“La literatura debe mostrar las garras y arañar al lector”. Entrevista a Leonardo Aguirre

 

Por Juan Carlos Méndez

Crédito de las fotos (izq.) Ed. PEISA /

(der.) Bruno Pólack

 

 

“La literatura debe mostrar las garras y arañar al lector”.

Entrevista a Leonardo Aguirre

 

 

Parodia, muerte y gatos. El autor peruano publica Nueve vidas (2021) y habla de la solemne y pomposa narrativa peruana, del uso del humor, de la autoficción, de la ficción que tematiza el terrorismo, de la Feria del Libro de Guadalajara y más.

 

 

Entrevista

 

 

Juan Carlos Méndez [JCM]: En Nueve vidas el narrador anónimo, a quien llamaremos el Gato, va camino a la muerte. O al museo, que puede ser lo mismo. Y en lugar de lamentarse o sentir miedo arma con distancia e indiferencia una playlist musical. ¿La única manera digna de caminar al patíbulo es con una sonrisa o, mejor aún, mostrando el dedo medio? 

Leonardo Aguirre [LA]: Concedo: llamémosle Gato. Su nombre no figura en el libro y, por más que haya sembrado datos verídicos de mi biografía, no se trata de mí. No soy yo. Cansa un poco repetir obviedades: es una novela, ¿no?; por lo menos así está clasificada y rotulada. Es una ficción. Solo deberían importar los hechos contados en el libro (y, en especial, cómo están contados) con total prescindencia de aquello que llamamos “realidad”. Solo debe importar lo que ocurre dentro del libro, no lo que ocurre fuera de él. No es relevante si lo que se narra sucedió de verdad: esto último está fuera del libro y, por lo tanto, no merece discutirse.

Sin embargo, debo confesar que me gusta jugar con esos lectores básicos y superficiales (esos que, por ejemplo, cuando van al cine, se deciden por una pela “basada en la vida real”, como si eso fuera una virtud). Me gusta jugar con ellos, me gusta joderlos, me gusta confundirlos, me gusta desorientarlos. Incluso herirlos: los hay que, creyéndose retratados, se ofenden. O también se ofenden los guardianes de la moral que no soportan, en la novela, un sistema de valores muy distinto del que defienden. Y todo eso tiene que producir la literatura (y el arte, en general): ya que hablamos de gatos, la literatura debe mostrar las garras y arañar al lector.

Ahora bien, hablaba de trampas para lectores inocentes, pero lo curioso es que también en ellas caen muchos críticos (lectores que son, a priori, más competentes… repito: a priori… al final son igual de superficiales). Y así caen, por ejemplo, todos aquellos críticos que objetan la autoficción. Caen porque se tragan enteras todas las artimañas del autor (son solo eso: artimañas, trucos, ardides) y creen, en efecto, que todo lo que se les vende como verdad, lo es, y eso parece molestarles. Les molesta que un autor hable de sí mismo (creyendo, repito, que realmente habla de sí mismo). Les molesta que un autor se desnude (o creen que lo hace), porque, a fin de cuentas, la desnudez de los otros, por alguna razón, incomoda siempre (y en esa incomodidad, por otra parte, hay mucho de pacatería). Pero, en fin, igual me da lo mismo que zapateen. De hecho, no me importan los lectores: pedestres o doctorados. No los tomo en serio. Así como tampoco me tomo en serio a mí mismo, y fíjate que ni siquiera tomo muy en serio la propia literatura: para mí, solo es un juego (por algo el título de la novela es el nombre de un juego de cartas). Y esa actitud la comparte, sin duda, el Gato. No hay nada sagrado para él y de todo se mofa. Se burla siempre y se burla, incluso, en el peor momento: ya en el quirófano.

Todo en Nueve Vidas es burla. Y hay mucha parodia. Incluso podría leerse como parodia de autoficción. O parodia de bildungsroman. Hasta de la muerte se burla el Gato y, encima, juega con ella. Es más: ese personaje misterioso que lo interpela en la sección “versus” podría ser la propia muerte. Puede ser varias cosas, claro (y a propósito he sembrado pistas que abonan cualquier interpretación: quizás es un periodista o doctor o sacerdote o psicoanalista o tal vez la conciencia del propio Gato), pero a mí me gusta pensar que se trata de la muerte.

 

El narrador Leonardo Aguirre.
Crédito de la foto: Bruno Pólack

 

[JCM]: Dejemos un momento al Gato y persigamos esa palabra que has repetido varias veces: parodia. ¿En tu caso, en el de tus libros, tienes referentes en la literatura peruana, latinoamericana, mundial? ¿O referentes extra literarios?

