién es éste que me habla. Y en el caso de Carlos Alcorta, se podría decir que, como autor, la pregunta ha sido exactamente la misma. Sus libros se han dedicado a descubrir, a inventar este yo, esta primera persona de todos los verbos, a esta música reflexiva compuesta en una especie de yo sostenido, porque de eso se trata: de sostenerlo y recrearlo y ponerlo a la vista. Aunque la imagen que resulte al final, como ocurre en su caso, requiera una luz indirecta, mucha capacidad crítica y no tener miedo a enseñar las cicatrices. Un yo curtido y con ganas de hacer balance, que podría descreer y rendirse pero todavía parece esconder para sí la duda… Y esa duda, esa apuesta por la existencia y la vida y la experiencia a pesar de todo, tiene mucho que ver con esa otra vida literaria. Uno echa la vista atrás y se encuentra con que las decepciones de la madurez llevan aparejadas la madurez de la propia obra consolidada.
La poesía hace aquí un recuento de experiencias, donde predomina la desconfianza ante los hombres y la búsqueda de un lenguaje que pueda rescatar lo mejor de nosotros mismos. Porque si la realidad decepciona, la poesía está llamada a hacer lo contrario. Hay en escribir poemas un ejercicio de voluntad, un propósito deliberado, pero no ingenuo, de encontrar sentido al desorden, porque se escribe/ a la desesperada, tratando de olvidar/ la vida que se vive. Algo que se ha perseguido mucho tiempo, un anhelo que no deja de ser real por mucho que seamos conscientes de que escribir no pone freno al dolor ni al desastre (palabras que no alivian/ pena alguna, ni aún las del pasado) ni a la nada que es nuestro destino inevitable. Pero dejar esa constancia es la clase de “Luz nocturna”, de lucidez alejandrina (o heptasílaba), desde la que Alcorta escribe honradamente, traidoramente fiel, su último libro.
En una de las citas recogidas en el libro, el polaco Zbigniew Herbert dice que estar feliz es lo mismo que desprovisto de ilusiones. Pero es que la contradicción, que puede desazonar a quien pretende ser un pensador, es una herramienta poética de primer orden. El poeta sabe que la imaginación, a la manera romántica, es capaz de fabricarnos ilusiones/ y mentiras para seguir viviendo, pero también sabe que la poesía (y aquí cerramos este círculo contradictorio) es el lenguaje privilegiado para que el yo exponga su verdad. Si Hierro hablaba de Cuanto sé de mí, Alcorta comienza uno de sus poemas con un ¡qué poco sé de mí! Y lucha contra sí mismo, y trata de reconocerse por detrás del Alcorta que otros imaginan, y trata de salvarse incluso de la escritura misma que lo retrata y que me convierte en otro con quien lucho/ y debato hasta enfurecerme. Como sabemos, al menos desde Rimbaud, Yo es Otro, así que la fidelidad al propio retrato está marcada por el quiebro, por la suplantación, por el ir y venir de una imagen que no siempre es la que mejor nos refleja:
El mundo que construyo con palabras/ es tan veraz como un autorretrato/ pintado desde un ángulo visual incorrecto.
¿La poética por excelencia sería aquella que resolviera todas las contradicciones? De ser así, forma y pensamiento, moral e identidad tendrían que encontrar un dibujo único y preciso, un ideal en el que ya no podríamos reconocernos…Pero el hombre Alcorta dice su verdad, y llega a preguntarse si quieren algo de mí, si aún me quieren; y yo creo que su moral más honda está en aquellos versos (traidoramente fieles, dije antes) que hablan de su propósito de: expresar el desorden que afecta a mis ideas/ y sentimientos sin hacer ningún/ daño a nadie.
