«Mariagémina, amiga mía», por Ofelia Huamanchumo

 

El presente cuento fue publicado, originalmente, el libro Intervalos: 12 narradoras peruanas (2020), editado por Rocío Uchofen. Pp. 102-108.

 

 

Por Ofelia Huamanchumo de la Cuba*

Crédito de la fotos archivo de la autora

 

 

Mariagémina, amiga mía*

 

 

…Cristal. ¡Espejo nunca! 

Pedro Salinas

 

 

Entro a uno de los servicios higiénicos del edificio del Tribunal Administrativo de Múnich y noto, al mirar mi rostro de mujer de cuarenta años en el espejo, que tengo unas leves ojeras y, lo peor, me doy cuenta de que, de verdad, Mariagémina y yo nos habíamos parecido. No estoy loca, pienso. No hice mal. ¿Y si tal vez no fuera que ella estaba empeñada en seguirme los pasos, imitarme al milímetro, sino que simplemente nos habíamos ido asemejando cada vez más? Y, claro, si ella se vestía como yo, eso aumentaba nuestro parecido, ni hablar, me digo, tratando de encontrarle una explicación racional a todo. ¿En qué momento caí en la cuenta de que perseguía mis movimientos, imitaba mi manera de vestir, de peinarme, de resoplar y hasta de estornudar? Incluso compró un espejo de anticuario para decorar su sala y, sin saberlo tocar, un piano, después de descubrir ambos objetos en mi salón principal. Y pero, ¿cuándo empecé a divertirme, mejor dicho, a burlarme para mis adentros, haciendo mil cosas que yo no solía hacer, solo por ver su afán, su esfuerzo, su ajetreo, su destreza en la impostura, su logro, o su vano intento, por imitarme? A sabiendas de su debilidad asumí, empapada de ruin moral, manías y torpezas inauditas en mi persona para hacerla trabajar en su mímesis, y llegué a probar caminos de vida nuevos solo por gozar de su arte de imitar. ¿Cuándo me empezaron a preocupar tantas coincidencias? ¿Cuándo me convencí de que me copiaba de manera morbosa? ¿O acaso dudo de todo ahora por un momento, mirándome en este espejo, porque noto que nuestras ojeras tenían el mismo idéntico tono aceitunado? ¿Será que de tanto ir al pozo el cántaro se terminó rompiendo y fuimos dos idénticas gotas de agua? ¿Cuál fue la gota que rebalsó el vaso?

            A Mariagémina la conocí en Madrid, ciudad por la que ambas estábamos de paso, en una velada cultural que era parte del programa de un Festival Internacional del Libro, donde yo asistía como poeta invitada y ella como público. Hacia el final de mi performance Mariagémina se me acercó con un ejemplar de algún libro mío para pedirme un autógrafo y como resultó que nosotras éramos peruanas y llevábamos la misma cantidad de años viviendo en Europa, y ahora radicábamos en la misma ciudad alemana, en Múnich, ella creyó ver en eso el indicio de cierto karma común que nos unía desde el pasado anterior a nuestras vidas y que, por tanto, era una señal inequívoca de un necesario acercamiento.  Fue así como atosigándome terminó por convencerme de intercambiar datos y conectar por whatsapp, facebook, twitter e instagram; y, por supuesto, en volver a juntarnos para charlar de literatura en un café, una vez de vuelta en Alemania.

