El Perú es un crisol de razas que ha devenido en una cultura de incontables mezclas y refundiciones que lo ha enriquecido como país. En este sentido, la literatura peruana tiene varios registros y múltiples tendencias, las que, al paso del siglo XXI, han afianzado una de las tradiciones literarias más fuertes y valiosas de América Latina, sin ninguna duda. Solo analizar una de sus influencias, la vertiente japonesa, depara al lector y el estudioso una entretenida inspección cultural de lo que puede ser un ensayo de nuestra identidad como nación. El presente trabajo es una muestra sobre cómo la literatura del País del Sol Naciente llegó al Perú e influyó para siempre su poesía.
Por Diego Alonso Sánchez
Crédito de la foto www.revistamito.com
La influencia japonesa
en la poesía peruana
Antecedentes latinoamericanos
En América Latina la influencia japonesa en literatura es relativamente reciente. Por ejemplo, son conocidos los generosos estudios del diplomático mexicano José Juan Tablada (1871–1945), que viajó en más de una oportunidad al Japón luego de la Restauración Meiji, que es considerado el periodo de apertura al mundo del archipiélago nipón tanto cultural, económica como políticamente.
Tablada es el gran precursor de los estudios japoneses en la literatura latinoamericana y, también, como poeta, compuso muchos textos al estilo haiku, que él denominó haikai. Estos haikais de Tablada, primeros en su tipo en lengua castellana, incluso llegaron a influenciar a los escritores españoles Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Federico García Lorca, quienes sintieron la fascinación por el haiku, gracias a su trabajo, aunque —para ser sincero— lo practicaron sin mucho éxito.
Especialmente se distinguen dos libros de Tablada, en donde solo publicó haikais: Un día… (1919) y El jarro de flores (1922). El siguiente poema puede dar fe de este primer contacto —no tan logrado— del mexicano con este estilo de poesía japonesa:
Pavo real, largo fulgor:
por el gallinero demócrata
pasas como una procesión.
A simple vista este texto carece del “estilo oriental” propio del haiku, salvo por una predisposición a la brevedad lírica. Pero, para ser justos, otros de sus textos sí llegan a ser un producto muy afín al de los haijin japoneses, o maestros del haiku; incluso, dichos poemas respetan la extensión consabida del género de 17 sílabas, divididas en tres versos de 5/7/5 sílabas, respectivamente. Como ejemplo, leamos:
Trozos de barro:
por la senda en penumbra
saltan los sapos.
Otro referente latinoamericano que se maravilló con la poesía nipona es el ecuatoriano José Carrera Andrade (1903–1978), el también diplomático que, gracias al exotismo creciente del modernismo, transfirió a su poesía mucho de la vertiente oriental, respetando los lineamientos modernistas tan ligados al refinamiento del lenguaje y el preciosismo de estilo. De gustos concisos, Carrera Andrade publicó en Tokio su poemario Microgramas (1940), en donde, cómo no, incluyó haikus de su autoría:
Caracol:
la mínima cinta métrica
con que mide el campo Dios.
La efervescencia orientalista de estos años fue impulsada también por el gran padre del modernismo, el nicaragüense Rubén Darío (1867–1916), que en su libro Prosas profanas (1896) publicó el poema Divagaciones, pleno de ensoñaciones y referencias asiáticas; aquí un fragmento:
Ámame japonesa, japonesa
antigua, que no sepa de naciones
occidentales: tal una princesa
con las pupilas llenas de visiones,
que aún ignorase en la sagrada Kioto,
en su labrado camarín de plata
ornado al par de crisantemo y loto,
la civilización del Yamagata.
Ya en años más recientes es justo distinguir el trabajo realizado por el poeta mexicano Octavio Paz (1914–1998), que junto al estudioso nipón Eikichi Hayashiya (1919), tradujo el libro Oku no Hosomichi (1957), del gran poeta japonés Matsuo Basho (1644 – 1694). Esta versión del libro más representativo de Basho fue la primera traducción al español directa del idioma original, el que además incluyó una impecable investigación sobre el poeta y su obra, la que ha servido como primera fuente de conocimiento de la tradición del haiku a muchos lectores hispanoamericanos contemporáneos.
Primeros indicios en el Perú
Se puede decir que en nuestro país la autoridad de Juan José Tablada, en cuanto a la poesía japonesa, la recibió el poeta arequipeño Alberto Guillén (1897–1935), quien seducido por los haikais del mexicano se atrevió a componer poemas imitando el estilo y la forma —hasta cierto punto— de este tipo de poesía, pero dejando de lado — lamentablemente— el espíritu y la esencia más importantes de dicha vertiente literaria. Vale presentar estos ejemplos de su libro Cancionero (1934):
Digo mi nombre al universo,
de bruces en mí mismo,
con la burbuja de un verso.
Amarramos el crepúsculo
con el hilo
de un verso absurdo.