[LA]: Resulta difícil encontrar ejemplos en la literatura peruana, siempre tan solemne, tan seria, tan pomposa (por no decir huachafa). No hemos practicado mucho la parodia. Mucho respeto le tenemos a nuestros héroes (militares o literarios) y mucho respeto a los mayores (respeto a veces calculado: nadie quiere chocar con los que roncan). Y mucho respeto también, insisto, a la propia literatura (por aquí cabría citar a Onetti: “para mí, es una puta”). El humor, en general, y eso es bien sabido, no es un rasgo de nuestra tradición. Tenemos muy pocos ejemplos, y si me pides algunos, tendría que pensar, más bien, en la crónica: Jaime Bedoya o Beto Ortiz o Luis Jochamowitz (tres formas distintas de humor, aunque, a mi juicio, las tres eficientes). No se me ocurren ejemplos en la novela o en el cuento (a veces, claro, Iwasaki, a veces también Ampuero… y paramos de contar).

De manera que, así las cosas, mucho no me alimenta, en cuanto a la parodia y el humor, la literatura peruana. Más productivas me resultan otras tradiciones. Hablemos, por decir, de Gargantúa y del Tristram Shandy (fíjate todo lo que retrocedo: siglos XVI y XVII). Y para resaltar ejemplos menos anticuchos, yo soy hincha de Manuel Puig y Cabrera Infante. Curiosamente, también para referirme al juego y las maromas formales, debería, de nuevo, citar a Sterne, Puig y Cabrera Infante. También podría, claro, recordar a Joyce y citarlo como ejemplo de juego y de parodia, pero mucho sentido del humor no tiene (o no para mi gusto). Fuera de la literatura, soy hincha tanto de Seinfeld como de los Monty Python, y debo decir que modelé a mi protagonista-narrador pensando en Doctor House y en comediantes de stand-up como Louis C. K. y Anthony Jezelnik.

Por lo demás, el humor macabro ya me viene de familia: hay, por ejemplo, cierto sustrato real en aquel pasaje de Nueve vidas donde velan y vejan al abuelo diabético. Pero también habría que hablar, incluso, del humor en el arte, poniendo, claro, entre paréntesis, el rollo conceptual (del que me burlo, un poco, reseñando la exposición de Yoko Ono). De hecho, el recetario en forma de inodoro es un homenaje o guiño muy evidente a Duchamp (sin mencionar, cómo no, la colección de cálculos renales).   

 

 

[JCM]: Volvamos al Gato y a un par de temas mencionados en la primera pregunta. La playlist y los objetos personales de un escritor. Digamos que ambos (lo sonoro y lo táctil) sirven para disparar la memoria y las conexiones emocionales

[LA]: El primer tema, la primera cionca, del nutrido y heterogéneo set que amenizará la expo (quizá velorio, no lo sabemos muy bien) ya nos anuncia, justo en la primera página, qué tipo de objetos ha elegido el Gato para la CASLIT: las “cosas pequeñas” y no “las más hermosas” ni las “más dignas”. Es decir, se trata de objetos que, lógicamente, no tendrían por qué ser exhibidos. Qué sé yo: cajetillas de cigarros, naipes, un celular, una piedra del riñón, etc., etc. Objetos ridículos, por supuesto, pero muy queridos y significativos para un protagonista ya ridículo de por sí. También, desde luego, es ridícula (quizá patética) la propia pretensión de trascender y canonizarse casi a la fuerza mediante la expo en cuestión (que, por si acaso, no sabemos si se ha de llevar a cabo). Y sí: tanto como las canciones, los objetos gatillan historias, destapan la memoria, y le sirven al narrador para organizar esa suerte de autobiografía poblada de anécdotas prosaicas y mínimas y cotidianas, a veces asquerosas, para nada épicas (acaso puras cojudeces como los objetos mismos).

Además, en otro nivel de lectura, todos estos cachivaches, estas chucherías, nos obligan a preguntarnos, finalmente, qué cosa es arte y qué no lo es (y, de nuevo, Duchamp y, otra vez, Yoko Ono). Incluso (aventuro, ensayo, propongo) las peculiares características de la prosa, tan desaliñada y sucia, poblada de jergas, ondulante y desordenada, que abunda en imprecisiones, que se corrige a sí misma, para no hablar del alegato constante contra la huachafería, semejante prosa, digo, también nos obliga a preguntarnos qué cosa es literatura y qué no lo es. 

