Poemas de Patrizia Cavalli, por Emilio Coco

Por: Patrizia Cavalli

Texto introductorio y traducción: Emilio Coco

Crédito de la foto: http://www.succedeoggi.it/2014/02/felici-leggere/

 

 

Patrizia Cavalli (Todi, 1949) vive en Roma. Se ocupa de traducciones de textos extranjeros para el teatro: El Anfitrión de Molière en 1981, La tempestad en 1984, El sueño de una noche de verano en 1988, de Shakespeare. Del mismo autor ha traducido Otello, puesto en escena por el director y actor Arturo Cirillo en 2009. Ha colaborado en la RAI con dos obras radiofónicas: La bella addormentata (1975) e Il guardiano dei porci (1977). Como poeta, ha publicado los siguientes libros, todos en la editorial Einaudi de Turín: Le mie poesie non cambieranno il mondo (1974), Il cielo (1981), Poesie 1974-1992 que reúne los dos primeros libros y una nueva entrega titulada L’io singolare proprio mio, Sempre aperto teatro (1999), Pigre divinità e pigra sorte (2006), Datura (2013).

La dimensión de lo cotidiano como lugar privilegiado de inspiración, el tono coloquial del discurso, la atención a los objetos «humildes» adorados y odiados a la vez, el empleo de la rima con una función casi siempre irónica, el opresivo y obsesivo protagonismo de un yo que se exalta, se entristece y se ríe de sí mismo: he aquí los rasgos de una poesía inconfundible, ajena tanto a las tentaciones experimentales como al neo-orfismo imperante en los años 70, que constituye una de las más originales experiencias del panorama poético italiano de las últimas décadas.

 

Selección de poemas de Patrizia Cavalli

 

 

Por fingir el escozor del corazón, la humillación

de las entrañas, por huir maldecida

y maldiciendo, por guardar castidad

y por llorarla, por excluir mi boca

del sabor peligroso de otras bocas y empujarla

insaciada a saciarse del veneno de los platos

en cenas exaltadas cuando el vientre

ya hinchado sigue hinchándose;

por tocar soledades inalcanzables y allí

a los pies de la cama de una silla

o de una escalera recitar el adiós

por poderte excluir de mi imaginación

y cubrirte con cualquier nublado

para que tu luz no destiñera mi senda,

no trastornara mi círculo tras el cual

te reenvío, tú estrella involuntaria,

paso inesperado que me recuerdas la muerte.

 

Por todo eso yo te he pedido un beso

y tú, inocente cómplice gentil, no me lo has dado.

 

 

 ¿Y quién podrá decir ya

que no tengo ánimo, que no voy

con los otros y que no me apasiono?

He hecho una cola de casi

media hora hoy en correos;

he recorrido toda la fila pasito

a pasito, he olido

los olores atroces de varones

de viejos y también de mujeres, he sentido

manos tocarme el culo presionarme

la cadera. He reconocido

la náusea y la he dejado allí

donde estaba, mi cuerpo

se ha llenado de sudor, por poco no me he cogido

una pulmonía. No de amor a mí

se trata, sino de horror a los otros

en los que me reconozco.

 

 

Entre todas las distancias la mejor posible

es la de una mesa de normal tamaño,

de restaurante por ejemplo o de cocina,

donde yo posiblemente pueda reunirme contigo

pero la verdad es que no lo haré.

Y fuera, la misma luz que ayer, el mismo azul

abren otras distancias

y pido a la gentileza de las nubes

que intervengan, mejor grises que blancas,

para descubrir el embrollo de los azules

que fingen la grandeza, fingen el infinito,

la luz efímera –la ladrona.

 

 

 La casa. Dichoso quien es dueño de la casa

no digo de la casa catastral, sino de la casa,

de la casa real. Durante quince años

yo fui huéspeda en mi casa,

una indeseada huéspeda. Oscuridad,

cuantas más lámparas pongo más está oscuro.

Dichoso quien no ve las curvas, las aristas,

las sombras, dichoso quien, verdadero propietario,

usa y abusa de lo que se le da.

A mí me cohíben las rígidas almohadas,

los libros abiertos, los pasillos inútiles

y feroces, los cuadros colgados, los cementerios

de blusas y bufandas que en todos los cuartos

he sembrado yo misma.

 

 

En la cesta de la ropa sucia

reconozco el verano,

los pantalones ligeros los jerséis.

 

Tenía demasiada prisa en partir

para quedarme a limpiar

las huellas de la carrera.

 

 

Porque tenías una hoja de papel

y un lapicero, creías que

la imagen te saldría.

Pero tu mayor gesto

fue borrarme, reconducirme

al limbo del que había salido.

