Parasiteando, sobre Wallace Stevens + 7 poemas

 

Poemas por Wallace Stevens*

Texto y traducción por Carlos Trujillo**

Crédito de la foto www.huntington.org

 

 

Parasiteando

          

  Wallace Stevens escribió por allí, pero se puede leer en cualquier parte, que «El escritor que se contenta con destruir está a la misma altura que el que se contenta con traducir. Ambos son parásitos». Yo comencé a parasitear con la poesía de Stevens a finales de abril del año de la pandemia para compartir mis traversiones con los amigos y las amigas que gusta leer poesía, sin tener ni la más mínima idea de que lo que estaba haciendo no era más que parasitear en tiempo de pandemia. Le hinqué el diente a varios de sus poemas y compartí algunos con ustedes y luego se me pandemizó el parasiteo con un montón de otros y otras poetas difíciles de encontrar en nuestra lengua, pero sin saber que lo que estaba haciendo era pura y simplemente parasitear o, dicho de otro modo, haber contraído el virus de la parasitosis.

            Unas semanas atrás volví a Wallace Stevens como quien vuelve a un viejo amigo. Después de todo, él nació en Reading, Pensilvania y de no mediar poco menos de un siglo hasta pudimos habernos encontrado casualmente en Market Street, en alguno de sus viajes en tren a la bella Filadelfia. Es sabido que la vida siempre nos sorprende que la literatura. De modo que como pensilvaniense por casi la mitad de mi vida, lo empecé a sentir cercano, amigo, casi entrañable vecino, y seguí leyéndolo y leyéndolo con el mismo interés que si fuera un poeta de Quellón o Chonchi o Ancud o Castro o cualquier isla del archipiélago, vecino de la misma tierra verde, ya sea de estas islas del sur del mundo o de los bosques siempre verdes de William Penn.

            Y así fue como entre guitarreo y guitarreo o, mejor dicho, entre lectura y lectura que es casi lo mismo, me topé con la frase que inicia este escrito. ¡Grandísima frase de un grandísimo poeta y más grandísimo hilvanador de palabras! Y precisamente por eso mismo hay que patearle los tobillos hasta que le duelan, aunque a estas alturas no le duela nada ni sea posible golpearlo en el suelo como parece haber hecho Hemingway en Key West. Por otro lado, la idea de patearle los tobillos es pura metáfora, de modo que hasta él mismo estará muerto de la risa, aunque sea sólo en un verso fantasioso.

            Para cerrar esta breve introducción tengo que confesar que he disfrutado muchísimo poniendo en nuestra lengua varios poemas de mi amigo y casi vecino Wallace Stevens, de no mediar algo menos de un siglo, quien no podrá acusarme de parásito porque yo no traduzco, sino que hago mis propias traversiones, a la manera de quien ni siquiera se preocupa de entender la lengua del otro sino sólo lo que lleva dentro.

 

Altos de Astilleros, 12 de febrero de 2021  

 

 

 

 

7 poemas de Wallace Stevens

(Reading, PA, 1879 – Hartford, CT, 1955)

 

 

Soliloquio final del amante interior

 

Enciende la primera luz de la tarde, como en un cuarto

En el que descansamos y, por una pequeña razón, pensamos

Que el mundo imaginado es el bien supremo.

 

Ésta es, por tanto, la cita más intensa.

Es en ese pensamiento que nos reunimos,

Al margen de toda indiferencia, en una sola cosa:

 

Dentro de una sola cosa, un solo chal

Envolviéndonos con fuerza, pues somos pobres, un calor,

Una luz, un poder, la influencia milagrosa.

 

Aquí, ahora, nos olvidamos de los otros y de nosotros mismos.

Sentimos la oscuridad de un orden, un todo,

Un conocimiento, aquel que organizó la cita,

 

Dentro de su límite vital, en la mente.

Decimos que Dios y la imaginación son uno…

Qué tan alto la vela más alta ilumina la oscuridad.

 

De esta misma luz, de la mente central,

En el aire crepuscular construimos una morada,

En la que estar juntos basta.

 

 

 

Una postal desde el volcán

 

Los niños que recogen nuestros huesos

Nunca sabrán que alguna vez fueron

Tan rápidos como los zorros en el cerro;

 

Y que en otoño, cuando las uvas

Hacían más penetrante el aire con su olor

Estos tenían un ser que respiraba escarcha;

 

Y menos adivinarán que con nuestros huesos

Dejamos mucho más, dejamos lo que aún es

La apariencia de las cosas, dejamos lo que sentíamos

 

En lo que veíamos. Las nubes primaverales soplan

Sobre la mansión cerrada, 

Más allá de nuestra puerta y el cielo ventoso

 

Clama una desesperanza literaria.

Conocimos durante mucho tiempo el aspecto de la mansión

Y lo que decíamos se volvió

 

Parte de lo que es… Los niños,

Aún tejiendo aureolas en flor,

Dirán nuestro discurso y nunca lo sabrán,

 

Hablarán de la mansión que parece

Como si quien vivió allí hubiera dejado atrás

Un espíritu al asalto en los muros desnudos, 

 

Una casa inmunda en un mundo destruido

Un jirón de sombras coronado de blanco,

Manchado con el oro del sol opulento.

