Matsuo Bashō y José Watanabe: Cruce de poéticas

 

La presente ponencia fue presentada por su autora en el congreso «Perú Transatlántico: intercambios, reapropiaciones, inclusiones: balance de la modernidad», realizado en el mes de julio del 2014.

 

Por: Tania Favela Bustillo

Crédito de la foto: Izq. www.letralia.com

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Matsuo Bashō y José Watanabe:

Cruce de poéticas

 

El  legado de las narraciones maternas y el imaginario laredino se funden en la memoria de Watanabe con la herencia japonesa que desde niño aprendió de su padre, quien, en 1916 llega al Perú como muchos otros japoneses a trabajar en las haciendas azucareras de la costa peruana.

En el prólogo a su libro El huso de la palabra José Watanabe habla de esa herencia:

«Mi padre empezó a traducirme los primeros haiku cuando yo tenía alrededor de doce años (…) Basho describía el salto de la rana en el estanque antiguo y yo no sabía que estaba hablando de nuestra condición: un efímero ruido de agua interrumpiendo un gran silencio. Lo que sí entendía era que en el haiku hablaba un hombre parco de actitud, y conciso y coloquial de lenguaje. Yo entendía esas características primarias del haiku porque, de algún modo afín y diverso, estaban en mi casa y más allá: en la gente de mi pueblo, austeros descendientes de los trabajadores enganchados del azúcar«[1].

 

La imagen de Bashō y la del padre se confunden en la imaginación del niño, ambos eran, afirma Watanabe, “hombres parcos de actitud y concisos de palabras”[2]. Esta enseñanza se traducirá posteriormente en la obra de Watanabe en una poética y en una ética. En “Jardín japonés”[3] se esbozan ambas:

                             La piedra

              entre la blanca arena rastrillada

              no fue traída por la violenta naturaleza.

                             Fue escogida por el espíritu

              de un hombre callado

                             y colocada,

              no en el centro del jardín,

              sino desplazada hacia el Este

                             también por su espíritu.

 

              No más alta que tu rodilla,

              la piedra te pide silencio. Hay tanto ruido

              de palabras gesticulantes y arrogantes

              que pugnan por representar

                             sin majestad

              las equivocaciones del mundo.

 

              Tú mira la piedra y aprende: ella,

                             con humildad y discreción,

              en la luz flotante de la tarde,

              representa

                       una montaña.

 

La austeridad y la mesura se reflejan en el lenguaje; no sólo en lo que dice, sino en cómo lo dice. Cada verso, colocado con precisión, traza su lugar en el poema, y configura, junto a los otros, un espacio que es a un mismo tiempo un recorrido, un lugar desde dónde pensar. La piedra funciona como un eje no sólo del poema sino de la poética de Watanabe: su sencillez, su mutismo, su solidez, son características que Watanabe asimila y con las que construye su lenguaje. La condensación y la expansión, piedra y montaña, son también cualidades de sus poemas. La concisión y la parquedad son lecciones de la piedra; poética y ética se entrelazan en ese lenguaje de la dureza, en la austeridad que supone ante la grandilocuencia del mundo. En sólo tres versos se desarrolla toda una postura ética para vivir: “Tú mira la piedra y aprende: ella,/ con humildad y discreción,/ […] representa/ una montaña.”: el silencio de la piedra, el hombre callado, se funden en un mismo espíritu; su sencillez es su grandeza. Ésta es, quizás, la enseñanza más importante que Watanabe recibió de Japón: una actitud, una manera de sentir al mundo a través de un lenguaje mesurado, contenido, austero, que poco a poco fue haciendo suyo.

Dos poemas dedica Watanabe a lo largo de su obra al poeta  Matsuo Bashō: en el Huso de la palabra escribe “Imitación de Matsuo Basho”[4], tomando como punto de partida las Sendas de Oku, uno de los más conocidos diarios de viaje del poeta japonés. En su último libro, Banderas detrás de la niebla, Watanabe escribe el otro poema dedicado a Bashō, esta vez retomando el conocido haiku del poeta japonés:

                       El viejo estanque, ¡ah!

                       Salta una rana:

                       El sonido del agua[5].

 

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Quiero detenerme no sólo en el poema que Watanabe escribió sino en el gesto que ese poema supone dentro de la tradición japonesa de los haijin (escritores de haiku). Bashō (1644-1694), escribió su haiku en el siglo XVII, Watanabe (1945-2007), cuatro siglos después escribe su poema “Basho”,[6] repitiendo y modificando a la vez el original:

                       El estanque antiguo,

                       ninguna rana.

                       El poeta escribe con su bastón en la superficie.

                       Hace cuatro siglos que tiembla el agua.

