Vallejo & Co. reproduce el presente texto publicado por su autor, originalmente, en la revista Perro Negro, en junio 2015.
Por Pedro Casusol
Crédito de la ilustración ©Shila Alvarado
Ayahuasca y viaje en el tiempo.
William Burroughs en Sudamérica
Había escapado de México, donde debía afrontar el juicio por el asesinato de su esposa. William S. Burroughs estaba lejos de casa y se sentía un hombre invisible, etéreo, hospedado en un cuarto de la calle José Leal, en Lima, a inicios de mayo de 1953. Había venido al Perú buscando el ayahuasca, pero antes había planeado asentarse en Ecuador o en cualquier país “por debajo de la latitud 0°”, buscando un lugar “adonde realmente perteneciera”.
En 1952, desde México, escribió a su amigo Allen Ginsberg: “Sé que los rusos están trabajando en eso [el ayahuasca], y pienso que los americanos también”. En realidad, en la década de 1950 poco se sabía de la planta sagrada del Amazonas. La etnobotánica apenas si había posado su mirada en ella y pasaría mucho antes de que se convirtiera en motivo turístico. William Burroughs había leído por primera vez sobre el tema en “National Geographic o New York Enquirer o algún tonto periódico tabloide”, como recordaría Ginsberg en Burroughs Live.
Pero ¿quién era William Burroughs? Todavía no un escritor publicado. Había estudiado Antropología en las universidades de Harvard y Columbia. Había tomado cursos de arqueología y etnología en la Universidad Nacional Autónoma de México. Su primera novela, Junkie, estaba siendo impresa mientras él se encontraba en Perú. Recién saldría publicada en julio de 1953, en una edición barata, con el seudónimo de William Lee.
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Conoció a Lewis Marker en un bar de Ciudad de México y lo convenció de hacer juntos un viaje de dos meses por Sudamérica para buscar la “telepatina”, ayahuasca, yagué o “vino de los muertos”. La aventura inició en México, siguió por Panamá hasta descender por Colombia hacia la selva amazónica, pero para cuando llegaron a Ecuador la relación se había desquebrajado. Marker no era homosexual, o no se reconocía como tal. Al final nunca encontraron el ayahuasca. Regresaron a México apestando a derrota.
Poco después sobrevino el asesinato de Joan Vollmer. La esposa de Burroughs parecía aceptar la homosexualidad de su marido y compartía con él su adicción a las drogas, en especial a la heroína y a la bencedrina, que consumía a diario. Una tarde de setiembre asistieron juntos a una reunión, a la que Burroughs acudió con un arma que pretendía vender. Entre vasos de ginebra Oso Negro, le propuso a Joan “hacer nuestro acto de Guillermo Tell”. Colocó el vaso a medio llenar sobre su cabeza y sacó el revólver calibre 38 de su funda.
“No puedo mirar, no soporto ver sangre”, fueron las últimas palabras de la mujer con la que Burroughs había compartido una casa y un hijo, el pequeño Billy, así como la custodia de la hija mayor de ella. La bala le pegó en la frente a Joan y el vaso quedó tirado sobre el piso del departamento. Marker, que había estado presente en la reunión, declaró como testigo en el juicio por homicidio y varios meses más tarde, luego de que Burroughs lograra su libertad bajo fianza, el joven viajó de regreso a su casa, en Florida, para nunca volver con él.
Entonces comenzó la histeria.
“Debo ir”, le escribía a Ginsberg, “debo encontrar el ayahuasca”.
Sabía que se trataba de un brebaje que concedía visiones y que tenía poderes curativos. En cierta forma, Burroughs siempre había sido un hombre obsesionado con la telequinesis y los poderes telepáticos. Escribió a Ginsberg hacia fines de mayo de 1952: “Tengo presentimientos sobre esta expedición a Sudamérica. No sé por qué, excepto que parece una especie de último intento de cambiar los hechos. Bueno, a ver*”.
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Al final de Junkie, el personaje principal anuncia su interés en ir a Sudamérica en busca de la pócima: “El ayahuasca tal vez sea el chute definitivo”. Lo cierto es que podría haber sido “the final fix” o una puerta al infierno: lo mismo le daba. Había perdido la custodia de su hijo, asesinado a su esposa y perdido al gran amor de su vida, Lewis Marker.
Tras pedir dinero a su familia –los acaudalados Burroughs de Saint Louis, Missouri–, viajó a Sudamérica, esta vez solo. En Pasto, Colombia, conoció al doctor Richard Schultes, quien hoy es considerado uno de los padres de la etnobotánica. Completó un viaje de cinco semanas por el Putumayo, tuvo problemas con el pasaporte y sufrió un cuadro de malaria, antes de poder convencer al doctor Schultes de que lo incluyera en una expedición oficial, la Anglo-Colombian Cacao Expedition.
El botánico Paul Holliday lo describe en su diario de viaje como un hombre “alto, flaco, lánguido” a quien “una firma ha comisionado para escribir un libro sobre narcóticos”. Días más tarde, Holliday describiría la primera toma de ayahuasca de William Burroughs:
“El viejo indio ingano le dio un vaso lleno de la cosa (una mezcla de dos alcaloides de una planta salvaje), y quince minutos después lo envió totalmente fuera de sus cabales: violentos vómitos cada pocos minutos, pies entumecidos y manos inútiles, incapaz de caminar en línea recta […]. Regresó al hotel alrededor de las siete de la mañana después de una noche bastante horrible”.
