La distancia eficaz del lenguaje: una aproximación a «Soundscape», de Carlos Fernández López

 

Por: Marcos Ávila

Crédito de la foto: Izq. La Casa Encendida/ You Tube

der. Unoycero

 

 

La distancia eficaz del lenguaje:

una aproximación a Soundscape

 

 

Con la madera y el metal iniciando relatos,

y los inicios de paseos para irse reconociendo en el sueño

y establecer la distancia eficaz del lenguaje

Lezama Lima

 

 

El libro de Carlos Fernández López es ante todo riesgo: una apuesta que nos obliga a tomar partido por el enigma sobre cualquiera de sus múltiples significados posibles. La poesía se ilumina en la propia irrupción: su relámpago necesita rodearse de oscuridad para que se intensifique el poder de alumbramiento. Tiene que encarnarse en lo más particular: en los deshechos de nuestra memoria, en astillas de tiempo. Debe adentrarse en el lenguaje que nos habita. Construye puentes que le acercan a la materia del cuerpo y del mundo. Pero su movimiento resulta paradójico. Persigue lo más propio y a la vez la atraviesa un irrenunciable deseo de otredad.

La cita que encabeza la presente aproximación apunta unas claves de lectura. Por una parte, resalta la materialidad de las palabras, que arraigan en los hondos estratos de la existencia y a la vez se basan en lo concreto de la imagen o de los sonidos (no en conceptos generales). También pone el acento en una narración entrecortada, basada en la constante elipsis, siempre recomenzada. Los breves poemas se rodean de silencios, se entrelazan a partir de una reiterada promesa. Su plenitud es siempre diferida: “guardo el lugar, espero blanca tu venida”. Movimiento del deseo que entronca con la retórica del Cantar de los cantares o con el Cántico espiritual (es decir, con su transvase a nuestra tradición gracias a San Juan de la Cruz). Iniciando relatos. Pero también paseos para reconocerse en el sueño que sólo está bajo el dominio de sus propias leyes: en un deseo que será raíz de la memoria, en una libertad que se hace a sí misma. Para ello, las palabras necesitan apartarse de todas las adherencias contraídas por su uso habitual. Cada poema debe crear otro espacio y otro tiempo, así como tiene que encontrar una enunciación propia. Como nos indican los versos de Lezama, se trata ante todo de establecer una distancia eficaz del lenguaje.

 

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«Soundscape», de Carlos Fernández López
Crédito: Unoycero

El mismo título del libro, Soundscape, responde a un neologismo en otro idioma, el inglés. Ello supone un primer aviso de la invitación que recorre los poemas: se trata de mantenernos alerta ante cualquier asociación, de mantener siempre en pie nuestra capacidad asociativa. Los poemas no remiten directamente a unas vivencias anteriores ni se inscribe en un campo discursivo que esté demarcado de antemano. No reproducen lo vivido o lo leído. Más bien crean otro ámbito de existencia a partir de los materiales fríos y fragmentados que nos deja la memoria de la pérdida. Cumplimos años, vivimos. De pronto, sobreviene una pausa. En la lectura del poema o a través de su escritura se abre paso un nuevo modo de relacionarnos con el lenguaje y con la vida. Aparece un camino transversal: recorrerlo supone una relación carnal con las palabras, la alquimia del verbo.

Hay desde el principio del libro un paisaje de sonidos, un ritmo de imágenes que se entrelazan, de aliteraciones y reiteraciones léxicas. Las posibles significaciones se van desprendiendo del recorrido que traza la voz. Pero ésta reclama un lector extremadamente activo y participativo. Alguien que no persiga refrendar una perspectiva previa, sino que se aventure en un terreno desconocido. El libro logra avanzar en la medida en que su palabra engendra una necesidad de lectura. La propuesta consiste en aceptar la inestabilidad de los significados, la fluidez de lo vivo, así como las frecuentes antítesis y paradojas que surgen por el camino. Sólo este pacto posibilita que la poesía se encarne. El poema necesita un lector donde alienten los deseos o temores del sujeto poético, así como de las distintas figuras o atmósferas que despliegan unos determinados estados anímicos. Una mirada que se identifique con la cadena de sucesos y transformaciones en que el viaje consiste.