 

En cambio yo, tras de las venas

de la mano y mientras

de la camisa el brazo

se descubría, añadí

las cejas a mi dibujo

en el pequeño vuelo

que te confunde el rostro.

 

 

Cuántas tentaciones atravieso

en el recorrido del dormitorio

a la cocina, de la cocina

al retrete. Una mancha

en la pared, un pedazo de papel

caído al suelo, un vaso de agua,

un mirar por la ventana,

hola a la vecina,

un mimo a la gata.

Así olvido siempre

la idea principal, me pierdo

en el camino, me descompongo

día a día y es inútil

intentar cualquier regreso.

 

 

 Es muy dulce quedarse

y mirar en la inmovilidad

soberana la belleza de una pared

donde el hilo de la luz y la lámpara

existen desde siempre

para garantizar su permanencia.

 

¡Montaña de luz abanico

paisajes paisajes! ¿cómo podré

desatar mis pies, cómo

descender –reina de las peñas

y de los abismos– al paso involuntario,

a la mano que abre una puerta, a la voz

que pregunta dónde iré a comer?

 

 

Ahora que el tiempo parece todo mío

y nadie me llama para el almuerzo y la cena,

ahora que puedo quedarme a mirar

cómo se derrite una nube y cómo se decolora,

cómo camina un gato por el tejado

en el lujo inmenso de una exploración, ahora

que cada día me espera

la ilimitada duración de una noche

donde no hay llamada y ya no hay razón

para denudarse de prisa y descansar dentro

de la cegadora dulzura de un cuerpo que me espera,

ahora que la mañana no tiene nunca principio

y silenciosa me deja a mis proyectos

a todas las variaciones de la voz, ahora

quisiera de improviso la prisión.

 

 

Había empezado con el alegro:

empiezo desde el principio con el concertino

–tal vez he aprendido mal mi parte

o tal vez sea sólo distracción momentánea,

alguna nota antes alguna nota después

siempre en la misma frase me interrumpo.

Entretanto las pulgas se hacen ver

en el pantalón –por eso yo lo llevo blanco–

y cualquier punto oscuro, también un ala de ceniza,

lo aferro por sorpresa y lo destruyo.

Del suelo sube el polvo y siento

su olor a cada altura, basta con moverse

un poco, dar golpes con el pie, volverse;

y encuentro una toalla en la cocina,

las tazas en el dormitorio.

A este mi universo estable

permito cualquier desorden y ruina:

bastarían tres horas de trabajo

y ya todo en su sitio, mas me siento

e imagino el andante sostenido.

 

 

Pero esto no es sueño. Yo duermo

nueve horas mas no duermo.

No me acoge el despertar

porque aunque duerma, velo.

 

La noche no me aprieta

ni me guarda en la cama,

aunque me esté tendida

nada quita a mi peso.

 

Los míos no son sueños

son sólo explicaciones

pedantes y laboriosas,

réplicas sosas y ociosas

de mis pocas acciones.

 

Y los sonidos amplios y lejanos

no abren la mañana

diversidad del afuera,

son tan sólo el espanto

del día y de los ruidos.

 

 

Si salgo vestida obediente a la estación

–el día antes hacía un frío horrendo–

y cerrado bulto pesado me transporto

a mis muchas insípidas tareas

y caminando en la sombra llego al sol

luego me desanudo la bufanda

y al poco rato mi denso abrigo

dejado abierto por las manos en el bolsillo

se vuelve leve cola que revolotea

–no por el viento, porque el sol está parado–

tras mis pasos ahora más lentos y flojos

lánguidamente inciertos acerca de qué hacer,

como si fuera tuyo el mérito del calor,

toda caliente por este sol parado

¿qué puedo hacer? corro a buscarte,

tengo esta excusa, he de festejarte.

(Pero yo llegaría corriendo aunque lloviese.)

 

 

¿Pero adónde voy ahora, adónde iré,

noche iniciada tarde y ya acabada?

Yo probaba la acera con la nieve

resbalando en Nueva York sobre la acera

por la nieve ya inmóvil y helada.

Con una meada mía muy caliente

podría derretirla un poco, abrir un poco

la calle. Heme aquí inútil y tardíamente

clara: luna que crece, viento que desciende,

ahora duermo, pero mañana vuelvo.

 

 

Del misterio de la mañana

del cuerpo mañanero cada mañana

me interrogo. Del surgir

humoso de mis pasos, del humo

tibio que espira de mí como campo

en agosto mojado, de aquel calor

que se alza en guerra apagada,

un campo abandonado por la guerra,

guerra perdida o ganada no importa,

ahora tibia apacibilidad que sube

con lento ímpetu y se disipa

en el vacío que la atrae

para hacerse igual en la inconsistencia.

