El grito de las aves gira como una espada. Sobre Emilio «Amaru» Westphalen

 

El presente texto publicado por Vallejo & Co. forma parte del libro Cortes Intensivos. Entrevistas y crónicas 1986 – 2015 (2015) de César Ángeles Loayza. Página de la publicación en Facebook: aquí.

 

 

Por César Ángeles Loayza

Crédito de la foto (Izq.) Web Proyecto Patrimonio (2012),

dirección a cargo de Luis Martínez Solorza /

(Der.) Posición Editores

 

 

El grito de las aves gira como una espada.

Sobre Emilio «Amaru» Westphalen

 

 

 ¿Qué decir, a estas alturas, que no haya sido dicho sobre el significado de Emilio Adolfo Westphalen (1911-2001), no solo en la poesía sino en el quehacer cultural de nuestra historia más reciente? Solo una vez lo visité y le hablé —que es mucho decir— en su casa de Barranco. Fui con nuestro común amigo, el poeta Roger Santiváñez. Esa mañana —¿o sería la tarde?—, el diálogo fue tan parco que casi solo recuerdo eso: el silencio que nos embargó y su misteriosa presencia. Era yo un asombrado joven estudiante universitario, y un escritor todavía en ciernes. 

 

En verdad, sobre este último representante destacado de nuestros primeros años del siglo XX, se han vertido homenajes, análisis, reseñas y demás, y ahora que finalmente ha partido, quizá lo mejor sería no entrar en estas lides e imitar su tenaz silencio expresivo; ese que organiza el universo poderoso, místico, de su admirable poesía. Ese mismo silencio con el que seguramente miran otros grandes de aquel período mencionado; diría nombres… pero para qué, cada quién sabrá.

Resulta que tal vez es hora no solo de volver sobre esos versos suyos que alumbran nuestro lenguaje y, al mismo tiempo, renuevan nuestros sentimientos y actitud ante la vida misma, sino también de expresar siquiera unas palabras sobre ese otro Westphalen, ya no tan recluido, ya no tan aparentemente cerrado en su propio quehacer poético; y observar solo que el mismo autor de dos poemarios fundamentales en la poesía contemporánea escrita en castellano (Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte), dirigió una importante revista: Amaru (1967-1971), editada por la Universidad Nacional de Ingeniería. ¿Qué hacía un poeta como él en una universidad de ingeniería? Pregunta falaz, ya que el estro creador de Westphalen era/es originalmente revolucionario, y toda revolución es a la vez un acto colectivo de amor y de ingeniería; de cómo hacer un mundo nuevo, un nuevo lenguaje, un nuevo hombre.

 

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Tengo entre mis manos algunos números de los catorce que duró esa feliz empresa que fue Amaru. Revista de Artes y Ciencia (1967-1971), y deseo enfatizar cómo, en este caso, una universidad peruana, en aquellos optimistas años 60, tuvo la visión cierta y amplia de sellar un pacto hondamente humano, social, al encargar a alguien como Westphalen la concepción y dirección de esta revista. Invoquemos aquí, de paso, la continuación de esta elevada experiencia. 

Amaru fue, como toda gran revista, centro activo de irradiación de ideas y sensibilidades alertas a lo que acontecía en el Perú y en el mundo, que nunca cesan de cambiar. Y como su sobre título indica, divulgó textos de ciencias y artes, en sus variantes teóricas y creativas. Ella congregó a científicos, escritores y artistas de diversos países. Es ya un lugar común decir, por todo ello, que Amaru es una de las revistas claves en la historia peruana y latinoamericana. Y no deja de sorprender positivamente que un escritor tan alejado de cualquier parafernalia social, como Westphalen, y una universidad peruana, estando las universidades y centros educativos tan a menudo distraídos de su importante misión en sociedades jóvenes y dramáticas como la nuestra, convergieran en esta obra que, como digo, testimonia una vez más que un gran artista es a la vez constructor de su tiempo; y que asimismo una universidad puede/debe abrirse sin remilgos a la consecuente transformación de la realidad con la que interactúa.

 

El poeta Emilio Adolfo Westphalen.
El poeta Emilio Adolfo Westphalen.

 

De Westphalen se ha bosquejado la imagen de un hombre huraño, ajeno a las vicisitudes de la materia social e histórica, sumido en la artesanía de la palabra y el esteticismo vanguardista de estirpe surrealista. Releyendo una revista como Amaru, su ideario y contenido, es justo sospechar que esta imagen es, una vez más, producto de espíritus tímidos que temen a hombres y empresas transformadoras. Así, en el número 6 (abril – junio 1968) sorprendemos un largo texto introductorio de la revista conmemorando un aniversario de Marx. Extraigamos apenas un fragmento que nos sonará de absoluta actualidad: «No es novedad decir que muchos de los que hoy en día se arrogan la condición de “marxistas” hubieran sido tan rotunda y airadamente desmentidos por los Padres fundadores como lo fueron los que en su tiempo pretendieron usufructuarla. Se aplicaría bien al propósito lo dicho por Revel acerca de la posteridad de la “vanguardia”: Esa […] no está forzosamente constituida por los discípulos, hombres de la repetición más que de la rebelión. El verdadero heredero no es siempre discernible, a primera vista, no es siempre el que lleva la etiqueta» (p.3) Pero este mismo número lleva a la carátula de una pintura de René Magritte, célebre surrealista belga: La gran guerra (1964). Resulta así una alquimia entre ideas y lenguaje plástico de vanguardia, que resuena a la practicada en otra revista trascendente: Amauta (aunque en este último caso el mayor contenido doctrinal, debido a la decisiva dirección impresa por José Carlos Mariátegui, la diferencia notoriamente de lo que fue Amaru).

 

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Así pues, ante todo lo expresado aquí, y también ante esa espuria condecoración que el Estado peruano colocó a don Emilio Westphalen mediante las ensangrentadas manos del régimen fujimorista, cerremos estas líneas —que antes que un réquiem o hipócrita monumento, pretenden ser la celebración de una perdurable experiencia periodística conducida por un hombre que, por esta y otras razones, nos seguirá acompañando— con lo escrito por el propio poeta, en aquel mismo número 6 de la revista, a propósito del paradójico reconocimiento social al rebelde René Magritte: «[…] Lebel juzga que «a pesar de su consagración pública de los últimos años, cuando R.M. murió en agosto de 1967 merecía aun plenamente el epitafio que hubiera satisfecho a ese aficionado a leer novelas sombrías: ‘Se llevó su secreto consigo a la tumba’. Lo que equivale a decir que los que última y multitudinariamente lo elevaron a la fama quizás no percibían claramente a dónde los arrastraba este ‘dinamitero mental’» (p. 77, de: «René Magritte o la pintura como magia»). He aquí la ¿última? picadura de la culebra («amaru» es una palabra quechua que en castellano es serpiente).

Que nos enseñe a descansar en paz.

 

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