Vallejo & Co. presenta en exclusiva, Pastel de papa, texto inédito de Román Antopolsky de próxima aparición.
Por: Román Antopolsky
Crédito de la foto: Youtube
Pastel de papa
Aparentemente, y si prestamos atención a ciertas opiniones –digamos– polémicas, durante parte del siglo noveno, y al menos en parte desde el que sigue si no hasta el presente, quién sabe, aquel obispo afortunado en acceder al sitial de Pedro, es decir al mismísimo papado, debía pasar por una última prueba previo a su proclamación: le tenían que revisar los testículos. Muchos feligreses caerían, si se enterasen, en pánico. Y no es para menos. La imagen del prelado no se deja asimilar fácilmente a semejante ‘examen’, por llamarlo de algún modo. Una figura tan pública como pura, abocada a una labor puramente espiritual y por otro lado la súbita aparición de unos pocos asuntos que irrumpen en el medio del pundonor, una zona tan privada; de previas palpaciones también, suponemos.
El motivo para la adopción de semejante procedimiento no es desconocido. Según cuentan algunas crónicas y tratados críticos es debido al desencanto y conmoción, si no pasmo, que produjo el desenmascaramiento de la papisa Juana. Ésta se hacía pasar por un hombre. En algún momento alrededor del primer cuarto del siglo noveno, en la ciudad de Mainz (es decir Maguncia, en Alemania), y ella de origen inglés, nace una mujer. Quien viajará hasta la mismísima Atenas por permanecer al lado del joven del que se había enamorado. Y para estar aún más cerca de él, se disfraza de hombre. Como lo que este joven hacía era estudiar, y esto es cosa seria que sería, en esa época, cosa de hombres, la muchacha se vuelca a los estudios. Con tal éxito que, y siempre aparentando ser hombre, asombra a todo el mundo con sus habilidades intelectuales, conocimiento y juicio. Tanto que a su ida a Roma todos quedan con la boca abierta al oírlo(la). Y así, hace carrera en la curia. Y un día, de 855, llega a ser papa. Pero este papado no prosperó, y no por ineptitud; su magisterio duró no más que dos años, terminando de un modo catastrófico (para Juana). La papisa aparentemente no se había abstenido de la frecuentación del sexo opuesto (en su caso, esto hubiera sido imposible). Y llegado un punto quedó embarazada. No sabemos cómo disimuló la panza, ni si hubo tal necesidad dadas las pasiones culinarias eclesiásticas generales. Pero un día en una excursión religiosa, una procesión de la basílica de San Pedro a la archibasílica de San Juan de Letrán, todo ahí en el Vaticano, de repente tuvo que dar a luz. Se bajó del caballo y ahí nomás empezó el parto, en la calle. Esto claro resultó como mínimo inaudito. No sabemos si los creyentes y curiosos esperaron las catorce horas promedio del parto, pero en todo caso sí sabemos que la novedad de esta circunstancia los ofendió a tal punto que se vieron obligados a hacer justicia en el acto. Según cuentan las crónicas, el pueblo la ató a un caballo y dejó que éste la arrastrara (media legua), tras lo cual fue lapidada y la vergüenza vindicada. Donde murió la enterraron, y alguien inscribió lo siguiente: Petre, Pater Patrum, Papisse Prodito Partum; lo cual en vernáculo vendía a ser: Pedro, padre de padres, propició el parto de la papisa. En fin, un hecho lamentable.
