Por: Esther Ramón*
Crédito de las fotos: ©Jenni Arnau
Antología de poemas
de Esther Ramón (parte II)
Raíz
Línea que divide
la ventana.
Delgado hilo imperceptible,
a baja altura.
Si lo miras se borran los chopos,
el reverso blanco de las hojas
que muestra el viento,
las nubes verdes que se afinan.
Punición
Para no dormirse
con ojos de asesino
y matar conejos
con las manos del sueño,
decidió clavarse la hoja
del helecho,
acercó la sombra
de su palma extendida
a la otra sombra,
y dolía más
que el dolor.
Otra región
Cayeron las orcas
que volaban,
las risas de los niños
muertos,
como lanzas,
migraron los albatros
que miraban el agua
de plumaje blanco.
Ahora, para andar,
bastones de aislamiento
rozan de nuevo el suelo
como potros exhaustos.
Qué sabor elige la boca
llena de anzuelos.
Cuál es la distancia exacta
entre el cazador
y la presa sepultada.
Vivir sin casa,
sin toneles.
Vivir en la cascada.
Metamorfosis
Cuelgan las gaviotas boca abajo,
los murciélagos,
en la gruta del estiramiento.
Desde el observatorio inverso
el juego se complica.
Una señal y el vuelo dentro
de la nave que se encoge,
de la madera que se estira,
columnas de arena
en la caja del mirlo,
aún giran las poleas,
el doloroso chirrido
de las articulaciones.
La última idea es un gran vidrio
sin instrucciones.
Ya sólo quedan dos recipientes:
uno para lavarse las manos,
el otro para lavar los recipientes.
Batida
Cuatro los que
salen del bosque,
les crecen ocho piernas.
Lavan en la roca
cuatro palos,
clavados en la nieve
como señal
para el que está
solo y busca
en lo blanco.
Caja
Abierto el cuarto
de roca blindada,
despertado el caballo:
que recuerde su nombre
y el ritmo exacto
de sus cascos
sobre el hielo, la función
del viento en los muslos,
los leños tiznados,
las letras oscuras
que lo marcaron.
Firmes, las manos
se adelantan ahora
para agarrar
las bridas de seda
del capullo destejido,
y otro sonido
(un panal congregado
por las agujas)
lava la almohada
del durmiente,
y lo alza.
La sílaba metálica entra
en la sien que se oculta:
dentro un caballo
que no está muerto
ni enfermo,
una fila de cántaros
sellados,
un subsuelo de pasillos.
Al sacar el estilete, el globo
pierde aire y asciende,
trota en los pastos
azulados,
se afirma en el galope,
su jinete se agacha para
incendiar la hierba seca,
la madera húmeda
de las cuadras,
la boca abierta de las
cosechas.
Almacenaje
Han requisado
las mantas, las
pistolas,
las pieles de castor
en los tambores,
las botas de marfil
y las palomas.
El hielo se quiebra
y queda curvo,
las esquinas pulidas
reverberan,
los sonidos agudos
prenden fuego.
Todo se guarda
debajo del paisaje,
la acción de respirar
cae en desuso,
descansa en el nogal
lo que retorna.
No mata lo que
no muere,
no hay líneas rectas,
el granero escondido
late en torno.
Alimentos
Qué comer
en la plena superficie
de las pieles,
qué beber que no
resbale,
qué despensas para albergar
las sobras,
el pasto inverso que se clava
en la matriz del hambre
satisfecha.
Qué tipo de alimento
sin estómagos,
qué fracciones de carne
no nacida,
en qué brasas arrimar
los perdidos tubérculos,
qué horno cocerá,
a fuego lento,
tantos panes,
cómo subirá la levadura
de lo no viviente,
qué dicha trocearán
las no mandíbulas
en el recodo que anticipa
los alientos.
Limbo
Tampoco hay espera,
ni guantes que cubran
las manos.
En el jardín de los
términos medios,
las rosas crecen sin tallo,
asoman sus rojas cabezas
directamente de la tierra
humedecida,
con los ojos siempre entreabiertos,
siempre entrecerrados.
Evolución
En lo que crece,
una rama quebrada,
liquen coagulado
que espesa lo sólo vivo,
delimitando el espacio,
bebiendo los líquidos
corrosivos del tiempo.