 

 

 

 

De la poesía moderna

 

El poema de la mente en el acto de hallar

Lo que le bastará. No siempre tuvo

Que hallar: la escena estaba lista; repetía lo que

Estaba en el guion.

Entonces el teatro se volvió

Otra cosa. Su pasado era un recuerdo.

 

Tiene que estar vivo, aprender el habla del lugar.

Tiene que enfrentar a los hombres de su tiempo y conocer

A las mujeres de su tiempo. Tiene que pensar en la guerra

Y encontrar lo que lo bastará. Tiene

Que construir un nuevo escenario. Tiene que estar en ese escenario

Y, como un actor insaciable, lenta y

Meditadamente, decir palabras que en el oído,

En el más delicado oído de la mente, repitan,

Exactamente, lo que quiere oír, un sonido

En el que invisible audiencia escucha,

No la obra, sino a sí misma, expresada

En una emoción como de dos personas, como de dos

Emociones que se vuelven una. El actor es

Un metafísico de lo oscuro, tañendo 

Un instrumento, tañendo una tensa cuerda que produce

Sonidos que atraviesan súbitas pertenencias, que contienen

Por completo la mente, debajo de la cual no puede descender,

Más allá de la cual no tiene voluntad de elevarse.

Debe

Ser el hallazgo de una satisfacción, y tal 

Vez de un hombre patinando, una mujer bailando, una mujer

Peinándose. El poema del acto de la mente.

 

 

La muerte de un soldado

 

La vida se contrae y se espera la muerte,

Como en una temporada de otoño.

El soldado cae.

 

No se convierte en un personaje de tres días,

Imponiendo su separación,

Exigiendo pompa.

 

La muerte es absoluta y sin monumentos,

Como en una estación de otoño,

cuando el viento cesa,

 

Cuando el viento cesa y, sobre los cielos,

Las nubes siguen, sin embargo,

En su dirección.

 

 

El poeta Wallace Stevens

 

 

Dominación del negro

 

De noche, junto al fuego,

Los colores de las matas

Y de las hojas caídas

Repitiéndose a sí mismas,

Giraron en el cuarto

Como las mismas hojas  

Que giran en el viento.

Sí: pero el color de los pesados abetos

Venía a grandes trancos.

Y recordé el voceo de los pavos reales.

 

Los colores de sus colas

Eran como esas mismas hojas

Que giraban en el viento,

En el viento del crepúsculo.

Cayeron en el cuarto

Igual como volaron de las ramas de los abetos

Hacia el suelo.

Oí el voceo de los pavos reales.

¿Fue un voceo contra el crepúsculo

O contra las propias hojas

Que giran en el viento,

Que giran como las llamas

Que giran en el fuego

Que giran como las colas de los pavos reales

Que giran en el ruidoso fuego

Ruidoso como los abetos

Llenos del voceo de los pavos reales?

¿O fue un voceo contra los abetos?

 

Por la ventana,

Vi cómo se aglomeraban los planetas

Como esas mismas hojas

Que giran en el viento.

Vi cómo llegaba la noche

Llegaba a grandes trancos como el color de los pesados abetos,

Sentí miedo.

Y recordé el voceo de los pavos reales.

 

 

Los acantilados irlandeses de Moher

 

¿Quién es mi padre en este mundo, en esta casa,

En la base del espíritu?

 

El padre de mi padre, el padre de su padre, su …

Sombras como vientos

 

Vuelven a un antepasado antes del pensamiento, antes del habla,

En la cabeza del pasado.

 

Van a los acantilados de Moher que surgen de la niebla,

Por encima de lo real

 

Surgiendo del tiempo y el lugar presentes, sobre

La hierba verde y mojada.

 

Esto no es un paisaje, lleno de sonambulaciones

De poesía

 

Y mar. Esto es mi padre o, tal vez,

Es como era

 

Una semejanza, uno de la raza de los padres: tierra

Y mar y aire.

 

 

 

 

A un viejo filósofo en Roma

 

En el umbral del cielo, las figuras de la calle

Se convierten en figuras del cielo, el majestuoso movimiento

De unos hombres que se hacen pequeños en las distancias del espacio,

Cantando, con sonidos cada vez más pequeños,

Una absolución ininteligible y un final …

 

El umbral, Roma, y ​​esa Roma más misericordiosa

Más allá, las dos por igual en la marca de la mente.

Como si en una dignidad humana

Dos paralelos se convirtieran en uno, una perspectiva, de la que

Los hombres son parte en la pulgada y en la milla.

