Blanca Varela: El filo de la voz, por Peter Elmore

El presente texto fue publicado originalmente por su autor en el suplemento «El Dominical» del diario El Comercio, el 06 de octubre de 2007.

 

Por: Peter Elmore*

Crédito de la foto: Baldomero Pestana

 

Blanca Varela: El filo de la voz

 

 

Lúcida e intensa, incandescente y enigmática, la obra poética de Blanca Varela está entre las más altas y valiosas de la lírica hispanoamericana del siglo XX. Compañera de los poetas de la generación peruana del 50 y cómplice de los surrealistas en el París de la posguerra, Blanca Varela ―y no sólo por el hecho de ser mujer en medios mayoritariamente masculinos― no se confundió nunca entre los grupos de sus interlocutores y sus pares. Desde temprano, la vocación de su escritura se reveló radicalmente contemporánea y, al mismo tiempo, ajena a cualquier entusiasmo gregario.

El libro inaugural de Blanca Varela, Ese puerto existe (1959), lleva un prólogo consagratorio de Octavio Paz y, aunque es la primera entrega de la poeta, se trata ya de un libro maduro. El trabajo creativo de diez años, denso y decantado, se concentra en un volumen cuyo título es, según ilustra una anécdota bastante conocida, hijo de la amistad y el azar. Puerto Supe se iba a llamar el libro, pero Paz ―que ignoraba la existencia de ese pueblo costero en el norte del Perú― opuso reparos, creyendo que se trataba de un nombre forzadamente simbólico. El título definitivo surgió cuando Blanca Varela le aclaró al poeta mexicano que ese lugar, en efecto, existía. Sitio de la imaginación y la experiencia, el ámbito del poemario tiene su origen en la geografía y la historia, pero la alquimia de la palabra lo transfigura hasta el punto de transformarlo en un territorio alucinado e íntimo.

 

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Blanca Varela.
Barranco, 1988.
Crédito de la foto: Herman Schwarz.

 

La voz poética no es, por lo demás, una emanación de la biografía. Así, el yo que habita los poemas de Ese puerto existe es masculino. Máscara y doble de la poeta, esa persona lírica declara tanto su arraigo en el litoral como su soledad: «Aquí en la costa tengo raíces,/manos imperfectas,/ un lecho ardiente en donde lloro a solas», dicen los versos finales del texto que abre el libro.

Planteada ya la situación existencial del hablante, Ese puerto existe se ofrece como un drama compuesto de soliloquios: a la vez delirante y ascético, el yo entrega fragmentos de su iniciación en el oficio y el misterio de la poesía. «Junto al pozo llegué,/ mi ojo pequeño y triste/ se hizo hondo, interior», se lee en «Fuente». Esa transformación de la subjetividad trasciende la rutina cotidiana, pero no la experiencia de lo real. De hecho, en la encrucijada de lo interno y lo exterior, en la brega por establecer el propio ser y estar en el mundo, es que se halla el centro de gravedad del poemario. «¿Asumir la realidad? Más bien: asunción de la realidad», escribió Octavio Paz, con perspicacia, a propósito de los poemas de Ese puerto existe. Sin duda, esa «asunción de la realidad» supone la actividad de una conciencia que, con insistente rigor, encara al mundo y se examina a sí misma. Uno de los efectos de esa operación reflexiva es, inevitablemente, el desdoblamiento del propio ser: «Hallaré la señal/ y la caída de los astros/ me probará la existencia de otros caminos/ y que cada movimiento engendra dos criaturas,/ una abatida y otra triunfante/(…)», dice la voz poética en «La lección».

 

Dobles y pares

El motivo de la dualidad recorre e inquieta toda la obra de Blanca Varela. «Cuál es la luz/ cuál la sombra», pregunta con lacónica ironía el yo en «Reja», de Canto Villano (1972-1978). Una reflexión afín se halla en un pasaje de El libro de barro (1993-1994): «Digo isla y pienso en mar. Digo mar y pienso en isla ¿Son lo mismo?». Un pacto vincula a los elementos y los torna indesligables: en los dominios de la imaginación, la ley de la contigüidad es la que rige. El imán de la cercanía hace que los términos no sólo se necesiten recíprocamente, sino que los roles sean ―en cierto modo― intercambiables. En los lazos de parentesco, esa mudanza de posiciones cobra un sentido más desgarrado, más urgente. Así, la hija que apostrofa a la madre, sin rodeos ni falso pudor, en el extraordinario poema inicial de Valses y otras falsas confesiones (1964-1971) es también la madre que, con amarga ternura, se dirige a su hijo en «Casa de cuervos», de Ejercicios materiales (1978-1993).