 

El gesto de retomar el poema de Bashō inscribe a Watanabe en una tradición, la de los haijin, que, al igual que el poeta peruano, sintieron la necesidad de retomar o comentar el poema original:

 

Yosa Buson (1716-1784), un siglo después de Bashō retoma el poema:

                       La luna se mira en el agua

                       ¿quién la enturbia?

                       ¿la neblina o la rana que salta?[7]

 

El monje budista zen Daigu Ryokan (1758-1831), casi cien años después vuelve sobre el poema:

                       En otro estanque

                       No hay sonido ni hay salto

                       (tal vez ni hay rana)[8]

 

Y su contemporáneo, el poeta Gibon Sengai (1750-1837) hace también su comentario:

                       Si hubiera un estanque [por aquí]

                       saltaría, y Basho

                       podría oír el [¡plash!][9]

 

A diferencia de los otros tres, el poema de Watanabe no es un haiku, pero al igual que éstos retoma los elementos esenciales y el espíritu del haiku de Bashō.

Buson toma como pretexto el haiku de Bashō y crea un haiku completamente nuevo, que, con un rápido guiño, señala al anterior, éste se detiene en el reflejo de la luna en el agua; la imagen alterada por la neblina o el salto de la rana, no permite que se observe la “realidad”. El haiku de Bashō provoca en Buson una meditación que se traduce en una nueva intuición: ya no es el silencio (la eternidad) y el ruido (el instante) lo que se pone en juego, sino la realidad y la imagen, y la verdad o ilusión de las mismas. Por su parte, Ryokan, se traslada a un escenario semejante al de Bashō, pero distinto: “en otro estanque”, anota, como queriendo decir, no en el de Bashō, pero en otro, “no hay sonido ni salto/ (tal vez ni hay rana)”, borrando así todos los elementos y dejando en el vacío y en el centro la imagen del estanque solo sin otros componentes que lo alteren. El haiku de Bashō funciona no sólo como pretexto sino como centro del poema, es por decirlo así, su reflejo inverso: todo lo que es afirmación y desarrollo en el haiku de Bashō, se torna en el de Ryokan negación y estatismo (puro silencio). De igual manera, Sengai, con gran sentido del humor, retoma todos los elementos del haiku de Bashō, pero esta vez es la voz de la rana la que emerge en el tiempo; como si la rana quisiera reincidir en su hazaña, como si quisiera volver a saltar y suscitar con el chasquido, la iluminación del poeta.

En su poema “Basho”, Watanabe, nos sitúa también en el mismo escenario que Bashō, pero en un tiempo muy distante; cuatro siglos separan el gesto de Bashō del de Watanabe, el sonido del agua, punto focal del haiku de Bashō, desaparece en el poema del peruano, lo que permanece es el temblor del agua en medio de un gran silencio. Watanabe desplaza la atención del poema del oído al ojo, ya no es el sonido, sino el efecto de éste, la vibración que se refleja en el temblor del agua, lo que el poeta percibe y observa. Watanabe recibe, y ahí está el relámpago de la intuición, ese mismo temblor del agua: la huella que, desde Bashō quedó como una marca y que sigue en su trayectoria generando ese temblor. El poema de Bashō, como la rana, salta, pero no en el agua, sino en el tiempo, y ahí, en esa superficie, que es a su vez la superficie del poema de Watanabe, genera un movimiento. Al igual que de niño, cuando fundía en su mente la imagen de su padre con la de Bashō, en su poema, Watanabe funde su propia imagen con la del poeta japonés, un mismo gesto los une: la escritura.

 

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La influencia del haiku en los poemas de Watanabe debe buscarse en el tono de sus poemas y en la actitud del poeta frente a la naturaleza y frente al lenguaje, y no en la conocida estructura tradicional del haiku. Watanabe no practicó la escritura del haiku ciñéndose a sus tres versos y diecisiete sílabas, más bien lo utilizó como un elemento constructivo dentro de algunos de sus poemas, siendo fiel, consciente o inconscientemente, al origen del mismo. En este sentido hay que recordar que el haiku fue, en un principio, la estrofa inicial de una serie de estrofas encadenadas, denominadas haikai renga. El hokku, que así se conocía a lo que actualmente llamamos haiku, era la primera estrofa de 5-7-5, con el tiempo esta primera estrofa se independizó. Watanabe, modificando la estructura en la que el hokku o haiku se insertaba, mantiene la capacidad de éste de servir como elemento constructivo en sus poemas.

En “El Puente”[10] Watanabe muestra la importancia de este elemento constructivo dentro de la estructura de su poema:

                       Las columnas herrumbradas por el aire delgado

                       de la altura

                       suben desde las pendientes de la quebrada y sostienen con

                              gruesos remaches

                       los travesaños de hierro.

