Nota sobre la poesía de Sebastián Salazar B., por Javier Sologuren

Reproducimos en Vallejo & Co. este texto que, a manera de prólogo, entregó el poeta y editor peruano Javier Sologuren, sobre la obra poética de su gran amigo, el escritor y periodista Sebastián Salazar Bondy.

El presente texto, llamado “Nota sobre la poesía de Sebastián Salazar Bondy”, fue publicado en Obras de Sebastián Salazar Bondy: Poemas. Tomo III. Francisco Moncloa Editores S.A. 1967, pp. 14-18.

 

 

Nota sobre la poesía de Sebastián Salazar Bondy

 

 

Por: Javier Sologuren

Crédito de las fotos: Izq. © Ximena Salazar L.

Der. http://vary-19.blogspot.com/2009_12_01_archive.html

 

 

Quizá una de las notas más vibrantes del vario y personal quehacer poético de Sebastián Salazar sea la melancolía. El poeta permanente que en él alentó supo dar testimonio de la experiencia cotidiana, sin desdeñar nada. Fue un testigo ligado a su visión, no un espectador. No es difícil sorprenderlo en actitud reflexiva, entregado a una corriente de pensamiento a cuyo influjo el simple, el humilde acaecimiento diario se intimiza, se vive por dentro, pues lo lleva a la luz del corazón tocándolo así de crepusculares destellos:
 

               Si otra vez me encuentras como ahora

               y cae este chorro de pena desde mi triste frente

                                                              (Confidencia en alta voz, pág. 51)

               El sueño ha recogido sus velas

               y ya navego por el lento sopor del verano

               estibado de melancolías

                                                              (Confidencia, pág. 91)

               Oculto estas imágenes pálidas, pongo

               entre otras cosas antiguas estas cosas,

               cierro el álbum triste del corazón.

                                                              (Confidencia, pág. 83)

 

Las cosas, los seres, los hechos están penetrados, a veces henchidos, de cierta delicada congoja, la misma que nos llega a parecer, por fuerza de esta interna perspectiva, una irremediable condición de la existencia. Un dejo de tristeza, según el propio poeta señalara en una oportunidad, se percibe, por lo demás, a lo largo de toda nuestra poesía.

Pero Sebastián Salazar no quedó confinado al papel de melancólico testigo de un devenir al que fuere ajeno; si bien es sensible, agudamente, a pálidas luces y emblemas de acabamiento, no es, en modo alguno, inmóvil espejo de atardeceres. Sale en busca de los seres, actúa, participa con ellos, al lado de ellos, sobre ellos; conquista activamente sus esencias, adivina sus destinos. Ha platicado a menudo con “su interior hombre” (como lo dijera Francisco de Aldana en verso que le sirve de epígrafe a Máscara del que duerme), ha descubierto hondas certezas, personales primero, luego sociales: la existencia nacional que tanto le preocupara y que tan lúcidamente revelara:
 

               Pertenezco a una raza sentimental

               a una patria fatigadas por sus penas

               ……………………………………………………

               El tiempo es implacable como un número creciente

               y comprendo que se suma en mi frente, en mis manos,

               en mis hombros, como un fardo,

               o ante mis ojos como una película cada vez más triste.

 
Confidencia en alta voz de una conducta sentimental (como declaran los títulos de dos de sus libros).  La resonante gravedad de este tono es resultado del encuentro de reflexión y sentimiento. Invade éste, penetra, el cuerpo total de su poesía; es la toma de contacto ―a nivel profundo, cordial, intuitivo― con el mundo personal, familiar, comunitario. Profundo, no oscuro; cordial, no plañidero; intuitivo, no caótico. Porque de esa naturaleza es la luz del corazón. Desde sus primeros poemas (en los de Voz desde la vigilia, por ejemplo), podemos percatarnos cómo va definiendo una clara línea de simpatías estéticas, la que va de Valéry a Borges, que es de contención y mesura (la regla que corrige la emoción, que dijera Braque). En ese cuaderno hay versos en los que refringen aquí y allá los entusiastas, meridianos endecasílabos del poeta de El cementerio marino (“¡Beligerancia de la nada / acaso mas tu legado se me advierte y vive!”; “mi clausurado párpado / atribúyese umbral y te enajena”). De otras fuentes más, las castellanas y clásicas en especial, nutrió Salazar su palabra flexible y fina, patéticamente comunicativa. Su riqueza verbal supo ponerla al servicio de imágenes delicadamente elaboradas, prolongadas filigranas entre cuyos hilos palpitará siempre la belleza y la vida:
 

               Porque cuando me acerco a la luz corporal,

               cuando en el pecho me estalla esta estrella apasionada,

               todo peso desaparece y marcho por el aire

               como esas flores insignificantes hechas de filamentos

               que se elevan del suelo y ascienden

               al modo de una lluvia terrena que llena el arca del cielo.

