Entrevista de Reynaldo Jiménez
Crédito de la foto archivo del autor
(de izq. a der.) Los poetas Reynaldo Jiménez y Augusto Munaro
Cuálengua: el despiste controlado.
Conversación con Augusto Munaro*
Reynaldo Jiménez [RJ]: Augusto, parto de tus Incrustaciones dubaitíes (2019): las mismas son articulaciones textiles, pero donde hay, a tu modo, un registro documental, algo que también desarrollás en otros libros. ¿Cómo fue el proceso de este trabajo que veo tan ligado al montaje, en el sentido de “la mesa de edición” del cine? Aunque es una colocación procedimental que, de distintas maneras, está muy presente en tu escritura, acá se prodiga a nivel microscópico.
Augusto Munaro [AM]: Sí, a veces casi hasta silábico. La palabra con la que asocio Incrustaciones dubaitíes es ensamblado. La idea de ir armando y desarmando, montando y desmontando, etc. El acento puesto sobre la articulación de las partes. Es mi único libro “enteramente autobiográfico” y se construye a partir de momentos, epifanías o leves éxtasis, de aquellos años vividos en los Emiratos Árabes Unidos, más precisamente en Dubái, con mi familia, en los ya lejanos años 90. Episodios concretos, fragmentos de conversaciones o, mejor dicho: oleajes de palabras. Secuelas que trae el mar de la memoria y que fui pescando con cierta técnica.
[RJ]: A la manera de retornos…
[AM]: Sí. Y con los años fui ensamblando el fluir de esas voces del pasado. Que pueden ser residuos de charlas con profesores del secundario o con compañeros de curso. Pero, por otro lado, anécdotas que devenían de esas mismas conversaciones, que se cristalizaban en vivencias como, por ejemplo, cuando me contagié de varicela con 40 grados de fiebre y descubrí, debido a ese percance, el cine en VHS. Te hablo de antes de Internet y el cable era muy limitado, casi un lujo por esos lares. Una película era algo así como una preciosa perla en medio del tedioso desierto. El cine fue el complemento ideal a los libros que solía sacar a diario de una nutrida biblioteca que tenía el colegio donde asistí, el American School of Dubai. Incrustaciones… estaba constituido por muchas piezas más, que pronto —tras reiteradas revisaciones— fui descartando. El resultado es un libro delgado pero muy pensado. Cada conjunto de palabras encontró su forma sobre la página en blanco. Los cortes entre versos, el encastre, requirieron de mucha atención, pero una vez ensamblados, la peculiar red de voces opera como una caja negra —o máquina del tiempo, si preferís— que me retrotrae a esos años adolescentes.
[RJ]: Red de voces…
[AM]: Cuando digo voces me refiero a diálogos verdaderamente dichos, palabra por palabra. Ellas me fueron llegando, como a través de olas que la memoria iba proveyendo. Ahí sí viví cierto trance leve, recordando la frase de Perlongher. Las expresiones venían y se quedaban. Una operación, por momentos, un tanto plástica. Casi una instalación: un trabajo de paciente ensamblado, combinar voces en relación a situaciones espaciales. Al ser el único de mis libros completamente autobiográfico, esto me brindó una libertad particular. Cada poema se articula desde una vivencia personal. En síntesis, al no poder incrustar un trozo de palmera datilera en el poema ni tampoco trasladar arena ni agua del Golfo Pérsico, lo que hice fue compilar frases oídas, habladas, conversadas con amigos, y las manipulé, las transcribí fonéticamente. Hablo de todo ese bagaje, popurrí de idiomas o collage de lenguas, tan corriente por aquellos lejanos lares y que había quedado almacenado en algún lugar de mi memoria.
[RJ]: Las voces retornan textilmente a la partitura.
[AM]: Para replicar el agua del creek, opté por el zigzagueo visual de los versos. Apollinaire asomó por ahí. Dubái, es decir Medio Oriente, es un sitio que queda entre Europa y el Lejano Oriente. Es un lugar de paso, donde la mezcla, el crisol cultural que existen ahí son simplemente extraordinarios. Podés encontrar tipos de cualquier parte del mundo, todas las religiones imaginables. Poemas de Incrustaciones… como “Torre de los panoramas”, “Lamcy”, “Tom Baker”, “Hergé @ Karama”, son ejemplos de ese juego de técnicas entre el collage fonético y la materialidad de la escritura de aquella experiencia árabe. Hay destellos de estas operaciones en lenguatomada también, aunque el horizonte de posibilidades, allí, se vuelve tan indeterminado y radical por su propia naturaleza que tiende a la entropía.
[RJ]: Lo que describís son procedimientos de sinestesia en estado germinal. Qué buen entrenamiento habrá sido para vos, sin duda, esa oportunidad que tuviste de una formación tan particular. Una educación por el arte.
[AM]: Ahora que lo pienso, la formación que recibí entonces estaba fuertemente orientada hacia la plástica. Algo muy jugado desde temprano. Teoría y práctica por igual. Te cuento esto, no para vanagloriarme, sino para subrayar mi primera formación, más visual y plástica que libresca. Aunque leía realmente mucho por mi temprana edad.
[RJ]: Me decías que entonces tuviste oportunidad de conocer y leer mucha poesía en inglés.
[AM]: Whitman, Frost, e.e. cummings —recuerdo, además su novela The Enormous Room—, T.S. Eliot, Dunbar, Ginsberg, Elizabeth Bishop, el ya mencionado Williams y The Auroras of Autumn de Wallace Stevens, acaso el más contundente libro de poesía en inglés del siglo XX, que releo siempre. Leíamos mucho al crítico Harold Bloom, me acuerdo…
[RJ]: Visto desde una experiencia sudaca clasemediera como la mía, es medio alucinante lo que estás contando. Además, formativamente es fundamental poder leer poesía en otra lengua. Para despertar nociones compositivas y combinatorias en la “propia”. Para sacar a la escritura de ciertos acorralamientos prosódico-sintácticos, ciertos enviciamientos de las “tradiciones locales”. Incluso poder reconsiderar la propia lengua de escritura de forma transcreadora, es decir rehabitarla al punto de extrañarla…
[AM]: Totalmente. No fue hasta ese viaje, fines de 1992, en que entro en contacto con la praxis de esa migración lingüística, para decirlo de algún modo. Salto entre lenguas. Al menos, más conscientemente. Había estudiado inglés desde muy chico, en varios institutos, pero de ahí a estar viviendo en un país donde se hablaba el idioma oficialmente era otra cosa. Un salto importante, pero que asimilé relativamente rápido. Leía mucho, casi todo lo que me caía a las manos. Desde el diario, el Khaleej Times, las revistas Newsweek y Time, que llegaban semanalmente, vía courier, al colegio, desde USA, y claro, los libros que no se demoraron en llegar. Muchas biografías, me acuerdo. Y novelas de ciencia ficción, que aún hoy sigo leyendo con placer.
Antes de Internet los tiempos eran otros, la percepción del tiempo en relación a la lectura. Qué bueno traigas el concepto de transcreación, que me lleva directamente a nuestro venerado Haroldo de Campos. Tal vez por eso siento cierta afinidad —salvando las distancias biográficas y escriturales, obviamente— por Wilson Bueno o Douglas Diegues, hasta Paulo Leminski, o el propio Leónce W. Lupette. Y otro groso, que descubrí gracias a vos hace poco, el húngaro Zsigmond Remenyik: El lamparero alucinado es realmente alucinante. En fin, personas que surfean continuamente entre dialectos, lenguas y demás pastiches lingüísticos. Los siento próximos, por el componente experiencial referido. Vivir ese vuelco en carne propia. En términos prácticos, entre el italiano —cocoliche, también— de mis abuelos, el inglés del colegio y el que se hablaba en los Emiratos (un inglés muy for export, comercial, salpicado de árabe, hindú, y giros rusos) y el español de mis hermanos, se abrió una relación muy personal con la lengua. Casi física. A veces me sentía un aduanero, veía pasar las palabras y las incorporaba con una pasmosa facilidad. Otras las rechazaba por resultarme incomprensibles, o más aún: impronunciables. Claro que todo este flujo de lenguas generó ciertos desajustes expresivos.
