Por: Ingrid Solana
Puede imaginarse lo que es abrirse
a sí mismo como a un libro y no descubrir más que erratas,
una tras otra, ¡todas las páginas pululan de erratas!
¡Y todo, a pesar de esos cientos y miles de erratas, es magistral!
¡Se trata de una sucesión de obras maestras!
Thomas Bernhard
El escritor es un cirujano de alto nivel. Cuando se concluye un texto literario se toman todos los instrumentos quirúrgicos para emprender todas aquellas disecciones pertinentes. Corregir un texto es, inicialmente, un proceso de intervención doloroso. Se tachan, se cortan y se mutilan partes del texto que el escritor consideraba sustanciales. He ahí la soberbia del pequeño dios; impensable borrar alguna honda genialidad. Pero el texto habla, grita, pide auxilio. Es notorio que cuando el texto se encuentra aparentemente terminado, reclama una segunda mano, una reflexión posterior, una cirugía urgente. Y tal y como sucede en la medicina, en la literatura existen cirugías mayores y menores. ¿Cómo hacer este diagnóstico? El texto reclama la mirada de otro o, justamente, de un sí mismo que escribió y que al momento de leer se convierte en otro. He ahí a Kafka leyendo ante sus hermanas “La condena”, el primer relato que más o menos lo deja satisfecho. Los ojos de alguien permiten enhebrar un tejido múltiple que, después, rendirá frutos cuando el texto se muestre relativamente satisfecho consigo mismo.
El verbo intervenir ilustra perfectamente lo que sucede en la literatura cuando se corrige. Se interviene un texto como a un paciente. Intervenir no sólo alude, por consiguiente, a la corrección puramente formal de un escrito, sino a la posible reinvención de un problema, es decir, a la escritura íntegra de algo que no cuajó la primera vez: nada cuaja la primera vez. Y, de hecho, lo que hace oficioso a un escritor es su capacidad para corregirse, censurarse y advertir ese momento fugaz en el que el propio texto decide alejarse del autor. La corrección implica tachar, tirar, fracturar y quemar: actividades rabiosas. A la larga, sin duda, habremos quemado mucho más de lo que decidimos conservar; por ello, Ernesto Sábato dijo que de no haber sido escritor, hubiera sido bombero, porque sus continuas quemas de escritos requerían saber apagar los incendios.
William Faulkner, por su parte, advirtió que para escribir no existen fórmulas para elaborar textos por encima del talento de un escritor. Y aunque la realización de una obra no es una actividad rutinaria, el aprendizaje más importante se sitúa en el encaramiento con los errores. Confrontarse con el error implica, en cierta forma, la posesión de más herramientas a la hora de volver escribir. Al regresar a la escritura, se tomarán en cuenta los errores de antaño, no para escribir mejor sino porque el propio texto exige la incorporación de los nuevos saberes. La intervención es una forma de hacer ajeno lo que en su momento fue propio, y de saber abandonar lo que nunca nos ha pertenecido: la escritura.
Un modo de intervención semejante al acto de leer son las prácticas artísticas callejeras. Éstas insertan elementos ajenos al paisaje cotidiano que irrumpen como eclipses agónicos en la domesticación de los espacios: graffitis, stenciles, esculturas humanas y demás. El lector participa en el texto si lo subraya y dialoga con él; dinamiza el espacio en la medida en la que se apropia de la escritura a la manera de un artista callejero que se atreve a modificar su acostumbrado entorno. No hay intervención más fehaciente que la del lector que se atreve a corregir los textos que lee. Gonzalo Celorio en “Julio Cortázar, lector” consigna todas las anotaciones que Cortázar hacía de su biblioteca. La manera en la que subrayaba nos sugiere encuentros textuales rabiosos de tan íntimos; furiosos de tan cercanos. Y esto era así, porque Cortázar no sólo discutía con notas al margen que increpaban a los textos, sino porque tachaba y corregía todas y cada una de las erratas y los consabidos dedazos: la edición de Paradiso que el propio Lezama Lima envío al escritor argentino, sufrió múltiples imprecaciones y tachones que Cortázar para burlarse, acompañaba con un “Che” sarcástico, lo que nos hace imaginarlo convertido en un gran gato cuya sonrisa desaparece en la oscuridad. Como despiadado lector, Cortázar intervenía los textos a la manera de un buen graffitero encargado de demoler la estética monótona de una ciudad progresista. Por eso, en su lectura de Andamos huyendo, Lola de Helena Garro, consigna al margen: “¿Por qué redactaste tan mal este cuento, Helenita?” Intervenir, al igual que subrayar, es perderle el miedo a lo sacro literario, propio de los siglos XVIII y XIX, para comenzar a verlo como lo que es, un espacio de reflexión, de participación, de diálogo.