A pesar de este primer atrevimiento, que no fue muy logrado, Guillén siguió escribiendo haikais, pero con mejor fortuna. Una muestra de ello podemos leerla en su libro Arequipay (1936), que fue publicado póstumamente:
El hai-kai es nube
que fue agua y nieve
que ahora sube.
El haikai es un pensamiento
que ensaya plumas
como un pájaro en el viento.
En estos pequeños poemas de Guillén se nota la estética posmodernista, que apela a la metáfora como principal herramienta de composición. El arequipeño, en esa época, no pudo entender que el haikai, o haiku, es “anti metafórico” por naturaleza, punto que — bastaría con solo mencionarlo— lo llevó inevitablemente a componer poemas de baja calidad. Para zanjar el tema se puede citar a Matsuo Basho, quien definía a este tipo de poesía de la siguiente manera: “El haiku es, simplemente, lo que está pasando en este lugar, en este momento”. Vale decir, es una poesía que no se escuda en figuras retóricas porque busca alcanzar la sencillez y claridad del momento con un lenguaje desprovisto de artificios.
Buscando a otros poetas peruanos de principios del siglo XX que se interesaron por esta estética oriental, nos encontramos con algunos que hacen referencias al Japón en su obra. Un buen ejemplo es el vate José María Eguren (1874–1942), que en su libro Simbólicas (1911), escribe un poema misterioso y sensacional titulado ¡Sayonara!, que dice en su tercera estrofa:
No lejos del alba Venus de Carrara
junto al grotesco Luzbel en oración,
se adivina en rojas letras: ¡Sayonara!
La doliente despedida del Japón.
¡Sayonara! encanta por sus imágenes visuales y acústicas de una despedida melancólica, quizá, de un Japón alegórico o soñado. Eguren, propenso a estos poemas alucinados, escribió otro texto enigmático, de correspondencias orientalistas, que apareció en su libro Sombra (1929), titulado Fantasía. Aquí un fragmento:
Bajo el azul celeste, por vías glaucas,
curvos vienen los bonzos, de tristes barbas.
Y bajo quitasoles rojo escarlata,
miran las tonkinesas los panoramas.
Si bien para entonces las alusiones asiáticas, sobre todo chinas, fueron ganando espacio en la poesía peruana, todavía de manera tímida aparecían referencias directas al Japón. En este sentido, el conocido Poema de Carlos Oquendo de Amat (1905–1936), que apareció en su libro 5 metros de poemas (1927), no podría ser un texto con sentimiento nipón, pero hace mención a detalles que nos llaman la atención:
Para ti
tengo impresa una sonrisa en papel japón
Mírame
que haces crecer la yerba de los prados
Mujer
mapa de música claro de río fiesta de fruta.
Durante estos años, sirve recordarlo, el diplomático peruano Francisco A. Loayza (1872–1953) fue el primer peruano en dedicar varios estudios y crónicas al País del Sol Naciente, producto de su estadía en el archipiélago como cónsul del Perú en Yokohama (desde 1912 a 1922). Loayza publicó algunos libros celebrando el contacto con esta cultura, uno de ellos fue Perlas del oriente (1919), una antología de poemas japoneses traducidos al español. También fue autor de otro libro, que fuera del interés literario generó atención por su desopilante propuesta: Manko Kapa, el fundador del Imperio de los Inkas, fue japonés (1926), en donde postula que el Tahuantinsuyo tenía origen nipón.
Una mirada más actual
Existen también otros estudiosos peruanos que, gracias a sus traducciones y ensayos, alimentaron la fascinación por la literatura japonesa. Caso emblemático es el de Estuardo Núñez (1908–2013), quien realizó impecables trabajos sobre esta cultura y su relación con el Perú. Mencionar su libro, La imagen del Perú en el mundo (1989), en el capítulo El Japón y la atracción del oriente, sería bastante, pero también existe otra obra suya de superlativa importancia: El Japón y el lejano Oriente en la literatura peruana (1964). Es quizá el teórico más versado sobre la influencia japonesa en las letras peruanas.
Otro académico a mencionar es el traductor y poeta Javier Sologuren (1921–2004), quien no solo aportó con versiones de textos clásicos de la literatura japonesa (entre otros libros suyos, el más valioso: El rumor del origen, antología general de la literatura japonesa, publicado en 1993) sino también escribió poemas breves de extraña belleza e inconfundible esencia haiku. En su poemario Hojas de herbolario (1993) aparecen estos textos:
¡Cómo se obstina
la vida en la canción
de la cigarra!
Nada dejé en la página
salvo la sombra
de mi inclinada cabeza.
No veo el florecer
del naranjo, oigo
subir su canto.