Recuerdo, a mi regreso, en los primeros exámenes finales, ya en la facultad, mis bajas calificaciones. Me aplazaban porque literalmente tartamudeaba. Conjugaba mal los verbos, tenía serios problemas con el uso de las preposiciones, arrastraba acentos raros, giros herméticos, todo se convertía en esdrújula o semiesdrújula. Imaginate la cara de los profesores: hablaba con la inseguridad de estar nombrando cada palabra como si fuera la primera vez que lo hacía y siempre ligeramente mal. Me llevó un par de años pulir esas aristas o muletillas. Aún hoy me cuesta expresarme, tal vez eso explique en parte mi naturaleza introvertida. Pero ese ejercicio de incorporar significaba también estar aprendiendo, implicaba un estado de apertura permanente. Y que me estimulaba, porque significaba cierta conquista sobre la(s) lengua(s) que trataba. Humildemente. Un modo muy particular de convivir con ellas. Y que producía otra dinámica. Una agilidad y propensión que se ramificaba, noté luego, en querer escribir. Un impulso que sostuve durante años a través de un diario personal y que a mi regreso a la Argentina ya abandoné. Por suerte. Nada más desesperante que releer lo que alguna vez fuimos o, peor, soñábamos ser algún día.
[RJ]: ¿Y el cine, Augusto?
[AM]: Soñaba con ser director de cine, realmente pensaba que así sería. Imaginate: Fellini, Leone y Scorsese, eran mis modelos. Vivía visitando el único cine que había en Dubái, obsesionado, queriendo desarrollar cierta gramática visual. Veía mucho cine francés en VHS. Sobre todo, películas vinculadas al nuevo realismo proclamado por la nouvelle vague: Resnais, Agnès Varda, Marker y Godard a la cabeza. De ellos me atraía esa concepción formal con que pensaban sus películas, su libertad de expresión absolutamente radical. La teoría precedía a la práctica. Esto se nota en la densidad analítica de La Jetée (1962) o L’Année dernière à Marienbad (1961). Encontraba su gramática visual absolutamente fascinante. Era un cine que rebasaba los límites, los trascendía. La nouvelle vague permitió observar al mundo desde otra óptica, donde el vínculo con la realidad, al ser más directa, propicia otra aura. La vida retratada por Varda, por ejemplo, en Cléo de 5 à 7 (1961), exuda una presencia casi material, causando un efecto físico en el espectador: conmueve. Ahí, la vida, el concepto de vida, se revela ante nuestros ojos e inquieta íntimamente. La materialidad de los sentimientos pega fuerte en Cléo de 5 à 7 porque la técnica con que se llega a esos efectos crudos asoma, sí, pero de modo casi invisible. Cléo parece no representar un papel sino presentar su vida misma por el tiempo que dura el largometraje. Los relieves entre realidad y ficción se desvanecen. La experiencia es intensa.
[RJ]: Experiencia porque intensidad y viceversa…
[AM]: ¿Te conté que en los Emiratos cierta tarde una profesora llevó una vieja y destartalada Dreamachine? No la activó, hubiera sido demasiado, pero sí habló sobre ella. En ese sentido los tipos tenían la cabeza muy abierta. Ahí descubrí a Timothy Leary y al groso de Ken Kesey y los Pranksters. Se les daba mucha importancia ahí. Algunos profesores, literalmente, habían padecido el horror de Vietnam, mientras que otros habían formado parte de la contracultura hippie, el Summer of Love y todo eso. Era moneda corriente oírlos hablar muy enfáticamente sobre la masacre de Hamburguer Hill, por ejemplo, o ecos aún del discurso en Washington de Martin Luther King. En pleno mandato demócrata de Bill Clinton, el juicio a O. J. Simpson, etc. Todo eso impregna, como te decía, las voces de Incrustaciones dubaitíes.
[RJ]: ¿Y podrías especificar cómo sería, en tu caso, el traslado de esas técnicas de cierto cine a la escritura?
[AM]: Siempre busqué trasladar la mayor dosis de objetividad posible a lo que escribo. No hablo de grados de realismo narrativo sino del objeto en sí. Literalmente algo de él mismo. El collage de Georges Braque y Juan Gris o Max Ernst, estudiados tempranamente, me llevaron siempre a ese impulso de combinar procedimientos, con esa marca de arrastre documental por detrás, que bien mencionaste hace unos momentos. Pero en Incrustaciones dubaitíes, ya desde el título, se intentó traer de la forma más documental posible —sin contaminarlas con ningún recurso normativo, con ningún pathos posible— algunas experiencias vividas en los 90 y trabajarlas junto con algunos versos. Reposicionarlas. Incrustarlas en esos nuevos desplazamientos y ahí ver qué sucedía…
[RJ]: La incrustación es un procedimiento con mucha carga mágica, si se quiere. Implica trasplantar cuerpos, producir injertos, combinar consistencias, cruzar naturalezas. Hacés un trabajo de escucha microscópica en relación a momentos de la memoria…
[AM]: A veces llega a tratarse casi de transcripciones fonéticas. Expresiones que quedaron en el oído y me pareció interesante rescatar. Sobre todo, porque ellas volvían solas, no fue algo forzado, insistían.
[RJ]: Hay un trabajo de poner sobre la mesa del escrutinio cosas que son muy concretas y figuran en tanto objetos verbales: piezas. El tema, justamente, sería la articulación de todo aquello y que me parece como el segundo paso: el aliento conector, donde estaría lo poético. No en el uso de los recursos entendidos previamente como poéticos, pero sí en la articulación, el trabajo de las transiciones. Es eso lo que trato de llamar medio técnicamente “montaje”, aunque en realidad es más que eso, porque va por una respiratoria.
[AM]: Las palabras traídas desde la memoria, originariamente aparecen como sonidos, sí, pero a su vez arrastrando color y hasta olor propios. Se da así toda una plástica de la percepción. Se abre una zona de mezcolanza de los sentidos muy interesante.
[RJ]: ¿Compusiste con referencia a otros ensambladores sinestésicos?
[AM]: Me acuerdo haber estado escribiendo la serie y a su vez leyendo tu traducción de El infierno de Wall Street de Sousândrade. Su técnica, cierto grado plástico de búsqueda, me entusiasmó mucho.
[RJ]: Él fue el primero que hizo eso. Es increíble su actualidad: encima Wall Street.
[AM]: Con los hombres-sándwich, de los que hemos hablado en su momento.
[RJ]: Sí, con esos guiños recortados de la publicidad y del discurso periodístico. Algo que vos también tenés incorporado y llevás a tu propio beneficio. Esa es una coincidencia con Sousândrade, porque él, a mediados del siglo XIX, sobrevivía en New York como periodista. Además, ese poema también es una incrustación en el contexto del libro El guesa, del que es el canto X. En general, y lo comento para los lectores que pudieran no estar al tanto, toda esa obra es la historia de un chico, el guesa errante, que escapa de la tribu, evita ser el cordero sacrificial del ritual. El adolescente virgen se escapa de su destino asignado y comienza a recorrer mundos. Y se mezcla con las propias andanzas biográficas de Sousândrade. Y de golpe, no sabemos cómo, aparece en el corazón de Wall Street, en Manhattan. A lo que voy es que eso, también, es claramente una incrustación de incrustaciones.
[AM]: Y en Incrustaciones… modestamente también busqué extraer esas pequeñas perlas de raíz biográfica. Fragmentos, vivencias que no son nada en sí, pero todo en sí, son puro en sí y no más allá de en sí. En el tramado se da una instalación verbal.
[RJ]: Una autarquía semántica…
[AM]: Claro.
[RJ]: Se emancipan a su vez del precontexto, ya que las incrustaciones son en sí mismas…
[AM]: Exacto, sin la necesidad retórica o discursiva de explicarlas.
[RJ]: A la vez, hay una gran consideración de la pausa y los silencios. Por eso hacía hincapié en las transiciones. Porque ahí hay una pulsión constructiva que va llevando por el implícito. Eso participa la articulación y es la parte que me intriga. ¿Cómo se fueron armando esas articulaciones? Porque, claramente, son galácticas las composiciones, u orgánicas, pero sin rendir cuentas de un previo, sin modelo.