Pero el daño, por así decir, ya está hecho, y la expulsión del paraíso se convierte ahora, en la segunda parte del poemario, en “La manzana de Adán”. ¿Y acaso no nos persigue hasta aquí el espíritu de la contradicción? ¿Acaso el pecado no es sabroso precisamente porque esconde un fondo turbio? Desde el primer instante, el poeta muerde cínicamente la manzana y se encuentra con el demonio que fertiliza/ con su odio todos mis actos. Manzanas de pecado, y ratas que viven en lo íntimo, y camas revueltas, y camaleones que camuflan su cinismo, como si todos los amantes supieran que, para caer siempre en la misma trampa, no hay que hacer preguntas, sino permanecer en esa agitación sostenida/ por la cautela, por la inexistencia/ de espinosas revelaciones. Así que en esta biografía conflictiva el amor se tiñe de culpa; y el deseo, de cinismo; y la pasión, de camuflajes, como si, de nuevo, sólo engañándose un poco a sí misma pudiera hacerse realidad…
Se podría hacer un bestiario con estos poemas, y en él encontraríamos estorninos, gaviotas, peces, ratas, chinches… Son criaturas divinas, es decir, más allá del bien y del mal. Símbolos de cierto beneplácito en aceptar que la vida y la muerte andan siempre enzarzadas la una con la otra, como las verdades morales, que lindan siempre con los actos de una naturaleza despiadada y ansiosa… Y cuando, al espantar una bandada, trata de imaginar cómo lo ven unos estorninos, lo que aparece es la silueta de un animal salvaje borrándose en la lejanía, un animal sin duda peligroso, como un fantasma o un alma en pena, porque no teme acercarse al precipicio y explorar lo que oculta al otro lado/el lúgubre horizonte. Aclaremos de nuevo que, como ya hemos dicho, la poesía inventa para que la verdad se llene de sentido. O en palabras del propio Alcorta: porque un poema es una convención,/ en él la realidad se reconoce/ a sí misma inventándola al decirla. Y digo inventa en el sentido de la retórica clásica; es decir, encuentra, busca un motivo a partir del cual levantar el andamio de una reflexión seria y despiadada sobre el mundo. La última parte del libro parece reunir una serie de anécdotas que el poeta ha ido encontrando, por casualidad, y en las que sale a relucir alguna clase de grandeza moral, de noble ejemplo, frente al cual poder medirse a uno mismo.
El juicio, viniendo de quien viene, es, como cabía esperar, draconiano y sumarísimo. Donde una delicadeza de la visión y del buen gusto encuentra está también el reverso de la carne desnuda, la del promiscuo afán de hacer/ otra muesca más en la empuñadura.
Pero ¿qué esperábamos? ¿No era de esta contradicción, de esta luz en la noche de lo que estábamos hablando? O como repite el propio poeta:
¿pero no es cierto que de la abundancia/ de luz nace también la oscuridad?
El poeta se deja tentar por la virtud, por la belleza, por la esperanza de una pasión que resucita… pero de todas estas flores del bien sale intacto, salvado por los dones de la inteligencia y la práctica de la ficción y la despiadada voz que le recuerda, como a los generales victoriosos, que todos somos mortales, precarios e imperfectos… Ungaretti decía iluminarse d´immenso. Pero hay otra raza de poetas, que no renuncia a la iluminación aunque tenga que recurrir a otra luz más turbia y lunar. Si ya Borges pudo hablar irónicamente de la maestría de Dios que le dio a la vez los libros y a la noche, Alcorta, en dos versos que pueden ser la clave no ya de este libro sino de toda una trayectoria poética, afirma:
soy/ un ser contradictorio, me ilumina/ la oscuridad
Por amor a la vida, nos duele, como decía Lorca, el aire, el corazón y el sombrero… pero puestos a pensar (y la poesía de Alcorta tiene mucho de pararse a entender lo sucedido) ese dolor tal vez fue la propia vida… Y en ese hospital donde se nace, vendremos también a morir. Esa es la alegría última, esa es la mañana o el vértigo, porque en lo más alto, en los pisos superiores, una ventisca inesperada azota… los cimientos del paraíso. Es el frío del futuro, que ya sopla…
Advertidos estamos. Pero nos queda aquí esta salvaguarda. Y que podamos decir, como Alcorta en uno de sus mejores versos: cambio de posición, me muevo por la mente.