 

Con qué facilidad los volados estandartes se transforman en alas …

Cosas oscuras en los horizontes de la percepción

Se convierten en acompañamientos de la fortuna,

Pero de la fortuna del espíritu, más allá del ojo,

No de su esfera y, sin embargo, no mucho más allá,

 

El fin humano en el mayor alcance del espíritu,

El extremo de lo conocido en presencia del extremo

De lo desconocido. El murmullo de los repartidores de periódicos

Se convierte en otro murmullo; el olor

De la medicina, una fragancia que no se estropea …

 

La cama, los libros, la silla, las monjas en movimiento,

La vela que evita la vista, estas son

Las fuentes de felicidad en la forma de Roma,

Una forma dentro de los antiguos círculos de las formas,

Y estas bajo la sombra de una forma

 

En una confusión sobre la cama y los libros, un presagio

En la silla, una transparencia conmovedora en las monjas,

Una luz en la vela que se aparta de la mecha

Para unirse a una excelencia flotante, para escapar

Del fuego y ser parte sólo de lo que

 

El fuego es el símbolo: lo celestial posible.

Habla con tu almohada como si ella fuera tú mismo.

Sé orador pero con lengua precisa

Y sin elocuencia, oh, medio dormido,

De la pena que es el memorial de esta sala,

 

Para que sintamos, en este iluminado grande,

Lo verdaderamente pequeño, para que cada uno de nosotros

Se contemple en ti, y oiga su voz

En la tuya, amo y hombre misericordioso,

Atento a tus partículas de abismo,

 

Estás dormitando en las profundidades de la vigilia,

En el calor de tu cama, en el borde de tu silla, vivo,

Pero viviendo en dos mundos, impenitente

Como uno, y como uno, el más arrepentido,

Impaciente por la grandeza que necesitas.

 

En tanta miseria y, sin embargo, encontrándola

Sólo en la miseria, el soplo de la ruina,

Poesía profunda de los pobres y de los muertos,

Como en la última gota de la sangre más profunda,

Como cae del corazón y yace allí para ser vista,

 

Incluso como la sangre de un imperio, podría ser,

Para un ciudadano del cielo aunque todavía de Roma.

Es el discurso de la pobreza lo que más nos busca.

Es más antiguo que el discurso más antiguo de Roma.

Este es el trágico acento de la escena.

 

Y tú … eres tú quien lo dice, sin palabras,

La sílaba más noble entre las cosas más nobles,

El único hombre invulnerable entre

Los toscos capitanes, la majestad desnuda, si quieres,

De los arcos de los nidos de pájaros y de las bóvedas manchadas por la lluvia.

 

Los sonidos llegan a la deriva. Se recuerdan los edificios.

La vida de la ciudad nunca te deja ir, ni tú

Lo quieres. Es parte de la vida en tu habitación.

Sus cúpulas son la arquitectura de tu cama.

Las campanas siguen repitiendo nombres solemnes

 

En coros y coros de coros,

No queriendo que la misericordia sea un misterio

Del silencio, que cualquier soledad de sentido

Te dé más que sus peculiares acordes

Y reverberaciones todavía agarradas al susurro.

 

Al final, Es una especie de grandeza total, 

Con cada cosa visible aumentada y sin embargo

No más que una cama, una silla y monjas en movimiento,

El teatro más inmenso y el pórtico con pilares,

El libro y la vela en tu cuarto ambarino,

 

Grandeza total de un edificio total,

Elegido por un inquisidor de estructuras

Para él mismo. Él se detiene en este umbral,

Como si el diseño de todas sus palabras tomara forma

Y se encuadrara a partir del pensamiento y se realizara.

 

 

 

 

 

*(Pensilvania-EE.UU., 1879 – Connecticut, EE.UU., 1955). Poeta. Se desempeñó como abogado en diferentes compañías de seguros. Obtuvo el Premio Pulitzer de Poesía (1955) y el National Book Award for Poetry (1955). Publicó en poesía Harmonium (1923), Ideas of Order (1936), Owl’s Clover (1923), The Man with the Blue Guitar (1937), Parts of a World (1942), Transport to Summer (1947), The Auroras of Autumn (1950), Collected Poems (1954), Opus Posthumous (1957), entre otros.

 

 

 

**(Castro-Chiloé, 1950). Poeta y académico, traductor de poesía del inglés al castellano (él las llama “traversiones”) hace menos de una década, a lo que llegó por pura casualidad, al leer unos poemas de Thomas Merton y creer que su inglés era insuficiente para entenderlos en su lengua original, de modo que se dio el trabajo de ponerlos en su propia lengua, sólo para descubrir que su lectura directa del original no distaba mucho de lo que era su versión puesta en castellano. Al regresar a Chile le tomó gusto a esta tarea y, al empezar, la Pandemia, en la obligada soledad y apartamiento, encontró que poner en castellano la poesía de algunos y algunas poetas de difícil acceso en nuestra lengua era una forma de compartir y estar en permanente diálogo con ellos. Una forma de trabajo en equipo. Así ha ido reuniendo cientos de páginas con traversiones de Billy Collins, Louise Glück, Daniel Hoffman, Denise Levertov, Adrienne Rich, Charles Simic y Mark Strand, entre otros.