[AM]: Algo de eso hay. Me refiero a la suma de cuerpos extraños que devienen organismos. Te diría que el origen parte de sensaciones que devienen palabras. Un olor a incienso me traía a una profesora pakistaní y al recuerdo de asistir a su clase de apoyo los viernes por la mañana, muy temprano, en su casa frente al mar. Cuando escribo, los sentidos dictan el fraseo espacial de la anécdota. Irrumpen, generando la sensación de transformar el espacio en tiempo. El lapso de lectura como cápsula sensitiva. Cada pieza terminada equivalía para mí a una conquista de esa cartografía perdida en mi memoria.
[RJ]: Esas otredades, dado ese nomadismo que te tocó en tu formación, al vivir en distintos lugares del mundo e ir captando fragmentos de una totalidad afortunadamente incompletable.
[AM]: Desde ya. No concibo lo que escribo como algo cerrado, pero tampoco trabajo pautando previamente un sistema de filtros. En un principio, con las primeras publicaciones lo hice y no funcionó. Entre el segundo y el tercer libro, todo parecía marchar sobre ruedas: una escritura más bien clásica, predecible. Con mi cuarta nouvelle, Cul-de-sac, sentí que la lengua rebasaba sus límites. Hubo un quiebre, se expandía mientras se enrarecía el fraseo. El giro ocurre en 2012, tras una suerte de bloqueo creativo. Antes mis publicaciones eran esporádicas: 2006, 2011, etc. Desde 2013 en adelante se multiplicaron: dejé de creer en la arrogancia de la página perfecta. Simplemente avancé siguiendo un pulso íntimo, acorde a la necesidad creativa.
[RJ]: Y esa proliferación te ha llevado a trabajar con diversas editoriales.
[AM]: Publico siempre con sellos independientes y diferentes. Tampoco me interesa permanecer en una misma editorial para engordar su catálogo o ser funcional a sus exigencias del mercado. Cualquier tipo de “permanencia” me incomoda. Fluctúo siempre. Por lo pronto, escribo por el placer de experimentar lo que significa ese trance creativo.
[RJ]: ¿Y qué aconteció en 2012?
[AM]: Di un vuelco de 180 grados. Trato de buscar alguna anécdota biográfica que justifique ese brusco giro de rumbo, pero no la encuentro. Ya no podía seguir trabajando un mismo libro por tres años, como hice con Recuerdos del soñador evasivo (2011). Su sintaxis momificada tiene mucho que ver con los imaginarios de Calvino y Wilcock. Escribí esos primeros libros desde un plan. Trazaba esquemas. Ambos libros fueron escritos casi una década antes de sus fechas de publicación. Y ya era otro. Entonces, aparentemente, sabía dónde ubicar cada cosa, antes de largarme a escribir una simple página. Algo que pude hacer una, dos, hasta tres veces. No hubo una cuarta. Ya no pude más. Desde Cul-de-sac escribo sin sospechar mucho sobre lo que escribo. ¡Me enfermaría si llegara a saber!
[RJ]: Y en tal sentido y en dichos casos, ¿vos dirías que escribís en castellano?
[AM]: Tal vez mejor, en encastrellano —recordando esa feliz intuición tuya.
[RJ]: ¿lenguatomada (2023) es de algún modo una continuación de Incrustaciones dubaitíes?
[AM]: Podría, aunque desde un plano radicalizado. Conviven ahí, varias lenguas, dialectos y deformaciones lingüísticas de todo tipo.
[RJ]: Además, conlleva una exploración a nivel sígnico, asemántico. ¿Qué es lenguatomada?
[AM]: lenguatomada es una pieza-río y mucho más extenso que Incrustaciones… Se trata de una pieza en verso, de largo aliento, que escribí entre 2017 y 2019. En sus versos deambulan decenas de argumentos, estilos, dialectos, fragmentos de lenguas, lecturas, obsesiones y hasta sueños personales. La voz del Yo se diluye, acribillando decenas de voces que se disparan en múltiples direcciones. Durante la pandemia estuve buscándole editor hasta que Daniel Calabrese tuvo la bondad de incluirlo en su catálogo de RIL, con una edición muy cuidada y distribución internacional. No fue fácil su publicación, pienso, por su naturaleza refractaria a las categorías.
[RJ]: ¿Qué venías leyendo por entonces?
[AM]: Una seguidilla de “novelas totales”. Sonámbulo del sol de Mariana Tejera, Los cortejos del diablo de Germán Espinosa, Oswaldo Trejo y su bizarro Andén lejano o País portátil de Adriano González León, aquella hazaña venezolana sesentista, pero, sobre todo, Pobrecito poeta que era yo, del salvadoreño Roque Dalton. Novela algo ninguneada y que considero digna de admiración por esa apuesta inconsciente, absolutamente demente, hacia la narración pura. Tenía todo eso en la cabeza e intenté una y otra vez lanzarme a narrar una aventura más o menos lírica y fracasé siempre. Creo que por lo que te decía antes: el impulso más bien breve con que escribo o me manejo a la hora de escribir. A las historias de largo aliento (Fernando del Paso, Cabrera Infante, Mercedes Rein, José Cândido De Carvalho) puedo leerlas con mucho esfuerzo, pero pierdo a la hora de querer reproducirlas en términos de flujo torrencial.
[RJ]: En este caso gana el micromar de las sílabas.
[AM]: lenguatomada busca explorar un terreno más bien alucinatorio. Intenta avanzar entre la asociación de ideas y ese arrastre casi físico hacia el próximo verso. Es un libro que existe mientras se lee. Únicamente mientras me abandone a su lectura, su realidad es inobjetable. Cuando interrumpo la lectura, todo vuelve a la nada. Tal vez sea una metáfora viva de la creación. Creer ciegamente en el poder mágico de las palabras. Abandonarnos a sus imágenes y dejarnos flotar en ellas.
[RJ]: ¿Y en relación a los otros libros de tu producción?
[AM]: Te diría que fue el que más tiempo estuve reescribiendo, por la propia metodología escritural que exigía. Una de borronear y avanzar, así como retroceder páginas enteras. Fue su realización una experiencia extremadamente impredecible, porque no respondía a ningún estilo ni forma establecido. Nació y murió con él.
[RJ]: Recién sugerías, en torno a lenguatomada, una entropía connatural a su horizonte de indeterminación a la vez que una fractalización ilimitada. ¿Cómo vincularías, en la revisión de ese proceso, la entropía y los fractales?
[AM]: El vínculo entre un término y el otro parecería ser la contradicción. De un lado la naturaleza humana, que intenta, creo, organizarlo todo, y el universo, por el otro, que tiende hacia el caos. En algún lugar estamos nosotros y lo que nosotros hacemos. lenguatomada tal vez sea el intento de evidenciar algo de esa transición o tensión entre ambos estados.
[RJ]: ¿Y qué consecuencias trajeron aparejadas los procedimientos en juego en este libro-límite?
[AM]: Desde 2017, año en que lo comencé a escribir, toda mi “poesía” posterior, aún inédita, fue escrita en inglés: tres libros, por ahora. A este hiato idiomático no podría explicarlo, sólo respetarlo. Por lo pronto, continúan surgiendo versos, tímidamente, sin jamás proponérmelo, en el idioma de nuestro querido Ira Cohen. Lo acepto agradecido. Perhaps it’s God’s will, I don’t know.
[RJ]: Ahora, qué necesario soltarse, incluso dentro de la lengua materna, de los géneros y demás presupuestos al proceso de escritura.
[AM]: Donde además siempre hay que cumplir con ciertos protocolos que derivan en lo “correcto” e “incorrecto”, pautas absolutamente ajenas al propio obrar.
[RJ]: Pautas sobre todo mercantiles. Pensando, digo, en un “mercado de pautas”.
[AM]: Todos mis libros buscan desmarcarse de esos protocolos. Tiendo a salir de la órbita de la norma. Proponiendo una suerte de arte del despiste controlado, si querés. Actos gratuitos, pero también lanzados al gusto de cualquier interpretación.