Uno de los autores que más profundiza en el problema de intervenir es Thomas Bernhard con su espléndida novela Corrección. En ella, intervenir tiene que ver con la corrección, pero a la vez con situaciones delirantes en el ámbito narrativo y existencial. La rítmica de Bernhard, constituida por repeticiones incesantes, nos obliga a subrayar rabiosamente el texto para grabarnos esas frases como si un magnetófono nos las hubiera susurrado en un sueño inducido. A la vez, la compleja situación relacional entre los personajes nos sitúa en un escenario de aprehensión compleja. Y, tal y como el título indica, la novela se centra en la corrección del legado de uno de los personajes centrales: Roithamer. Un documento en el que dicho personaje combina sus memorias biográficas con su invento desorbitado: la construcción de un cono gigantesco en el bosque de Kobernauss, que va contra toda la lógica de la arquitectura tradicional. Al narrador le toca apropiarse de dicho legado y para ello, como si se mimetizara en el propio Roithamer, su amigo de la infancia, encarna todo aquello que la construcción del cono suscitó en el personaje, incluyendo su suicidio. La novela es un viaje interior tan profundo que cualquier lector termina un tanto tembloroso cuando aquello, por fin, concluye. Los principios de la corrección se despliegan en varios niveles. Por un lado, el propio Roithamer desea corregir su propio documento pero nunca llega el momento de hacerlo porque se suicida. Por otro, corregir no es sólo revisar y modificar el documento de un trabajo meramente intelectual, sino revisar la propia vida: corregirla. Siempre hay seres más aptos para corregirse, mientras que otros, aplazan la corrección y pretenden olvidarla. Es una cuestión para pensarse. Resulta más cómodo permanecer, que partir y mudar. Pero la permanencia, el no corregir, tiene su costo: el suicidio. Es justamente lo que ocurre a Roithamer porque su condición, austriaco, clase media alta, educado bajo parámetros rígidos y humillantes, con una madre abyecta que lo encerraba en una buhardilla como castigo, que no podía soportar la cultura de su hijo, que odiaba a Roithaimer y a su hermana, una mujer terrible e hipócritamente sentimental que todo lo manipulaba y destruía, lo aplasta, sin posibilidad de corregirse más que con la muerte. En la novela, de esta forma, el suicidio es la intervención más brutal en la continuidad de la vida.
La intervención es dolorosa, pero puede convertirse en una tarea estimulante, en un esfuerzo de comprensión. Cada vez que intervenimos, dispuestos a corregir, a enmendar, no estamos invocando un progreso sino una inmersión, un descubrir; experimentar cierto dolor para después vivenciar una fuerza contraria. Las palabras que más se repiten en Corrección son aniquilar, destruir y subrayar. Y ellas detonan un estado de shock en el lector que lo incita al movimiento y a la acción. Si pensamos con atención en la semántica de estos verbos, ellos nos conducen, a la vez, al psicoanálisis. La aniquilación y la destrucción implican la asunción de una problemática que se dirige a la conciencia, desde allí es posible saltar rabiosamente, intervenirse. Con la realidad textual, por su parte, ocurre algo semejante; si nos creemos la manoseada idea de la “inspiración” romántica, la escritura responde a la expulsión, se escupe y se escribe por mecanismos oscuros e inexplicables, pero una vez que el texto cobra vida es necesario intervenirlo. Intervenir un texto implica volver a pensar, volver a escribir: repetir el pensamiento y la escritura. La repetición no deja de ser dolorosa si le habla a la infancia, a la muerte, al suicidio. De igual modo, otros textos producirán alegres y apacibles intervenciones. Intervenir la vida, el texto, el entorno en el que se vive no es sólo una necesidad de expresión sino un posible despertar, un alumbramiento, la verdadera incidencia que podemos tener como parte de una colectividad.
Intervenir es tachar, cortar, volver a hacer, penetrar. Implica una decisión, aunque siempre es más cómodo permanecer, olvidar, y continuar en un perpetuo estado de coma, en un paréntesis inactivo y ocioso. Sin embargo, el camino de la corrección es más fructífero a la larga; más estremecedor, más delirante. Contar con la posibilidad de reinventarlo todo, de simularlo mejor, de corregirlo hasta que brille, hasta que se desprenda, hasta que nos abandone, hasta que podamos superar nuestras erratas o al menos, comprenderlas mejor. Intervenir es accionar y transformar: hacer el movimiento.