Por (los abajo firmantes)
Crédito de la foto www.generadordememesonline.com
Cinco ideas alrededor de un (micro) debate
sobre poesía peruana
Un segmento de la poesía peruana ha entrado en debate. Es un debate que involucra a no más de veinte escritores, casi todos hombres, limeños, occidentalizados y de sectores medios. En tal debate no están incluidos los colectivos que reivindican una poesía feminista (si es que la hay); tampoco el conjunto de insularidades o movimientos activos en provincias, o los poetas indígenas en lenguas distintas al “español”. Este debate congrega, más bien, a un segmento de lo que suele llamarse “poesía peruana” y tiene como protagonistas a una pizca de escritores limeños. Esta contextualización es necesaria para no caer en el manido error del centralismo que asume que Lima es el Perú, o que la Av. Venezuela es Lima, como parece asumir el poeta sanmarquino Roberto Valdivia en el artículo que ha dado pie a este debate.
En este artículo publicado en el diario El Comercio (4.3.18), Valdivia reivindica lo que “[…] parecen los primeros pasos de un posible movimiento cultural” que se inspira en la poesía pos conceptual norteamericana y en movidas latinoamericanas que tienen en común el uso de plataformas virtuales y de contenidos que son intervenidos para crear una suerte de e-poesía. Se reclaman huérfanos de referentes canónicos y reniegan de lo que llaman la desprestigiada “vía oficial” de circulación. Valdivia postula una (pseudo) categoría para su mancha poética a la que denomina “lo sentimentalito”, pero no logra convencer acerca del valor explicativo de esa etiqueta, y tampoco justifica que este rótulo aporte al debate literario más allá de la autogestión en las redes sociales, el confesionalismo y la apropiación acrítica a la hegemonía de lo pop y lo online. En suma, Valdivia parece apresurado por hacer poesis con esta, su camada de poetas del Internet, y para llamar la atención (al estilo “Alt Lit”) ha elegido el camino más rápido, el de la confrontación retórica exenta de argumentos y evidencias. A continuación, desempacamos nuestra crítica hacia los supuestos de ese artículo y a los que Valdivia utiliza para reivindicar su idea de lo que es la poesía aquí y ahora.
(1)
Valdivia confunde la parte con el todo cuando presenta su artículo como un “breve manual para entender los rumbos que ha tomado la nueva poesía peruana”, agregando que “la casi inexistente crítica” ha prestado poca atención a los nuevos proyectos escriturales de los millennials peruanos; pone el caso de algunas revistas web y escritores noveles como puntas de lanza de ese movimiento. Sin embargo, el poeta no ofrece evidencia a favor del “catálogo” que ofrece (a excepción de la poeta Valeria Román), y solo se limita a sugerir que el problema son los otros, es decir, el resto del mundo. Como si su solo dicho bastara, Valdivia atribuye a la crítica una ceguera conceptual que no puede-ver lo que él quiere-ver que sucede en (y con) la poesía peruana reciente. Mala estrategia. Pareciera que Valdivia está haciendo una hagiografía de su propia escritura y de la poesía que practica con los patas de su barrio cibernético. En lugar de disputar algunas ideas sedimentadas en la mentalidad de los críticos literarios, Valdivia opta por no ofrecer una sola idea acerca de la pertinencia de seguir usando las herramientas críticas vigentes en la academia local. Es el caso del estructuralismo, el poscolonialismo, las teorías feministas, el neoindigenismo, es decir, ese conjunto de categorías útiles, o poco útiles, para explorar las “nuevas” voces de la poesía peruana. Tampoco hay en su artículo referencia al deconstruccionismo, marxismo, amerindianismo o excepcionalismo, o a los estudios transatlánticos, como herramientas que podrían ayudarnos a identificar a los movimientos que Valdivia dice haber detectado en sus incursiones limeñas. Una crítica que intente ser sólida ameritaría, al menos, esbozar o plantear alguna de estas categorías para fundamentar cualquier crítica a la crítica. En contrataste, nuestro poeta solo menciona a escritores norteamericanos y tendencias de moda, apuntando quizás a prestigiar su deseo de otorgarle un valor (casi) ontológico a los memes y gifs como nuevos recursos lingüísticos de la poesía peruana. Creemos que este es un malentendido metonímico. Una cosa es reconocer la penetración cultural de las redes sociales en Latinoamérica y en el Perú (que son comunidades imaginadas), y otra distinta es pretender radiografiar la poesía local -como él lo hace- solo a partir del entertainment occidental y de la oralidad-de-la-escritura-digital, como si esa punta del iceberg fuera un argumento atendible para examinar los nuevos vientos de la poesía peruana. Si ese es el debate político-artístico que Valdivia ofrece (y que el colectivo Anima Lisa asume -creemos equivocadamente- como “valioso”), le sugerimos replantear la base sobre la cual pretende ejercer una crítica a la crítica y su intento por ensamblar una vista panorámica de la poesía peruana reciente. Dicho de otra forma, en nuestra opinión la “Alt Lit” y Tao Lin son solo comida chatarra.