Pero nos estamos alejando del tema: la inveterada prueba. Es incierta la veracidad del papado de Juana, y no son pocos los que descreen de semejante episodio. Pero lo que sí es cierto es que el asiento en el que el papa electo tomaba precisamente asiento al resultar electo, en alguna de las basílicas o iglesias por las que debe hacer paso en el ritual de su coronación (nos olvidamos de cuál, son tantas que no viene al caso ser tan precisos), el trono, púrpura, y de mármol en cuestión tenía un agujero en el medio (del asiento) (de época romana, eran dos las sillas, una ahora en el Louvre y la otra en el Museo Vaticano). Dicen, aparentemente, que por él un diácono se aseguraba, desde abajo claro, de la masculinidad del papa; para que no vuelva a pasar el bochorno aquél con Juana. Siguiendo el muy ameno y bien informado libro de Alain Boureau sobre la papisa, y tomando de allí estas referencias, el primero en aludir al papado de Juana había sido un tal Jean de Mailly, alrededor de 1260. A quien siguió Etienne de Bourbon, luego un autor anónimo, y más tarde arribamos a una crónica de pontífices y emperadores romanos escrita por Martín el Polaco, de alrededor de 1280, crónica ésta que llegó a convertirse en un bestseller. Este Martín, natural de la ciudad de Opava (en Polonia) daba por cierta la existencia de este Juan que era Juana. Un par de años más tarde, ya en la última década del siglo trece, Geoffroy de Courlon en su propia crónica escribe acerca de la papisa, basándose en Martín el Polaco pero esta vez agregándole la nota: “Se dice que éste es el motivo por el cual los romanos tomaron el hábito de verificar el sexo del papa electo a través de una abertura en el sitial de piedra.” En fin. A partir de aquí los rumores no han parado. En algún que otro siglo no corrieron tanto pero con mayor o menor ímpetu han llegado hasta el día de hoy. Robert d’Uzès en 1291 dice lo mismo. Adam de Usk (comienzos del siglo quince) confirma el rito (dice además que el encargado de llevarlo a cabo era uno de los cardenales más jóvenes). Lo vuelven a confirmar o mencionan Hermann Korner, Giovanni Rucellai, William Brewyn. En 1460 es un griego, Laonicos Chalcocondylas, quien nos lo vuelve a contar. Y de él echa mano un tal Félix Hammerli, alrededor de 1500, quien agrega detalles: “Dos clérigos de confianza le tocaron los testículos, testigos encargados de prestar evidencia legal de su masculinidad. Y si los hallaban intactos exclamaban al tiempo que los tocaban, ‘Testiculos habet’ [es decir, ‘Tiene testículos’]. A lo cual el sacerdote y la gente responden: ‘Deo gratias’ [‘Gracias a Dios’].” Y los testimonios se multiplican. Papistas, antipapistas, escapistas, todos contribuyeron y aún lo hacen en allanar el camino al rumor, el cual en la letra escrita se halla, por usar un recurso gracioso, como en una autopista. La primera constatación llegó hasta ampliarse a “duos habet et bene pendentes”, es decir “tiene dos y le cuelgan bien”. No son pocos los que se hicieron eco del tema, o bien del nefando examen o de la emblemática figura de la papisa. Quevedo, Rabelais, Leibniz, von Arnim, Stendhal, Borchardt, Brecht son los más conocidos, pero los hay en centenares.
Ahora, una pregunta indudablemente surge. Y es la siguiente. En el caso de que el papa resultase en efecto sometido a dicho examen, ¿ocasionaría acaso el acto mismo de la revisación, en la flamante nueva voz del apóstol, cosquillas? La pregunta no es menor. No lo decimos por un prurito respecto del estado de la epidermis que envuelve las partes pudendas del santo padre. Esta es una cuestión dermatológica que aquí no nos concierne. Lo decimos, por el contrario, por las repercusiones que aquella felicidad papal provoque frente al pueblo que asiste el proceso de su elección. Entonces, ¿cómo deberían reaccionar el pueblo y los demás cardenales si tal fuere el caso? ¿Podríamos hablar de una hilaridad papal, de una ligereza de espíritu que al mismo momento del zarandeo lo eleva como un ave inocente a alturas que sólo el vuelo depara? Los pájaros de la risa en la momentánea felicidad del solemne y consumado ceremonial y protocolo. Una cuestión espinosa.