[RJ]: Y lo hacés variando permanentemente la colocación, el punto de vista.
[AM]: Con cada libro, en su medida, busco explorar otras formas. Sea una pequeña obra de teatro para títeres de guiños becketteanos, como ¡Intríngulis – Chíngulis! (2022) o Vida de Santiago Dabove (2015), biografía de aquel misterioso amigo de Borges, o desbordes (2022), donde vindico una serie de nueve escritores descentrados para el establishment cultural. Esto involucra distintos grados de compenetración. A lenguatomada la siento más próxima, dado que fue la pieza que más tiempo me llevó escribir e incluye, entre tantos detalles, escenas personales, destellos autobiográficos muy precisos que exigen otra atención. Esto no significa que la considere superior o inferior a cualquier otra pieza mía.
[RJ]: Con respecto a la intensidad a que remite lo autobiográfico y aquellos otros textiles donde tal vez no aparecería tanto: ¿cómo vivís esa gradación?
[AM]: En mi caso el concepto de intensidad está muy vinculado a la idea de técnica en relación a la forma. Es decir, cómo trabajo la forma a través de un determinado enfoque. Y esto a su vez está muy ligado con el factor de la atención. Una atención que al abordar anécdotas personales se agudiza. Al fin y al cabo, el acento está puesto en la depuración de las imágenes, en el encastre que surge de ellas entre sí. En esa articulación que veníamos un poco desarrollando recién. Lograr cierta fluidez respondiendo a ese respeto por la estructura que va naciendo a medida que se escribe el textil.
[RJ]: La intensidad en la forma, no en el llamado contenido.
[AM]: No en lo que se entiende por tema.
[RJ]: Haroldo de Campos hablando de la transcreación, enuncia: hablamos de traducción de poesía como de todos aquellos textos que por su nivel de trabajo con la lengua se le asemejan. Lo intensivo, insisto, tiene que ver con lo microscópico en lo matérico. Y es inquietante, porque la intensidad es huidiza. Entendiendo que lo intenso no se confirma necesariamente en un expresionismo.
[AM]: En mi caso la intensidad pasa por cómo respondo ante lo formal y cómo se mantiene sostenidamente. El ritmo que nace en consecuencia.
[RJ]: Ritmo al interior del textil.
[AM]: Y ritmo que se desplaza en cada libro. En El busto de Chiara (2018), el enfoque estaba puesto en un narrador múltiple que vivía movilizándose ni bien otro personaje entraba en escena. Esto producía un sistema de desequilibrios, sobre todo a la hora de ver ciertas paradojas de la lengua. Por cierto, escribí El busto… de a tramos, al regresar del trabajo, por las noches, en una época de un insomnio brutal en que dormía entre dos y cuatro horas. Terminaba de redactar la última frase y al día siguiente, sin recordar mucho, retomaba por inercia. Cada cinco páginas regresaba, releía, podaba oraciones enteras y volvía sobre la marcha. El hilo narrativo tambaleaba, se refractaba, y el énfasis se iba modificando con notable facilidad. Hay frases ahí que son extractos textuales de conversaciones que oía por la mañana, en la oficina, y florecían por la noche. Mientras, avanzaba la narración, escena tras escena, a través de una suerte de espejismo alucinatorio.
Tengo la sensación de que lo escribió una especie de doppelgänger. Se escribió solo, acaso por el propio vértigo de las palabras. Mientras duró la redacción de El busto de Chiara, yo era algo así como un médium. Todo lo vivido durante el día reaparecía transformado ahí, trastocado. Lo recogía y le daba otro orden. No tuve la sensación de estar narrando, sino desarrollando una especie de técnica nueva. Pescaba imágenes huidizas, que se ofrecían dóciles a un ensamblado de sentido posterior, con un poder digresivo.
[RJ]: Un poco como progresa El fantasma de la libertad de Buñuel…
[AM]: Es cierto, aunque sólo en el sentido con que se articulan las anécdotas. Una digresión más controlada y que va creciendo con la aparición de cada uno de los personajes. En ese sentido, El busto de Chiara es una nouvelle múltiple, muy condensada, donde se pueden contabilizar decenas de personajes en situación. Más o menos por ese entonces, también trabajé el ritmo narrativo producido en el formato decimonónico por excelencia: la carta. Las epístolas, algo completamente anacrónico hoy en día, pero que encontré muy estimulante cuando escribí Las cartas secretas de Georges De Broca (2019). Ahí el lector se encuentra ante el desafío de tener que organizar la colección de cartas —todas escritas por De Broca a lo largo de sesenta años, en pos de realizar una bella autómata, su ideal femenino. La obra exige un lector activo puesto que debe armar una secuencia cronológica distinta a la que presenta la edición de la novela.
[RJ]: Ese anacronismo de la carta ya implica una posición ante el estilo.
[AM]: Sí. Además, fue un texto que me dio mucho placer en escribir, ya que su trasfondo se desarrolla en el París de la Primera Guerra Mundial e inmediatamente después, tiempo de los inicios del surrealismo. La idea de una autómata, con sus partes desperdigadas por todo el mundo, debiendo De Broca viajar para realizar su sueño, me sirvió como excusa para glosar un montón de invenciones alocadas. Aparatos delirantes, máquinas absurdas, viajes excéntricos. El libro bien podría ser una suerte de homenaje a Verne, pero también a Loti y, desde luego, a Roussel.
[RJ]: Con Las cartas… te metés con toda una tradición: la del autómata. El mito del homúnculo, además femenino en este caso. ¿A esa articulación de las partes desperdigadas la planteás en cuanto atractora de una totalidad a reconstruir?
[AM]: Parcialmente, sí. Por eso el viaje permanente de Georges-inventor, buscando por el mundo cada parte de su soñada autómata. Ahora bien, cuando esas piezas finalmente calzan y dan vida a esa autómata, ésta es robada por las fuerzas de las SS. La última carta que recibe De Broca —a diez años del hurto— está firmada de puño y letra por la propia autómata. No sabemos bien si la criatura tiene vida propia y por eso mismo libre voluntad para fugarse o si se trata de una broma pesada del propio De Broca al lector y en consecuencia todo el epistolario entendido como un objeto lúdico. Asoma por ahí la sombra de la paradoja de Schrödinger. Ambos finales a la vez acaso sean una solución correcta.
Siguiendo la estela macedoniana, puede tratarse de mi última novela mala, puesto que cuenta con personajes claros y cierta anécdota central o argumento, la concreción del autómata. Luego de este libro, mis piezas narrativas fueron progresivamente soltándose más y más hacia el concepto de textil, si me permitís tomarte la expresión. Se fueron aligerando en páginas, buscando una fluidez muy trabajada, como creo alcanzar en los posteriores libros: Los soñantes (2019), Un misterio luminoso (2020) o, el más etéreo, Galope de nubes (2022).
[RJ]: Me quedé pensando en la imagen del autómata. El propio avatar que representa la criatura de Frankenstein, en cuanto a esto de restituir por pedazos un organismo y la idea del demiurgo imbricada ahí.
[AM]: Las cartas de Georges De Broca puede perfectamente oficiar como metáfora de lo que estás refiriendo. Muchas veces avanzaba las cartas, por tramos, épocas distintas, y luego buscaba conectarlas entre sí. Cada carta como un trozo del autómata. Se construyó el libro por pedazos.
[RJ]: ¿Y de dónde surgen esas partes?
[AM]: Aparecen por intuición. Claro que tras lanzarme a escribir se vuelven progresivamente conscientes. Si siento que puedo manejar esa consistencia, entonces pronto cristaliza en forma, independientemente de lo que ésta sea: cartas o fragmentos, etc.
[RJ]: La consistencia: flor de tema.
[AM]: Cuando siento que la consistencia toma demasiada rigidez, entorpeciendo el esquema integral de la obra, cambio rápidamente. La pulsión primordial debe ser dinámica y no repetitiva.
[RJ]: Previsible…
[AM]: …y sistemática: por eso evito la repetición…
[RJ]: Al interior de un texto y entre los textos: repetición de procedimientos.