7 poemas de Ahora es la noche (2015),
de Carlos Alcorta
Caballos domésticos
Desciende lentamente, olisqueando
con el amoratado hocico duros tallos quebrados
por el granizo y el hielo de la noche,
hacia gargantas y llanuras fértiles
cuando despunta un sol primaveral,
bituminoso y aún con defectos,
sobre las fluorescentes cumbres trapeadas a intervalos.
Protegida del viento por un muro
de follaje, de bardas enrolladas al alambre de espino,
la manada parece ciega. El único
horizonte que sus ojos vislumbran
es un cielo interior, encapotado
y sucio que desoye a sus instintos.
No ansía mansedumbre
ni prisión el deseo.
Dentro de ti, ese mismo cielo gris
cobija grandes playas, lejanías
del alma que en la adversidad se crece.
A la intemperie, el corazón salvaje
se hace más fuerte, aunque desde el seno
materno se construyan los primeros
contornos de la identidad futura,
esa que se acomoda a la memoria
de la raza y te amansa con los otros.
Tener conciencia de las cosas te hace
sublevarte, cruzar la raya, amar
el riesgo, no asustarte de los lobos
y las aves rapaces. Eres un cimarrón,
trotas por las praderas libremente.
La vida no es un juego. Si alguien debe
pagar por sus errores, ha llegado el momento
de exigirlo. No temas al dolor,
la sangre se desliza por tu piel,
pero pronto la llaga se hace costra.
Un látigo o una valla no te sujetarán.
Relampaguean tus sentidos. Cambias
de escenario. Es ahora el horizonte
una incógnita por esclarecer,
la posibilidad de poner fin al miedo,
manumitido y dueño ya de tu propia historia.
Punto de partida
Estoy feliz es decir desprovisto de ilusiones
Zbigniew Herbert
Contradiciendo a mis instintos, a la naturaleza,
negando que la unión haga la fuerza,
como un Caín resucitado, violando
las leyes de defensa en la retaguardia
o quebrantando, como las higueras
cuando crecen en riscos, la estrategia
familiar de la solidaridad
entre los hombres, vivo ahora solo
—la piel cubierta ya de oscuras manchas,
los ojos sepultados en sus concavidades,
las articulaciones con reúma—,
intentando recuperar el tiempo
sin matices, el tiempo de la inocencia,
porque sé cuán artera es la presunta
honestidad del prójimo, su irrefutable
verdad, que alaba sin decir su nombre
el orden absoluto del mundo. No deseo
paz o armonía, quiero lo salvaje,
no lo domesticado, un garabato,
pensar algo que pueda avergonzarme,
escribir y pensar, pensar lo escrito,
fabricar una nueva armadura, una cámara
blindada para el ser, que así se crece,
mirándose a sí mismo, sin sufrir las coacciones
del ayer, que no existe, del presente
o del futuro, que persigo sin éxito.
Quien busca contemplar las cosas
como si no tuvieran forma definida,
con candor, pero con la desconfianza
de un recluso indultado después de muchos años,
sabe que no hay tiempo muerto en la memoria,
todo tiene un lugar que se dispone
según herméticas fatalidades,
más propias de diablillos o de ángeles
caprichosos que de la voluntad.
del hombre.
Miro al cielo, la tenue dilución
de las nubes que en su pereza imitan
deshilachadas hebras de algodón
de feria, comestible, parcialmente
teñido el mástil caramelizado
de un rojo equinoccial. Ahora brilla
el sol a través de la claraboya
y yo registro rigurosamente
las variaciones súbitas del tiempo,
los colores cambiantes del crepúsculo
en los pequeños márgenes en blanco
de las hojas del calendario.