Una cruz o hueso seco
que marca el desarrollo
de las articulaciones,
el avance vertical
del fémur,
que roe lo interno
y permanece plegado
en lo que ondea,
una pequeña cuchara
de madera, una aguja
abandonada en la
sutura, un bosque
detenido, agitación
del árbol, del pájaro
disperso, boca
siempre abierta
en el estuche intacto,
una vocal minúscula
que queda atorada,
y enciende cavidades
y moléculas, en el
descenso de inicio,
descreando.
(de Caza con hurones, Icaria, 2013)
-20ºC
Después de mirar
con el bosque,
las formas se enfriaron.
Cambió el nido,
los objetos caían
sin apenas moverse,
los ríos ofrecían
sus pieles de nutria
a los caminantes,
la sangre de los alces
se absorbía en sudor,
en piedras planas.
eran lechos de sal
que invitaban a
la inmovilidad
de las aves.
Eran tumbas
de castores,
pesebres,
cajas aromáticas,
cuerpos y dientes
del invierno.
QUÉ pájaro y a quién
pertenece.
Dónde está el nido
de origen, el salto
derramado,
el mugido del aire
en estos huesos.
A qué árbol subir
para caer en otra
forma.
Qué desobediencia
para no escuchar
los gritos de la
bandada,
para no migrar
y pastar la nieve,
y sentir sus copos
enterrando.
Ven, arranca estas
hierbas, estas plumas
de carne,
sin miedo en el salto
microscópico.
He guiado hasta aquí
al cortejo de moscas
y ahora escucho
las alas que se abren
dentro de la pulpa,
los conejos que roen
en su propio accidente.
Calzamos botas heladas,
por eso resbalamos.
Sabor ácido de la raíz.
Has comido, prisionero,
ya no puedes
regresar.
EN el país de las puertas barnizadas
vendemos silbatos de acero.
Ahora calla y escucha la sirena
de la fábrica en ruinas.
Ya es hora:
en las comidas una hilera
de trabajadores muertos
con escudillas vacías
entre las manos.
Tienen memoria del orden,
no recuerdan
que se acabó el alimento.
Voces de alarma
cerca de la fábrica de pan:
vendemos silbatos de acero
que cantan de noche como
pájaros fríos.
CIERRO la puerta
al eclipse de luna
que llama,
sin descanso.
Golpes helados.
Golpes helados
en la puerta.
Los vigilantes
del orden desfilan,
con linternas
y con estacas.
Me muevo dentro,
m u y d e s p a c i o,
acaricio el dorso
de las puertas,
su dolor,
llegan los gritos,
los relinchos,
el sonido
de la tela que
rasgaron.
Abro para mirar
al sol,
para cegarme.
25ºC
Es ahora,
la temperatura
se estabiliza.
los ruidos descienden
un escalón.
Ya no son nuestros,
ni están lejos.
La mano deshace
una cremallera
de sal.
¿Estamos muertos?
He decidido ser roja y blanca.
Nos lavan la cara,
la memoria.
Comemos manzanas.
DAME una barca
o un cuerpo
de madera.
He reconocido
la mirada del sol
por debajo
de la armadura
de hielo.
Van a abrirse
las aguas,
Manarán de la
piedra que murió
en mis muslos,
del pequeño gorrión
que cayó con las hojas.
Hemorragia del agua,
estertor de la
pequeña piedra.
Voy a escuchar
la palabra que inunda
las paredes del nido.
la señal de un guerrero
de pan, que se desmiga.
Un cuerpo de ramas,
como el tuyo.
De qué hablaremos
si nos cubre la tierra.
SI LO sueltan
en la boca del pozo
volará hacia abajo,
creerá que el agua
es un cielo con peso
que ya no sabe
respirar.
Plumas mojadas,
pegadas al cráneo,
precipitado al fondo
de la disolución,
quién los busca,
una partida de buceadores,
una bandada sumergida,
cuál es su piedra,
dónde cae el pájaro
inverso.
15.000.000 º C
Todo ocurrirá
dentro del huevo.
El pájaro futuro
se desprenderá
de su yema,
de su espora,
del clavo seminal.
Emergerá
un ser extraído
y blando,
todo vuelo,
tan caliente
y enfermo
como la médula
blanquecina del sol.
EL DIÁLOGO con las piedras
se inició de madrugada.
Con los dedos
palpé sus nombres,
se abrían mansamente.
Aroma excesivo:
plantas que exudan savia
al comienzo de un incendio
al final de una
tormenta.
Me contaron historias.
Rastros de la memoria
de imantación.