[AM]: Claro. Y siguiendo ese hilo instintivo, hace años vengo pensando en querer terminar un libro, una suerte de novela-collage un poco al estilo Max Ernst, aunque menos ambicioso, más crudo, más punk. Se llama The Ghost of Mayssa y se basa en unos VHS que hice en 1994, en el colegio y sus alrededores. No hay texto, sólo imágenes. Rescaté digitalmente ese material y estoy reeditándolo a través de secuencias desfigurativas que yo mismo tomé, por los pasillos y jardines de la institución. Mi intención es articular una “narración” básica, pero todo visual. Reconstruir cierto mapeo visual del pasado. Hoy, esos edificios filmados, donde cierta vez estuvo esa escuela, fueron demolidos y sustituidos por rascacielos. Aquella geografía íntima sólo perdura en mi memoria y en esas imágenes, ese testimonio fantasmal. La experiencia tiene forma de pregunta y no hay mucho espacio para respuestas. Además, no me interesan a la hora de estar creando. Tampoco busco tema, no hay tema, como solés remarcar. Ahora, ¿quién podría llegar a interesarse por la existencia de algo como The Ghost of Mayssa? Sin embargo, eso no me preocupa en absoluto. Porque la experiencia, el gozo que implica estar haciéndolo, ya lo justifica.
[RJ]: Es que lo que va a resultar interesante para otros es precisamente ese tratamiento de la memoria y de la imagen, el pensamiento en acto de ese obrar tuyo en el rastreo y la reconstrucción. Aparte, qué importante para un escritor poder trabajar determinadas cosas extraverbalmente. Eso enriquece mucho a la hora de escribir con palabras. La escritura se nutre de capacidades analógicas, me parece, a la vez que lo así producido parte también de lo vivido en la escritura. ¡Ya dan ganas de ver a ese fantasma!
[AM]: Gracias, ojalá. Habrá que ver si puedo editar dichas imágenes siguiendo la secuencia exacta, no es tarea fácil. La memoria suele tendernos trampas ciegas.
[RJ]: ¡Y, de hecho, acá, por más que intentemos seguir una cronología, se nos superponen los estratos! Me interesa enfatizar eso que expresás tan nítidamente: el testimonio fantasmal. ¿No está en línea entrecruzada con tu referencia anterior al documento procedimental, como si con esta “novela en video” palparas un relieve fantasmal que sería un documento revelado por el propio procedimiento?
[AM]: Sí, creo que está relacionado. Tenés razón. Vos sabés que, de esos videos grabados entre 1994 y 1995 en Dubái, hay material en crudo equivalente a un par de horas. Es decir, ese sería el material concreto para The Ghost of Mayssa. De ahí, estoy armando una suerte de storyboard muy libre, de cierta asociación de momentos visuales. Las combinaciones están decantadas por el propio procedimiento y ello se concretará una vez que tenga las imágenes seleccionadas ya impresas. Muchas de ellas están fuera de foco, sucias, mal iluminadas, deformadas, en fin, intervenidas. Son un nuevo material con el que estaría reconstruyendo la sensación de experiencias vividas en Dubái. Todo un nuevo viaje al pasado.
Sin embargo, ahí, el relieve fantasmal, porque no se puede vivir nunca dos veces la misma experiencia, por más idénticas que simulen ser las recreaciones. Recuerdo e imaginación se pisan, se retroalimentan, se fusionan. La percepción, aquí, como una forma esencial para explorar los procesos de la memoria. Ahora bien, salvando las distancias y procedimientos, algo similar hice con varios de mis otros libros, aunque con un mayor grado de imaginación, es decir, dosis de ficción (o proto-ficción).
[RJ]: ¿Puntualmente en cuáles libros?
[AM]: Pienso concretamente en: [Hna. Paula] (2014), Breve descripción de una |sepultura| (2013), Cul-de-sac (2012), Lucía en verano (2022), Galope de nubes (2022) —con la que busqué una velocidad frenética en asociación de imágenes—, El busto de Chiara (2018) —donde el eje narrativo se volatiza hasta ser múltiple y errático—, Incrustaciones dubaitíes (2019), La casa flotante (2021), La mansión púrpura (2021). En estos libros entra en juego la expresión perceptual de cierta narración en ciernes, por eso creo que no llegan del todo a cuadrar bajo el rótulo de novelas ni poemas. ¿Son composiciones narrativas? ¿espejismos textuales? No me considero un novelista, ni mucho menos poeta, a pesar de que las solapas de mis libros indiquen todo lo contrario. Se construyeron desde la incertidumbre.
[RJ]: O sea que la incertidumbre va encontrando sus tonos, sus procedimientos y en ese sentido sus técnicas, que son también microtécnicas, procedimientos de procedimientos…
[AM]: Con Lucía en verano, tomé la repetición como estructura, una composición narrativa loopeada de un hecho lamentable como la desaparición de una adolescente en los setenta, precisamente, donde viví con mi familia tiempo después. Breve descripción de una |sepultura| surgió tras visitar un cementerio cerca de París, una tarde de 1997.
[RJ]: En Lucía… trabajás una especie de circularidad en esa repetición. El textil sigue realmente la estructura gomosa de una pesadilla, acentuada por el efecto en sordina del tono. Lo curioso es que ese asunto terrible y aterrador adquiere una autonomía, como si al narrar el hecho de esta manera lo liberases de su sino pesadillesco, no negando, insisto, la consistencia pesadillesca, pero generando una extrañeza vía ese surtidor prosódico. Ahí donde la repetición minimaliza, se montan los microcambios al detalle —el loop es relativo porque va mutando, sería más bien un desplazamiento en bucle. Breve descripción… también me impresionó por esa especie de distancia neoclásica, tan afín a lo lapidario, pero con ingreso equivalente a una prosodia escandida, que se autonomiza, manierista, rodeando ausencias, quizá la mismísima ausencia de centro temático y por eso irradiando, pero centrífugamente. En los dos textiles hay un tratamiento sensacionista pero con —creo que inevitable— perturbación residual.
[AM]: En Breve… lo que hice fue tomar apuntes precisos sobre una lápida en particular e intenté, quince años más tarde, “agotar” sus posibilidades descriptivas, enfatizando la imposibilidad del lenguaje a la hora de nombrar lo innombrable. Volvemos ahí, está claro, a la zona extraverbal.
[RJ]: Ah, le incorporaste la pátina. ¿Viste que ciertos textiles que atraviesan varias etapas vitales hasta que se concretan en la escritura van como cargándose de una elaboración en los inconscientes? Y eso, que llamaría la pátina, redunda en la textura…
[AM]: En [Hna. Paula] utilicé la transcripción literal como modo de narración documental, para registrar el juicio a una monja, lo que implicó leer decenas de juicios procesales y cantidad de breviarios cristianos para recrear el fraseo de una mujer consagrada a la fe cristiana. Hasta que irrumpe el milagro: el hecho extraliterario. Por lo general, en mis escritos hay un germen material que parte de la realidad…
[RJ]: Es que la realidad es tantas cosas a la vez que hasta la invención de tipo fantasioso termina siendo parte de ella. No conozco a nadie que escriba sin alguna piedra de toque proveniente de la experiencia, aunque más no sea la experiencia de la escritura, la cual ya sería irreductible.
[AM]: Y es que, en ese sentido, hay autoficción también. En The Ghost of Mayssa el núcleo es precisamente extraverbal. No hay textos, sólo imágenes que abren nuevas sensaciones.
[RJ]: Sería el tratamiento sensacionista y no un tratado sobre el sensacionismo.
[AM]: Sin pecar de pretencioso, quisiera que mis libros sean pensados como testimonios, registros verbales producidos por una imaginación en función de la memoria sensorial y viceversa. Esto, naturalmente, se potencia, cuando cada lector se topa con los libros, creando series nuevas de posibilidades imaginativas. Cada lectura como un punto de ramificación. El efecto es arborescente, expansivo. La mezcla entre lo leído e imaginado sería indisoluble, convirtiéndose en un testimonio experiencial colectivo.