(2)
A nivel de subtexto, a quien Valdivia parece proyectar como destinatario de su artículo es al escritor J. C. Yrigoyen, como representante de lo que Valdivia llama la “vía oficial”, si es que ello existe. Pensamos que hubiera sido más honesto nombrarlo en el artículo, en respuesta a esa aparente necesidad de que Yrigoyen lo mencione y apruebe su escritura o la del colectivo Sub25. Si bien es cierto que el crítico se ha mostrado reacio a debatir con Valdivia (y con el colectivo Anima Lisa), creemos que Valdivia perdió la oportunidad de decir algo valioso en El Comercio y de nombrar directamente a la persona objeto de sus críticas. En nuestra opinión, este es un segundo malentendido metonímico. Valdivia confunde lo privado con lo público, las opiniones con los argumentos, y la ironía con el chiste intrascendente. Al referir que “el nervous young man es una suerte de personaje posirónico -hastiado de los posmoderno inteligente y cínico…”, generaliza hasta el hartazgo, no considera los lugares de enunciación que gatillan esos fraseos, ni tampoco las diversas escrituras envueltas en otros lugares de enunciación, y opta por hacer una lectura nominalista y esnobista (¿posirónica?) de la poesía peruana. Nominalista porque en lugar de debatir contra un conjunto de ideas o sectores que sub-representan lo que Valdivia busca representar, prefiere hacerlo con las ideas de una sola persona, sin disputarlas explícitamente encubriéndolas e imaginándolas como parte de la retórica oficial. Y esnobista porque asume que su juventud es ya una forma de transgresión y experimentación, olvidando que son los poemas -en el terreno de la creación-, los argumentos -en el terreno de las ideas-, y los gestos transgresores -en el terreno de los medios-, los que se defienden por sí solos frente al conservadurismo de la crítica. Ciertamente, si el empeño que desde hace meses exhibe Valdivia es solo “cuadrar” intelectualmente a Yrigoyen, no habría problema alguno con ese propósito. El problema surge cuando al parecer disfraza sus rencillas privadas con un autobombo público, y sugiere que su artículo representa un “parte aguas” de la poesía peruana reciente. Valdivia parece arrogarse un experimentalismo y vocería de algo que no existe, o si es que existe lo es en ciernes (como él mismo acota en su artículo), pero lo empaqueta como la evidencia que justifica la elaboración de “un breve manual para entender los rumbos que ha tomado la nueva poesía peruana”. Tamaña pretensión para no exponer ningún fundamento, a excepción de justificar una supuesta rebeldía poética por el solo hecho de su juventud escritural, impresiona para mal.
