El presente es un texto dedicado al cineasta Pier Paolo Pasolini. Actualmente, José Carlos Yrigoyen concluye un libro sobre este director italiano con el cual demuestra que la poesía es capaz de respirar en los feudos de la prosa.
Por: José Carlos Yrigoyen
Esto comienza una noche de marzo de 1966, en un pequeño restaurante del Portico d´Ottavia, en medio del ghetto de Roma. En ese lugar Pier Paolo Pasolini cena acompañado de Alberto Moravia y Dacia Maraini. Acaba de filmar Pajarracos y pajaritos y prepara una nueva película, que no será para nadie su mejor película, y que se llamará Edipo Rey. En algún momento se levanta de la mesa y se dirige al baño. Sus amigos lo aguardan varios minutos, quizá media hora. Cuando Moravia, preocupado, decide ir a buscarlo, la puerta se abre y Pasolini, desvaído, con un pedido de auxilio trunco en la garganta, cae al suelo en medio de un charco de sangre. Se desmaya tres veces en los brazos de Dacia, mientras ruega que no lo dejen morir. Es una crisis de úlcera. Sobrevivirá a ella, guardará reposo un mes, hará una dieta basada exclusivamente en arroz blanco, regresará a trabajar inmediatamente. Pero algo dentro de él quedará quebrado sin remedio. A sus cuarenta y cuatro años se siente viejo por primera vez, empieza así a creer menos en el futuro, y de esta manera, como declaró años después en la célebre entrevista a Jean Duflot, la palabra esperanza desaparece de su vocabulario personal para ser sustituida por utopía. Y yo agregaría que el término utopía sería luego reemplazado por desesperación. Estos fueron los tramos de un camino que concluiría el 2 de noviembre de 1975, con su cuerpo mutilado bajo las butacas del frío cine del amanecer.
Consideremos entonces la forma en que avanzaremos por ese camino. La esperanza no se convierte sin solución de continuidad en utopía: tiene que existir un estado transitorio en el que las grandes piedras que sostienen la confianza en los sucesos venideros oscilan, se resquebrajan y finalmente se pulverizan; solo luego de esto es posible consumar nuestra adhesión a lo imposible. ¿Qué había antes de ese estado en el cual Pasolini fue perdiendo, poco a poco, todo aquello que lo mantenía fiel a la realidad y a sus manifestaciones? ¿Qué era lo que antes le concedía la convicción de seguir insistiendo en ser entendido por los demás, porque “la muerte no consiste en no comunicarse / sino en resultar incomprendidos”? Esa motivación podría resumirse en una sola frase: Todo objeto es sagrado. En una entrevista concedida a Giuseppe Cardillo en 1969, durante su estancia en Nueva York, explicó “en términos sencillos” lo que esto significaba: el hombre antiguo, preindustrial, podía sentir la presencia de lo sagrado en cualquier objeto, en cualquier acontecimiento de su vida. Eso quería decir que toda aparición terrena podía ser lo que Mircea Eliade llamaba hierofanía: un acto de manifestación de lo sagrado en las piedras, los ríos, los vecinos, en determinadas palabras. Pasolini creció en ese mundo arcaico que ya para mediados de los sesenta había sido reemplazado por un nuevo fascismo, o más bien, por una inédita variante del fascismo: los valores de la ideología hedonista del consumo, “un diablo que veo todos los días» (la metáfora religiosa no es una coincidencia) y su principal derivado: la tolerancia modernista de tipo americano. Describió el ascenso de ese nuevo orden viciado, inculto y materialista en un artículo de febrero de 1975, con una metáfora tan triste como hermosa: “A finales de los años sesenta, por la polución del aire y sobre todo en el campo por la polución de agua (los azules ríos y las balsas transparentes) empezaron a desaparecer las luciérnagas. El fenómeno fue fulminante y fulgurante. Al cabo de pocos años ya no había luciérnagas”. Pasolini condensa así una doble derrota: la colectiva y la personal. Un hombre que posee el recuerdo de esas luciérnagas ya no puede reconocerse joven entre los jóvenes, no puede ya recordar su pasado con felicidad, pierde de forma brutal los elementos que producían esas visiones que lo asimilaban y reconciliaban con el mundo.