            En un primer empalagoso reencuentro, ya en la capital bávara, en mi inocencia encontré divertido, por ejemplo, que la tarta de manzana con nata fuera también su pastel preferido y, al igual que yo, ella fuera capaz de engullir dos porciones de esa delicia con una jarra de té de menta en el lapso de unas tres horas de charla en una konditorei, a la que normalmente concurren personas mayores que se la pasan comiendo bizcochos y tartaletas durante las tardes de su jubilación. En aquella ocasión le obsequié a Mariagémina una plaqueta con unos viejos poemas míos publicados en Lima, que significaban mucho para mí, sobre todo porque la forma en que estaba confeccionada aquella rústica edición me traía una peculiar nostalgia por los noventa, esos años limeños de lucha en un país como el nuestro, que nos ofrecía poco a las mujeres jóvenes que queríamos dedicarnos a la escritura y a las artes literarias. Mi sorpresa fue grande, cuando Mariagémina me confesó que también se había dedicado en su época escolar —pues era diez años menor que yo— a armar libritos de cartón y que tenía una colección que en realidad la había mantenido en secreto por una cuestión de seguir lo que se llama “un perfil bajo” en el mundillo literario de nuestro país de origen, donde ella había soñado alguna vez con ser “librera”. Cándida yo, no reparé en ese entonces en que se trataba de una ingeniosa y espontánea acotación de su parte, pues al pedirle que me la mostrara en algún futuro no muy lejano, ella me invitó a ir a su casa en un par de días. Y así lo hice. En aquella visita me sorprendieron sus ojeras de tono aceitunado, demasiado pronunciadas para su edad, pero nunca até cabos pensando que tal vez eran el resultado de la locura de haberse amanecido varias noches confeccionado aquel arsenal de libritos y poemarios inventados; todo para poder emparejar nuestro pasado editorial, por llamarlo de alguna manera.

            Por una cuestión de amabilidad —puesto que no suelo relacionarme con mis lectores, soy demasiado tímida— decidí devolverle la deferencia. Al poco tiempo, pues, la invité a casa con el afán de mostrarle mi colección de pasquines de un único primer número, que yo había guardado de manera casi religiosa desde mi época de estudiante en Lima. Esa vez Mariagémina no pudo alinearse con aquello, pues de dónde alguien hubiera podido agenciarse tantas revistillas a fotocopia, con olor a papel viejo y hasta con huequitos de polilla, en un par de días. Mas no fue inútil su paso por mi refugio aquella tarde, ya que mi compatriota aprovechó para fotografiar algunas lámparas de mi biblioteca que, dijo, la habían impresionado sobremanera por su estilo “tan literario”. Una de las lámparas tenía la forma de una jaula en metal oscuro con una escultura de un gato dentro que leía un libro sosteniendo una lupa con una de sus patas. La otra era una lámpara de pie que tenía talladas unas columnas griegas en estilo jónico que hacían juego con los relieves en el mismo estilo de los estantes de madera oscura que cubrían casi todas las paredes de esa habitación. En aquella oportunidad Mariagémina no llegó a pasar al salón principal; lo del descubrimiento que ella hiciera de mi exquisito espejo colonial y nuestro lujosísimo piano vino casi un año más tarde, puesto que después de su primera visita no volvimos a citarnos más en nuestras domicilios, sino en alguna lectura de algún escritor alemán famoso, en una librería o en algún evento cultural, a los cuales, dicho sea de paso, ella nunca había ido antes de conocerme pero que se había animado a empezar a asistir porque yo le servía de intérprete al español, dado su precario nivel de alemán, y le resumía con paciencia en pocas palabras lo dicho por los moderadores y los autores invitados a las presentaciones, y hasta las preguntas del público.

