Por Andrea Zanzotto*
Traducción del italiano al español por Roberto Bernal
Crédito de la foto www.alchetron.com
Andrea Zanzotto: poeta del campo
Nací en este pueblo boscoso de Véneto. Siempre viví acá, me he desplazado poco y, con el paso de los años, lo hago cada vez menos. Este fondo de rincón oculto me daba la posibilidad de instalarme en una especie de refugio “de la historia”. Es un refugio no del todo subterráneo, pero que está conformado por túneles que pueden conducir a lo abierto o a lo cerrado, según las exigencias del amparo y dentro de la movilidad onírica de ese caos que todos tenemos en nosotros.
El permanecer, el habitar, lo memorable de un lugar único, lo pueden ver en otras partes como el residuo de una realidad campesina de la que queda muy poco, a menos que se mudaran o que fueran obligados a emigrar por cuestiones de hambre o guerra. Creo que heredé cierto pattern de las conductas de este mundo campesino porque no siento un deseo importante por desplazarme: quedándome quieto puedo querer entrañablemente cualquier parte del mundo, porque la naturaleza siempre está llena de maravillas, de pueblos y paisajes capaces de generar distintas seducciones, y de lugares dignos de vivir y que merecen “soñarse”.
Sin embargo, creo, la relación con el lugar y la tierra debe ser feroz y exclusiva, como un enamoramiento, de lo contrario, no podemos entender nada de nosotros mismos, ni de la tierra, ni del medio ambiente, ni del universo. Ya he tenido ocasión de hablar de la enajenación turística. Hay gente que es arrastrada de aquí para allá como costales de papa, mientras que harían falta aquellos grandes voyages o grand tours que fueron posibles hasta tiempos bastante recientes, una gran aventura de formación espiritual que duraba meses o años, pero solamente para pocos privilegiados.
Otra posibilidad es un pequeño voyage o trip (y, en ocasiones, grandes trips), para lo cual no tengo necesidad de un propósito, porque puedo hacerlo de manera continuada. Puedo recorrer hasta el infinito las mismas calles, hacer los mismos pequeños itinerarios que, en su eterna mutación, en su aparente estabilidad, testimonian los misterios de la constante metamorfosis de la naturaleza. Tengo que añadir que para mí siempre contó muchísimo la cercanía con Venecia, donde todos terminan por llegar, haciéndome posible el encuentro con literatos y artistas de todo el mundo. Pero enseguida también está la relación con la propia tierra, con todos los amores, que está destinada a terminar; en un momento determinado, uno se siente lejano de todo. En ocasiones pienso que abandonaría de buena gana mi país, en parte porque cuanto más se envejece, también se ven desaparecer en torno a nosotros a los compañeros de vida. Uno se convierte un poco en un desconocido, y yo, por mi parte, no conozco nada a los jóvenes del país. Sigo visitando de vez en cuando las escuelas, pero predominan las relaciones con aquellos jóvenes o maestros que vienen a buscarme porque mantienen intereses vivos por la literatura y el aprendizaje.
Ya en la lejana infancia, me resultó duro advertir la situación anómala de mi familia, en lucha contra la precariedad. Fue muy difícil el trabajo para mi padre debido a su oposición al régimen. De un día para otro podía faltar el sustento. Pertenecíamos a una franja pequeño-burgesa, pero casi de miseria. Mi padre tuvo que buscar trabajo en el extranjero, o en zonas complicadas de Italia, como en el alto Cadore. En nuestro pueblo, pocos votaron en contra del fascismo en el plebiscito de 1929, y entre éstos estaba mi padre, cosa que todos sabían. Recuerdo a la maestra de la escuela que nos mostró la ficha electoral sobre el pizarrón con el “Sí”, y todos los niños debíamos copiarlo. Yo, recordando lo que me habían enseñado en la familia, escribí “No”. La maestra se apresuró a destruir las “pruebas” para que mi familia no corriera peligro. De hecho, entre los pueblos existió, afortunadamente, una especie de cadena de San Antonio, solidaria, que amortiguó lo peor.
Mi padre era profesor de dibujo, artista apasionado. A menudo salía a pintar a pleno aire y yo, desde pequeño, rara vez no lo acompañaba. Me sentía exaltado, pero también un poco abrumado por su habilidad (y quizá por eso me alejé de la pintura). Pero esta continua tensión me creó un sentido de homogeneidad entre arte y naturaleza. La naturaleza es hermosa, mi padre la apreciaba, la llevaba a casa; era todo un hervidero de elementos de gran hipnotismo. Recuerdo sobre todo colores, sonidos, los paisajes que él pinto, las músicas que repicaron por las calles del país y en mi casa, gracias a cantantes aficionados y a viejos gramófonos. Recuerdo todos los elementos que me fascinaron, que me dieron el sentido de un probable “modo de habitar” más elevado, superior. Y desde niño advertí ese canto interior de la lengua que es la poesía, a través de rimas y la medida de los versos (leídos en casa o en la escuela primaria) que centellaron y resonaron en su esencia fónico-rítmica. Puedo decir que existe en mí un fondo idílico, pero también que determinadas circunstancias han activado un fondo dramático que me ha llevado, a lo largo del tiempo, hacia tensiones violentísimas en el ámbito expresivo y, por lo tanto, hacia la necesidad de la experimentación de buscar nuevas vías, distintos equilibrios (o desequilibrios formales…).
Además de eso, sufrí lutos familiares terribles, que derivaron del sentido de precariedad espantoso que acompañó mi infancia. Cuando tenía cerca de siete años murió una hermana que no tenía ni siquiera seis, y su gemela murió también, siempre por enfermedades que hoy se habrían curado con unas cuantas inyecciones. La mortandad infantil era entonces altísima. Durante el octubre, en mi casa, hubo angelitos que giraban montados en cruces y astas que tenían los nombres, apellidos y fecha de nacimiento de los niños. Fueron a acabar en el rincón reservado para ellos en el cementerio, y las familias hicieron pintar o refrescar estos angelitos para los días de la Conmemoración. Mi padre tuvo un exceso de trabajo de este tipo, del que obtenía algunas liras, un poco de papas, frutas o judías. Existieron, pues, elementos extraños en mi infancia, inquietantes, precisamente como aquél lado del cementerio con las cruces de lata que chirriaban al viento y que parecían hechas especialmente para la retórica de la muerte y la inocencia. En definitiva, nunca viví la naturaleza como habría querido, con total participación, porque existieron espinas que lastimaban tanto hacia el interior de mi vida privada como en el ámbito general.
*(Pieve de Soligo-Italia, 1921 – Conegliano-Italia, 2011) Poeta. Licenciado en Letras por la Universidad de Padova (Italia). Ha recibido el Premio San Babila, el Premio Viareggio, el Premio Feltrinelli. Fue designado Doctor Honoris Causa por las universidades de Trento y Venecia. Ha publicado en poesía Dietro il paesaggio (1951), Elegia e altri versi (1954), Vocativo (1957), IX Ecloghe (1962), La Beltà(1968), Gli Sguardi i Fatti e Senhal (1969), Pasque (1973), Filò. Per il Casanova di Fellini (1976), Il Galateo in Bosco(1978), Fosfeni (1983), Idioma (1986), Poesie 1938-1986(1993), Meteo (1996), Sovrimpressioni (2001), Conglomerati (2009), entre muchos otros.