Extrajeron heces
sedimentadas de los
estómagos tanto tiempo
inactivos.
En sus vetas conté
glaciaciones y los rayos
que alteran la polaridad.
Custodian el estuche
Geminado.
No quiero abrirlo.
¿Y por qué
nos despiertas?
La cabeza se borra,
envuelta en una manta
de colores intensos.
No podían callar.
Recordaban brazos,
haber cavado orificios
en la arcilla.
Desgarros,
una barra metálica
donde aferrarse,
la sacudida eléctrica
que las reanimara.
Querían echar a andar.
Inventé un cuento
para adormecerlas.
Mojan sus plumas
en las mejores
llamas,
el vuelo de copa
en copa
prende el bosque.
Una partida
de incendiarios:
trazan mapas, arrojan
las bombas,
esparcen semillas
encendidas
en los surcos
de labranza,
crecen antorchas,
se extinguen las carreras
de los velocistas
del tejado,
son palmas borradas
que apagan,
una a una,
las antorchas.
Acostumbran los ojos
a la claridad del impacto,
a su belleza terminal,
la boca se cierra en el
sabor estrecho,
en el rito de sed
de la apertura.
(de Desfrío, Varasek, 2015)
Soy adentro
y como,
en el extremo
derramado
de los tilos,
una papilla
dulce y espesa,
de madera,
y es interno
en el calor,
como huevos,
el lugar donde brotan
los árboles,
no cantaban los mirlos
en aquellos sillones,
eran grandes para ellos
y por eso no cantaban,
pero todos recordamos
con un picor en la garganta
que es allí por donde
crecen las ramas,
por las tuberías,
por el tiro ciego,
sí, como,
sigo comiendo,
todavía adentro
se alza el mástil,
un pequeño vigía
de largas piernas
que desde arriba
se columpia,
muebles y alimentos
viajan de uno a otro lado,
y esto no es un barco,
tampoco es un bosque
pero susurran y se agitan
los troncos, tan delgados,
las criaturas,
eran las manos enlazadas
de un mismo individuo
que se concentra,
sabía que eran manos
pero vi una paloma
que temblaba un poco
y sin abrir del todo
el pico,
vomitaba.
No basta el guepardo
en los dedos,
su carrera macerada
en alcohol en el
reposo,
el cuerpo desbocado,
de torrente,
del agua detenida en este
vaso,
no fluyen los muros
desparejos, las voces
de azulejos desgastados,
las cocinas del mundo
a fuego lento,
una fila de niñas
en sus camas,
corredores que sueñan
con un viento leve
de superficie,
y emiten un silbido
de hervor ralentizado,
hay que inyectarse la cal
de estas paredes,
aquietar lo veloz
para sentarse,
separar los anillos
de tantos dedos
muertos,
encerrarse de nuevo
en el metal de la llave,
escuchar el vuelo bajo
de los techos,
su migración de animal
acorralado que anuncia,
sin pausas de contención
en la llegada,
una nueva estación
de las estepas.
Fue enterrándolo,
transplantando
al jardín interior,
una a una,
sus hojas desprendidas.
La savia manaba vertical
en el desnudo,
y el borrado era un lienzo
de hilo, de tacto suavísimo
y color amalgamado.
Fue escarbando sin rabia
en la tierra humedecida,
introduciendo sus pies
de niño dormido
en el descanso.
Sentada sobre
el mantillo,
siendo líquido,
vaho, olor
vegetal,
fue en la quietud
el crecimiento,
sin flanco derecho
ni ojo izquierdo,
sin fugas
ni contornos.
Me he bañado
por encima del agua,
con la llama del sonido
sofocado,
con la caída lenta
y en suspenso
de un objeto pequeño,
de madera,
he sumergido el cuerpo
en el reflejo del estanque,
sobrevolando,
en un salto de altura
sin pesos ni medidas,
barcos y faros
en reposo,
he tomado con vértigo
los cabellos del agua,
los he trenzado
sin mojarme,
y abajo seguían
trabajando,
horneando los panes
de ceniza,
he punzado la nube,
desde dentro,
y ahora que los pies
aprenden su alfabeto,
me inunda al caminar
una blanca hemorragia.
(de Morada, inédito)
Hay una bolsa
intacta debajo
de esta tela
que cosemos
y rasgamos.
Una piel de serpiente
o de gallina envenenada
para respirar.