[RJ]: Me recordás a Borges cuando habla del vínculo profundo, indisoluble, entre memoria e imaginación. Es de alguna manera también una relectura, no sé si tan indirecta, del llamado “sentido de la historia”, donde esa minuciosidad arborescente nos libera al mismo tiempo del gran relato linear o unívoco. Veo esas “estrategias” como procedimientos mágicos, de deshechizamiento, justamente porque parten de la materialidad, de la materia-signo y recolocan.
[AM]: Nombrás a Borges, y recuerdo lo que dice él, en alguna parte, sobre las “visibles irrealidades”. En cierta medida, lo que busco es escribir sobre lo que se escapa al ojo también.
[RJ]: ¡Tal cual! El reojo, el rabillo de lo que huye a la captura atencional. A tu manera estás desbordando, con estas reflexiones, nada menos que la cuestión de lo informe. ¿Podría decirse que es un acrecentamiento hiperconciente de la intuición: la forma imantándose en reciprocidad con lo informe?
[AM]: La percepción mental devenida escritura. Y cuando digo esto no puedo olvidar el factor tiempo, su representatividad, o mejor aún expresión en sí, y sus modos de escarbar hacia dentro de toda descripción. Acá tengo que insistir en la formación temprana que tuve al abordar teóricos como el artista Robert Smithson o el crítico Craig Owens, sus ensayos fueron fundamentales. Ambos postulaban —de una u otra manera— la primacía de la percepción como una forma de lectura. Esto, con los años, me llevó a pensar sobre la experiencia del tiempo en nuestra memoria. Más precisamente, la expresividad de la duración del tiempo. Duración aquí como espacio narrativo. Hacia algo de todo eso derivaron Cul-de-sac, La casa flotante y Lucía en verano. Tentativas sobre la percepción del tiempo, que abre otra topografía conceptual… Además, siempre me interesó explorar las formas y ver lo que con ellas sale y cómo juegan las imágenes. La imaginación siempre en relación directa con el lenguaje.
[RJ]: Qué necesario traer a colación la imaginación. Es un concepto que está muy devaluado por la protoescolarización. Casi como si estuviera mal vista: imaginación, sinónimo de “fantasía”, es decir “la pavada”.
[AM]: Algo similar ocurre con el concepto de originalidad: cierta desconfianza hacia ella. No comprendo bien la instauración de ese prejuicio. Creo que todas las obras necesitan tener su dosis de imaginación, con su grado de irracionalidad también.
[RJ]: Pero imaginación como consistencia de las imágenes, ¿no?
[AM]: Que a veces están dadas por el sonido de las propias palabras. Son disparadores, verdaderos vectores expansivos.
[RJ]: Me quedo pensando en la originalidad. Si uno le quita el prejuicio, la contraposición con un modelo, si desjerarquiza ese lugar y lo puede ver como algo que se relaciona con lo originante, con colocarse en una situación de origen, cuando no aborigen. Creo que de algún modo lo que estás contando remite a esa búsqueda de lo aborigen, en ese sentido de ir a la fuente. Pero no a la Fuente de la Sabiduría y del Conocimiento, sino de estar en posición de invención, de regeneración o de gestación.
[AM]: Ese estado aborigen o de origen de la invención que mencionás, está muy presente en lenguatomada. Me refiero a volver una y otra vez —verso tras verso— al origen y ver cómo esas imágenes se ocasionan, y tras aparecer, cómo devienen inmediatamente otras. El lector, por lo tanto, estaría en esa permanente colocación de recepción inventiva. La ráfaga visual causada es una fuente de gozo muy particular porque no exige armar ningún sentido determinado. Apertura sin límite porque desplaza cualquier clausura.
[RJ]: Incorpora el balbuceo a través de todo lo asémico. incluso el propio balbuceo gráfico, que a veces ni siquiera es un sonido. Como una especie de jeroglífico anterior al sentido pero cargadísimo de posibilidades.
[AM]: Y además posibilidades exentas de prejuicio. Vírgenes, embrionarias. Ajenas al rollo de la moral. Y por lo tanto me largo a escribir siempre tendiendo hacia lo abierto.
[RJ]: Pero, ¿qué será lo cerrado y qué lo abierto?
[AM]: Sobre todo, involucrando al lenguaje, ¿no?
[RJ]: Si hay algo más abierto que el lenguaje… Y cuánto más te concentrás en las raíces, en la etimología, más abierto es. Ahí te das cuenta cómo vamos eliminando posibilidades en el uso no-poético. En cambio, el uso poético retorna al origen, al lugar germinal de donde surgieron los étimos. Ese lugar o espacio-tiempo que vos decías. Se conecta con la actitud del chico que está incorporando cosas, esa actitud esponjosa que vos tenías al escuchar a esa profesora pakistaní, y luego recordar esa secuencia como una frase transida del espacio-tiempo.
[AM]: Implica, de alguna manera, revivir o recuperar cierto grado de sensación. Reproducir una emoción lo más cercana a la vivida.
[RJ]: Y la vuelta de tuerca que implicaría revisar o revisitar retrospectivamente. Porque en lo retrospectivo está la escritura. Y eso de alguna manera termina siendo una invención de los recuerdos.
[AM]: Donde los límites de la imaginación y del recuerdo se desdibujan. Devienen ese presente que es la lectura. Ahí acontece lo verdaderamente mágico. Ojo, la fluidez tiene mucho que ver. En Galope de nubes, por nombrarte otro ejemplo, esa velocidad alcanza su mayor expresión a través de una operación que consiste en decir algo para inmediatamente desmentirlo con su opuesto. De esa tensión paradojal se (des)teje la narración, hasta llegar a su propio origen. Es un texto que como Uróboros se muerde la propia cola. Su naturaleza es decididamente circular. Se abre y cierra con la misma frase descriptiva.
[RJ]: Además, es muy importante en ese libro la gráfica.
[AM]: Sí, el texto se despliega en un bloque único. Varios de mis libros se han escrito íntegramente sin un punto y aparte, pero aquí cuenta con ambos espacios a los costados, lo que le otorga un efecto de enrarecimiento muy a tono con el ritmo alucinatorio de su prosa. Me satisface saber que a través de todas sus páginas logré sostener esa premisa contradictoria. Si bien son apenas treinta y pico de páginas, el experimento logró llegar a buen puerto.
[RJ]: Aquí tocas un asunto que me intriga y es la brevedad casi constante de tus libros. Creo que se corresponde con esto que veníamos hablando en relación a la intensidad. Encontraste, por decir así, un método, o un modus scribendi, de presentar múltiples obras de fácil publicación —en el sentido de que no son costosas—, muy sintonizado con una dinámica que te permite trabajar, como decíamos, con una pluralidad de editores simultáneamente. Es un fenómeno a destacar, no creo que haya muchos casos en situación similar, dada la copiosidad de tu obrar. ¿Pensaste algún libro para un editor en particular?
[AM]: No, nunca se me ocurrió escribir un libro pensando en un sello editorial determinado. Tampoco jamás escribí por encargo. Sí noto que mis libros progresivamente van adelgazando: un barroco anoréxico, lo mío. Mi primer libro tenía más de doscientas páginas y uno de los últimos treinta y pico…
[RJ]: Algo que se puede leer de una sentada.
[AM]: ¡Eso! Creo que lo ideal es poder escribir obras cuya intensidad hagan que el lector deba leerlas de una sentada. Por eso, creo que mis libros en prosa no deberían superar las sesenta, setenta páginas cuanto mucho. ¿Por qué escribir mamotretos? Dickens y Balzac quedaron en el siglo XIX. Además, todo artista sabe que lo que tiene para decir se puede decir mejor sin necesidad de ser redundante. Hay cierto patetismo en lo excesivo. Las novelas que más me agradan siempre gozan de esa dignidad por la brevedad. El misterio de lo etéreo. Pienso en Reina Amalia de Marosa di Giorgio pero, también, en El circo nunca muere de Gabriel Báñez, persona entrañable a quien llegué a conocer poco antes de su fallecimiento. Él fue uno de los primeros editores que publicó textos míos en El Día de La Plata, hace casi veinte años. El circo… me marcó. Un relato lírico, aunque trágico a la vez. La casa de cartón de Martín Adán, otro gran título. Sin olvidar Aurelia de Nerval o El paseo de Robert Walser, todas gemas. La celosía de Alain Robbe-Grillet, otro buen ejemplo de concisión. La tarántula de Miguel Ángel Speroni, bizarra narración, ahora me salta a la memoria. Las novelitas desaforadas de Ricardo Colautti, La invención de Morel de Bioy, podrían agregarse a esa lista, sin olvidar al bueno de Felisberto. Habría que escribir algún elogio a la brevedad, ¿no? El tablero ante el espejo de Massimo Bontempelli; Cándido de Voltaire; A tiro limpio, veloz experiencia de Boris Vian… Te las nombro al hilo porque de solo hacerlo me recuerdan el placer de haberlas leído.