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En la capital del Perú, Burroughs estaba dispuesto a llegar al fondo del asunto. Había escrito los primeros borradores de un artículo que nunca llegaría a publicar y su mirada estaba puesta en la selva peruana, donde sabía que podía encontrar una nueva fuente de ayahuasca. Mientras salió a conocer la ciudad, el centro de Lima y el Mercado Central.
Hospedado en el Hotel Bolívar, disfrutó de buenos restaurantes, clima agradable y vida barata. “Lima es la tierra prometida de los muchachos”, escribió a Ginsberg. “No he visto nada parecido desde Viena en el 36”. Le gustaba el Barrio Chino, donde veía factible conseguir heroína, y por pocos dólares americanos convencía a chicos a que fueran a dormir con él. A la mañana siguiente siempre se encontraba con que le habían robado las cosas más absurdas: reloj, navajas, anteojos, cuchillos, cheques de viajero…
Permaneció en Lima poco más de un mes, esperando que le llegara dinero de los Estados Unidos. Escribía de manera desordenada. Esperaba publicar su artículo en la revista Life y mandaba textos a Ginsberg, que fungía de agente literario. Aquí escribió por primera vez una rutina, recurso que adquiriría protagonismo en su obra maestra, Naked Lunch (1959). El texto se titula “Roosevelt tras la toma de posesión” y Burroughs lo adjuntó en una de las cartas que envió a Allen Ginsberg a inicios de junio de 1953.
Describió Lima como “una ciudad de espacios abiertos, mierda desparramada en las calles y grandes parques, buitres pululando en el cielo violeta y niños pequeños escupiendo sangre en las calles”. Una semana después, habiendo agotado todas sus posibilidades en Lima, tomó un avión a Pucallpa.
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Su primera impresión fue la de una ciudad al final del camino. A orillas del río Ucayali fue fácil ponerse en contacto con alguien que lo llevara a una sesión. En una cabaña a las afueras de la ciudad, un chamán juntó a unas siete personas para sentarse en círculo, sirvió la mezcla y susurró ícaros a la copa antes de darle de beber a cada uno, nadie se movía ni hacía el más mínimo ruido.
Burroughs sintió calma. Luego la sensación se volvió indescifrable. Vislumbró un espíritu azul. Vio un rostro arcaico como una máscara. Sintió las mandíbulas apretadas, temblores en los brazos y en las piernas. Temiendo un mal viaje, se tomó diez gramos de fenobarbital y cinco gramos de codeína. Pocos minutos después los síntomas desaparecieron y se sintió perfectamente normal, pero con ganas de irse.
“El señor quiere marcharse”, le dijo el chamán sin que Burroughs hiciera algún gesto o dijera una sola palabra. De hecho, estaba tan oscuro que ni siquiera podían verse.
Al día siguiente volvió para comprarle botellas con ayahuasca. El chamán no tuvo ningún reparo en mostrarle la preparación de la pócima. Tan simple como hervir ramas frescas de la liana junto a unas hojas que Burroughs identificó como un agente catalizador: la chacruna.
“¡Paren las prensas!”, escribió a Ginsberg al día siguiente. “Todo lo que he escrito sobre el ayahuasca está sujeto a revisión a la luz de esta nueva experiencia”.
El hombre invisible por fin estaba dispuesto a aceptar que los brujos guardan secretos.
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“Es la droga más fuerte que alguna vez he probado”, concluyó. Tomó unas cinco veces más hasta comprender que la experiencia no podía describirse con palabras, pero sí con pintura, “como un cuadro de Van Gogh”. Pasó el resto del viaje escribiendo notas que luego se convertirían en el artículo que nunca llegó a publicar.
“Ayahuasca es viaje en el espacio tiempo”, escribió a Ginsberg. “Se me ocurre que el malestar preliminar del ayahuasca es el malestar propio al ser transportado al estado del ayahuasca. H. G. Wells, en The Time Machine, habla de un vértigo indescifrable al viajar en el espacio tiempo”.
Tuvo que esperar a que pasaran las lluvias para dejar Pucallpa por tierra. Pasó dos días en Huánuco y regresó a Lima donde siguió escribiéndole a Ginsberg, a quien anunciaba un inminente retorno a Nueva York. Siguió saliendo con muchachos, al punto de que llegó a teorizar en torno a la identidad homosexual del peruano promedio.
Tenía que volver a México, una escala inevitable antes de los Estados Unidos. Pese a todo, el ayahuasca no le había permitido arreglar las cosas, salvar a Joan y su relación con Marker, a quien había escrito unas diez cartas sin obtener respuesta alguna. Pocos días antes de partir, percibió el dulce olor de la marihuana en los alrededores del Mercado Central.
Regresó a México a inicios de agosto, desafiando los controles migratorios y la condena que tenía por el asesinato de Joan, y buscó a Lewis Marker. “Parece que ha desaparecido bajo extrañas circunstancias”, comunicó a Ginsberg. Ahí recibió un ejemplar de su primera novela, Junkie, que marcaría el inicio de una obra tan extraña como experimental.
En Nueva York depositó todas sus esperanzas en una relación con Allen Ginsberg, pero se encontró con una dulce y piadosa negativa. Más que un viaje en el espacio tiempo, lo que Burroughs necesitaba era un poco de afecto. Después de ordenar sus papeles sobre su experiencia con el brebaje amazónico, se embarcó en un viaje que lo llevaría a Tánger, Marruecos, donde finalmente se convertiría en el escritor que estaba destinado a ser.
*En español en el original.