Resbala y cae,
limpiaban pescado,
se abraza a la forma
y se cubre con mantas
para nacer desnuda,
desdoblada.
Atravesar el mar inverso
en una barca de arroz
que se deshace.
Migrar hacia atrás,
recuperando.
Duele el aire vacío
alrededor.
Un diente.
O la ausencia
ensangrentada
de un diente.
Una prótesis
de encina
que muerde
la encía sin pan.
La luz que se mastica,
la fina veladura
que se adhiere.
(de en flecha, inédito)
CINCO TONELADAS de grano de maíz quemado y dieciséis gallinas de la raza Leghorn.
FORZAR EL HECHO. Con sopletes. No prende la habitación cerrada, la cáscara vertical de la semilla. Al hombre que quema el germen le crece una barba espesa y negra, en surcos interiores, roturados con minúsculas partículas de hierro. En las mejillas. En los ojos.
En los pulmones que respiran al revés, expirando oxígeno.
Le ayudo. Sin querer extiendo la fuerza oculta de mis manos para empuñar el fuego que asola las cosechas, el grano intacto. Sin querer entierro el pan crudo y dividido, lo riego con alcohol, con gasolina y leche. Sin querer manipulo, una a una, las cremalleras de las piedras que repiten, amarillas, la misma sílaba.
Quemamos contando hacia atrás: ocho milenios, cinco toneladas, uno y otra vez uno. Encerrado, dividido. En el creciente fértil.
HACIA ATRÁS: habíamos prestado nuestra fuerza a lo salvaje. Habíamos plantado las semillas híbridas, que excedieron en peso y en medida el transporte natural (el vagón del viento).
Hacia atrás: horadamos las páginas de tierra, leímos con las manos, con los ojos cerrados, las letras en relieve de la fertilidad, arrastramos maderas para cubrir los huecos. Los puentes respiraban sobre el agua, las piernas se llenaban de maleza.
Hacia atrás: huellas de grano en el barro cocido, en el horno apagado del origen.
Restos carbonizados de trigo almidonero. Señales para mudos y sordos, que cosechan con los brazos en aspa. Respirando.
ERAN PUENTES DE CALCIO. Doscientos seis huesos, fusionados en el crecimiento. Eran puentes de agua, que absorbían la materia que surcaban.
Sobre nosotros cruzaron ovejas y cabras, que se mojaron con nuestro hidrógeno y nitrógeno, con nuestro oxígeno y minerales. Algunas se despeñaban. Las cubrimos con pinturas, con pigmentos de carbón vegetal, resina y grasas. Apacentamos su forma en las paredes de roca.
Detenidas, domesticadas. Masticamos el pan de la separación en el interior de las cuevas.
POR ESO QUIERE VERLAS ARDER. Para alterar los ciclos, y echar hacia atrás la cuerda, la rotación de los cultivos. Para borrar el humo de los corrales, el hedor de los pozos, las reservas en salazón de la epidemia. Para detener un millón de dedos fracturados, marcando el paso.
Dice: “el hombre recolector venera el fuego. El hombre que es animal entre animales”. En las llamas se agita la forma exacta, la que cabe entre las manos. Se adivina el peso, el tacto en espiral de los cuchillos y raspadores, y un hacha de piedra pulida, de color verdoso.
“Caminaban bajo sombreros de sol y los ojos desovaban su simiente”. Sujeto su temblor y me disperso con el viento de algo que se abre. Tejemos puentes de lana para quemarlos.
SE ABREN LAS PAREDES, se vierten las gallinas sobre el grano quemado. Taza por taza, su blancura en lo inacabado. Dieciséis letras móviles sobre la página oscurecida.
Pican lo yermo. Repiten el movimiento programado, que queda en suspenso. Son fuertes, ponedoras, necesitan cien gramos de comida al día, catorce horas de luz, agua limpia en los bebederos. Encima del pasto desecado, el mismo gesto, el pico que se adentra sin abrirse, rozando el hambre.
Sus pollos son precoces, al romper la cáscara no están desnudos, sino cubiertos de plumón. Pueden echar a correr de inmediato.
TERMINADO EL EXPERIMENTO, se almacena en grandes bolsas, se olvida. El carbón de semilla es ahora un nido múltiple, caliente y nutritivo.
Los insectos del grano son pequeños, su reproducción asombrosa. Del pan quemado y fragmentado surgen millones de individuos, algunos de tonos opacos, otros de colores vivos y de gran belleza. Concentran en las antenas el tacto y el olfato. Sus ojos ocelados contemplan nuestra división.