            La truculenta historia del viejo espejo y el particular piano merecería una caja china en este relato, mas no viene al caso seguir con la enumeración de pormenores. Ahora he recordado pequeños, o grandes, detalles al mirarme en este espejo en los servicios higiénicos de este moderno edificio de la justicia bávara porque fue un espejo el eje que cambió el giro del plot común que nuestras vidas, la de Mariagémina y la mía, habían empezado a experimentar. Raro había sido que, después de descubrir mi hermoso espejo del salón como fondo al elegante piano, apareciera al cabo de tan solo un par de días como vista de perfil en la cuenta del facebook de Mariagémina una foto de ella sentada a un piano, como quien lo toca, y al fondo se viera un espejo en marco de pan de oro e incluso el borde de un estante de libros con columnas jónicas talladas en la madera, en una sala que se deducía podía ser la de su casa. La foto iba seguida de decenas de comentarios de quienes —amigos, parientes o conocidos— la felicitaban por su pasión por el «pianoforte», por haber logrado alcanzar estatus cultural en un país tan lejano, por haberse superado, por ser tan estudiosa porque la música y las notas musicales eran difíciles. Así le escribían. Saludos y demás cursilerías, a las que ella no se había tomado la molestia de aclarar, refutar, ni desmentir, sino que, por el contrario, se limitaba a agradecer con suma humildad: “De corazón, muchas gracias”, “Bendiciones”, “Dios las bendiga, tías”, “Vivaldi y Mozart, mis favoritos”, “Que la Virgen María esté siempre contigo, primita”, “Tu hija aprenderá el piano algún día, padrino”, “Primas, ustedes también llegarán lejos”. Sus increíbles respuestas me hicieron dudar de si tal vez sus comentarios se deberían leer en clave irónica, pues la vez en que contempló extasiada nuestro precioso instrumento en casa Mariagémina se había limitado a exclamar suspirando: “¡Quién pudiera tocar el piano…!”, después de que una resentida arruga en el medio de la frente se le marcara en el instante preciso del hallazgo, luego de lo cual ella atinara a tomarle una foto con su celular por el reflejo del ansiado espejo que colgaba en la pared, agregando finalmente con voz apagada, pasando antes con dificultad la saliva: “¡Qué elegante tu decoración, amiguita! Tus paredes en rojo son lo máximo”.

 

La poeta y narradora Ofelia Huamanchumo de la Cuba

 

            Pese a todo, verdadera extrañeza y, en especial, miedo comencé a sentir cuando nos empezamos a encontrar, con curiosa y exagerada frecuencia, de casualidad, en el supermercado, en la panadería, en el parqueo, en la oficina de correos y, cual fresa que coronó la torta, en la peluquería, viviendo en distritos bastante alejados uno del otro. Fue esa mañana mientras mi estilista, un refinado caribeño, me aconsejaba un alisado permanente mirándome y masajeando mi cuero cabelludo frente al espejo de su local, cuando noté cómo mi propio rostro empalideció al ver entrar a Mariagémina por la puerta de vidrio y tomar asiento despreocupada en la silla del costado, dispuesta a que la peinaran igual que a mí: “Es lo que nos queda, amiguita, además está de moda. Hágame a mí lo mismo, joven”.

            La persecución de Mariagémina continuó hasta llegar a extremos febriles gracias a que toleré demasiado tiempo una falsa e intensa aparente relación amistosa. Y es que cuando una es incapaz de creer una locura de tremendo tamaño se acomoda como sea en un lugar del que le es engorroso salir. Eso me pasó. Al cabo de casi cuatro años yo estaba atrapada en un callejón sin salida, las cosas habían escalado demasiado y se sucedían de una manera inexorable. Lo único que yo anhelaba era despegarme aquel repugnante chicle de la suela del zapato, pero no sabía cómo.