La otra cara de la moneda de la identidad es el asombro que despierta el propio cuerpo: «Extrañeza de la propia mano, la que toco. La ajena mía. Eso existe. Zona inexplorada de la carne íntima. Otra tierra en la tierra. Eso en la soledad del cuerpo tendido en la noche», se lee en El libro de barro. La de Blanca Varela es, así, una poesía del re-conocimiento: no se orienta hacia un trasmundo metafísico o utópico, sino que redescubre esa otra «tierra en la tierra» en la cual se respira, se siente, se piensa y se sueña. Como otro gran poeta de la generación del 50, Jorge Eduardo Eielson, o como César Vallejo en Trilce, Varela escribe de (y desde) la descarnada conciencia de un misterio: el de la existencia física, carnal. «Soy un simio, nada más que eso y trepo por esta gigantesca flor roja», declara la voz poética en «Primer baile», de Ese puerto existe. El ánima es una criatura del animal. Se comprende entonces que Ejercicios materiales evoque en su título, con acusado contraste, los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, de un modo análogo a aquél en que Noche oscura del cuerpo, de Eielson, remite a la poesía mística de San Juan de la Cruz.

 

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Radical y visceral, la experiencia de hallarse en el mundo es la que alimenta a la imaginación verbal: «Hay una rueda, hay algo que nos obliga a brincar, a buscar un sitio, a perderlo, a llamar ‘mi casa’ al cubil y ‘mis hijos’ a los piojos. Santa palabra», se lee en la sexta estancia de «Primer baile», de Ese puerto existe. El cuerpo que habita y es habitado se revela aquí femenino, aunque en esa etapa temprana de la poesía de Varela el yo sea gramaticalmente masculino. Décadas más tarde, en «Casa de cuervos», hogar y maternidad se estrechan en la metáfora que apela al hijo y expresa el desamparo de la separación: «Así este amor/ uno sólo y el mismo con tantos nombres que a ninguno responde/ y tú mirándome/como si no me conocieras/ marchándote/ como se va la luz del mundo/ sin promesas/ y otra vez este prado/ este prado de negro fuego abandonado/ otra vez esta casa vacía que es mi cuerpo/ adonde no has de volver».

 

El silencio expresivo

Ni cívica ni sentimental, la poesía de Blanca Varela desdeña la grandilocuencia: su estilo no es caudaloso. El emblema que ilustra a esta poética no es el río, sino la fuente. En el cauce del verso o del poema en prosa, así como cuando se condensa en el aforismo o se despliega en la interpelación, el lenguaje de Blanca Varela se distingue por la rica nitidez de su textura. «Vuelvo otra vez. Pregunto. /Tal vez ese silencio dice algo,/ es una inmensa letra que nos nombra y contiene/ en su aire profundo», se lee en un poema de Luz de vida (1960- 1963). La conjetura de la voz lírica señala una forma de entender el ejercicio y el sentido de la poesía. En efecto, la poeta no busca la proliferación y el exceso, sino la concentración y el despojamiento. Así, saber decir es aprender a no decir de más: «Nada suena mejor que el silencio/ nuestro desvelo es nuestro bosque», afirman dos versos del poema que da título a El falso teclado (2000), el último de sus ocho poemarios. Libre de hojarasca, la poesía de Blanca Varela canta y se decanta. En ella, la inteligencia de la pasión y la pasión de la inteligencia tiemplan la materia de un lenguaje que vibra y exalta, interroga y conmueve. Desde Este puerto existe hasta El falso teclado, la travesía de Blanca Varela es, sin duda, una de las más fascinantes en la lírica contemporánea de América Latina.

 

 

 

 

 

*(Lima-Perú, 1960). Licenciado en Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Perú y doctor en Literatura por la Universidad de Boulder (Colorado), en donde se desempeña como profesor de español y portugués. Ha publicado las novelas Enigma de los cuerpos (1995), Las pruebas del fuego (1999), El fondo de las aguas (2006), El último ensayo (2008) y El náufrago de la santa (2013); los ensayos Los muros invisibles (1993), La fábrica de la memoria. La crisis de la representación en la novela histórica latinoamericana (1997) y El perfil de la palabra. La obra de Julio Ramón Ribeyro (2002); así como colaboró con el grupo Yuyachkani en las obras Encuentro de zorros (1984) y Santiago (2000).

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