(3)
Un tercer malentendido ocurre cuando Valdivia confunde el universalismo con el particularismo. En el artículo en comentario existe una afirmación soterrada acerca de la importancia de considerar los contextos específicos para la evaluación de la producción escritural. Sin embargo, casi todas sus afirmaciones y referencias son de corte universalista, expresión de modas literarias y funcionales al statu quo. Para nadie es novedad que el Internet, las redes (anti)sociales, los memes, los gifs, emoticones y Starbucks son, entre otros, los pilotos de la globalización capitalista del s. XXI, es decir, de la idea según la cual somos-ciudadanos-del-mundo-con-distintas-opciones-de-elección-de-consumo. Si bien es cierto que los medios son el mensaje (McLuhan) y que estas plataformas producen, reproducen y aceleran procesos sociales y ayudan a amplificar proyectos culturales, también es cierto que el nivel de penetración de internet en el Perú no sobrepasa el 50% del total de nuestra población. Es indudable, nuestra realidad es muchísimo más compleja que la pura estadística, pero es de mal gusto que Valdivia pretenda presentar sus juicios de gusto como lo “ya-no-ya” de la poesía peruana, más aún cuando no considera la diversidad de referentes, contextos y significantes dispersos en los entramados que los modelan. Queremos llamar la atención sobre esto último porque Valdivia hace uso (consciente) de las herramientas virtuales y, como consecuencia, se imagina experimentalista y revolucionario, pero ni su artículo en El Comercio, ni su plataforma de poesía, ni su retórica subjetivista cargada de memes y gags parecen apuntar hacia esa dirección. Algo que además sorprende en alguien que, como Valdivia, tiene una voz interesante en poesía. Visto así, proponemos repensar la producción y circulación escritural a partir de la diversidad contextual que la rodean. Es el caso que en el Perú existen por lo menos 55 pueblos originarios, 7 millones de indígenas, 40 lenguas en proceso de extinción (cada una con sus poetas), relaciones comunitarias que aún no han sido penetradas por los selfies, y un conjunto de creencias, saberes y prácticas que aún son ajenas a las narrativas dominadas por el occidentalismo. Asimismo, en el ámbito de la academia, conviene también realizar una autocrítica al impulso de explicarnos las diversidades nacionales y culturales (y algunos fenómenos transnacionales) solo a partir de los estudios culturales, las posmodernidades, los estudios de género, la interseccionalidad, y la porosidad de algunos conceptos convertidos en moda y aplicados -a veces- de manera acrítica. Paradójicamente, la posmodernidad viene tomando la forma de una premodernidad segmentarizada en burbujas virtuales: ahora todos tienen algo que decir, una opinión valiosa sobre algo, y las armas de defensa contra la crítica suelen apelar al relativismo, al chiste barato, al #TuOpiniónImporta, y a un concepto (mal entendido, pensamos) de tolerancia y respeto por el otro, aunque ese otro te escupa en la cara. Por favor, dejémonos de estupideces.
(4)
Existen otros malentendidos metonímicos, pero por falta de espacio nos enfocaremos en la ideologema del “pos”. Pareciera que Valdivia se ha comido completa la retórica de la muerte sociológica de Dios (Nietzsche), la muerte de la metafísica (Heidegger), la muerte del sujeto (Foucault) y todos los giros lingüísticos que han surgido en el camino. Siendo honestos, quienes escribimos este artículo estamos bastante de acuerdo con estos diagnósticos. Sin embargo, con lo que no estamos de acuerdo es con la inclinación -subtextual- de imaginar que el Perú es Alemania, Francia, Inglaterra o EE. UU., ni tampoco que somos miembro «caleta» de los BRICS. Valdivia seguro lo sabe: nuestros procesos sociales son muy distintos y -quizá- más complejos que los de esas naciones. El academicismo puede creer lo que quiera pensar, pero el sustrato real es que los ideologemas de nuestro país son el resultado de la imbricación violenta entre lo formal e informal, lo urbano y lo rural, el centro y los márgenes, lo blanco y lo negro, y todos los rangos posibles en esa paleta “achorada” y conservadora que dibuja el escorzo de nuestro país dominado por la corrupción, la violencia de género, la papa a la huancaína, el Photoshop y los #JuevesDePatas. Para decirlo claro: las narrativas hegemónicas locales aún siguen modeladas por la existencia de Dios, el valor de la metafísica y la criollada de los sujetos como valores inalterables. Es innegable que hay una desorientación social, pero estos ideologemas se mantienen inquebrantables en el Perú. Porque el hecho de contar con cierta penetración del Internet no dice tanto de nosotros mismos, como del orden hegemónico mundial que proyecta virtualidades. En el Perú, más bien, conviven en tensión el Rock and Roll con los huaynos ayacuchanos, la música pop con el reguetón, la ideología del mestizaje y las realidades indígenas, los cholos, los (autodenominados) mestizos, los afrodescendientes, la diversidad sexual, y las insularidades de quienes quieren creer que están al margen de los conceptos, o in medias res. Rastreadas así las cosas, ¿por qué tenemos la tendencia a explicarnos las realidades locales a punta de teorías que no hacen justicia a nuestras circunstancias? No es este un llamado a desvincularnos de las teorías y prácticas de occidente, sino a continuar con la construcción de un pensamiento propio, en línea directa con una epistemología del sur (Viveiros de Castro, Boaventura de Sousa, Mercedes Cabello, Quijano, Rita Segato, et al.).
