Por Martín Cinzano
Crédito de la foto Ed. Salto de Mata
Notas alrededor de El ojo de Chile (2020),
de Luis Verdejo Navarro
Un verbo ronda el contorno de los ojos y se repite desde el 18 de octubre de 2019 en Chile: “despertar”. El despertar social proyecta una especie de “sacudida” y al mismo tiempo refiere a la apertura de un párpado que permite mirar lo que estuvo ahí siempre. Un ojo que mira, y que por tanto debe ser enceguecido.
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El ojo es un símbolo, siempre lo ha sido, de la comprensión. Comprender, en los sentidos de entender y abarcar con la mirada (la mirada despierta del ojo de Chile) el radio de la injusticia y las posibilidades aún inciertas de superarla. Fijar la vista, como dice uno de los textos más intensos de Luis Verdejo Navarro* en El ojo de Chile, es incorporar una idea fija que se va abriendo al campo de visión y se ramifica: “Se trata de fijar la vista y atrapar el vacío que fluye, pongamos el mar”.
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Sólo se es un ojo; “soy el ojo que mira”, o “soy el ojo que recorre”, se lee en Aguas servidas de Carlos Cociña. Y también en El ojo de Chile: “la gran colisión del cuerpo de Chile colectivo tiene carácter ocular”. El cuerpo es el cuerpo social y a la vez el ojo que mira directamente y profiere su palabra e intenta (muchas veces en vano) escapar a la mira del ojo represor. Directamente: esta mirada de la revuelta, párpado abierto del despertar, se dirige entonces al obstáculo, aún en pie, de la representación. La representación política interrumpiría la mirada, se interpone como un obstáculo para llevar a cabo la política del ojo, de esa mirada que no tiene dirección porque se dirige a todas partes y no acepta sino borrar el obstáculo, quitar por fin de en medio a la representación. (La revuelta, también, se mira a sí misma, corriendo el peligro de paralizarse en ese gesto: álbumes de fotografías, edición de libros, coloquios virtuales y este mismo texto hablan de una producción de saberes a partir de los cuales la representación se restituye, una y otra vez).
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María Zambrano escribía que cuando se mira directamente, sin ese estorbo de la representación, se da lugar a una escucha auténtica. Así, se entiende de otra manera el disparo represivo hacia los ojos: ver es verse y, a la vez, vernos con los oídos.
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Carmen Berenguer: “Porque los ojos fueron sacados/ mamita/ para que nunca vieran”. Hacia allá también apunta la mira de El ojo de Chile: la mirada, e incluso el poeta será “la ira incesante contra el acero incesante que se opone e impone por manos visibles e invisibles”.
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El ojo de Chile —sus textos y grabados— parece preguntar: ¿qué queda en un ojo vaciado y en el otro ojo, “huérfano”? ¿Cómo nos mira esa cuenca y cómo la miramos?
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Los ojos de la represión también comprenden; hay un saber técnico fundado en esa necesidad de abarcar el campo de visión; después de todo, son los ojos que por mucho tiempo se consideraron a sí mismos los exclusivos depositarios de la Mirada, los únicos ojos posibles, despiertos, aquellos que en la noche velan porque hay que velar, como dice Kafka. En contrapartida, tenemos el rayo láser de la revuelta: un láser en el ojo de la represión. Una mugre en el ojo que, al menos por un instante, interfiere en la pupila del represor y lo desorienta. Pero no lo liquida.
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Andrea Ugalde, en un texto muy al calor de la revuelta[1], plantea que la mirada desnuda de la insurrección es como la de Medusa: horrorosa, capaz de petrificar a quien tenga enfrente. ¿Cuál es la táctica de Perseo? Ponerle un espejo. ¿Ese ojo de Chile-Medusa, vaciado, logrará superar su propia mirada para no petrificarse? El ojo de Luis Navarro se concentra en la composición de un “cuadro horrible” luego de “una cascada (ininteligible) de BALINES”; quizá, como decía Nietzsche, lo decisivo no radicaría ya en el gesto de mirar hacia el abismo, sino en soportar la mirada que el abismo nos devuelve.
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Habita algo extraño y a la vez familiar en este libro que también puede pensarse como una exposición de cuadros curada por un poeta. Extraño porque escribir textos desde la extranjería chilena sobre México a estas alturas conforma una suerte de subgénero irregular; no así, me parece, en el caso inverso, vale decir: un ojo de Chile —ensangrentado— comprendida por un ojo mexicano. Y aún más: por un ojo tijuanense; y aún más: por un ojo tijuaneado que, como tal, recopila materiales erosionados y con ellos hace vivir otra cosa. Y familiar porque parte de esos materiales provienen de algunos de los textos poéticos chilenos más potentes del último tiempo, textos que no sé si compongan una tradición, pero que fueron escritos en dictadura. Poemas, desde luego, muy disímiles pero también sentenciosos en su inestabilidad, de enunciados breves, cuya exploración se abre paso entre una tonalidad antipoética y un registro de voz más lírico y que, me parece, con todo lo que ha pasado y sigue pasando, han cobrado todavía más vigencia: el mismo Aguas servidas de Carlos Cociña; Purgatorio de Raúl Zurita; La bandera de Chile de Elvira Hernández; La nueva novela de Juan Luis Martínez, y Boby Sands desfallece en el muro de Carmen Berenguer. Entre ellos y con ellos, El ojo de Chile de Luis Verdejo Navarro, que también es un libro a su modo implacable, nos devuelve la mirada.
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[1] “Chile despertó: disparando a los ojos de Medusa”, publicado en Carcaj.cl el 3 de noviembre de 2019.
**(Tijuana-México, 1967). Pintor, escultor y poeta. Ha publicado en poesía Poemas de la mano izquierda (2008), Los poemas de la musa negra (2016) y El ojo de Chile (2020).