                       Hay miles de remaches en la estructura del puente

                       pero en el centro hay uno sólo fijando el encuentro

                       de todas las fuerzas, uno solo, insospechado y firme

                              evitando que el mundo se venga abajo.

                       Aquí alguna vez un hombre se sentó a horcajadas, hercúleo,

                                                     sobre el abismo

                       y selló el remache decisivo, acero al rojo y con esquirlas.

                       Imagina la acción tensa y peligrosa de su brazo

                       golpeando acompasado

                       como si nos transmitiera serenamente un mensaje:

                                                     nadie asegura el mundo en su contra.

                       El remache

                       Permite el paso del tren de los metales y del tren de los migrantes.

                       Y el paso contrario de los que vamos a mirar sus paisajes y
                       
                              cortamontes.

                       Y mientras cruzas el puente y miras aterrado el vacío del
                              desfiladero

                       siente el interminable poder de ese hombre,

                       pero imagínalo después caminando como cualquiera,

                                                              sin alardes,

                       hacia los viejos campamentos desmontados
                       
                              donde durmió sobre un pellejo su sincero cansancio.

 

Al centro del poema, en cursivas, Watanabe introduce, al igual que el hombre de su poema, un remache decisivo: “Nadie asegura el mundo en su contra”. Este verso enlaza las dos partes del poema y da cohesión a todos los versos; su tono diverso al tono de los otros versos, lo sitúa en una atmósfera distinta y abre el sentido del poema, sirviendo como puente de múltiples lecturas. Su lenguaje contenido y a la vez sugerente, recuerda el lenguaje utilizado en el haiku, e incluso nos lleva a pensar en la naturaleza del koan. Semejante a éstos, el verso impacta la mente del lector y suscita su atención. Este poema podría ser tomado como una poética desde la cual Watanabe señala la importancia de ciertos elementos dentro de la estructura de un poema, resaltando la relevancia de ese “remache” que sirve de engranaje de lo visible y de lo invisible.

En muchos de sus poemas puede verse la función del haiku como elemento constructivo. En algunos, muy pocos, Watanabe introduce, tal cual, un haiku en medio o al final del poema, tal es el caso de “Mi ojo tiene sus razones”[11] en el que después de la segunda estrofa escribe:

                       […]

                       Soy de repeticiones, como todos. Entonces puedo suponer que

                       Si hubo niebla

                       Le dije: botes en la bruma pueden ser sólo reflejos, espejismos,

                       Y le mencioné el antiguo haiku de Harumi:

 

                                                                     “Entre la niebla

                                                                     toco el esfumado bote.

                                                                     Luego me embarco”

                       […]

 

El haiku de Harumi, posiblemente de su padre, o del propio Watanabe, simulando la existencia de ese antiguo haijin, entra en el poema casi con la estructura tradicional, en vez de 5-7-5, contamos 5-8-5 sílabas. El haiku, eslabonado a las otras estrofas, se funde en la estructura del poema, pero al mismo tiempo mantiene su autonomía.

En “Casa joven con dos muertos”,[12] Watanabe cita nuevamente un haiku, pero esta vez el haijin es conocido, se trata de Arakida Moritake, sacerdote shintoista (1473-1549), el haiku se engarza casi al final del poema:

                       […]

                       Mi casa es joven para tener un frondoso y primaveral limonero.

                       Del limonero viene ahora el haiku del poeta Moritake:

                                                                     Cae un pétalo de la flor

                                                                     Y de nuevo sube a la rama

                                                                     Ah, es una mariposa

                       Una equivocación bella y horrida

                                              cuando sobrevuelan el patio dos mariposas pálidas

Según cuenta la historia, Moritake escribe su haiku gracias a un error de percepción: confunde a una mariposa con el pétalo de una flor que cae y aparentemente retorna a la flor; ese error lo lleva a una intuición y con ésta resuelve para sí un koan que la tradición zen había propuesto: “¿puede una flor caída volver a su rama?” Watanabe retoma el haiku de Moritake y añade su propia intuición: en el mundo andino las mariposas son las mensajeras de la muerte, el poema, dedicado a la memoria de su madre y de su hermano, supone otra analogía, ya no la flor y la mariposa que se funden y confunden, sino las almas y las mariposas que también se confunden y funden, y retornan a la vida en ese otro imaginario.

Otros poemas, muy pocos, por su brevedad, recuerdan el espíritu de concisión del haiku; en “Orgasmo”[13] Watanabe se interroga:

                       ¿Me dejará la muerte

                       gritar

                       como ahora?