Desplazando la discusión -y con fuerza-, Latinoamérica en general y el Perú en particular pueden ser rotulados como un anti-género literario, y nuestros aportes más potentes a la historia de la literatura creemos que son el boom latinoamericano, la poesía neobarroca, el concretismo brasileño, los indigenismos, el neo-policial sin ley, y algunas insularidades de peso (Churata, Vallejo, Martín Adán, Varela). Visto así, tenemos la convicción que la retórica -desmedida- del “pos” en el ámbito de la literatura hace bien al ego, al cortoplacismo y al deseo de sentirse incomprendidos para rebelarse en contra de algo, pero frena con eficacia los procesos reales de transformación literaria, legitimando en el terreno de la creación una suerte de acomplejamiento escritural que hace que las escrituras no se reconozcan como tales. Pongamos el caso del mote de las “pos-escrituras”, que es algo así como una escritura que se avergüenza de sí misma; algo así como el novelista que se avergüenza de ser novelista, o el poeta que se avergüenza de llamarse poeta. Y en el camino se producen garabatos, chillidos, emoticones, memes y una retórica que busca prestigiar una falsa novedad. Por supuesto, este marco epistémico es funcional para estos escapismos: una posmodernidad mal entendida que respeta todas las opiniones a costa de renunciar a los argumentos y a la creación. Algo así como buscar la transformación social a punta de memes, burbujas y golpes en el teclado.
(5)
Planteadas estas referencias, quizá no quede mucho por decir acerca de la etiqueta que Valdivia propone para definir su escritura. Nos referimos a la no-categoría de “lo sentimentalito”. La argumentación cae de madura. Es esta una noción irrelevante para la producción literaria. Esta no-categoría no es útil para describir, explicar, analizar y proyectar cualquier escritura, cualquier grupo literario y, más aún, el escorzo de la poesía peruana. Conviene recordar que casi todas las categorías que han tenido lugar en la historia de la literatura poseen un género y una diferencia específica que las identifica (chúpate esa, Aristóteles), que las distingue y legitima como tales, y cuya especificidad nos permite continuar indagando en el soporte textual que las sostiene. Como resultado de estas indagaciones realizadas por la crítica (y evidentemente por los mismos creadores), existe una legitimación histórica de un conjunto de movimientos literarios como el “simbolismo”, “modernismo”, “indigenismo”, “coloquialismo”, “concretismo”, la idea de “generación”, e incluso la porosidad del “neobarroco”, que han empujado la discusión y transformación escritural. O sea que cada una de estas corrientes literarias -construidas sobre la base de categorías- nos han permitido aproximarnos a una diversidad de escrituras para luego encallar en la especificidad explosiva de cada una de ellas. Es este el campo de batalla de la teoría puesto en práctica en la escritura. Limite y posibilidad. Sabemos que cualquier categoría o concepto reduce la realidad analizada, pero al hacerlo, ayuda a comprender los límites de la reducción para luego reventarla. Visto así, promover una lectura de la “poesía peruana” en términos de “capricho” (“una forma hasta cierto punto caprichosa de revisar la poesía peruana es verla…”, dice Valdivia) es puro despropósito y representa un paso de cangrejo en la escena artística. No basta con pronunciar palabras para producir realidades, a no ser que ese ejercicio venga acompañado de fuerza argumentativa e intuitiva. Una praxis.
En tiempos donde predominan los laboratorios de ideas, los talleres de cerveza artesanal, las postescrituras, las referencias pop y los hashtags, a veces es mejor dudar del experimentalismo si no viene acompañado de una autoconciencia radical del lenguaje, un conocimiento serio de las vanguardias poéticas, de la realidad social que las acompaña y de los alcances y límites de las plataformas virtuales. A nosotros también nos fascina la irreverencia, la orfandad lúdica, los alaridos, la ruptura con lo oficial, la denuncia, pero todo eso debe estar respaldado por una escritura medianamente solvente cuando, hasta ahora, lo que leemos son retóricas gaseosas que se benefician del espectáculo que ofrecen las burbujas del Internet y que ahora parece que pretenden aparentar una «seriedad» al caer en un soporte impreso. Dicho esto, reconocemos en Roberto Valdivia y en su colectivo de poesía el ímpetu y las ganas de alzar la voz, de plantar la cara y no rehuir al debate, además de una escritura propia que dice más de lo que desdijo en su artículo de El Comercio. En todo caso, si Valdivia cuenta con ideas que fundamenten su “crítica”, y que no mencionó por considerarlo irrelevante o por falta de espacio, sería estupendo que utilice su plataforma web para expandir su crítica todo lo necesario y para que su aparición en prensa no solo quede como puro rumor mediático. Hay escritura.
Luis Enrique Mendoza Mario Pera Bruno Pólack