 

El narrador Leonardo Aguirre.
Crédito de la foto: Bruno Pólack

 

[JCM]: Lo cual nos lleva a la estructura. La novela tiene nueve capítulos que se intercalan con nueve diálogos con la muerte (los llamados versus). En ese flujo narrativo están incluidas las descripciones de veintisiete (9×3) objetos que serán exhibidos en el museo en homenaje a este escritor, al Gato, a este «asperger con el ojo seco», cuya performance se relata también con treinta y seis (9×4) notas a pie de página. Entonces, me gustaría que relates el proceso que te llevó a diseñar esa estructura: ¿primero apareció el personaje, primero fue una imagen? ¿Cuánto cambió el libro con respecto al primer borrador y por qué necesitas arañar al lector con notas a pie de página?

[LA]: Ya que calificas la expo en la CASLIT como una performance (y estoy muy de acuerdo con eso), debo decir que, al diseñar la prosa peculiar del Gato (no hay que perder eso de vista: la voz es del Gato, no mía), la pensé también como una suerte de performance: mi plan era mostrar la escritura en vivo. O mostrar a un escritor vivo (todavía vivo) en pleno trabajo de redacción. O hacer un zoom sobre la mano y el lapicero y la hoja de papel. Poner al lector detrás del Gato, mirando por encima del hombro lo que el Gato escribe. De hecho, como habrás notado, y como él mismo declara, el Gato va listando los objetos conforme los va recordando, y hace lo mismo con las historias: una historia engendra la otra y esta provoca una tercera y la tercera nos lleva a la cuarta… y todo esto (según parece) sin seguir un plan. Todo el tiempo se desvía y se pierde y divaga y yerra y se corrige a sí mismo: un aparente desorden que un texto pulido no acusaría. Y no, pues, el Gato no pule, porque cree que, de todas formas, el Chupón de Piraña o Borrador de Papa o Nakazaki Junior se ocupará después de la edición: él solo vomita. Desfoga. Libera. Caga. (Lo escatológico, sabrás, merece mucho espacio en la novela-informe… que informa y carece de forma). Y justo esa idea, la de crear una prosa en vivo, ya estaba, por cierto, en el primer borrador de Nueve vidas.

Con eso en mente comencé a escribir. Y también con la idea de la exposición de los objetos personales de un escritor, que se me ocurrió, sin embargo, mucho antes, cuando justo en la propia CASLIT montaron una expo sobre Martín Adán: exhibían, por ejemplo, una cucharita. Una cucharita de té. Ni siquiera de plata. Misia, corriente, vulgar. Una máquina de escribir, vaya y pase, pero, ¿una cucharita? Creo que ahí se me prendió el foco. Por lo demás, hay varias imágenes que me han estado persiguiendo por muchísimo tiempo y que solo recién, por alguna razón, decidí volcar sobre la página: entre tantas, la extracción de los colmillos del lobo de mar varado y podrido en la orilla. O el barco Caplina que tanto demora en hundirse. O el cadáver sin piernas deslizándose de lado a lado dentro del ataúd. Y hablemos también de otra vieja obsesión mía con la que intento cumplir poco a poco (libro a libro): escribir la novela de Lima o hacer que Lima sea la verdadera protagonista. O darle, por lo menos, a Lima, una función más importante que la de simple decorado. Un primer intento fue Interruptus. El segundo es Nueve Vidas. Y el tercero (del que pronto te habrás de enterar: ese libro ya está en diagramación) se titula, provisionalmente, Una cocina Surge.

Luego, ¿cuánto cambió el primer borrador hasta llegar a la imprenta? Difícil decirlo con precisión. Pero sí puedo decirte que los “versus”, los diálogos en rima, tardaron mucho en aparecer y debo haberlos redactado relativamente rápido. No, no estaban previstos al principio. No los juzgué necesarios hasta que le mostré mi manuscrito a un buen amigo (cuyo nombre, por mutuo acuerdo, mantendremos en reserva) y este me recomendó dos cosas: buscar una especie de contrapunto para oxigenar la caótica y torrencial narración en primera persona y, en segundo lugar, mostrar atisbos del mundo emocional del Gato, porque, sin ellos, parece muy frío y muy calculador (y hasta cruel). Fue tras hablar con este amigo que se me ocurrieron esos “versus”: una manera muy particular y muy mía de digerir ambos consejos y matar dos pájaros de un tiro. ¿Los pies de página? Puro capricho. Qué te puedo decir: el arte es el ejercicio de la libertad y ejerzo mi libertad entercándome y emperrándome con esas nimiedades y cojudeces (para mí, adorables). Menos mal que mi editor me entiende (o me engríe), porque la mayoría de los editores, como sabes, detestan los pies de página.