 

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Tres versos y trece sílabas que irradian desde su contención diversos sentidos, emociones, reflexiones, y la fusión de los contrarios, Eros y Tánatos, el amor (la vida) y la muerte. Como en un haiku, en el poema “Orgasmo” aparece también la necesidad de reconciliación, (hai: ideograma de la conciliación de los dobles[14]). “Orgasmo” lanza una pregunta abierta y ésta generará, desde su precisión y ambigüedad, tantas respuestas como lectores existan.

Finalmente, en muchos otros poemas, al igual que en “El puente”, Watanabe inserta uno, dos o tres versos, como engranajes del resto del poema o como cierre del mismo, y es precisamente en ellos, en estos versos, en donde percibimos cómo se intensifica el lenguaje, cómo alcanza una intensidad propia de la contención y expansión del haiku. Señalaré, sin citar los poemas completos, algunos de los versos inscritos en los poemas, en los que se percibe lo anterior: En “A propósito de los desajustes”,[15] al final de la primera estrofa, leemos: “Han sucedido muertes y matrimonios/ y el humo de la caña molida sobrevuela todavía/ […] Aún estoy a tiempo para reconciliarme”.  En “Como el peje-sapo”,[16] casi al principio, Watanabe anota: “Más vale/estar asido/ del aire”. Al final de “El límite”,[17] como cierre del poema encontramos estos dos versos: “Hacia afuera/ es más severo el límite en la transparencia del aire”. En el poema “En el cauce vacío”,[18] Watanabe introduce y reescribe un verso basándose en un haiku de Issa: “En el regreso todo se convierte en zarza”. En “La silla perezosa”,[19] al final del poema leemos: “Entre la viruta/ un conejo/ todavía dormirá el tiempo de los muchachos asustados.” En el poema “A la noche”[20] también como cierre del mismo: “cualquier papa soy yo, el primario/ acaso nonato, y quién sabe si ya picado”. Otra vez como cierre en “A los ’70ˢ”[21]: “veo, casi toco/ las gotas,/ pero el dedo nunca acierta: el agua está del otro lado”. Como cierre de “El maestro de Kung Fu”[22] escribe: “Usted ha supuesto que yo creo a mi adversario cuando danzo/ […] él me hace danzar a mí”. Y por último, al final de “En el bosque de espinos”,[23] leemos: “[…] la cabra que ya huye/ y grita/ y se deja en cada espina”. Basten estos ejemplos para hacer la reflexión, ¿qué tienen en común todos ellos?, además de servir como cierre o engranaje del poema, en estos versos se genera una atmósfera distinta; un tono que rompe con el tono conversacional  y directo que utiliza Watanabe la mayor parte del tiempo en sus poemas. Estos versos introducen ambigüedad y sugerencia, en ellos sentimos moverse la intuición del poeta, percibimos el destello del lenguaje que vela y revela a un mismo tiempo, nos sorprenden por su concisión y al mismo tiempo por su apertura: ensanchan el horizonte del poema.

 

 

 

 

Bibliografía

 

Sato, Amalia. Japón en Tokonoma. Su literatura: traducciones + lecturas. Argentina: Series Tokonoma, 2001.

Silva, Alberto (selección, traducción y estudio crítico). El libro del Haiku. Argentina: Editorial Bajo la Luna, 2005.

Suzuki T., Daisetz. El zen y la cultura japonesa. Trad. María Tabuyo y Agustín López, España: Editorial Paidós, 1996.

Watanabe, José. Obras Completas. Valencia, España: Editorial  Pre-Textos, 2008.

Watanabe, José. El huso de la palabra. Lima: Editorial Colmillo Blanco, 1989.

 



[1] José Watanabe, El huso de la palabra, p. 7.

[2] José Watanabe, “Elogio del refrenamiento”, en Quehacer 117, 2000 (en esta revista aparece una primera versión del ensayo).

[3] p. 345. (Todas las citas de poemas o versos sueltos fueron tomados de: José Watanabe, Obras Completas. Valencia, España: Editorial  Pre-Textos, 2008).

[4] p. 64-65.

[5] Daisetz T. Suzuki, El zen y la cultura japonesa, p. 161.

[6] p. 413.

[7] Alberto Silva, El libro del Haiku, p. 396.

[8] Ibid., p. 396.

[9] Daisetz T. Suzuki, El zen y la…Op.cit., p. 165.

[10] p. 141.

[11] p. 59.

[12] p. 168.

[13] p. 400.

[14] Amalia Sato, “El haiku, una forma moderna”, en Japón en tokonoma, p. 78.

[15] p. 85.

[16] p. 105.

[17] p. 109.

[18] p. 130.

[19] p. 151.

[20] p. 153.

[21] p. 154.

[22] p. 210.

[23] p. 195.