Todo objeto, pues, es sagrado: también son sagrados los escenarios y personajes del submundo romano que Pasolini abordó en sus primeras novelas y películas y con los que la prensa y el público siempre lo relacionaron. Los paisajes compuestos de ruinas y basuras; los rufianes de catorce años que roban las tapas de las cloacas para comer y disfrutar la noche; las familias de seis o siete hijos que viven todas juntas en un cuarto, rodeados de moscas, ollas y platos sucios; los pálidos maricas que esperan a sus clientes en cantinas humosas; los maleantes y las prostitutas eslabonados a sus ritos callejeros; todo ello, a pesar de su aparente sordidez, tiende puentes con la sacralidad del añorado mundo arcaico: las cosas y los rostros que Pasolini encontró en las desordenadas calles del extrarradio de Roma son los mismos de su infancia en Casarsa, el pequeño pueblo campesino del Friuli donde creció y se formó. Cuando escribía sus primeras novelas uno de sus mayores problemas era poder ser fiel a esa realidad y reelaborar la epifanía que se experimenta al acercarse a ella. El suyo no fue un acercamiento verista exclusivamente apoyado en la acción, la violencia y el drama de sus criaturas, sino, como ha escrito Attilio Dabini, una aproximación estilística basada en un extraño hibridismo lingüístico donde confluyen el dialecto romanesco con el italiano estándar, donde la jerga del lumpen se hilvana con preciosismos léxicos; una serie de recursos que nombran de determinada manera a las objetos para aprehender las hierofanías que de forma inmanente residen en ellos. En algunos tramos de sus narraciones este experimento alcanza momentos notables, confiriendo a lo contado y a lo descrito una calidad donde lo tosco, grosero y deteriorado brilla con el fulgor de las cosas divinas e inasibles. Pasolini afirmaba que “la sacralidad no se encuentra tanto en la indignación, en la piedad profunda o psicológica de los diferentes personajes, como en lo que llamaba contaminación estilística entre lengua literaria y dialecto.” Decía que esto provocaba que los suburbios “no fuesen suburbios naturales o reales, y que en realidad, aparecieran como sagrarios, lugares de poesía”. Una muestra de esto, entre muchas otras de notable factura, es la escena incluida en el quinto capítulo de Muchachos de la calle donde se detalla el amanecer en unos suburbios de Roma que se van cubriendo lentamente de una oscura y lírica luz purificadora:
Empezaba a aclarar. Por sobre los tejados de las casas se veían franjas de nubes desgarradas por el viento que, en lo alto, debían soplar libremente, como soplaba en los principios del mundo. Abajo, en cambio, no hacía más que despegar algún jirón de cartel o arrastrar algún papel contra las aceras o los raíles del tranvía.
Como las casas se ensanchaban, en alguna plaza, en algún cruce silencioso como un cementerio, en algún terreno parcelado donde no había más que obras en construcción con cuatro o cinco pisos de andamiajes y pequeños prados sucios, el cielo era del todo visible: cubierto de millares de nubecillas pequeñas como pústulas, como ampollitas, que subían hasta las cimas desleídas y denticuladas de los rascacielos, y tenían todas las formas y todos los colores. Caracoles negros, valvas amarillentas, bigotes azules, escupitajos color yema de huevo; y al fondo, después de una franja azul, límpida y cristalina como un río de regiones polares, un nubarrón blanco, rizado, fresco e inmenso que parecía el Monte del Purgatorio.
Es de esta búsqueda de hierofanías donde nace el compromiso de Pasolini con aquella Realidad de la que hablaba en poemas, artículos y ensayos con el fervor de un creyente secular. Hablaba en ellos también de una desesperada vitalidad, concepto que encierra un valor positivo: el estar inmerso en ese magma sagrado y mantenerse dentro de él “en activo”, es decir, trabajando la materia hasta evidenciar en ella una identidad divina. La condición esencial para que esta desesperada vitalidad pueda ejercerse comprendía la conservación de la realidad en su estado natural, salvaje, arcaico, tal y como lo había conocido en su infancia y adolescencia, El poeta comprende que la desaparición total de ese mundo a manos del Nuevo Orden consumista sucederá más tarde que temprano, pues todas las fuerzas del pasado que deben contrarrestarlo carecen, en ese preciso momento histórico, de la solidez y credibilidad necesaria para hacerle frente. Es así como pasa de un estado de esperanza (en mantener los valores y la belleza del Pasado) a apelar a una utopía personal, un ideal en el que es posible hacer retroceder a aquellos ejércitos de la muerte, que, como en la pintura de Pieter Brueghel el Viejo, estaban destinados al triunfo sin mayor resistencia. Ese periodo utópico puede encuadrarse entre los meses de convalecencia de la crisis de úlcera de marzo de 1966 y la etapa de concepción de la Trilogía de la vida, a finales de 1969. Durante esos tres años, sumamente prolíficos en lo referente a su tarea cinematográfica e intelectual, Pasolini se enfrentará a viejos y flamantes fantasmas, a decepciones, descubrimientos y desacuerdos que lo obligarán a reinterpretar urgentemente sus viejas tesis para sobrevivir sin adaptarse al curso de la rueda de la historia, para desarrollarse al margen del tiempo, para evadir la caducidad de todo aquello que ama: una utopía que a la vez es también la proposición de un futuro sacrificio en el que “por fin un hombre / haga un buen uso de su muerte”. Los más relevantes son la polémica que mantuvo con Eric Rohmer, su conflictiva relación con el Partido Comunista Italiano, el proyecto y realización de sus “películas burguesas” Teorema y Pocilga, su encuentro y vida en común con el joven Ninetto Davoli y las dificultades, tanto a nivel personal como creativo, que le produjo la mala relación con su padre, origen de diversos traumas que arrastró desde la adolescencia y nunca pudo superar.