 

 

[JCM]: No dices nada sobre el número nueve así que te lo pregunto directamente: ¿por qué el nueve está en el centro de toda la novela comenzando por el título? Y además vuelvo a una pregunta que dejaste flotando: ¿qué cosa es literatura? O mejor: ¿dónde se ubica la literatura: en la prosa desaliñada y sucia, en la estructura tan matemática o en los caprichosos pies de página? ¿O en el desamor del Gato, que no quiere a nada ni a nadie, salvo escribir?

[LA]: Como no tengo la intención de revelar todos los trucos en esta entrevista, y como quiero (espero) que los críticos hagan su trabajo, de las muchas razones posibles para la elección del número 9, diré solo dos. Y esas dos, para colmo, son razones puramente personales (las textuales, repito, las dejo en manos de la crítica). Una: se trata de mi noveno libro. Con eso, realmente, podría bastar, pero igual se me ocurre otra razón: la canción de los Beatles “Revolution # 9”. La amo, la odio, le temo, dispara muchos recuerdos, tiene múltiples significados para mí. Por eso, naturalmente, o de modo acaso inconsciente, dicha canción terminó provocando en la novela más líneas, más rollo, más explicaciones, que cualquier otra del setlist propuesto por el Gato para su exposición y/o velorio.

Nótese, además, que, dentro de la tendenciosa descripción que hace el Gato de su contenido (la nómina de los fragmentos, de los loops), hay muchas conexiones con el propio contenido de la novela. Por otro lado, “Revolution # 9” es casi una no-canción, casi una negación de la música, tal como la prosa del Gato puede ser una negación de la prosa (y su informe desaliñado y sucio, una negación del libro). Pero me temo que otra vez le estoy ahorrando el trabajo a los críticos. Vayamos, pues, a la otra pregunta: ¿qué cosa es la literatura? Pues bien: a mí se me ocurren mil respuestas, y ninguna, para ser honestos, me parece muy satisfactoria. Quizá lo mejor, en todo caso, sea deducir una respuesta del propio libro. Y creo que te has acercado bastante: el verdadero amor del Gato y su única misión en esta vida. Y también: (aunque puede sonar a cliché) la única forma en que puede vencer a la muerte. La única jugada posible para ganar el duelo (¿el “versus”?) con la muerte.

 

 

[JCM]: En el Versus 4, titulado Ni Macondo ni abriles rojos el Gato le responde a la muerte que no podría escribir novelas sobre el terrorismo porque simplemente no lo vivió y que todos los escritores «miraflorinos, barranquinos, sanisidrinos» escriben novelas con esa temática obedeciendo órdenes del mercado y de las editoriales. En resumen, el Gato señala que “si antes en Europa se arrechaban con Macondo (…) Ahora quieren torres derrumbadas” (pag. 111). Entonces, ¿cómo autor estás de acuerdo con lo que postula el Sr. Gato, es decir que no es honesto escribir sobre lo que no has vivido?

[LA]: Tratándose (también) de una parodia de novela de autoficción, resulta muy natural que defienda el Gato una idea como esa. Pero el Gato, me parece, pontifica mucho. Es muy severo y radical. Yo no lo soy tanto. Ya no. Quizá lo fui alguna vez (cuando hacía reseñas, por ejemplo, muchos años atrás), pero, a estas alturas, con tantas hojas escritas y tantas leídas, pienso que lo mejor es hablar solamente de mi propia experiencia como escritor. De lo que a mí me funciona. Sin pontificar ni decirle a los demás cómo tienen que hacer las cosas.

Así, debo decir que yo solo puedo escribir, por un lado, de aquello que conozco bien y, por otro lado, de aquello que tiene una sólida conexión emocional conmigo. Por ejemplo, puedo escribir con entusiasmo sobre el mundo evangélico, porque estuve sumergido en él y porque, además, esa experiencia tan particular me dispara todavía toda una gama de sentimientos tanto positivos como negativos. No puedo escribir sobre la violencia política porque apenas si recuerdo los apagones y nadie cercano murió por eso. Más aún: recuerdo, en general, esos años, los más duros del terrorismo, como una época feliz. Incluso el primer gobierno de Alan, con inflación y escasez y todo, no me trae recuerdos tristes ni mucho menos.

