La traducción de poesía. Yves Bonnefoy: «No se puede traducir un poema»

 

La presente nota fue publicada por su autor como parte del libro La traducción de la poesía (2002). Ha sido recuperada por la revista Prometeo del Festival Internacional de Poesía de Medellín. La consideramos muy vigente en términos de un ámbito específico para los traductores, no todos los cuales se atreven a lanzarse a interpretar a cada poeta.

 

 

Por: Yves Bonnefoy

Traducción: Rafael Patiño

Crédito de la foto: www.banrepcultural.org

 

 

La traducción de poesía.

Yves Bonnefoy: «No se puede traducir un poema»

 

 

Se puede traducir por simple designación. Por ejemplo, me decía un día Wladimir Weidlé, agradablemente, el poema de Baudelaire, Yo no he olvidado, vecina de la ciudad…, lleva el sonido de Pushkin, posee su transparencia, es la mejor de las «traducciones». ¿Pero se puede reducir un poema a su transparencia?

Se puede traducir un poema, no. Se encuentran allí demasiadas contradicciones que no se pueden resolver, deben hacerse demasiados desistimientos.

Ejemplo (y es ello un hecho de experiencia personal) Sailing to Byzantium, de Yeats: y ahora este título:¿Embarcarse a Bizancio? Imposible, interpelaría Watteau. Además, sailing tiene un dinamismo de verbo. Se piensa en «A Honfleur! lo más pronto posible antes de caer más bajo», de Baudelaire, pero «A Bizancio» sería ridículo: el mito excluye estas brevedades…En fin, to sail expresa por otra parte la idea de partida, la de la mar por franquear, difícil, agitada como la pasión y aquella del puerto a lo lejos: comercio, trabajos, obras, naturaleza vencida, el espíritu. Nada que pudiese llevar nuestro aparejar, y hacer velas es caduco, sobre estas distancias. Yo me resigné con «Bizancio-la otra orilla». Una tensión se salvó, quizás, pero no la energía, el arranque (al menos soñado) que expresaba el verbo. Como a menudo, desde la lengua de Shakespeare hasta aquella que tiraniza todavía Malherbe, lo vivido deviene de lo intemporal, lo irracional de lo inteligible. Otra solución: glosar el título, con esa frase de Baudelaire. Será necesario intentar la experiencia de traducciones desarrolladas, donde se dejarían vivir todas las asociaciones de ideas invocadas por la obra, sobre una página análoga a aquella del Golpe de dados. Pero Yeats habla, en la unicidad y la urgencia del instante: Y es a eso de entrada que es necesario que uno permanezca fiel.

Otro desistimiento obligado en este mismo poema: fish, flesh, fowl (pescado, posta, pollo), con los que Yeats reúne en tres palabras la variedad de la vida, e incluso y sobre todo, por la aliteración, su impulso, su aparente finalidad. ¡Bastante arduo! Pero peor aún, hay allí una expresión fabricada, que hace que se pueda soñar que la lengua común preserva así el vigor de esta lengua adámica que tantos poetas añoran. Sailing to Bizantium exige pues interrogar la sabiduría popular, la nación. El aquí, en el momento mismo en el que es cuestión de arrancarlo, por el espíritu puro. Contradicción, profunda en Yeats, constante, tanto que fecunda de punta a punta su obra, pero que no se puede más que perderla en francés, que no ofrece para estas palabras brevedad semejante: las lenguas no poseen sus «fortunas» en los mismos puntos. Traduje: «todo lo que nada, vuela, se lanza», lo que no retiene el impulso sino por una significación, no dentro de la sustancia verbal.

Por otra parte, y por una vez, el verbo es menos que el sustantivo: este fish, etcétera, que parecía repetir el acto primero, divino, de la denominación. Donde un texto tiene sus oportunidades, sus nudos, su espesor «su inconsciente”, la traducción debe pasar a una superficie, libre para tener por otra parte sus propios nudos. No se puede traducir un poema.

 

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Pero tanto mejor, porque un poema es menos que la poesía, y hallarse desprovisto de él, es de otra manera, un estímulo. Un poema «un cierto número de palabras en un cierto orden sobre la página, es una forma, donde es abolida la relación con el otro, con la finitud: lo verdadero. Y el autor puede complacerse en ello, es sosegador, se ama hacer-ser objetos que permanezcan, pero rápidamente se siente pesar de haberse puesto en contradicción con el lugar y el tiempo del verdadero intercambio. Un medio, el poema, una hipótesis de espíritu, no un fin. Publicarlo, una verificación, un tiempo de reflexión que uno se otorga, pero no es aceptarlo, absolutizarlo. Y el mejor lector de forma parecida es aquel que ama el poema, sí: pero cómo puede no amarse un ser: considerando sólo los valores de los cuales se ufana, en el sentido que lleva. Nada de idolatría por lo escrito; pero tampoco nada de aversión iconoclasta en adelante. Más bien, compasión, una especie de existencia compartida. Pero ¡qué saqueo desde entonces! Todas estas «riquezas» del texto, ambigüedades, paragramas, polisemias, etc., privadas del derecho de imponernos sus crucigramas.