            Sucedió que dado el astuto y barato desenfado de Mariagémina fuimos ambas pasando de las coincidencias casuales a los encuentros fortuitos aunque concretos y enfermizos. Uno: por fiestas navideñas yo había donado unos libros en un evento de migrantes latinoamericanos de Múnich para una obra social, y Mariagémina, al saberlo, también hizo lo suyo para que nuestros nombres aparecieran en la mención de agradecimientos, que luego ella se encargó de compartir como gran noticia por su twitter haciendo hincapié en “nuestro” buen corazón. Dos: yo accedí a publicar —casi a escondidas y sin darle mayor difusión— un cuento policial en una revista madrileña de poca monta, a insistencia de su director, y Mariagémina, al enterarse quién sabe cómo, envió a la redacción un mamarracho, que fue editado en el siguiente número, adjudicándole el título de «escritora independiente» en la minibiografía. Tres: los de una Escuela de Idiomas de Múnich me invitaron a una lectura de poesía en una velada multicultural, y Mariagémina, al averiguarlo, llamó a la institución para ofrecerse a leer en español, a lo que le respondieron, entusiastas y sin mayores motivos para negativas, que sí, y ahí la tuve, fogosa ella, a mi costado. Cuatro: para celebrar el Día Internacional del Libro Infantil una biblioteca local organizó una lectura de cuentos en acción conjunta con una Asociación Cultural Española, y Mariagémina, al percatarse de mi participación por el póster colgado en instagram, escribió un correo electrónico por propia iniciativa al departamento cultural de la asociación aludiendo a que seguro había habido un error en la proforma del programa de mano enviado por la biblioteca, puesto que ella también leería conmigo, “como de costumbre”, y así logró que se cambiaran los datos y su nombre apareciera junto al mío, sin luego asistir siquiera de público. Cinco: la Especialidad de Literaturas Hispánicas de una universidad bávara me invitó a dar una conferencia sobre la literatura actual escrita por peruanas, en el marco de un taller abierto al público para celebrar el Día Internacional de la Mujer, y Mariagémina, al saberlo por un comentario mío, contactó al organizador, un estudiante de doctorado, que aceptó, quién sabe por qué motivos, darle espacio para que ella diera «su opinión», lo cual me bastó para cancelar lo mío y lograr, con suerte, que borraran mi nombre del cronograma de pseudo-conferencias en el que devino la actividad y que quedó pegado para siempre en internet.

            La larga lista de persecuciones sería interminable, si no le hubiera puesto yo aquel punto final. No quise ir nunca a la policía porque llegué a dudar de si, a lo mejor, no era yo la paranoica. También pensé que tal vez no era para tanto o, si lo era, no había cómo probar que los hostigamientos de Mariagémina tenían un estatus criminal o patológico puesto que, bien mirado, su conducta era, de seguro, fruto de agudos complejos sociales o de sus irrefrenables ansias por convertirse de la noche a la mañana en “poeta”, “escritora”, “editora” y hasta “académica”. 

            Ahora me irrita tener que dar declaraciones con detalles ante el Tribunal bávaro frente a la presencia de corresponsales de la prensa peruana, pero poco puedo hacer contra la denuncia que me han interpuesto sus familiares, para quienes Mariagémina únicamente había querido “de buen corazón, no más” ser igual que yo, puesto que “ella era buena”. Será difícil, pues, con el idéntico tono de nuestras ojeras color aceituna, que me confirma este espejo, negar nuestro parecido.

            Los torpes suelen trastabillar y en su apresuramiento ella resbaló también. Por plagiar mi inmolación, se condenó sola. Yo lo único que hice fue enviarle por correo electrónico, con vocativo a familiares míos y a una buena docena de mis amistades, un mensaje adjuntando un poema que anunciaba mi suicidio. Yo no puedo ser la autora intelectual de su necedad, ni mis versos resultaban instigadores ni incitaban a absolutamente nada. Al parecer, sus familiares, y quienes me señalan con dedo acusador, arguyen no sé qué sobre “el poder de la palabra lírica”. 

            Fue la nuestra una miserable relación, Mariagémina, y en tu loca carrera por alcanzarme te pasaste tantos pueblos que hasta conseguiste adelantarme. Ahora estás un paso más cerca de la eternidad que yo. Descansa en paz, “amiguita”.

 

Múnich, abril de 2016

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1971). Poeta, narradora e hispanista. En la actualidad reside en Alemania. Se desempeña como docente universitaria, investigadora académica y literata. En narrativa corta ha publicado cuentos y relatos, y participado en las antologías: Como si no bastase ya ser: 15 narradoras peruanas (2017) e Intervalos: 12 narradoras peruanas (2020).