Van cubriendo su estudio, las paredes, el techo, los pinceles secos. Van tomando, en su cabeza, las extensas praderas del origen, escenas de caza y pesca, con los pies desnudos, con la doble mandíbula incesante. No hay dientes ni cuchillos capaces de cortar el hilo. Toda semilla fructifica.
CAE NIEVE EN los cestos de la nieve. Hemorragia de lirios bajo tierra. En los cestos de la sangre caen cerezas. Con el barro blanco y rojo, en ese orden, cuerpo que a sí mismo se modela, brazos que se estiran y alargan, como tallos, pero olvidan agrandar la casa. Apagar es incendio adentro. Leguminosas que se abren, ojos germinados. Esa percepción. La boca está manchada, salpicada de hongos, de musgo, de organismos vivos. Pesan los labios, sus moluscos, arden las comisuras, las telas y redes que descosen lo abierto. El animal que hay dentro rasga sus vestidos. Y del centro mismo de la velocidad que alumbra de las conchas astilladas que polinizan el impulso de lo que ya no puede mantenerse quieto y sube por la garganta en el desborde. Hay que haberse muerto para nombrar lo de atrás, lo que se perdió y todavía hinca sus espinas: mis pájaros de sal mi pez lavado. Como si el grito hablara de sus hijos.
EMBRIONES DE ACRÍLICO, papel de seda, cuerdas, materias pétreas y tela sobre tabla.
LA FORMA SE GESTA en la proximidad de las cuerdas, en su latencia ascendente o de descenso. La pintora expulsa el color de su ropa, de los cabellos, e insiste en el duermevela, en abrir vías de agua en la inmovilidad. Su cerebro es una mujer sentada, una imagen votiva de hiedra y bronce.
Poco a poco se iluminan los puntos de punción, el manantial que toma las ruinas. La antesala en un cuaderno estrecho de bocetos, con uñas y dientes recortados. En un melocotón maduro, que nace o se deshace al respirar.
Sobre el lienzo, el impulso del brote es repentino. Sale de la ventana, del armario, del exceso de sol.
FLOTAN SIN LUZ, emergiendo desde el pliegue de la tela, donde se interrumpe el nudo y comienza el movimiento.
Aún curvados, el primer pensamiento es geométrico. Ondas convergentes que saturan un punto. Todo gira y atraviesa, desde la escama que nos repite en el reflejo, el flujo de las especies.
En el inicio, el uno como dos, y el dos como uno solo. Me palpo y recuerdo una compañía única en lo idéntico: el mismo desarrollo, la misma dilatada vibración, la contracción súbita de una célula, que contagia a la otra que contagia a la otra que contagia a la otra que late. Sí, fuimos hermanas en el agua. Y tú me comiste.
ADENTRO ES LA MISMA MADERA, más blanda, casi líquida. Una flecha que vuela en el reposo y se seca con la velocidad. El viento de la higuera deletrea la palabra repetida, masticada, la fecunda hacia un comienzo mudo, de pasta de papel.
Recorto el pincel y espero a que vuelvan los aromas. El telón va subiendo, con el empuje de una nueva forma, los pliegues del impulso marcan líneas de bombeo, carreteras y regueros, huellas que ensalivan el tránsito.
Detrás de la piel que se deshecha hay arañas y gallinas. El huevo sin cáscara tiene una hendidura de encaje. Una boca o cielo abierto que antecede al hambre.
«TODO NACE del azul y el amarillo. Y cuando empieza a moverse, se ramifica». Sus pensamientos son aleaciones de colores complementarios, que se funden a elevadas temperaturas.
Marco con tiza y ramas secas el lugar del incendio. El tiempo es incierto: una muesca en la corteza anaranjada de la memoria, o la cerilla limada de una futura ignición.
«El azul toma la forma encorvada que enlaza dos cabezas con los ojos clavados en la repetición. El amarillo pliega los papeles internos, se derrama, circula a ciegas por las venas de luz». Su voz tiene también dos tallos, dos colores. Algo sale de su jaula y corre.
DE CADA NUEVO FRAGMENTO emana una aureola que desconecta el frío del calor. Las ventanas y los párpados cosidos, la boca cerrada, y de pronto todos entran, todos abren la misma puerta enrojecida.