 

 

Maravillosa omnipotencia del pensamiento,

velero que navega sin viento,

eres la promesa y el mantenimiento,

para ti no existe la regla del tiempo,

no hay vencimiento, no hay decaimiento,

tú eres el solo necesario alimento

del turístico amor vacacional.

 

 

Muchas ciudades en una me atormentan

no sé dónde debiera residir

qué visitar, demasiado libre

sin un gobierno cierto

que me domina, no ebria

sino siempre en sobrio aburrimiento

no sé ya qué inventar;

me dedico a la prosa matutina,

mi memoria recuerda vaga y fría.

 

 

———————

 

 

 (Traducción del italiano al español por Emilio Coco)

 

 

Per simulare il bruciore del cuore, l’umiliazione

dei visceri, per fuggire maledetta

e maledicendo, per serbare castità

e per piangerla, per escludere la mia bocca

dal sapore pericoloso di altre bocche

e spingerla insaziata a saziarsi dei veleni del cibo

nell’apoteosi delle cene quando il ventre

già gonfio continua a gonfiarsi;

per toccare solitudini irraggiungibili e lì

ai piedi di un letto di una sedia

o di una scala recitare l’addio

per poterti escludere dalla mia fantasia

e ricoprirti di una nuvolaglia qualunque

perché la tua luce non stingesse il mio sentiero,

non scompigliasse il mio cerchio oltre il quale

ti rimando, tu stella involontaria,

passaggio inaspettato che mi ricordi la morte.

 

Per tutto questo io ti chiedo un bacio

e tu, complice gentile e innocente, non me lo hai dato.

 

 

E chi potrà più dire

che non ho coraggio, che non vado

fra gli altri e che non mi appassiono?

Ho fatto una fila di quasi

mezz’ora oggi alla posta;

ho percorso tutta la fila passetto

per passetto, ho annusato

gli odori atroci di maschi

di vecchi e anche di donne, ho sentito

mani toccarmi il culo spingermi

il fianco. Ho riconosciuto

la nausea e l’ho lasciata là

dov’era, il mio corpo

si è riempito di sudore, ho sfiorato

una polmonite. Non d’amor di me

si tratta, ma orrore degli altri

dove io mi riconosco.

 

 

Fra tutte le distanze la migliore possibile

è quella di un tavolo di normale grandezza,

di ristorante per esempio o di cucina,

dove possibilmente io possa raggiungerti

ma in verità non lo farò.

E fuori la stessa luce di ieri, lo stesso azzurro

aprono altre distanze

e chiedo alla gentilezza delle nuvole

di intervenire, meglio grigie che bianche,

per svelare l’imbroglio degli azzurri

che fingono la grandezza, fingono l’infinito,

la luce effimera – la ladra.

 

 

La casa. Beato chi è padrone della casa

non dico della casa catastale, ma della casa,

della casa reale. Per quindici anni

io sono stata ospite della mia casa,

un’ospite indesiderata. Buio,

più lampadine metto e più fa buio.

Beato chi non vede le curve, gli spigoli,

le ombre, beato chi, vero proprietario,

usa e abusa di quello che gli è dato.

Io sono in soggezione dei rigidi cuscini,

dei libri aperti, dei corridoi inutili

e feroci, dei quadri appesi, dei cimiteri

di camicie e sciarpe che in ogni stanza

io stessa ho seminato.

 

 

Nel cesto della biancheria sporca

riconosco l’estate,

i pantaloni leggeri le magliette.

 

Avevo troppa fretta di partire

per potermi fermare a ripulire

le tracce della corsa.

 

 

Perché avevi un foglio di carta

e una matita, credevi che

l’immagine ti sarebbe riuscita.

Ma il gesto tuo più grande

fu cancellarmi, riportarmi

nel limbo da cui ero uscita.

 

Invece io, dopo le vene

della mano e come

dalla camicia il braccio

si scopriva, aggiunsi

le sopracciglia al mio disegno

nel piccolo volo

che ti confonde il viso.

 

 

Quante tentazioni attraverso

nel percorso tra la camera

e la cucina, tra la cucina

e il cesso. Una macchia

sul muro, un pezzo di carta

caduta in terra, un bicchiere d’acqua,

un guardar dalla finestra,

ciao alla vicina,

una carezza alla gattina.

Così dimentico sempre

l’idea principale, mi perdo

per strada, mi scompongo

giorno per giorno ed è vano

tentare qualsiasi ritorno.

 

 

Dolcissimo è rimanere

e guardare nella immobilità

sovrana la bellezza di una parete

dove il filo della luce e la lampada

esistono da sempre

a garantire la loro permanenza.