Evalúo los destrozos que el granizo
y la irregularidad de las mareas
provocan en el huerto, como si las acciones
de la naturaleza estuvieran dispuestas
para desmoralizarme.
Ha empezado a llover sin darme cuenta.
Memorizo el perfil afeminado
de la luz que dibuja sobre el agua
estancada, un sinuoso laberinto
de carne que hipnotiza mi retina. Auguro,
en oscilante transparencia, el cruel
futuro que me espera, ahora que carezco
de grandes esperanzas y del higiénico
hábito del resentimiento.
El azar del destino nos enseña
a valorar las cosas como se merecen,
afirman los convalecientes,
para quienes el tiempo se detuvo en un punto
de una falsa línea recta.
Ya nada más puedo perder, si acaso
la vehemente calma que me quita
el aliento cuando me da la vida,
algo que me sucede también frente
a la página en blanco si me empeño,
con un estilo audaz impropio de los hechos,
en ordenar las piezas del desastre
y dar nombre a la voz de ese otro yo
que ha salido indemne,
mientras el ritmo urgente y enfebrecido
de las palabras enmaraña mis dedos
y se hermanan en un extraño cóctel
imaginación y experiencia.
Visiones del amén
Pensé que la experiencia de vivir
durante tantos años en el filo de la navaja
me volvería un hombre más ecuánime,
pero creo que no lo he conseguido.
Pensé que desde ese futuro
que no podré explorar, cuando ya sea
mi cuerpo nada entre la nada,
merecería un poco de sosiego, esa tregua
que precede al olvido permanente,
aunque algunos recuerden que fui huraño,
irascible, despótico, enrocado
en fogosas certezas de carácter privado,
ya trasnochadas. Pero yo bendigo
la solvencia de la imaginación,
capaz de fabricarnos ilusiones
y mentiras para seguir viviendo
mientras la muerte nos persigue.
Tal vez el hombre que pensaba ser
nunca existió y revele, tras la disolución
venidera, su imagen, su auténtico
perfil entre las cosas que caducan.
No propongo a quien esto lea un debate
sobre las apariencias, es algo más trágico.
Cada arruga del rostro tiene un significado,
posee su propia justificación,
es la secuela no de elementales
querellas filosóficas sobre el amor o la amistad,
sino de la degradación, como le ocurre
a los objetos cotidianos o a esas grietas irreparables
que surgen en el techo abovedado de tu cuarto
por el uso y la saña de los tiempos.
Si elevara la vista por encima
de mis prejuicios y dejara
de mirar hacia atrás, tal vez podría
encontrar otra forma más sutil de contradecirme,
de expresar el desorden que afecta a mis ideas
y sentimientos sin hacer ningún
daño a nadie; podría preguntarle
a los que están al otro lado si quieren algo
de mí, si aún me quieren. Hell is here.
Cama deshecha
(Adolf Menzel)
La luz crea en los pliegues de las sábanas
innumerable sombras. Aún arde
la brasa de los cuerpos que se han ido
en la cama vacía, aún se intuyen
restos de la aplacada agitación
que precedía al sueño, sostenida
por la cautela, por la inexistencia
de espinosas revelaciones.
Hubo mucho voluntarismo mutuo
para que se impusieran los fines del deseo
en esta noche que termina.
Esa pasión que propició la alianza
es la misma que pude malograrla.
Conversación
(Matisse)
Ha amanecido hace horas.
La claridad que tiñe de azul la habitación
desnuda se desplaza igual que un gasterópodo
por el hueco de la ventana,
con sumisión, sin jerarquía.
Al otro lado de la pared hojas
de abedul cortan los holgados lienzos
de un cielo rutinario, inofensivo.
Al calor del hogar las confidencias
se hacen más íntimas, se afirman
en palabras, en gestos, en silencios,
porque flotan como burbujas
ingrávidas pasiones enfrentadas,
contradictorias.
A la verdad se puede llegar por diferentes
caminos. Muchos hablan del sendero
que prescribe la indeterminación
como el de máxima complejidad
por sus innumerables laberintos.