Ronald Firbank, otro genio que logró condensar todo en pequeños libros de calidoscópica belleza. Las excentricidades del cardenal Pirelli, una delicia. Además, no puedo leer novelas gordas, se me olvida el tren narrativo, los personajes se me escapan. Lo hice en mi temprana juventud y menos mal que lo hice entonces, porque ahora ya no podría. Cervantes me decepcionó. Lo mismo me sucede con Proust, Dostoievski, Mann. Sé que se trata de una limitación mía, asumo la responsabilidad, pero no lo puedo evitar. Lo excesivo me asfixia, va contra mi propia naturaleza, no logro enfocar.
[RJ]: Queda claro: vas por los libros que se pueden leer en un par de horas. Te sentaste y lo leíste.
[AM]: Y cuando escribo, intento llegar a ese formato. En A la hora de la siesta también ocurre. El chico camina unas diez cuadras, cruzando todo el barrio para ir a su clase particular de italiano.
[RJ]: Otra vez asomaría lo autobiográfico en tu obrar.
[AM]: Muy solapadamente aquí. Pero responden sí, a esa pulsión, a ese ritmo vivencial.
[RJ]: Pero, ¿cómo son tus procesos de traslación de las percepciones residuales de lo vivido en procedimientos, en “técnicas”? Creo que es algo —y es que es difícil, lo sé— de lo que poco y nada se habla.
[AM]: Cuando ocurren, se dan sin proponerlo. Salvo casos muy específicos. Pero sobre la traslación que mencionás, específicamente, las mismas surgen de una necesidad casi física. Lucía en verano, tras la tristeza de la desaparición de alguien inocente me llevó a querer revisar mis propios sentimientos. En Breve descripción de una |sepultura|…, la muerte de una jovencísima y desconocida muchacha francesa, también. Regresaba al pensamiento. O mejor dicho: el pensamiento regresaba a mí. Obsesivamente.
De modo que los procesos parten de una necesidad absolutamente involuntaria e irreprimible. Muchas veces la técnica no cuenta, siquiera, con una forma definida. Simplemente se va dando, va decantando a medida que se escribe. Jamás antes. Celuloide nació así también: películas que me gustaban tanto, pero tanto, que las reversioné a mi gusto, caprichoso a más no poder. Las fui escribiendo de un tirón, entremezclando toda mi erudición cinéfila —centenares de horas de Pauline Kael y Leonard Maltin de por medio, allá en los años 90— con variaciones imaginarias de argumentos, actores secundarios, directores, editores, músicos, decoradores, maquilladores. El resultado es una breve enciclopedia cinematográfica sui generis bastante exótica, por no decir border o bizarra.
[RJ]: Breves, pero exigentes, densos, tus libros exploran distintos niveles de texturación.
[AM]: Hay mucha reescritura por detrás. Tiendo a suprimir en la etapa de corrección. Pienso siempre en la literatura japonesa. Dejar lo esencial siempre, sin olvidar la cuota de esa sensibilidad casi coreográfica de la escritura. Tanizaki, Kawabata o la propia Murasaki Shikibu. Siempre me ha interesado la literatura oriental, sin hablar del budismo en cuanto a doctrina filosófica —el libro que más veces leí en mi vida ha sido El Dhammapada. No me considero experto en el Canon pali, pero los textos sagrados de Ceilán me pueden, me brindan serenidad. Hablo también de los cuentos, reglas de conducta, o sermones morales, etc.
[RJ]: Te decía lo anterior porque tus libros están trabajados en cuanto a su textura, tan considerada, esa cosa de equilibrada densidad por gradaciones que se da con ellos.
[AM]: ¿Vos lo vivís así cuando los leés?
[RJ]: Claro, y un pensamiento en acto sobre el estilo, porque un estilo siempre cambiante. O sea, un pensamiento metamórfico del estilo. No de llegada, sino de pasaje.
[AM]: Pienso el estilo como una permanente partida hacia otro sitio. Que implica también alternar velocidades. El movimiento de cambio, en todo caso, marca el rumbo. Siento que si llego a un estilo determinado y planto bandera ahí para repetirme, usufructuar esa efímera conquista, estaría, a la larga, respondiendo a las exigencias del mercado. Y ese destino, como lo hablamos, no me interesa. Es indigno. Donde hay imposición de géneros prevalece una indudable perversión de la escritura, ya que se la manipula con un fin predeterminado. Ideología pura. Se la veja, porque se la torna utilitaria a un sistema de pautas. ¡Y se la limita! En ese sentido, a la escritura la vivo como un ejercicio de libertad donde el control tiende a operar intermitentemente.
[RJ]: Bueno, la idea de revolución permanente por un lado y por el otro la utopía, no como lugar de llegada sino el impulso utópico mismo. Una vez que la utopía se concreta, ¡se pudrió todo!
[AM]: Pero sí la posibilidad de tener ese motor prendido. Quizás por eso me gustan mucho los libros de viaje: Kerouac, Heinrich Harrer, Gautier, Smollett, Collodi, bueno, Loti… Estar invadido por esa sensación de querer levantar campamento en cualquier momento. En dichos casos se vive en esa colocación de viaje, con otra térmica, en donde todo está por descubrirse. Siempre y cuando haya movimiento, todo es aprendizaje. Es esa semilla del nomadismo que tanto me atrae del pueblo Rom, por ejemplo. En su momento lo conversé mucho con Jorge Nedich, un escritor gitano amigo y editor que me publicó Islandia. Ahí tenés otro libro donde se pensó un destino, pero lo que impera es ese viaje mental hacia las tierras de las antiguas sagas vikingas y esa insondable aura de lejanía que nunca termina por disiparse y que se estira a través de todo el librito. Lo lejano como impulso originario.
[RJ]: Un impulso que se enhebra, se intrinca.
[AM]: Está siempre ahí, aunque a veces resulte casi invisible. Es sumamente volátil por su propia naturaleza fluctuante. A ese estilo cambiante, la crítica lo ve como un gesto de esnobismo.
[RJ]: La crítica rara vez acierta.
[AM]: Clarín una vez, refiriéndose a Noche soleada apenas alcanzó a decir “novela en bloque, sin un punto y aparte”. ¡Caramba, qué apreciación profunda! Bueno, no hace mucho alguien de La Voz del Interior apareció diciendo que Lucía en verano recordaba un poco a la idea de Saer en relación al concepto de duración. Lo cual no está del todo mal, pero…
[RJ]: Pero Saer, precisamente, tiene un trabajo inverso con la duración al tuyo.
[AM]: Exacto. Su dinámica es análoga al agujero negro. Condensa una idea hasta que su densidad se torna ya casi indescriptible, precisamente por exceso descriptivo. Pero para llegar a ese punto transcurrieron trescientas páginas. Algo ajeno a mi poética volátil en cuanto extensión, aunque no en relación a lo procedimental.
[RJ]: Sí, Saer se puede detener en una descripción de páginas y páginas sobre una baldosa.