Dicho esto, también puedo hablar de mi experiencia como lector. Como lector más o menos enterado. Más o menos competente. Lector que también escribe y que también, alguna vez, ha incurrido en el reseñismo. Entonces, hablando como ese tipo de lector, debo añadir que sí puedo saber, de inmediato, con solo leer unas pocas páginas, cuándo un autor escribe sobre lo que no sabe y cuándo se sube al coche. Lo que ocurre, pues, es que cuando uno parte de la honestidad, cuando uno empieza a escribir con sus tripas, no importa luego qué tanto disfraces lo real con ficción, qué tanto lo modifiques, qué tanto pulas la prosa y juegues con las formas: la honestidad permanece. Sigue ahí. Alumbra por más tierra (más artificio) que le pongas encima. Los lectores la perciben.

El ser humano que lee la novela percibe al otro ser humano que la escribe: la humanidad atraviesa el papel. Creo que aquí cabe citar a Borges (y mira quién todavía: cualquiera dirá que justo ese ejemplo me refuta): en alguna entrevista para la televisión, llegó a decir que “todo lo que escribo es autobiográfico”. Y dijo también algo más (igual de pertinente): “un escritor se cree que habla de muchas cosas, pero lo que deja, si tiene suerte, es una imagen de sí mismo”.

 

El narrador Leonardo Aguirre.
Crédito de la foto: Bruno Pólack

 

[JCM]: Tengo entendido que esta novela la querías presentar en la Feria de Guadalajara. ¿En algún momento estuviste en la lista de los elegidos? ¿Qué opinas de lo que hizo Ciro Gálvez y de los indignados que renunciaron por Facebook pero no oficialmente? ¿Te interesa la obra o algún libro de los escritores que finalmente están yendo para representar al Perú?

[LA]: Sí, claro, me hubiera gustado presentar Nueve vidas allá. Y no solo ese libro: un sello mexicano ya había publicado en febrero un libro mío titulado Artefacto 27, que desde entonces circula y se vende en México (y solo en México, no en el Perú: cabe aclarar ese detalle), de modo que, con dos libros por presentar, y uno de ellos editado en México, mi deseo de participar en la feria de Guadalajara resultaba, digamos, muy natural y muy lógico. Así que mis editores, los de ambos libros, hicieron los trámites y las gestiones para tal fin (y esto también hay que aclararlo: son los editores los que postulan a sus autores, no se postulan los autores a sí mismos), pero, al final, a última hora, según me dicen mis fuentes en el Ministerio de Cultura, las “altas esferas” (es una frase textual) optaron por hacer ajustes en la lista donde yo aparecía (lista formulada por la Dirección del Libro y la Lectura) y entonces mi nombre desapareció. Y desde entonces me desentendí del asunto. Con eso, para mí, murió el payaso. Murió la flor. A otra cosa, mariposa (otro libro, claro está).

De manera que ni siquiera he estado muy al tanto de las exclusiones y las renuncias y las tres o cuatro listas (¿o cinco, seis, siete?) y tampoco sé bien quiénes por fin van a viajar. Ahora bien, mis libros, los dos, el peruano y el mexicano, Nueve Vidas y Artefacto 27, sí estarán en esa feria, y entiendo que con eso es suficiente, porque, total, a las finales, más importan los libros, más importa la obra, que los propios autores. Y con los libros viajan, obvio, los editores, y eso también tiene mucho sentido: tratándose de un evento primordialmente comercial, es mejor que vayan ellos, que sí saben de eso, de ventas, de negocios, y no es preciso que viaje yo, que no sé un pito del asunto. Y, en fin, dado que no he seguido mucho esta telenovela (las redes distraen y no dejan escribir: las uso al mínimo) y ya que, por ende, no sé qué autores van y qué autores no viajan, qué autores fueron purgados, qué autores renunciaron (de verdad y de mentira), no puedo recomendar la obra de nadie: por ahí que me pajareo con las ocho listas y mento a los desembarcados.

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1975). Narrador. Estudió Comunicaciones en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Firmó reseñas y crónicas para el suplemento El Dominical del diario El Comercio, tuvo a su cargo la sección de crítica en la revista Dedo Medio y tuvo una columna de opinión en el diario La República. Publicó los libros de cuentos Manual para cazar plumíferos (2005), La musa travestida (2007) y Spunkitsch (2018); las novelas El Conde de San Germán (2007), Karaoke (2010), Interruptus (2018), Artefacto 27 (2020) y Nueve vidas (2021); el volumen de no ficción Asociación ilícita (2015).