 

Montagna di luce ventaglio,

paesaggi paesaggi! come potrò

sciogliere i miei piedi, come

discendere – regina delle rupi

e degli abissi – al passo involontario,

alla mano che apre una porta, alla voce

che chiede dove andrò a mangiare?

 

 

Adesso che il tempo sembra tutto mio

e nessuno mi chiama per il pranzo e la cena,

adesso che posso rimanere a guardare

come si scioglie una nuvola e come si scolora,

come cammina un gatto per il tetto

nel lusso immenso di una esplorazione, adesso

che ogni giorno mi aspetta

la sconfinata lunghezza di una notte

dove non c’è richiamo e non c’è più ragione

di spogliarsi in fretta per riposare dentro

l’accecante dolcezza di un corpo che mi aspetta,

adesso che il mattino non ha mai principio

e silenzioso mi lascia ai miei progetti

a tutte le cadenze della voce, adesso

vorrei improvvisamente la prigione.

 

 

Avevo cominciato con l’allegro:

ricomincio da capo il concertino

‒ forse ho imparato male la mia parte

o forse è solo distrazione momentanea,

qualche nota prima qualche nota dopo

sempre alla stessa frase mi interrompo.

Intanto le pulci si fanno vedere

sui pantaloni – per questo io li porto bianchi –

e ogni punto scuro, anche un’ala di cenere,

lo afferro di sorpresa e lo distruggo.

Dal pavimento sale la polvere e sento

il suo odore a ogni altezza, basta muoversi

un poco, sbattere un piede, rigirarsi;

e ritrovo un asciugamano in cucina,

le tazze in camera da letto.

A questo mio universo stabile

permetto ogni rovina, ogni disordine:

basterebbero tre ore di lavoro

e tutto a posto, ma io mi siedo

e immagino l’andante sostenuto.

 

 

Ma questo non è sonno. Io dormo

nove ore ma non dormo.

Non mi accoglie il risveglio

perché anche se dormo io veglio.

 

La notte non mi stringe

e non mi chiude a letto,

anche se ho il corpo steso

non mi toglie al mio peso.

 

I miei non sono sogni

ma sono spiegazioni

pedanti e laboriose,

repliche scialbe e oziose

delle mie poche azioni.

 

E i suoni ampli e lontani

non aprono il mattino

diversità del fuori,

ma sono lo spavento

del giorno e dei rumori.

 

 

Se esco vestita ubbidiente alla stagione

‒ il giorno prima c’era un freddo orrendo –

e chiuso pacco pesante mi trasporto

alle mie tante insipide faccende

e camminando all’ombra arrivo al sole

e poi mi trovo a slacciarmi la sciarpa

e dopo un po’ quel mio denso cappotto

tenuto aperto dalle mani in tasca

diventa lieve coda che svolazza

‒non per il vento, perché il sole è fermo –

dietro i miei passi ormai più lenti e laschi

languidamente incerti sul da farsi,

quasi che fosse tuo il merito del caldo,

tutta scaldata da questo fermo sole

che posso fare? corro a cercarti,

ho questa scusa, ti devo festeggiare.

(Ma io verrei di corsa anche se piove.)

 

 

Ma dove vado adesso, dove andrò,

notte iniziata tardi e già finita?

Provavo il marciapiede con la neve

scivolando a New York sul marciapiede

per la neve ormai immobile gelata.

Con una mia caldissima pisciata

potrei scioglierla un po’, aprire un po’

la strada. Eccomi inutile e tardamente

chiara: luna che cresce, vento che scende,

adesso dormo, ma domani torno.

 

 

Del mistero del mattino

del corpo mattiniero ogni mattino

io mi interrogo. Del sorgere

fumoso dei miei passi, del fumo

tiepido che espira da me come campo

in agosto bagnato, di quel calore

che si alza in guerra spenta,

un campo abbandonato dalla guerra,

guerra perduta o vinta non importa,

ora mitezza tiepida che sale

con lento empito e si dissipa

nel vuoto che l’attrae

per farsi uguale nell’inconsistenza.

 

 

Meravigliosa onnipotenza del pensiero,

veliero che veleggia senza vento,

sei la promessa e sei il mantenimento,

per te non c’è la regola del tempo,

non c’è scadenza, non c’è decadimento,

tu sei il solo necessario nutrimento

del turistico amore vacanziero.

 

 

Molte città in una mi tormentano

non so dove risiedere

che cosa visitare, troppo libera

senza un governo certo

che mi domina, non ebbra

ma sempre in sobria noia

non so cosa inventare;

mi dedico alla prosa mattutina,

la memoria ricorda vaga e frigida.

 

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