El libro se articula a través de tres apartados: “Hábitat”, “Vitral de voz” y “Materiales para el desastre”. Aunque el primero de ellos ha sido añadido con posterioridad, los une la misma poética: un haz de formas y orientaciones imanta hacia sí palabras de extrema concentración. “Hábitat”: lugar de condiciones apropiadas para que habite un ser viviente. Palabras como “semilla” (o su sinónimo “simiente”) resonarán desde los poemas iniciales. Fundación de un lugar para vivir, “para nacer de nuevo”. El pretérito imperfecto nos lleva a una narración fundacional que sólo aparece esbozada, pues frecuentemente se parte de la elipsis para llegar a “lo arcano sumergido”. Otro poema nos sitúa en el presente para encontrar un espacio donde confluye lo posible y lo imposible. La tercera persona sirve a veces para crear la distancia que propicie los desdoblamientos: será la que presta “su oído” a esa voz que brota del texto y también a la corriente de imágenes que se van generando (“el recorrido del ojo que busca”). Ese “él”, cargado de luz, siempre está en movimiento. Su función lo lleva a ser el que “busca” (verbo recurrente a lo largo de esta apartado, al mismo tiempo que fundador de uno de los principales campos semánticos).

La búsqueda se enmarca en un ámbito agreste, en el campo o entre “hileras de árboles”. Estas anotaciones espaciales se deslizan de un poema a otro o se yuxtaponen como flashes a lo largo de cada uno. De pronto se llega a un “aquí”, pero la deixis es interior al texto. Alcanzamos este punto mediante la lectura atenta de los versos anteriores. El trayecto pertenece a lo íntimo: es un “caminito” que se relaciona con lo afectivo, como destaca el uso del diminutivo. Todo ocurre “bajo un párpado de lluvia”, como si se nos invitase a soñar. Las imágenes nos arrastran en su propio fluir y el lugar alcanzado sigue siendo un “bosque cerrado”: hábitat que resguarda un sentido provisional y a la vez lleno de intensidad. La naturaleza también se hace presente en los dones que pone a nuestro alcance: uva, leche, trigo o vino. Elementos que expresan fecundidad y cuyo campo semántico se relaciona con palabras anteriores como “semilla” o con esas “vacas que pastan en el oído”.

Sin embargo, en este tránsito también hay figuras temibles por su capacidad de agresión, fuentes de angustia representadas por el “buldócer” o el “alacrán”. El sujeto de este viaje carga con un fardo, con el montón de deshechos de lo vivido. Esta condición lo vuelve extranjero de su propio paisaje y de los cambios de estado a los que le conduce este proceso. Así, se transforma en el vendedor de tiempo o aparece en el poema la niña vieja con su puñadito de sellos. La memoria se convierte en quemadura. Hay que seguir sumergiéndose, llegar adonde se alberga su núcleo o raíz: el hambre que sostiene el pulso, el deseo fecundante.

“Vitral de voz”, el segundo apartado del libro, se divide a su vez en tres secciones que desde sus títulos entablan una relación basada en el paralelismo (“Sobre voz de agua”, “Sobre voz de llama”, “Sobre voz de llaga”, así como en la antítesis (“agua”/ “llama”) y en la aliteración vocálica (agua, llama y llaga). Dichos recursos retóricos se reiterarán a lo largo de las secciones de este nuevo apartado. La brevedad de los poemas es una característica del libro en su conjunto, si bien ahora se extrema. Nos hallamos ante poemas de apenas una o dos líneas. Éstos últimos mantienen un diálogo interno con el que inmediatamente los precede. Funcionan como una especie de condensación con respecto al anterior, pero a su vez hacen que progresen sus líneas potenciales de sentido. Ello genera una estructura peculiar a lo largo de las tres secciones.