La inmovilidad se combate con piedras de moler y sabores picantes. Frotamos árnica sobre los músculos de la tierra, para aliviar el dolor de lo que respira. La convulsión se aquieta con una manta transparente, ajustada a la ausencia progresiva de la forma, a las rodillas puntiagudas, a los riñones divididos de la separación.
El plástico cubre el reflejo. El reflejo cubre el cuerpo. El cuerpo se escapa.
SERPIENTES, PIEL DE VIENTO, cuerpolímite que danza. Crecimiento y desbordamiento de la lengua. Buitres y flechas entrando y saliendo del tambor que se despierta. Movimientos-palabras que anidan en el hueco de la rotura de una rama. Vaciando los sacos de arena infértil, girados sobre sí, que lo interno se haga externo y lo externo se convierta en esta sal que lamemos sobre la piedra, con la lengua derramada, con los candados abiertos de las letras. Cubos de hielo, golpes de luz, metal de las plumas internas, en el huevo del mundo, huellas que brotan sigilosas del huerto de la adivinación. Se refería al maíz, cómo crecía, de dónde venía. El maíz crecía en el interior de las casas. Nos cubrían sus sábanas, el sudor amarillo, que quemaba. Doscientos metros de altura, pies desnudos, avanzar hacia atrás sobre la cuerda. Destejemos una camisa de papel pintado que no es cuerpo.
TRES KILOS DE BARRO cocido a 950 grados, quince kilos de cemento y arena, dedos y espátula de acero de un milímetro de grosor. Pigmentos naturales y ceras, para sostener el dolor.
MANDELN, ALMOND KERNELS, amandes, prunus dulces, amygdalis communis. Los frutos de la piedra, almendras vivas que respiran su transporte en los barcos de carga, en los furgones. Cortada y vaciada, una almendra que es un barco frágil. Lo miramos desde arriba, lo lanzamos al océano, distinguimos los rostros finamente modelados, los cuerpos hacinados de la migración.
Les escucha, con las manos cerradas, antes de recordar su forma. Luego toma, una a una, sus conchas quebradas, les hace un molde, se adentra en la gruta del tacto con su canto –mi hija amarilla, mi hija roja, mis nietos color cobre–, detrás de la puerta de líquenes, del jardín de encaje, allí donde se alejan los aromas.
Si la huella vuelve a hundirse, se superpone. Si la espiral nos pisa con sus ruedas separadas. Es la misma madera para todos, las mismas olas verdes, el mismo crujido en el vientre de acceso.
TAMBIÉN HUELEN sus pensamientos, un dolor suyo. Lo esculpe con vendas heladas y le da un nombre: Irene.
Sobre una manta de nudos examinamos los fragmentos del cosmos, la carga del arca diminuta: calabazas pintadas con sonidos (agitadas), un tejido tenso y rojo de hilo y de tendones, el bastón ritual donde viven las hormigas, semillas de eucalipto, raíces y picos pulverizados. Y el alimento: hogazas de humo y uvas blancas, saturadas de luz.
Me habla de un hombre de arcilla, que caza siempre solo. Le acerco el guisante dividido en el que duerme la existencia.
SE DESVISTE, SE DESPOJA. Se queda sólo con el tacto. Cierta resistencia a separar la gema de la mano abierta. Es verano y han caído hojas amarillas sobre sus cuerpos de barro refractario. Uno de ellos se abraza, porque el pájaro es demasiado pequeño. Otro, que ya no respira, mira el papel timbrado del horizonte. Las madres cantan hacia el interior de sus hijos, con los labios cosidos y los brazos en cruz. Todos cruzan el mar en la fragilidad. La semilla avanza con sus pesos, desgranándose sobre el nivel del agua.
Si vives en la mitad blanca de la casa, compras bálsamos y agua de cactus; coleccionas los caracoles brillantes que se adhieren al cuerpo que se hunde; duermes sobre una pantalla; riegas las rosas del desgarro sin pensar en el hacha que mana de tus extremidades, que tala sus nombres, el ala rígida, el sol en el interior de los murciélagos.
Al otro lado, las cabras beben de la ubre hueca del olivo. El aceite de las almendras se quema para iluminar.
DESPLAZADOS. El eje girado a la izquierda, abertura en el muslo, pies que se hincan en la madera, para no caer. En la sombra, una estaca entra o sale de la nuca. En el hierro, una mano desde el cuello apunta al interior.
Grupos de tres. Es la sombra del triángulo, que se abre en el agua, la que hiere la exactitud de la figura. Óxido de manganeso y de cobre sobre placas de cerámica.