[AM]: Exactamente, tiene esa grandeza que sólo puede tener un narrador nato. Glosa, a grosso modo, es la historia de dos amigos caminando unas pocas cuadras y en ese trayecto trascurren doscientas páginas. Novelizar lo mínimo y ver qué pasa ahí. Pienso en Perec y cierta arista del grupo OuLiPo. Siguiendo esa línea objetivista —la de agotar un espacio/lugar a través de una descripción pormenorizada— escribí La casa flotante (2020), mi “novela japonesa del período Edo”. Ahí un par de personajes se la pasan fumando opio, mientras los efectos de la droga empastan y lentifican el hilo narrativo hasta crear la ilusión narcótica y levitativa de la droga. ¿Quién habla? ¿Qué está verdaderamente ocurriendo ahí? ¿Cuántos planos temporales se están narrando? Otra vez: intentar novelizar la percepción de una idea. Y para ello debí familiarizarme con cierta estética japonesa. Ese sensacionismo que todo lo vincula a un halo espiritual, acaso ritualístico de lo cotidiano.
[RJ]: Me gustaría explorar un poco esta clave del “halo ritualístico de lo cotidiano”. Y luego preguntarte por algo que no hemos conversado hasta ahora, a partir de tu alusión opiácea: ¿en qué medida considerás que las sustancias pueden influir procedimentalmente, o sea desde el punto de vista de las técnicas de escritura según venimos enfocándolas?
[AM]: El “halo ritualístico de lo cotidiano” entendido como adentrarse en lo diario con otro grado de vitalidad o conciencia. Un nivel de intensidad ligeramente mayor. Vivir el día a día como bajo palio, no sé si me explico: en trance divino o cierto estado de gracia trascendente. Respecto a las sustancias, no me considero autoridad suficiente como para avanzar sobre el tema. Ojo, no lo digo con soberbia. Admiro aquellos que se adentraron y trajeron muestras, rastros de tales estados del alma. Pienso en los textos áuricos de Michaux o Benjamin.
Además, tengo leídos varios libros: Moksha de Huxley y algo de Leary, Artaud, Burroughs, Riccardo, Baudelaire, los diarios de Jünger. Creo que las sustancias sí pueden influir procedimentalmente. Hay algo que me gustaría compartir contigo y que opera sobre mí, como si se tratara de cierto alucinógeno. Te hablo desde mi experiencia personal. Y me refiero a la música. Y no cualquier música, sino cierto Dixieland de los años veinte o treinta del siglo pasado: un Nick La Rocca, Larry Shields, el extraordinario Bix Beiderbecke (cuya biografía me vuela la cabeza cada vez que la releo), etc. A mí, el hot jazz me transporta a un estado de receptividad creativa muy especial. Puedo estar escuchando este tipo de música por extensos lapsos de tiempo sin jamás agobiarme. Esa improvisación, la magia que hay ahí, es absolutamente maravillosa (porque no encuentro rastros de lógica alguna, surge como out of the blue). Milagro sostenido. Locura, creatividad y un goce por lo lúdico.
[RJ]: ¿Y la música psicodélica?
[AM]: Lo mismo ocurre con ciertas bandas psicodélicas de los años sesenta, aunque acá es otra apuesta, otra colocación, desde luego. The Incredible String Band, The Maze, la figura inclasificable de Syd Barrett, Universe, The Fallen Angels, Anaconda, Graffiti, The Rubber Memory, Mark Fry.
Y ahora que mencionás los modos en que este tipo de estímulos puede afectar procedimentalmente, la música, en especial jazz o psicodelia, en mi caso, me deja en un estado casi catatónico, donde me dejo llevar por ciertas imágenes, que, si soy lo suficientemente paciente, se van concatenando, hasta improvisar cierto hilo narrativo. Una suerte de partitura barrocodélica. Un misterio luminoso lo escribí íntegramente escuchando varios discos de Sitting Bull, The Maze y Jefferson Airplane. Escribí la nouvelle en tres días. Me levantaba alrededor de las 6 y para las 7 ya estaba escribiendo hasta el mediodía y luego hacia cada atardecer de cada intensísima jornada tenía resuelto un tercio del relato/flujo narrativo. Fue la única vez que hice algo así o casi la única. Pero no me lo propuse, sentía que lo necesitaba, que era lo correcto estar haciendo eso. Me sentía estar tocando algún instrumento, cuando en realidad estaba ante la compu escribiendo, borroneando, avanzando de a tramos, víctima de una suerte de fiebre creativa. Hice lo mismo los dos días siguientes. Fueron en total, veinte o treinta paginitas cuando mucho, pero todas estaban atravesadas por una intensidad rítmica única. Luego continué trabajando el borrador, pero escribí el corazón del texto, digamos que bajo el estímulo de esa música encantatoria, la repetición de esa música mágica, hasta tenerla completamente asimilada. Quién sabe. Pero en lo procedimental, que es lo que nos incumbe, cierta música opera sobre mí de un modo muy especial. Como si fuera una sustancia psicotrópica. Me dicta imágenes como visiones.
[RJ]: Otra que misterio luminoso: ¡siempre hay un libro tuyo más que no conocía! ¿Y a tu obrar lo ves conectado con otros autores? Te lo pregunto porque la sensación que tengo es que tu trabajo es bien solitario y más bien lo que hace es proliferar y abundar una especie de dignidad del procedimiento en su variación, de manera tal que no cierre y cristalice en un estilo en particular, es decir, se inscribe intencionadamente contra cualquier atisbo de “la marca Augusto”. Sobre todo, siendo alguien que, como crítico, se ocupa de reseñar a incontables autores. Te podés detener en apuestas que para mi impaciencia serían convencionales. ¿Sos más paciente con la obra de otros que con la propia?
[AM]: Siempre me interesa saber lo que se escribe en la actualidad. Hay una curiosidad innata en mí, lo admito, por querer descubrir y asimilar cualquiera sea el grado de singularidad que ellas tengan para ofrecer. Siempre hay algo digno por rescatar en todos los libros, por más flojos que éstos sean. Y en cuanto a si la crítica lograra caratularme o etiquetarme bajo algún rótulo, nada me desmotivaría más, porque eso significaría que la búsqueda llegó a su fin. Habría fracasado tras la previsibilidad de la repetición. Ergo, game over.
Sobre si siento mi obrar conectado (o no) con el de otros autores: sí, aunque con ciertas obras de distintas latitudes y épocas en el tiempo. No, netamente con autores específicos. Algunos pasajes tonales de la única novela de Roque Dalton, tal vez ciertos poemas de Rodrigo Lira o Paulo de Jolly, fragmentos de Enrique Molina, del Catatau de Leminski, páginas del Morirás lejos de José Emilio Pacheco, o de Unica Zürn —muy en especial su novela Las trompetas de Jericó— o de Cómico de la lengua de Néstor Sánchez. También cierto objetivismo al ras hallado en Farabeuf de Salvador Elizondo. Pero no siento, por lo general, atracción legítima hacia autores específicamente, insisto. Soy demasiado inestable, tal vez. A mí, el cine de la nueva ola checa (la Nova Vlná), por ejemplo, me sigue inspirando. Las imágenes reveladoras de Juraj Herz, Karel Zeman, Pavel Juráček o Věra Chytilová son muy poderosas. Y cosa rarísima, a ellos sí los veo más directamente conectados con lo que hago, que con lo que se escribe por estos lares actualmente —digamos 1989, en adelante. El montaje que ellos manejan, para mí, va muy en relación con la velocidad con que construyo mi propia sensibilidad siempre en fuga. La praxis del desvío.
*(Buenos Aires-Argentina, 1980). Narrador, poeta, traductor, editor, y periodista. Publicó más de treinta libros, entre otros: El cráneo de Miss Siddal (2011, 2012), Gesta Cornú (2013), Noche soleada (2014), Camino de las Damas (2014), A la hora de la siesta (2016), El baile del enlutado (2017), Celuloide (2018), El busto de Chiara (2018), Las cartas secretas de Georges de Broca (2019), Los soñantes (2019), Incrustaciones dubaitíes (2019), El rapto de Helmut Kelsen (2020), Un misterio luminoso (2020), El sueño de un poema (2020), Ficciones supremas (2021), La casa flotante (2021), Lucía en verano (2022), Galope de nubes (2022), desbordes (2022), ¡Intríngulis – Chíngulis! (2022) y lenguatomada (2023).