Pero en compensación, he aquí que no llegamos a comprender, a retener: la poesía de otras lenguas.

Que se sepa ver, en efecto, lo que motiva el poema; que se sepa revivir el acto que a la vez lo ha producido y se atasca en él: y libres de esta forma anquilosada que no es nada sino un trazo, la intención, la intuición primeras (digamos una aspiración, una obsesión, cualquier cosa universal), pudieran ser de nuevo intentadas en la otra lengua, y tanto más verídicamente en adelante en cuanto la misma dificultad se manifiesta allí: la lengua de traducción, paralizante como la primera de este cuestionamiento que es una palabra. Sí, la dificultad de la poesía es que la lengua es sistema, cuando la palabra de ella es presencia.

Pero comprender eso, es reencontrarse con el autor que se traduce, percibiendo mejor las tiranías que él sufre, los movimientos de pensamiento que allí opone; y las fidelidades que le faltan. Porque las palabras van a tratar de amaestrarnos con su modo de ser. De auxiliares de la buena traducción comenzada, van a hacerse los abogados del mal poema que ella deviene, ellas van a rebajar la experiencia en provecho de un texto; será necesario desconfiar, verificar la necesidad ontológica de nuestras imágenes nuevas más bien que su semejanza término a término (exterior desde luego) a aquellas del poema original. Y es una pesada tarea, pero a cambio, somos ayudados por este autor que se traduce, cuando es Yeats, cuando es John Donne o Shakespeare. Y en lugar de ser, como antes, ante la masa de un texto, henos aquí de nuevo en el origen, allí donde se acrecía lo posible y por una segunda travesía, donde se posee el derecho de ser sí mismo. Un acto, ¡en fin! Se aventuraba con las lagunas de su lengua, se «bricolaba» como gusta decirse hoy, he aquí ahora que se revive la limitación del otro, tanto como se escucha lo que se ha podido aprender allí, ya que es necesario existir primero, antes de escribir. Que se sepa que el poema no es nada y la traducción es posible, lo que no es fácil de decir; esto no es más que la poesía recomenzada.

Desmesura, retomar así en el origen a Yeats, ¿aspirar entonces a un poder de invención semejante? pero aspirar no significa estar seguro de llegar. Y toda poesía, es siempre la misma ambición, que entre las más verdaderas va sin certidumbre. No hay poesía sino de lo imposible. Y, fracasar ahí, digamos específicamente, guarda al menos abierto el campo a esta preocupación de unidad, o de transparencia y de destino.

Prácticamente, en efecto: si la traducción no es una copia y una técnica, sino un cuestionamiento y una experiencia, ella no puede inscribirse «escribirse” sino en la duración de una vida, de la cual ella solicitará todos los aspectos, todos los actos. Y ello no exige que el traductor sea «poeta» por otra parte. Pero implica de seguro, que si él también escribe, no podrá mantener separada su traducción de su propia obra. Algunos ejemplos de esta interdependencia «personales-, pues no hay allí de qué enorgullecerse (ni alarmarse: menús hechos, que no sirven más que de índices).

Horacio, hablando a Hamlet de sus compañeros de guardia cuando se aparece el fantasma, ellos fueron «destilados», dice él, «casi hasta la gelatina con la acción de terror»… El sentido es claro. Pero el acto de terror introduce una intensidad, trágica, donde gelatina (literalmente la «gelatina», tan inglesa, para nosotros «papilla») se me volvió un problema. ¿Por qué? las obscenidades del comienzo de Romeo pueden traducirse. Pero ellas son significantes así no sea más que de ellas mismas, mientras que aquí gelatina es lengua ordinaria, empleada sin atención, sin énfasis en el sentido.

Ahora, bien francés en ello (creo yo), tengo tendencia a querer que tales contextos, luego ejemplares, sean un conocimiento acrecentado, por tanto, una economía del sentido, por tanto, un vocabulario, si no restringido por lo menos verificado. Que lo trivial se mantiene, sí, y es Rabelais, Rimbaud, perocomo tal, y a ello se aproxima Racine o Nerval y lo que se llama lengua noble, o literaria, pero que no es sino una lengua tensa. Los ingleses (cf. Mercutio) esperan menos del lenguaje. Quieren más observación directa, de sicología simple (en resumen, gelatina allí donde un soldado la diría) como heroica reconstrucción.