Autorretrato. Animal de bronce que se arrodilla. No tiene boca, ni dedos, sólo manoplas para señalar. Danza sin manos, sin articulaciones, con la cabeza puntiaguda que apunta al sol.
ME UNO AL TACTO, acaricio los platos planos donde beben sus hijos, tapono los boquetes de la balsa con los dedos, aliso las picaduras del sol, pongo las manos en la nuca inclinada, en la sal del agua, en las cabezas que se alzan, sin saber a quién preguntar.
Si hacemos lo que hay que hacer, entonces llueve. El croar de las ranas asusta a los malos espíritus. La lengua de las cosechas se estira y nos lame los brazos. Se aparta la ardilla, los animales disecados, tejidos y reptiles en la red. Surcamos las aguas de otras islas, abrimos el saco de la adivinación, la silla del vuelo nos transporta al interior de la marmita, en el lado protegido de la casa, donde nada falta. Ni una coma. Ni una letra.
Nadamos, siempre juntos. No recordamos el calor.
LA DANZA CONSISTÍA en horadar con los dedos estirados hacia arriba, en expulsar los sedimentos del contorno, contando despacio. Caían al revés las semillas, se hincaban en las matrices deshiladas del aire. Notaba la corriente de la madera hueca que se abría paso dentro del brazo en cerbatana, el mercurio en combustión que excedía el cuerpo.
Y entretanto, el músico posaba una sola vez sus labios sobre el vientre. Soplaba una lluvia dulce y exigua, diminutas manzanas celulares que caían con las letras sobre la sábana metálica. Era el sonido, la blanca mordedura de la espera.
Todavía mascamos el pan del viento.
ESTÁ LA TIERRA que espera. Un tractor, lacado de sed, en el arenal. Perfiles, terminaciones verdes, el borrado vertical de las hojas. Y en ella una sílaba seca o hierbajo arrancado del silencio. Dos caballos atados a un poste de luz. Hay que cavarla, hundir las manos en su cuerpo. Está el salto que enfría el metal arrojado, tomado súbitamente por la forma. De una azada. De un arma. La aleación del techo, de las junturas, en el ala del hidroavión, en el agua que cae con cuchillos sobre el campo. Palabras paralelas de las vías abiertas. Tren trino. Es la tierra que dice: “Tengo un árbol. Si crece, destrozará el mundo”.
UN PENSAMIENTO SE DETIENE, como una gaviota de pan. La arena crece de golpe, expande los colores de sílice y cuarzo, singulariza cada grano, no caben en el puño abierto en los brazos en los cestos en las venas sobrecargadas. Un nadador, mordido por las flores del agua, se hunde en la vertical de ayuno. (Caída en línea recta, el palo de sal no soluble que marca la reserva de oxígeno del mar). Después vacío. Lo seco que se sumerge en lo mojado, sin contagio. Arroparse con mantas de aire comprimido o masticar cristal, como si amasara los sabores en la puerta del ruido. Aunque no, eso fue, ahora emerjo y respiro el riego, me circundan plantas arborescentes, con vainas en las axilas de las ramas, que disparan con rabia sus semillas. Quizá soy dentro de una de esas plantas, tenazmente inmóvil y ramificada. Apertura brusca, dehiscencia elástica de los frutos internos, mecanismo de explosión inaplazable.
SEMILLA DE LINO. Una. Aislada. Hundirla y hundirme, agujerear la tierra como si no quedaran más dedos de metal junto a las verjas, rapazmente sacudir el pescado, alejarla del sol y del silencio que la seca, como quien lee futuras ramas o el peso de su centro arrastrando metal hacia la madriguera, imán de invierno injertado en la cardiopatía congénita, la madre que la apartó ya lo sabía, y no es consuelo, es sal sobre el cultivo y un intestino desierto de combate, no puede plantarse en surco antiguo, ese que dice que el arco de sed no admite compañía, que un campo de fuerza te rodea y te aísla, y lo que tocas y te toca se deshace. Esta semilla separada, la que me viste, habla pequeño, se muerde la boca con las palabras: aguardoenagujeroardoaguameausento. Si pudiera sacar los dedos de la tierra rompería esta tela, este tarro de cristal que me fermenta. Si pudiera crecer en sangre, extender más allá las plantaciones. Si las raíces me dejaran correr.
(de Semilla, inédito)