 

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«Vitral de voz», de Carlos Fernández López
Crédito: DVD

El término “vitral” remite por un lado al cristal de las iglesias. “Hotel dios”, así empezará uno de los poemas. Pero la divinidad se escribe aquí con letras minúsculas y no se deja interpretar bajo ninguna ortodoxia. Según María Zambrano, el poeta sigue siendo el representante de los dioses, de los antiguos, de los modernos y de los desconocidos. No importe que los mitos o religiones cedan ante el peso de la razón crítica. Pero la poesía se vincula con el hecho religioso en la medida en que es capaz de embriagarse y de inventar. Su voz no pregona la razón, porque sabe que “vivir es delirar”. Es fiel a los dioses, por su fidelidad a las fuentes de la vida. Sólo se embriaga el que está desesperado, “quien hace de la desesperación su forma de ser, su existencia”.

Por otro lado, el vitral funciona como agente de un doble proceso: descomposición y reunificación de las partículas luminosas. Opone un obstáculo a la luz que viene del exterior, hace que estallen momentáneamente sus átomos y al mismo tiempo permite que pasen adentro los rayos solares. Pero este abrirse a lo exterior impone una transformación a la luz: la colorea con diferentes gamas, establece una atmósfera que únicamente resulta afín con respecto a un espacio recién creado. Vitral de voz. El complemento del nombre matiza una particular poética: se utilizan los materiales vivenciales sólo en cuanto que se integran en una distinta configuración. Como en la sección precedente, la palabra está al servicio de la autonomía del lenguaje. Cada poema acepta un reto que se funda en el propio proceso verbal.

 

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Carlos Fernández en video sobre «Soundscape»:
https://www.youtube.com/watch?v=FqyAauMpmus

 

La palabra arraiga nuevamente en una fuerte materialidad: “hablan madera, muros de piedra y fruta, vetas.” También el poema se estructura a partir de la anáfora: el verbo “respirar” se sitúa a comienzo de cada estrofas para ahondar en el proceso de nacimiento. El agua, elemento que aglutina los distintos versos de la sección, bulle en virtud de un ciego ardor. Lo fluido es signo vivificador a través del fuego, tal y como se desarrollará en la sección siguiente. Al mismo tiempo, el agua se transforma en una “leche de agujas”, con lo cual reaparece un elemento del apartado “Hábitat”. No queremos extendernos en nuestra lectura, tan sólo plantear algunos ejemplos de la gran cohesión de las distintas partes del libro y, asimismo, de las palabras que forman cada poema.

También en este segundo apartado se nombran los escollos. No se rehúye la lucidez que aporta la conciencia crítica. Desde la modernidad, la palabra poética da fe de los agentes destructivos y de la insuficiencia que anida en el lenguaje. A fin de cuentas, la poesía parte de nuestra menesterosa condición y del grado de reflexión alcanzado en nuestro proceso histórico. En ella comparecen los fantasmas, los miedos y la terrible lucha por la autenticidad con la que nos enfrentamos diariamente. La palabra se fragmenta para mostrar sus fisuras, las aristas que mantienen viva su herida: desnacimiento y surgir/ desasimiento y rugir. El cuestionamiento viene desde dentro de la propia materialidad léxica y fónica. El “yo” suele mentir a lo demás e incluso a sí mismo. Por eso, aquí se desdobla incesantemente la enunciación. Si antes nos referíamos al uso de la tercera persona, ahora se apela a la segunda. El poema habla consigo mismo a través de un “tú” reflexivo. Pero también se nos invita a participar, a recrear dicha reflexión. El lector hace suyo este mandato del poema: respira tú para no mentir, haz viva la palabra para que no esté al servicio de la falsedad. La poesía es tránsito para salvarse del frío, surge cada vez en los umbrales para no volverse inerte. Y si otros poemas se enuncian en primera persona es sólo para desgarrar la voz.