Sin ir más lejos Spinoza en el libro tercero de la Ética indagó, como era típico en él, las aristas esta vez de la alegría. Allí, en la proposición xi, dice lo siguiente: “Todo aquello que propicie el auge o mengüe, ayude o coercione la potencia de actuar de nuestro cuerpo asimismo propiciará el auge o menguará, ayudará o coercionará la potencia de pensar de nuestra mente.” El libro tercero trata de los afectos, de las afecciones del cuerpo. Veamos qué nos dice de la alegría en el escolio a esta proposición que acabamos de citar. “Vemos pues que la mente puede padecer grandes mutaciones y hacer tránsito ya a una mayor, ya a una menor perfección, pasiones éstas que nos explican los afectos de la alegría y de la tristeza. Por alegría pues en lo que sigue entiendo la pasión por la cual la mente hace tránsito a una perfección mayor; por tristeza, por otro lado, la pasión por la cual ésta hace tránsito a una perfección menor. Además, llamo el afecto de la alegría relacionado simultáneamente con la mente y con el cuerpo cosquilleo o regocijo, el de la tristeza, por otro lado, dolor o melancolía. Pero es de notar que el cosquilleo y el dolor van referidos al hombre cuando es afectada una de sus partes, frente a las restantes; el regocijo y la melancolía, por otro lado, cuando todas las partes son afectadas.” [subrayado en el original]. Ya lo vemos, la alegría contribuye a la perfección; en nuestro caso, del papa. Y la que éste hubiera experimentado, de las dos que refiere, es la titillatio o cosquilleo (o titilarse de risa), un tipo de alegría centrado en una afección, como nos lo dice Spinoza, no de todo el cuerpo (y concomitante mente) sino de una de sus partes (ya sabemos cuál). Así que ya lo sabemos, el episodio todo no dejaría de beneficiar al papa, contribuyendo claramente a la perfección, gracias al cosquilleo de una de sus partes, de su mente.
Pero esto solo no basta. Aún debemos soltar esos pájaros. Que el coro de cardenales oiga las cosquillas del nuevo padre pío, pío el pueblo que lo acompaña, ¡y piedad por el(la) que no pase la prueba! Y a tal efecto nos llega una receta. La hallamos en el legendario Libro de arte coquinaria de Martino de Rossi, de 1465 (las fechas son aproximadas). Con toda la pompa y elocuencia renacentistas este magnífico libro [a propósito usado casi en su totalidad en su De honesta voluptate et valetudine (Sobre el placer honroso y el estado saludable, de 1474) por el humanista Bartolomeo Sacchi, conocido como Platina, autor que había abundado en detalles del rito concerniente a la elección del nuevo papa]. Se trata de la última receta contenida en el capítulo quinto, dedicada a la elaboración de frutas de sartén (“frictella”). La receta nos narra la preparación del “pastel volador”, o como lo llama el original, el “pastello volativo”. Hela aquí en su totalidad:
Prepara una horma de pastel bien grande y en el fondo hazle un agujero de forma tal que puedas por él pasar el puño, o más grande si te place, y que los bordes alrededor sean un poco más altos que de costumbre, y llénalo de harina y cocínalo en el horno. Una vez cocido, abre aquel orificio de abajo y por él saca la harina; por otro lado habrás preparado otro pastelito lleno de los ingredientes apropiados, bien cocido y condimentado, hecho del tamaño de aquel orificio en el fondo de la horma grande, que pondrás a través de esa horma y en el espacio vacío que queda alrededor del pequeño pastel pon pájaros vivos, tantos cuantos quepan; esos pajaritos querrás meterlos justo antes del momento de servir el pastel en la mesa. Y cuando servido ante los invitados sentados al convite, levantarás la cobertura de encima y los pájaros echarán a volar. Y esto por dar diversión y solaz a la concurrencia. Y para que no queden molestos, córtales en porciones el pastel pequeño. Y aunque haya dicho uno, no quiere decir que no puedas preparar más, cuantos te plazcan. Lo mismo puedes hacer con una tarta, componiendo lo que uses y adaptándolo de tal manera que vaya bien.
Como vemos, el nuevo papa puede estar tranquilo. Tomó la punición de la reprobable maniobra de tapar el sexo preciso el proclamar el irreprensible estatuto de la validez de los testículos del papa, y el vuelo de su carcajada. Desde lo alto Pedro ya podrá orgullosamente seguir el progreso de su puesto, la felicidad en sus pares, festejar las cosquillas del par “bene pendentem”, y quién sabe, quizá alguien le esté rascando los suyos.