Tú te has aventurado en él con prudencia,
no exenta de entusiasmo, y encontraste
en sus sofismas buenos argumentos
para apartarlo de tus preferencias.
La mente se detiene. Reflexiona.
Es carbón apagado, como decía Shelley.
Pero nadie es más sordo que quien no quiere oír.
Privarse de un sentido es otra forma
de ver el mundo, de reconocerse
en lo imperfecto.
Tratado de navegación
No salgas al jardín, es una putrescente
selva. En esta pequeña habitación
con paredes forradas de libros y algún cuadro
de interior que decora los ángulos perdidos
estarás más seguro. Nada puede ocurrirte
en este amurallado lugar donde alimentas
tus sueños y al alcance de tus manos
se ofrece un universo de batallas
de papel, duelos de honor, travesías
y naufragios, disturbios religiosos,
epidemias, lujuria, privaciones
y enloquecidos enamoramientos.
Ilion y Macbeth, Conrad, Jenofonte,
Charles Wright caminando pensativo
por los alrededores enfangados
de San Zeno Maggiore vestido de uniforme.
El silencio es tu patria. Una forma de ser y estar,
un pronombre, un adverbio, un adjetivo.
El silencio es una isla, es el cielo en que algunos
ven la revelación del paraíso.
El silencio es un viaje, una ambición.
Ya estaba fulminado en el silencio
cuando llegué a París, escribe Claude Roy.
En el silencio escribes, creas el mundo
desde tu puesto de vigía, con las palabras
de siempre, repitiéndote para que se vacíe
en ti y se haga carne, fraterna carne tuya.
¿No es esta luz que salva las cortinas
y se posa en los libros de las estanterías
la misma luz con la que se salpican
los dioses en sus juegos inocentes?
Aquí eres todo un rey, a ti solo te ofrendas.
Aquí la vida es credo y gratitud,
no duración, es una lista de aniversarios
por cumplir en cada una de las páginas.
Más tarde, cuando intentes fijar en tu memoria
la tersura de un cuerpo, una ciudad con niebla
o el ruido condensado de una sombra
al caer y no logres que las imágenes
suplanten las presencias invocadas,
no te juzgues con la severidad
con la que juzgas al traidor o al siervo.
Inventa la memoria lo que evoca
y tú has sido capaz de reconstruir
a tu manera, real aunque doliente,
una parte de ti, de tu alegría
con la frágil sutura de la imaginación.
Partes de la historia
Un día como éste, también ventoso
y húmedo, cuando apenas faltaban unas horas
para embarcar con rumbo
a la Península y era el uniforme
militar, restituido ya al celoso furriel,
un colgajo arrugado y maloliente,
baqueteado en marchas nocturnas y maniobras
intimidatorias en la frontera;
un doce de febrero por la tarde,
de hace ya más de treinta años organizaba
mi equipaje y decía adiós al campo
de instrucción, a los gritos del oficial
al mando — Joseph Roth las describió
en Puesto de vigía como “amargas
vejaciones” — y al miedo acuartelado
en el cuerpo de guardia, persuadido
de que finalizaba una etapa superflua
de mi vida. Tricornios, metralletas,
amenazantes ráfagas de fuego amotinado
dentro del hemiciclo me sorprenden
varios días después, mientras reparo
algunos desperfectos en mi casa
con más voluntad que pericia. Vuelve
el tiempo de la espada y la cruz. Oficiales
conjurados y guardias civiles a sus órdenes
pretenden convertir la faz de España
en un cuartel inmenso sometido
a sus delirios. Tengo frío, el pánico
no me deja pensar con claridad.
Mis ojos no se apartan
de la pantalla del televisor.
Pasé la noche en vela hasta que supe
que habían fracasado. No podía
imaginar entonces que la suerte
de poeta joven que estrené meses
después me atribuiría responsabilidades
futuras en el curso de la historia,
y en mi propia manera de entenderla.