La imagen del vitral articula de este modo las tres secciones. Constituye el eje de las paradojas. La mano quema y a la vez se hace nieve fluida. La voz de llama se funda en un pulso de agua: es fuego líquido. El tránsito de la luz supone la abolición de una vieja dicotomía: el adentro y el afuera quedan eclipsados por el deslumbramiento. Se deconstruye esta contraposición tan habitual en el lenguaje corriente. En torno a la imagen del vitral orbitan estos motivos. Surge el leitmotiv de la corporeidad de esa voz y también su reverberación: “destello/ que brota en la nuca e inunda el cuerpo”.

Y no olvidemos tampoco el otro haz de connotaciones de la palabra “vitral”: la metonimia que supone el emplazamiento en las ventanas de nuestras iglesias. Rozamos nuevamente el ámbito de lo religioso. Dimensión que el poeta intenta salvar de la erosión y el desgaste sufrido desde hace unos siglos en Occidente. Aparece un léxico propio de la imaginería cristiana. Aunque su sentido denotativo se desplace rápidamente como ocurre con todas las palabras del texto, se mantiene también un diálogo con los materiales de la propia tradición cultural. Resurge bajo un ángulo nuevo ese combate del hombre con los mensajeros celestes. La lucha con el ángel es siempre cuerpo a cuerpo, un “mediodía en los brazos del ángel”. De ahí la importancia para la narración interna de otro de los campos semánticos: la “cicatriz” de la que se habla en la segunda sección será nombrada como llaga en el título que cierra este apartado en su conjunto. Narración soterrada que se basa sobre todo en la elipsis y en la discontinuidad como ya advertimos. Correlación de imágenes que avanzan sólo retomando una y otra vez el mismo hilo conductor. Memoria que es “enjambre de huellas que se buscan”. Voz nombrando la ruina, la fiebre y la herida. Cuerpo sangrando en hebras de luz.

 

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Presentación de «Soundscape», de Carlos Fernández López en Lima, Perú.
Izq. Carlos Fernández y der. Roger Santiváñez
Crédito: Rocío Ferreira

 

Así llegamos al último a apartado del libro. La indagación de la palabra poética nos ha llevado a interrogarnos por los materiales que arrastra el lenguaje habitual. En nuestra cultura judeocristiana deseo y fertilidad se relacionan estrechamente con sacrificio. La muerte engendra resurrección. La vida supone dolor y confrontación con el desastre. Los dibujos de Héctor Solari, escuetos, precisos y resonantes, dividen también la luz entre sus rejas: conforman un espacialidad basada en el propio trazo y crean un hábitat propicio para que siga latiendo la voz del poeta. Cada dibujo se relaciona con el poema que lo sigue, pero la dirección puede cambiar en cualquier momento de la lectura. Los sentidos fluyen del texto pictórico al verbal y viceversa: la propuesta de diálogo entre las dos artes lleva aparejada su carácter reversible. Palabra y trazo enhebran caminos de ida y vuela, son “reja del respirar” y a la vez una urdimbre que se afila.

Los poemas de este último apartado agudizan la condensación y el despojamiento que caracteriza a todo el libro. Demuestran que su avance implica un ahondamiento en la capacidad de resonancia. Para José Ángel Valente, “un poema no existe si no se oye, antes que su palabra, su silencio”. Los dibujos también van a confluir con el silencioso hueco que el libro disemina entre sus páginas. Los versos del último apartado hacen más desnudo este vacío, puntúan apenas cada pausa. Son doloridas chispas, gotas de luz. Permanecen ajenos tanto a la banalidad, como a las estridencias del mundo actual. Su palabra opta por el riesgo de una soledad fecunda. Fiel a sí misma, a su capacidad de alumbramiento, sigue la estela de las vanguardias y a la vez transita por la “escondida senda” a la que se refería Fray Luis de León. Esta poesía transmite dolor y nos confronta con lo inestable de todo significado. No permite ningún cómodo descanso en lo consabido, sino que se mantiene en diálogo con otras artes o indaga nuevos enfoques. Su delicadeza y recogimiento nos acercan a un conocimiento más verdadero de nosotros: al anhelo de belleza o de plenitud, pero también al dolor. Y al misterio de toda creación.

                                                                                                    

                                                                                                                    

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