                                                              (Confidencia, pág. 45)

 
Yendo por las interiores galerías del poema, por esos pasajes desde cuya altura atisbamos la recóndita germinación de motivaciones y temas, podemos descubrir la presencia de un amor entrañable, el familiar, que tan punzantes huella a dejado en ellos:
 
               Estoy aquí, pero en Lima

               despertará mi madre cuando el perro

               gima a su puerta, le dé los buenos días, la bendiga,

               porque su mano es como un fruto que no cesa.

                                                              (Confidencia, pág. 75)

               Prodigiosa materialización de este afecto, la casa:

               El lugar donde uno concluye es la casa,

               su fuego cálido y levemente sonoro en cuyas llamas

               la poesía se serena y anuncia

               el solitario gose de sí mismo.

                                                              (Confidencia, pág. 15)

               Amor en el semblante familiar del perro y de la hormiga,

               en la buena noticia del parto venidero,

               amor como un fanal de vino en mis zaguanes,

               como un geranio de hotel, como la cena pura del domingo.

                                                              (Cuaderno, pág. 11)

               Es una peluca dorada afuera en el resol,

               una pared silenciosa de moho y risa,

               una escalera añosa que murmura dulcemente.

                                                              (Cuaderno, pág. 9)
 
Así, la familia, la casa, el hogar, en su cotidiano devenir, en sus miembros y enseres queridos, señalan su paso cálido, añorante, en su obra poética; en Salazar no se debilitarían nunca estos tiernos y profundos vínculos. Los ojos del pródigo (título de uno de sus libros publicados en Buenos Aires cuando el poeta residía en esa ciudad), patentiza la constancia de este sentimiento: usencias y recuerdos del hijo ajeno, peregrino. Y la mesa llega a convertirse, por esta vía, en un símbolo pleno: la mesa de la tertulia:
 
               Estará servida la mesa y en torno a ella

               las cabezas no se volverán para ver cómo llego

               hasta el convite y tomo mi puesto de hijo mayor.

                                                              (Los ojos, pág. 16)

               No le digo siquiera la tez del tamarindo

               fresca como la tarde cristalina en la mesa.

                                                              (Cuaderno, pág. 12)

               No he de estar siempre entre papeles y humo,

               cuentos y fotografías de poetas y aventureros

               ante una mesa de pino y bajo la lámpara que ilumina

               este rincón que habito y lleno de mi calor de amante.

                                                              (Los ojos, pág. 23)

               Es grato, por ejemplo, escuchar esa voz o ésta

               fluir sobre la mesa como un arroyo incesante

                                                              (Los ojos, pág. 21)
 
En sus últimos poemas volvería como una y otra vez lo hizo, a la nostálgica evocación de la casa paterna:

               Nací en un leve nido

               de barro y caña de Guayaquil

               ……………………………………………………

               Mas siempre mi vida buscó la dulce habitación arbórea,

               el ovillo de barro y caña,

               la cavidad suspendida en la sombra original

                                                              (Sombras como cosas sólidas)
 
Conmovedora, por humana, es su sentida necesidad de compañía. Menciones e invocaciones al amigo, al prójimo, acuden con vehemente frecuencia:
 
               Dadme ese té que no puedo mirar sin sentirme

               junto a un calor de cuerpos semejantes

                                                              (Cuaderno, pág. 10)

               Hombres y mujeres que me ofrecen su compañía

               sin conocer mi voz y ni haber pronunciado mi nombre,

               sólo porque entre ellos soy uno que celebra

               cómo la vida nos reúne en una misma estación.

                                                              (Los ojos, pág. 13)
 
Esa condición hogareña, esta disposición y deseo de humanas relaciones va trazando luminosos hitos en su emotivo itinerario: la casa, el vecindario, el barrio, la ciudad, el país. Su inspiración, en no escasa medida, sigue el hilo conductor de la vida urbana. Salazar sintió como nadie a su ciudad, como nadie también la juzgaría, pues Lima le pesó duramente en el corazón. En ella asistió al doloroso drama del egoísmo y la preterición, y ella estaría en el origen de “unas cuantas díscolas imágenes del mundo”. Pero su condena no sería abstracta, ya que, como hemos apuntado, fueron muchos y sólidos los lazos que a su ciudad lo ataron, los mismos que se muestran en los mil rasgos sutilmente significativos que supo ver en su experiencia anecdótica, que supo decir con elocuencia:
 
               Lima, aire que una leve pátina de moho cortesano,

               tiempo que es una cicatriz en la dulce mirada popular,

               lámpara antigua que reconozco en las tinieblas, ¿cómo eres?

               ……………………………………………………

               Lima, rostro que ha tallado en la niebla su gesto menos

               glorioso,

               color que se disuelve en el cielo como un azúcar mortecino,

               paz que se extiende entre una nube y una lágrima,

               ¿cómo eres?

                                                              (Confidencia, pág. 59)
 
Y con irrecusable certeza, propia del conocimiento poético, sorprendióle en el rostro el desolado gesto de un desolador símbolo moral: “Dejo… el cielo sin cielo de mi ciudad”.