Entre los poetas más innovadores de la denominada Generación del 60 se encuentra Walter Curonisy (1940–2012), poeta que en su afán cosmopolita paladeó muchas expresiones culturales y místicas, como las de oriente. Fruto de su investigación creativa es el libro Rehenes del tiempo (2007), en donde aparece —entre otros— un conjunto de poemas agrupados bajo el título La escoba de Buson, alusión directa al haijin japonés Yosa Buson (1716–1784). La riqueza expresiva de estos poemas y su innegable agudeza filosófica budista hacen de esta una construcción poética inclasificable y extraordinaria. Como ejemplo leamos:
A la hora en que la campana budista
invade el barrio
y el cuervo se posa en el semáforo
como una sílaba sagrada
¡reconocí el camino!
jamás había estado en él
las piedras y el asfalto que pisaba
no existían todavía
un sol que no alumbra para mí
estaba posado en medio de una noche
a la que no llegaba nunca
parado entre komainus
un seguidor de Shinto me decía:
¡Anda al altar animista
acude aplaudir almas amadas
anda acude apura aplaude!
En otra parte del conjunto, dice:
Un silencio frondoso
de árbol envejecido
que aprende en el otoño
la silente forma de envejecer.
rana rendida
Issa Kobayashi
cree en ti.
Ciertamente, Curonisy es un poeta al que hace falta leer más y explorar de manera especializada.
Entre los numerosos autores que han celebrado el vínculo japonés en su poesía destaca José Watanabe (1945–2007). Solo bastaría mencionar que desde su condición de nisei deslumbró a varias generaciones de poetas con su manera sencilla de decir las cosas, desde la contemplación plácida y trascedente de los elementos comunes de la vida, legando a su poesía no solo la sensibilidad oriental, sino la templanza de la filosofía zen. En su último libro Banderas detrás de la niebla (2006) se deja sentir toda la fuerza de esta peculiaridad, como se muestra en el poema Basho, que es una reescritura del famoso haiku del legendario haijin japonés Matsuo Basho:
Furu ike ya
Kawasu tobikomu
Mizu no oto.
Un viejo estanque
salta una rana
sonido del agua.
El poema de Watanabe reza así:
El estanque antiguo,
ninguna rana.
El poeta escribe con su bastón en la superficie.
Hace cuatro siglos que tiembla el agua.
La presencia totémica de otro de los haijin que más admiraba Watanabe, también se encuentra en Banderas detrás de la niebla. Me refiero a Kobayashi Issa (1763–1827). Vale decir que el poema que da nombre a Banderas detrás de la niebla, está influenciado en un antiguo haiku de Kobayashi, que dice así:
Ushi moo moo
moo to kiri kara
de tari keri.
Muu, muu, muu
muge la vaca, y sale
de entre la niebla.
El poema que esclarece esta presencia luminosa es el que sigue:
Hay una vejez triste e indefinida en el puerto,
más herrumbre en el muelle
y bares sospechosos en la ribera
donde antes había casonas rodeadas de yerba tenaz.
Una noche, cuando una niebla densa y turbia
cubría el mundo, yo caminé a tientas
por el entablado del muelle. Adolescente aún,
acaso buscaba el terror gozoso de la evanescencia.
Iba confirmando con las manos la baranda, sus uniones
de metal, las cuerdas de las trampas de cangrejos
atadas a las cornamusas oxidadas. Los cangrejos
merodeaban de noche los restos del pescado eviscerado, tripas
que rodaban en el fondo marino
o se enroscaban como serpientes en las pilastras del muelle.
Escuchaba la suave embestida de las olas
en el costado de los pequeños botes
que en las madrugadas salían a recoger redes
cruzando entre los buques de guerra estacionados en la bahía.
Un perro abandonado en el fondo de un bote, tan ciego
como yo, gemía.
Entonces vi banderas que alguien, a lo lejos, agitó
detrás de la niebla.
Quedé deslumbrado y mudo. Ninguna apostilla
sobre la belleza hablará realmente de aquellas banderas.
José Watanabe es la figura más representativa de esta simbiosis cultural que ha tenido en la poesía el medio ideal para representar esta nueva forma de sentir y que apela a un discurso con profundas reminiscencias nikkei.
Otros célebres escritores peruanos que dan muestra de una innegable filiación nipona son Jorge Eduardo Eielson (1924–2006), Ricardo Silva-Santisteban (1941), Rafael Yamasato (1945–1975), César Toro Montalvo (1947), Nicolás Matayoshi (1949), Alfonso Cisneros Cox (1953–2011), Renato Sandoval (1957) y Doris Moromisato (1962), de quienes resaltamos no solo la práctica del haiku, sino el culto a otras referencias culturales del Japón, apelando a una sutileza oriental en sus poemas.
Para concluir, se puede decir que gracias al trabajo de muchos de estos escritores existe una conexión irrenunciable de nuestra tradición poética con la lírica del País del Sol Naciente, tema que poco a poco se abre campo en los estudios de nuestras letras y que exige al ámbito académico mayor investigación sobre lo que podría llamarse el discurso nikei en nuestras letras.