Y yo les concedo la razón. Pero haría falta por lo tanto, que luchando así contra mí, yo acepte el desafío sin más y hable de papilla, ¿o incluso de agua de pudín? Arriesgando ser un fresco, yo habría sido literal. Pero si es cierto que he seguido siendo por otra parte, así sea poco, discípulo de Racine, esta aparente fidelidad, va a producir lo pintoresco simple, es este el pecado de las traducciones románticas, mal desbastadas del verbalismo de antes «que va en todo caso, a paliar en mí y no resuelve un problema”. ¡Mejor Ducis! Mejor escuchar Shakespeare hasta el momento en que yo pudiera aventajarlo en toda mi escritura y no simplemente reflejarlo, aquí. Y esperando, y con conocimiento de causa (yo añadiría una nota), convierte en gelatina con una palabra a mí, implicado en otras prosecuciones. Ceniza… La traducción ha fracasado, en el plano local. Pero el acto de traducir ha comenzado, y llegará más tarde, de otro lado» todavía aquí.

Y ahora, de nuevo de Yeats, en La congoja del amor, cuando él habla de la joven de los «melancólicos labios rojos» que está «condenada como Odiseo y las naves laboriosas». Laboriosa, ésta palabra evoca las largas travesías difíciles y los balanceos del navío, pero también el problema afectivo, la tristeza, sin contar con que to be in labour, es dar a luz, y que to labour, ha guardado poéticamente su acepción arcaica, «laborar», casi sembrar. Todos estos sentidos valen aquí, ¿qué hacer pues? Pero esta vez, yo no he podido incluso plantearme la pregunta, y traduje irresistiblemente, labouring por «los que renguean a lo lejos» incluyendo de entrada el rechazo en la traducción. Y yo podría justificar -o criticar estas palabras- Ulises no huía, pero los hijos de Príamo, quien muere en el verso siguiente, lo hicieron por otra Troya, etc. «Pero allí no está la cuestión. Porque estas palabras, no me han venido por el corto circuito que se cree que va desde el traductor del texto a la traducción, sino por todo un lazo de mi pasado.

A menudo he pensado en la cojera de un navío… una vez incluso, regresando de Grecia, en 1961, y el corazón pleno con el recuerdo de la Esfinge de Naxiens, cuya sonrisa expresa la ataraxia, la música, yo imaginaba que el barco, que pintaba de noche, así, frente a la costa italiana, él también huía y buscaba; y pensando bien seguramente en Verlaine, yo esbocé una especie de poema, donde jugaba su rol también el agua que riela, para siempre «como hierro, en una caja cerrada»: un poema que nunca he terminado -desde entonces- y que yo mismo, he roto de súbito, doce años después, en suma, para que viva mi traducción. La relación de lo que se buscaba allí con mi cuidado por la poesía de Yeats, se convirtió en lo más importante, el verdadero devenir. Fue el poeta inglés quien me explicó a mí mismo, y es mi encaminamiento lo que ha querido traducirlo. Es en una relación de destino a destino, en suma, y no de una frase inglesa a una francesa, que se elaboran las traducciones, con prolongamientos que no se puede prever (este barco y su cojera han reaparecido en mi último libro). Continuación lógica de éste propósito, haría falta que me pregunte en qué me han ayudado mis traducciones; y cómo la poesía de otras lenguas ha contribuido al devenir de la nuestra.

Falta de tiempo, yo no haré sino evocar otra pregunta preliminar. ¿En cuáles condiciones esta especie de traducción, esta traducción de la poesía, no es ella una empresa insensata? «Traducid vuestro prójimo», propuse una vez. ¿Pero quién puede serlo suficientemente?

La ironía de Donne, -la morosidad luminosa de Elliot- o el Spleen baudelairiano, la «malevía» (y la esperanza, siempre) de Rimbaud, ¿no son mundos impenetrables? y en cuanto a Yeats, la aspiración a la Idea, Bizancio, pero sangre y laguna, la neblina y el arrobamiento, la rabia misma, pasión, y Adonis tanto como Cristo, ¿son ellos compartibles?

Pero pobreza es recurso, en poesía. La experiencia que no se ha vivido, es porque a veces se ha rechazado: y la traducción, en la que un poeta nos habla, puede desbaratar la censura; es ésta una de las formas de ayuda que yo he dicho que ella aporta. Una energía se libera. Nuestras fascinaciones nos habrán guiado. Pero que no se siga sino a ellas, con toda seguridad. Toda obra que no nos requiera es intraducible.

 

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